40 Lienzos
Y así se sucedieron los días, o tal vez sólo fueron horas y su consciencia, desesperada por encontrar un escape, ralentizó los segundos como si cada noche y mañana que había soportado tirado sobre la dura piedra del suelo se hubieran convertido en años.
Vassé y sus hombres regresaban continuamente, impidiéndole conciliar el sueño por más de una o dos horas, se abocaban en interrogarlo y en poner confesiones en sus labios que Giulio cada vez negaba con menos énfasis cuando la recompensa por ceder a las acusaciones era un sorbo de agua.
Estaba cansado. Los latigazos y las golpizas estaban mermando su temple. El hambre y la sed estaban enloqueciéndolo. Había leído un poco sobre los crueles métodos de tortura que la Santa Iglesia solía emplear en sus víctimas para extraer confesiones de ellos. Vassé usaba métodos similares, salvo que Giulio aún estaba entero y temía el día en el que idearan nuevas técnicas para someterlo o comenzar a cortarlo en pedazos.
Horas atrás (o la noche o mañana anterior, no estaba seguro), lo habían arrastrado fuera de su celda por primera vez en mucho tiempo. Había pedido agua sin descanso y a cambio lo habían arrojado en el interior de un claro, donde lo habían sumergido una y otra vez hasta que había perdido la consciencia y había despertado momentos después sobre el duro piso de su celda, empapado y tembloroso.
Su fuerza física y emocional disminuían con rapidez. Estaba seguro de que no saldría de ahí con vida y se arrepentía de todo lo que había dejado a medias por haberle temido tanto a ese nuevo mundo. Había estado plagado de cosas aterradoras que a su vez habían resultado fascinantes. Lamentaba jamás haber volado. No importaba el destino, le hubiera gustado entrar en uno de esos vehículos aéreos y mirar la tierra desde la inmensidad del firmamento, allá, por encima de las nubes, sentir que podía alcanzar las estrellas. En su lugar, un grupo de desconocidos lo había adentrado en las entrañas de la tierra, asesinándolo lentamente.
Las preguntas de Vassé eran casi siempre las mismas. Quería saber lo que había después de la muerte, quería saber en dónde había estado Giulio y con quién había pactado para regresar a la tierra de los vivos. Le desgarraban la piel de la espalda a latigazos en pos de que confesara que era un enviado del demonio cuya única misión era la de esparcir la mala palabra y la mala semilla sobre la humanidad, y lo sumergían en agua helada hasta que perdía la consciencia cuando se quejaba por la sed. Decían que era un saboteador de la resurrección divina, y que suplantaba al verdadero mesías, que engañaba a las masas que lo veían como una influencia positiva y milagrosa por haber regresado del mundo de los muertos.
Él lo negaba todo y el ciclo se repetía.
Se había repetido una y otra vez hasta que su cuerpo no pudo más y se rindió al cansancio y a la enfermedad. Durante la última de sus comidas fue incapaz de sentarse para llevarse la minúscula porción de pan a la boca. Se quedó en el suelo, con la mejilla sobre la losa y el cuerpo entero ardiendo en fiebre. Veía y escuchaba cosas que sabía que no estaban ahí, y soñaba, deseando volver a estar muerto. Lucilla llegaba recurrentemente a sus recuerdos durante sus lapsos más caóticos de delirios. Hablaba con ella y el corazón le daba un vuelco de alegría cuando la escuchaba contestar. Su risa era encantadora; la tibieza de su piel, de su cuerpo contra el suyo mientras yacían acurrucados en la cama era apabullante.
Luego todo terminaba abruptamente, cuando los hombres de Vassé aparecían para levantarlo y llevarlo arrastrando a enfrentar más torturas que en la última ocasión lo hicieron implorar a Dios por la muerte. Llamó a su padre y a Lucilla entre sus plegarias, también a Emma, hasta que la fiebre y el dolor lo habían hecho sucumbir, desgraciadamente no para siempre.
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La última vez que abrió los ojos lo hizo de nuevo en el interior de su celda, pero había una pequeña diferencia. Alguien le había puesto un suéter y le habían arrojado una cobija encima.
Estaba sucio y desaliñado, apestando a orina, sudor y vómito. Respiraba con dificultad al sentir que tenía bolas de agujas adentro del pecho y no podía mover muy bien su brazo izquierdo luego de que en la última sesión de latigazos hubiera tirado tan fuerte de sus grilletes, presa del dolor, que algo había tronado a la altura de su hombro y de su codo.
Vassé era metódico y paciente. Hablaba de manera condescendiente con Giulio y a menudo respondía a sus propias preguntas, esperando únicamente que Giulio afirmara, lo que no sucedía. No hasta que en la última sesión de tortura, lo que pudo haber sido miles de años después de su secuestro, un nuevo método de martirio entró a la rutina y Giulio finalmente había cedido, viéndose sobrepasado.
