4 Lienzos
La taza humeante que fue colocada frente a él no tuvo el poder suficiente para espabilar su mente. El tono de la cerámica era de un encantador azul verdoso que le trajo nítidos recuerdos del lago Blanche, frente al que su casa estaba ubicada, y que Mel había mal llamado «Lago Brelisa», lo que no tenía sentido porque aunque su padre era propietario de casi la mayoría del perímetro circundante al lago dentro de La Arboleda, no era tan soberbio como para cambiarle el nombre y ponerle el del apellido de su familia. El sólo pensarlo era risible.
No tenía idea de cuánto tiempo había pasado desde que Rob lo había llevado a ese lugar y lo había hecho bajar del vehículo. Una o dos horas tal vez. Desde entonces se había sentado frente a la única mesa disponible debajo de una ventana, y no se había movido ni hablado con nadie. El camino dentro del vehículo de metal había empeorado su ánimo, aunque nada se había comparado a cuando había mirado lo que ahora era el pueblo de la Arboleda, lugar donde había nacido y al cual siempre regresaba después de viajar a las grandes ciudades y repúblicas a petición de sus mecenas.
La Arboleda que él conocía no existía más. Si bien las edificaciones en general continuaban siendo de piedra, ladrillo y madera como él las conocía, y los giros que había dado Rob una vez que habían entrado en el pueblo indicaban que las calles continuaban siendo las mismas en su mayoría, los detalles hacían que todo luciera tan distinto que estaba en verdad convencido de que había sido arrojado a otro mundo, u otra dimensión. Si ese no era el infierno era una versión muy similar, adaptada a alguna especie de fantasía completamente ajena a Giulio.
Había nuevas construcciones entre aquellas que lucían viejas y cotidianas, y calles de un tipo de piedra distinta a los materiales que él conocía por sobre las que infinidad de vehículos similares al de Rob transitaban. Se había pegado al vidrio muchas veces para mirar con mejor atención las luces, los colores, las formas y la horrenda vestimenta de la gente que se paseaba en todas direcciones haciendo cosas impensables e imposibles en un mundo gobernado por el peso de la opinión social.
Las mujeres eran las más escandalosas, algunas usaban faldas tan cortas que sus piernas quedaban a la vista de todo el mundo, o más sorprendente aún, se vestían con calzas tan ceñidas que la forma de sus cuerpos se calcaba a través de la rígida tela. Muchas llevaban escotes escandalosos; mostraban los pies, los hombros y algunas tenían el cabello teñido de colores anormales.
Pero los hombres no se quedaban atrás. Nadie se quedaba atrás. En conjunto hacían una mezcla bizarra de estilos propios de una historia de locos. Si en cualquier momento comenzaba a ver animales hablando, gente volando o criaturas propias de cuentos y leyendas no se sorprendería más.
Haber arribado al refugio, como lo habían llamado Mel y Rob, había sido una bendición, al menos en apariencia, dado que al entrar se había encontrado con más artefactos extraños que emitían luces y sonidos y con los que todos parecían estar muy cómodos, muebles de acabados únicos y gente vestida impropiamente, empezando por él mismo, que no daba la mejor de las impresiones estando descalzo, llevando el pecho al descubierto y unas calzas tan holgadas en más de una ocasión había tenido que sostenerlas antes de que resbalaran más allá de su cadera.
Giulio había sido criado bajo la fe católica, y aunque secretamente jamás había sido un creyente ciego y devoto que optaba por pintar sobre temáticas que a más de uno escandalizaban, había líneas que nunca se había animado a cruzar. Imaginó lo que harían la sociedad y la iglesia con quienes se atrevieran a vestir y hablar como las personas de ese lugar, o cómo se reiría Lucilla de él si hubiera escapado del escrutinio de Rob y Mel para correr hacia la propiedad de los Daberessa.
Si no lo hizo fue por cobardía, porque una parte de él sabía que lo que había escuchado era verdad. No encontraría más a Lucilla en su habitación, esperándolo en su balcón mientras fingía leer tomando el sol, no se abriría paso entre los árboles frutales sembrados a petición del señor Daberessa para ser posteriormente recibido por una imponente mansión tan hermosa como la de su padre. Se encontraría en su lugar el vacío instalado por los años, y una realidad que lentamente iba creciendo en su interior en la forma de un vacío abrumador.
La sola idea de no volver a ver a Lucilla nunca más lo tenía al borde de la locura, y que fuera su padre el causante de todo aquello lo sumergía en una amargura insoportable. Las marcas que recorrían su pecho y su vientre eran signos inequívocos de lo que había ocurrido la noche anterior, tal vez también fueran el motivo de su repentina aparición en ese lugar.
