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39 Lienzos

El eco de un goteo constante lo trajo de regreso a la consciencia. La acústica era tan dispersa que parecía que sonaba demasiado cerca. Era repetitivo y rítmico. Retumbaba en sus sentidos como tambores de guerra marchando a la batalla, apabullándolo.

Lo primero que hizo cuando logró coordinar el movimiento de sus manos fue sujetarse la cabeza. Estaba tirado sobre una superficie dura y desigual, con pequeños bordes afilados que se le enterraban en la espalda y la cadera. Pero no fue eso lo que lo llevó a intentar sentarse con prisa, sino el tintineo de algo metálico cuando movió sus manos, y el peso frío del metal envolviendo sus muñecas. Grilletes. Pudo verlos entre la semioscuridad de donde fuera que había sido arrojado. Estaban en sus muñecas y también en su cuello, conectados por gruesas cadenas que chasquearon en respuesta a su exabrupto.

La gotera no era de una tubería averiada, como había pensado al inicio, recordando el tubo perforado en un rincón de la cocina de la cafetería de Sofía. El agua se filtraba de algún lado entre las formaciones de piedra, caía en un charco que amplificaba el sonido a lo largo de las formaciones de piedra. Parecía una caverna. Un único foco brillaba en un rincón, alumbrando paredes mohosas y desiguales de colores pardos y grisáceos. A su derecha, según le dijo su adormilada visión, había barrotes. Estaba dentro de una celda, tirado en el piso, con las cadenas que lo apresaban aseguradas en un aro metálico incrustado en la roca detrás de él.

No tenía idea de la hora. No entraba ningún resquicio de luz natural por ningún lado. Sólo pudo distinguir que la celda era rectangular. Terminaba a su costado derecho en una especie de retrete con terrible aspecto que a duras penas él podría alcanzar. Al otro lado de las rejas de su izquierda había un pasillo largo y curvado, con una mesa de madera y dos banquillos mal acomodados. Sobre la mesa había una jarra y dos platos con restos de comida. En el piso, apoyada contra una de las patas de uno de los banquillos, estaba tirada una mochila que Giulio confundió con la suya en un acceso de estrés que lo hizo pensar lo peor. Después notó que el color de esa era rojo y la suya, que Marice afortunadamente había puesto a salvo al estar también él a salvo (esperaba), era negra.

Frente a él, a un par de metros de distancia, había una puerta compuesta por tablillas gruesas de madera unidas por bandas de acero.

Hacía mucho frío. Su piel estaba fría y húmeda. Descubrió con desmayo que lo habían cambiado de ropa. Le habían quitado el pantalón y la camiseta deportivos con los que solía dormir para reemplazarlos con unas mallas y una túnica de color blanco que le llegaba poco más arriba de las rodillas, ambas prendas tan delgadas que el frío de la roca debajo de su cuerpo le calaba hasta los huesos. Sus tenis eran ahora unas zapatillas de tela con suela diminuta que no impidió el casi congelamiento de sus dedos.

No tenía idea de cómo eran los calabozos de esa era, pero empezaba a darse a una idea. Emma y el internet le habían asegurado que las prisiones no eran nada parecido a como él las conocía. La gente que cometía delitos también tenía derechos que le permitían conservar íntegra su humanidad sin importar la gravedad de sus crímenes. Eso quería decir que tal vez él no estaba en una prisión, sino en un lugar distinto. Las personas que lo habían llevado ahí lo habían tomado por sorpresa y jamás le habían leído sus derechos como había visto que ocurría en las películas o en las novelas de esa época.

Tosió, sintiendo los pulmones aún muy resentidos por el abuso que el humo había ejercido sobre ellos. No podía escuchar nada más que el goteo constante y el ocasional siseo de las alimañas deslizándose entre los agujeros al otro lado de los barrotes. Alguna vez le había preguntado a sus amigos lo que podía ocurrir con él en caso de que la gente de ese mundo le pusiera las manos encima, ambos habían dudado que sucediera. La iglesia ya no estaba al mando de la sociedad y, en todo caso, la gente lo veía más como una maravilla que como una criatura maldita.

No estaba tan seguro de continuar creyéndoles. No sabía si les había creído en algún momento ciertamente.

Logró ponerse de pie entre tambaleos y se acercó a la puerta, arrastrando las cadenas. No había ninguna clase de chapa o cerrojo por dentro. La madera estaba lisa. Aun así intentó meter los dedos entre las ranuras para tirar hacia el interior. Nada. El portón era grueso y pesado, y las bisagras ni siquiera se estremecieron un poco cuando cedió a la desesperación y lo golpeó con fuerza. Caminó entonces hacia el retrete, que no era más que la imitación de uno con un enorme agujero en el centro por el cual se escabulló una enorme rata no bien avistó a Giulio acercándose. Er

Más no había. Sólo él, el retrete y la puerta.