Con una soga atada en cada una de sus extremidades, habían tirado de él hasta hacerle creer que lo desmembrarían. Sus alaridos de dolor, por supuesto, habían entrado en oídos sordos. Por el contrario, Vassé se había mantenido sonriendo con satisfacción durante toda la sesión, satisfecho cuando Giulio suplicaba.
—Hiciste un pacto con él —dijo Vassé.
—Sí —murmuró Giulio cuando dejaron de estirar su cuerpo.
—Con el Dios Oscuro.
—Sí.
—Pactaste recuperar tu vida a cambio de esparcir su mala semilla entre los hijos de Dios, entre las personas bondadosas.
Giulio dudaba que Vassé se encontrara entre los bondadosos, pero ya no se animó a repelar y sólo asintió.
—Dilo. Dilo con tu propia boca. Reconócelo. Sólo así tu alma se purificará en la expiación.
—Pacté con él.
—Con el demonio.
—Con el demonio —balbuceó Giulio mientras lo bajaban de la terrorífica máquina. Cayó al suelo de rodillas, donde permaneció apoyado sobre sus manos, tosiendo con sonidos terribles—. Pacté con él. Lo reconozco, lo acepto, pero... por favor ya no me lastimen.
Vassé se plantó sobre él, mirándolo desde lo alto con ojos espectrales y el semblante pálido. Giulio tragó en seco, con los sentidos embotados y el cuerpo entero a punto de desfallecer ante un colapso.
—¿Qué te ofreció a cambio de regresarte la vida?
—No lo... ¡Esparcir el mal! —gritó al tiempo que reculó cuando los hombres de Vassé hicieron el ademán de echársele encima para volver a sujetarlo sobre la máquina—. Hice un pacto con el demonio para regresar a la vida y a cambio juré que... que...
—Qué sembrarías la tentación y la perversidad en el corazón de los hijos de Dios.
Giulio lo repitió, palabra por palabra, y gimió de alivio cuando no volvieron a sujetarlo con las cuerdas. Lo dejaron ahí, tirado y empequeñecido mientras celebraban el éxito de haber obtenido su confesión. La sala de tortura, demasiado familiar ya para Giulio, no era más que una caverna amplia, iluminada por una serie de focos e hileras de foquillos que colgaban en pequeños arcos desde el techo. Había distintas máquinas de tortura repartidas a lo largo de su amplia sala. Giulio sólo conocía dos de ellas y prefería volver a morir antes que ser sometido a ellas nuevamente.
Se preguntaba cuántas personas más habrían pasado por eso. Se preguntaba también si eso era legal en esa época. En un inicio le había dado la impresión de que no, de lo contrario Vassé no se escondería, no haría todo eso ahí, en las entrañas de la tierra, proyectándose sobre Giulio como un verdadero demonio. Quizás hablaba tanto del mal y se afanaba en erradicarlo porque él lo conocía en persona, lo exudaba de cada uno de los poros de su piel. Olía a podrido cuando se acercaba a Giulio, a maldad y perversidad. Olía a todo eso que lo acusaba a él de ser y de representar.
—Preparen la pira, el prisionero ha confesado su culpabilidad y nos implora por la salvación —ordenó Vassé al momento de erguirse y aplaudir un par de veces—. Esta noche será de fiesta.
—¿Qué? —Giulio levantó la cabeza, horrorizado.
Miró de un lado a otro.
Iban en serio. Al fondo del salón, varias personas enmascaradas y encapuchadas comenzaron a acarrear maderos hacia el centro de una pequeña plataforma donde se levantaba un mástil pequeño.
Vassé se plantó frente a él, bloqueando su visión.
—¿Cómo es? —preguntó entonces, por enésima ocasión—. ¿Cómo se siente estar muerto? Supongo que para ti no será ninguna novedad regresar al sitio del que emergiste como una alimaña enviada por el rey de las tinieblas, pero quiero escucharlo antes de que toda esta perfidia se vaya contigo.
Giulio se pasó una mano sobre el cabello enmarañado, tan pegoteado de sangre y de mugre que sus rizos se habían convertido en plastas imposibles de desenredar para esas alturas. Se meció un poco de adelante hacia atrás, sobrepasado.
—Es... es tranquilo. Calmo... no lo sé. Es...
No lo recuerdo, temió decir para, como todo apuntaba, no ser creído.
—Era calmo y tranquilo en el reino de Dios, nuestro señor, querrás decir. Después pactaste con Satanás y nadaste dentro de sus aguas oscuras.
—Dios, ayúdame —murmuró Giulio, sacudiendo la cabeza. De fondo, podía escuchar a los hombres trabajar arduamente en reunir el material con el que más tarde querrían asesinarlo a él.