La mujer que se sentó al otro lado de la mesa carraspeó, interrumpiendo su funesto flujo de pensamientos. Era bajita y voluminosa, tenía la piel morena, el cabello oscuro, los ojos grandes y castaños, y una sonrisa simpática. Giulio la miró por entre sus dedos al estarse sosteniendo la cara con las manos. Desde que había llegado había subido los codos a la mesa y había permanecido con la frente apoyada contra sus manos.
—Hola. Me llamo Fátima Albada —se presentó cortésmente—. Rob, el hombre con el que viniste, me explicó un poco de tu situación antes de marcharse. ¿Te llamas Giulio?
—Sí —murmuró él.
—¿Quisieras contarme qué sucede?
Giulio abrió y cerró la boca varias veces, no tan seguro sobre lo que podía decir. La poca información que había compartido con Mel y con Rob había sido tomada como una locura, lo habían tachado incluso de adicto a las sustancias o al vino, o eso había entendido él. No los culpaba, por supuesto, él habría creído cosas similares de cualquiera que se paseara desnudo por ahí y hablando incoherencias.
Decirle ahora a Fátima que venía de un lugar donde todos ellos serían sometidos a juicio por el solo hecho de vestir con calzas tan ajustadas y teñirse el pelo de colores extraños lo haría parecer un demente.
Tomó aire con profundidad y juntó un poco los hombros para restarle importancia.
—Tuve un... problema con mi padre. Me echó de casa. No sé qué hacer. No sé... nada.
La mujer asintió al tiempo que le dio pequeño sorbo a su propia taza humeante.
—Me dijeron que intentó hacerte daño, ¿es eso cierto?
Akantore lo había asesinado, o así se sentía. Después de largas y agónicas noches de implorar la muerte sobre su cama, había despertado ahí, solo, extraviado, y con una extraña sensación que le decía en el alma misma que no volvería a su vida como la conocía, que lo había perdido todo y a todos, que no escucharía más la voz de Lucilla ni volvería a ver su rostro.
—Sí.
—¿Había sucedido antes?
—No. Fue un malentendido. No es una mala persona. Él se... Sé que se arrepintió después. O eso creo. —Suspiró de nuevo y se enderezó. Le ponía nervioso la actividad que alborotaba el resto del salón. Era un comedero amplio, lleno de mesas largas y sillas que la gente arrastraba al sentarse o levantarse. En el centro había más mesas llenas de bandejas frente a las que las personas hacían fila sin dejar de hablar ni gritar y reír. El chasquido de las charolas metálicas estaba acabando con la poca tranquilidad que Giulio aún poseía—. Tengo veinticinco años, debí haberme ido de casa hace tiempo —continuó, moviendo la pierna de arriba abajo con nerviosismo—. Sólo no pensé que sería de esta forma.
—¿Tienes algún otro lugar a dónde ir que no sea ahí?
Giulio se rio. No hubo gracia ni burla en la desafinada carcajada que brotó de su garganta, sólo amargura y más nerviosismo.
—No lo sé —respondió, pensando en algunos de sus mecenas, que sin duda alguna lo recibirían mientras aclaraba su situación. El problema era que no tenía forma de llegar a ellos sin dar primero un espectáculo de sí mismo por la situación en la que se hallaba. Aunque lo que en verdad temía era no encontrarlos porque al igual que la gente y el pueblo que conocía, muy seguramente también habían desaparecido—. Nací en este pueblo y ahora no conozco nada de él. Perdí... lo perdí todo. No tengo casa, ni fortuna, ni nada... No sé dónde está mi gente, mis amigos, mi... mi novia. —Volvió a reírse ante la compasiva mirada de la mujer. Se jaloneó la sudadera, que había dilucidado cómo cerrar luego de un rato de observar vestimentas similares en otras personas—. Me dieron esta ropa cuando desperté en mi... en ese lugar. Todo me parece tan extraño que... —Sacudió la cabeza.
—Está bien, tómate tu tiempo —murmuró Fátima. Le dio un par de minutos que ella aprovechó para beber sorbos pequeños de su taza y observarlo disimuladamente—. ¿Tienes alguna profesión, Giulio? ¿Traes algún papel de identificación contigo?
Él se miró las manos. La tierra se había metido debajo sus uñas y el lodo le había dejado parches por todos lados. Imaginaba que el resto de su cuerpo no debía lucir mejor. Tenía un aspecto que espantaba.