Regresó al lugar donde había despertado y asió los barrotes con ambas manos. Sacudirlos fue inútil. Como la puerta, ni siquiera se movieron.

Hacia tanto frío que podía ver el vapor de su respiración desvanecerse frente a su rostro cuando exhalaba con fuerza.

No supo cuánto tiempo pasó desde que la desesperación y el pánico cedieron a la resignación y volvió a sentarse en el suelo, abrazando sus piernas en un intento fútil por generar calor.

El primero en asomarse fue un hombre alto y calvo. No parecía ser el mismo que había hablado con él afuera del edificio en llamas. Si bien también estaba calvo y llevaba símbolos similares pintados en el rostro, era más alto que el otro hombre y también más corpulento. Tenía la nariz afilada, las cejas finas y los ojos pequeños. Giulio notó con avidez, a pesar de la falta de luz, que le hacían falta tres dedos de la mano derecha. En la izquierda llevaba un sinfín de anillos en forma de cruz entre los que destacaba un cristo crucificado. Lo que más llamó la atención de Giulio fue su vestimenta. Una túnica larga y negra que lo cubría por entero y arrastraba en una pequeña cola.

—Buenas noches —saludó el hombre, confundiendo a Giulio. ¿Buena noches? Eso significaba que había dormido toda la madrugada, la mañana y la tarde del día siguiente del siniestro—. Lamentamos la incomodidad, pero comprenderás que no podemos prestarnos a colmar con buenas atenciones a un siervo del Dios Negro. ¿Cómo nos haría quedar eso ante nuestro Señor?

Un vacío se formó en las entrañas de Giulio. Le impidió formular palabra alguna y le secó la boca como si llevara meses sin probar una sola gota de agua.

—Me presento. Soy el hermano Vassé. Tú eres Giulio Brelisa —afirmó, acercándose un poco más. Giulio se puso de pie con un movimiento más bien acartonado debido a la rigidez que se había apoderado de sus articulaciones por el frío del suelo—. El Pintor hereje y profano que vivió hace quinientos años, según sabemos —añadió con una pequeña sonrisa que agudizó la profundidad oscura de sus ojos—. He de confesar que al principio lo creímos un milagro, un artista de la era más espléndida del arte de nuestro señor de regreso en este mundo luego de siglos de su partida, pero yo no soy un hombre al que la tentación y la oscuridad engañen tan sencillo.

—No soy ningún enviado de nadie, mucho menos del demonio —espetó Giulio—. Lo que han escuchado sobre mí es mentira.

—¿En verdad? —Vassé tomó uno de los banquillos con dedos largos como garras y lo acomodó a una distancia prudente de las barras. No era que Giulio pudiera meter los grilletes a través de los barrotes para alcanzarlo de todas maneras—. Tenemos información. No sólo lo que se dice en las redes sociales que los jóvenes de esta época alaban más que a nuestro Señor —desdeñó con un movimiento de su mano luego de extender su túnica y tomar asiento con aire regio—. Todas las pruebas y exámenes que se han realizado en ti han dado positivo.

—Es una locura que alguien resucite.

—Imposible, diría yo —asintió Vassé sin dejar de sonreír—. Y sin embargo aquí estás. Giulio Deino Tercero Brelisa —exclamó, extendiendo ambos brazos como si estuviera comunicándose con un ser más allá de la percepción de Giulio, que miró en todas direcciones—, uno de los artistas más destacados, habilidosos y admirados a lo largo de los anales de historia de la humanidad... Ese autoretrato que descubriste recientemente terminó de encajar las piezas. Aunque no explica lo que haces aquí, de regreso entre los vivos, de regreso entre las criaturas de Dios. ¿Por qué has venido, muchachito? ¿Por quién?

Giulio tragó en seco.

—No lo sé —murmuró—, pero no pretendo cometer ningún mal hacia nadie. Sólo he intentado vivir mi vida, recuperar el tiempo que perdí cuando... Sólo quiero regresar a mi casa y estar en paz.

—¡Pero estabas en paz! Descansabas en la tranquilidad de la eternidad, bajo el ala protectora de nuestro Señor, hasta que cediste a los encantos del Dios Oscuro para regresar a nuestro mundo. ¿Qué te ofreció a cambio de tu alma? ¿Cuál fue el pacto que hiciste con él?

—No hice ningún pacto con nadie —dijo Giulio, sin saber si mentía o sólo omitía parte de una verdad que no le haría ningún bien si era descubierta.

No sabía aún lo que «Ella» era y no tenía intención de averiguarlo. Sólo había acordado terminar de pintar un lienzo para ella, o iniciar uno nuevo porque no tenía acceso al anterior. «Ella» parecía haberlo aceptado y hasta ese momento lo había dejado continuar con el nuevo camino que él mismo había establecido para su vida. No sabía si así era como se manifestaba el demonio. No sabía si en verdad había hecho un pacto con él y «Ella» era una más de sus representaciones. Giulio aún se sentía humano y su consciencia estaba tranquila. Ningún pensamiento malvado o torcido había tocado su mente y estaba más que seguro de que no quería hacerle daño a nadie.