—Pero tu perfidia existía mucho antes de tu partida, ¿no es así? —Vassé estiró una mano y colocó la empuñadura de una fusta debajo de la barbilla de Giulio para levantarle el rostro—. ¿No es por eso que tu propio padre te quitó la vida? Te acostaste con su esposa...
—No.
—... Deseaste a la mujer de otro hombre, de tu propio padre. Implantaste en su interior tu semilla podrida, engendrando un fruto maldito, y él, tu pobre padre, sólo hizo justicia con su propia mano cuando Dios le reveló la verdad y guió sus acciones.
—No. No, eso nunca ocurrió. Él... Él no quiso hacerlo. Él... me lo dijo. Fue un accidente. Fue un...
—He visto tu arte, es grotesco, obsceno, demoníaco. Tal vez la Santa Iglesia falló en hacer justicia con su propia mano en el pasado, pero ese es un error que yo no pienso cometer. Ninguna mujer más será mancillada con tu semilla maldita, ninguna persona más será engañada por tu arte profano. Las palabras del resucitado por la oscuridad se acallarán para siempre aquí mismo, bajo mi guardia.
—¿Qué me van a hacer?
Vassé sonrió siniestramente.
—Lo que debieron hacer hace cientos de años con un desviado del mal como tú, te purificaremos con el poder del fuego.
Lo quemarían, en pocas palabras. Lo quemarían vivo y esta vez su muerte no sería más un accidente. El temblor de su cuerpo se aseveró.
—Has confesado tus pecados y tus crímenes. Has aceptado haber sido traído de regreso por el Dios Oscuro, pues seré yo el que rompa tu pacto con él y te regrese, con el poder purificador del fuego, al reino de nuestro Señor para que plantes cara con él y te dé su divina absolución o, por el contrario, te arroje de regreso a las brasas del infierno, donde tus pecados harán que tu carne se consuma entre las brasas de miles de volcanes en una agonía eterna.
Vassé se levantó y caminó hacia uno de los encapuchados que acomodaba rápidamente lo que parecía un equipo de filmación. Giulio lo reconocía al haber visto uno similar en la habitación de Marice, que había abierto un canal para grabar videos, había dicho, y esperaba hacerlo con profesionalismo algún día.
Se preguntó cómo estaría Tomello, si habían logrado curar su pierna y para esas alturas estaría mejor. Pensó también en Emma y en lo mucho que extrañaba verla y escucharla, o en Crisonta, también en Fátima, una de las primeras personas que lo había ayudado en ese nuevo y espeluznante mundo. Estaba seguro de no haber plantado ninguna semilla maligna en ninguno de ellos, así como que todos habían desarrollado estima por él desde mucho antes de saber quién era o de dónde provenía.
No era una mala persona. Akantore lo había criado para ser un caballero honorable y justo. El accidente que había conducido a su muerte había sido desafortunado, pero su regreso y el tiempo le habían enseñado a ver más allá de las acciones de su padre y su reencuentro con él en la iglesia había sido el empuje final que lo había ayudado a perdonar.
Vassé sólo tenía métodos brutales para que sus víctimas dijeran lo que deseaba escuchar de ellas, de lo contrario carecería por completo de fundamentos para lograr que Giulio dijera las palabras exactas que él ponía en su boca.
Había deseado tanto por un milagro durante su larga estadía en ese infierno que había comenzado a pensar que se encontraba completamente solo. Tal vez la entidad que lo había traído de regreso a la vida era incapaz de alcanzarlo en ese lugar. Tal vez era buena y la maldad que Giulio sentía brotar de las paredes de esas cuevas infernales la espantaban.
Moriría de nuevo y otra vez sería terrible.
Estaba aterrado.
No quería sentir más dolor. Sin importar lo que hubiera pactado con «Ella» en su lecho de muerte, se arrepentía de haber regresado, de no continuar durmiendo junto a todos esos que el tiempo había dado vida y muerte y que no habían tenido la oportunidad de regresar a caminar entre los vivos. Tal vez en esa otra vida, en ese otro lugar, estaba con su madre, con Lucilla y con Jean, y ahora que su padre estaba descansando en paz, también podría volver a verlo a él. Pero para regresar a ellos tenía primero que pasar por el máximo tormento final, y esos últimos minutos, mientras la gente de Vassé lo preparaba todo al otro lado del frío salón, estaban destrozando sus nervios.
Comenzó a rezar, pidiendo fuerza tanto a Dios como a sus padres. Juntó sus temblorosas manos sobre sus labios cuarteados y murmuró en voz casi inaudible cada una de las plegarias que le habían sido enseñadas en su lengua original, el latín. Hasta que abrió los ojos y la visión del espectro al otro lado de la sala, debajo del arco de la entrada, silenció sus suaves palabras.
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