—Soy dibujante y pintor. Artista —resumió con torpeza—. ¿Identificación? —Miró a Fátima largamente hasta que ella asintió—. No. La gente de La Arboleda tiende a saber quién soy en cuanto me mira y... No, no tengo en este momento nada más que la ropa que llevo puesta.
—Está bien, no te preocupes. Ya lo resolveremos. —Los ojos de la mujer se iluminaron un poco—. ¿Eres artista? Eso es maravilloso. ¿Estudiaste en alguna escuela en especial?
—En el taller del Gran Maestro Blessinio Loresse.
—Oh —exclamó Fátima. Intentó sonreír, lo que no le funcionó muy bien—. ¿Es algún curso de internet?
—¿De qué?
Ella sonrió.
—Algún curso en línea —continuó. Al notar como él la miraba, se apuró en continuar hablando. Explicó a medias lo que eran los cursos en línea, y ante la expresión aún más confundida de Giulio movió la mano como restándole importancia y recuperó su eterna sonrisa—. ¿Dónde muestras tu arte? ¿En alguna red social?
—Mi... ¿Red social? Yo... ¿No? —Giulio se aferró a la taza para calentar sus manos y ocultar el temblor que de pronto comenzó a sacudirlas—. Comencé a hacerme notar desde muy temprana edad mientras estudiaba en el taller de mi maestro, en Artadis. Pronto empecé a recibir comisiones y también a viajar patrocinado por mis mecenas, aunque siempre regresaba al pueblo para tomar descansos. Me gusta vivir aquí, con mi padre. Tenía mi taller en mi casa y estaba pensando en abrir uno en Artadis, pero no sé si eso pueda ser posible ya.
—Ya veo —dijo Fátima no muy convencida. Era como si no solo hablaran con acentos distintos, el idioma mismo parecía haberse trastocado por completo.
—Creo que estoy enloqueciendo —murmuró Giulio de repente. Se frotó las manos con desesperación—. Nada de lo que está sucediendo tiene sentido, Fátima. Sólo tomé un par de copas de vino anoche y... luego el accidente y... ¿Me veo como un loco?, ¿parezco un demente ante tus ojos? Seguro que sí, vestido como estoy y diciendo todo eso. Yo creería que estoy ante un loco.
—No, cariño. Tranquilízate, por favor. No seas tan duro contigo mismo. —Fátima apoyó una mano sobre las de él—. Estás atravesando por un momento difícil y es normal que sientas tu mundo de cabeza. Gracias a Dios te encontraron personas buenas y ellas te trajeron aquí, donde estarás a salvo el tiempo que desees quedarte. Este es el Centro de Rehabilitación Social de la Santa Oración. Es un refugio, en palabras simples. Aceptamos varones que, como tú, se encuentran enfrentando situaciones duras y desean reintegrarse a la sociedad de manera óptima. Considéralo una especie de Retiro. Amigos de mi esposo y míos, mi esposo y yo lo fundamos hace algunos años, después de conocernos en situaciones similares a la tuya y decidir que nuestra vocación era la de ayudar a los demás, especialmente a los más jóvenes y necesitados.
—No tengo dinero para pagar nada de esto —murmuró Giulio tras una pequeña pausa en la que volvió a recular cuando alguien dejó caer un cubierto sobre una de las charolas metálicas.
—No te preocupes por eso. De momento tu estadía en esta institución está cubierta por los fondos de apoyo que el gobierno nos deposita —sonrió Fátima, apretando ligeramente una de las manos de Giulio—. Te quedarás hasta que te sientas mejor, y en el trascurso te ayudaremos a retomar tu vida. Como ya eres mayor de edad no te podemos obligar a nada, pero por eso mismo habrá unas cuantas reglas que más tarde te haré llegar para que leas detalladamente y firmes... ¿Qué dices, cariño?
No había nada qué decir. Era quedarse ahí y averiguar lo que estaba ocurriendo teniendo un techo sobre su cabeza o regresar allá afuera para enfrentarlo solo, completamente ignorante de lo que ocurría.
Asintió, volviendo a recular cuando alguien más chasqueó los cubiertos contra las bandejas.
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N/A: Qué días tan pesados he tenido. Como que el año se puso rebelde. Aun así espero que mejore con la marcha.
Hoy traigo un dibujo que hice mientras mi hermano me desahogaba su vida por teléfono.
Y mi galería en Instagram: https://www.instagram.com/jenpa_gc/
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