—¿Vienes en nombre de Dios...? —presionó Vassé.

—Creo en Dios. Jamás he...

—¿Tú, un ser oscuro y profano?

—No. Lo que expreso en mi arte no tiene nada que ver con...

—¡Silencio! —exclamó Vassé poniéndose de pie. Giulio retrocedió no por eso, sino por la puerta de su celda abriéndose con un chasquido que fue precedido por el largo rechinido de las bisagras—. Dios no elegiría a alguien como tú para dar inicio a la resurrección de sus siervos más leales y puros —continuó aclamando el demente mientras cuatro hombres cubiertos del rostro con largas capuchas entraban para someter a Giulio contra la pared, donde trabaron los grilletes de sus muñecas en un aro más alto que él no había visto hasta ese momento—. Tú eres un engaño del Maligno, un enviado de la oscuridad que intentará tentarnos, engañarnos y llevarnos a las aguas turbias de la depravación, la hambruna espiritual y la desolación. Es hora de que confieses tus pecados y te arrepientas de tus acciones. Tu pacto con el Dios Oscuro ha sido sólo una mentira que ha usado para engañarte también a ti. Date cuenta y arrepiéntete.

—¡No hice pacto con nadie! —gritó Giulio entre muchas cosas más que dijo, sacudiéndose, cuando sintió algo bajar por su espalda para darse cuenta con desmayo que era un cierre. Al abrirlo, la túnica se partió en dos, dejando su piel al descubierto. Intentó mirar por sobre su hombro, pero el collar era grueso y entorpecía su movimiento—. ¡No he sido enviado por ninguna entidad oscura, lo juro por Dios!

—¡Juras! —exclamó Vassém haciendo una señal extraña con los dedos de la mano—. Sólo los siervos del mal juran en vano en nombre de nuestro señor. Arrepiéntete, Giulio Brelisa, emisario del averno. Arrepiéntete y regresa a las tinieblas de donde resurgiste. Deja en paz a los hijos de Dios y no susurres más falsas promesas de eternidad en sus oídos.

—¡Yo no he...! —Giulio interrumpió su defensa con un alarido cuando el primer latigazo hizo contacto con su carne y le arrojó el cuerpo al frente como reflejo—. ¡Yo creo en Dios! —insistió, mordiéndose la lengua para resistir el siguiente latigazo sin volver a gritar.

A su alrededor, coreando a Vassé, los otros hombres comenzaron a rezar. Sus voces se elevaron como un murmullo enloquecedor mientras el látigo fustigaba una y otra vez la espalda de Giulio, cortando la carne hasta que los primeros hilillos de sangre humedecieron el cintillo de sus mallas y su voz no pudo mantenerse enmudecida por mucho más tiempo.

Gritó.

Gritó tanto en contra de su voluntad que su garganta también quedó en carne viva. Sólo entonces, luego de lo que pareció una eternidad sintiendo cómo le partían la espalda en dos, los hombres detuvieron sus cánticos y sus rezos y Vassé dio la indicación de que lo bajaran.

—Deberás confesar tus crímenes para obtener la absolución, Giulio Brelisa, siervo del mal —dijo el hombre una vez que subieron el cierre de la túnica de Giulio y lo dejaron suavemente en el suelo, con la mejilla apoyada en el piso y la espalda encorvada y saturada de dolor—. Sólo así, cuando seas purificado, tu alma volverá al paraíso de Dios y no se verá tentada nuevamente por las dulces palabras de Satanás.

—No soy un enviado del mal —murmuró él, escuchando de soslayo los pasos de los hombres retirándose y el chasquido pesado de la puerta al cerrarse—. No vine al mundo a hacer ningún mal.

—Eso es lo que te dices a ti mismo para lavar el peso de tus culpas, pero no te preocupes, yo te ayudaré a ver la verdad. Cuando eso suceda, mi querido muchacho, serás tú el que pida la expiación con el jubilo del siervo que finalmente ha regresado al rebaño de nuestro señor.

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Tenía sed.

Luego de la azotina y de haber dormido en una especie de delirio lo que sintió por horas, logró sentarse, sintiendo la cabeza ligera, como si la tuviera rellena de aire. Tenía las manos heladas y las muñecas oscurecidas por un halo morado en el que había una cicatriz. No recordaba cuándo había sido la última vez que había bebido agua.

Con pesar, logró ponerse de pie y caminó con ayuda de la pared en dirección al retrete, donde orinó después de asegurarse de que no había nadie al otro lado de las barras que pudiera estar observándolo. El dolor en su espalda era insoportable. Sentía la túnica pegada a la piel por la sangre que ya se había secado y una fina película de sudor le cubría las mejillas y la frente. No estaba seguro de poder salir de ese lugar pronto, o de hacerlo con vida. Emma no tendría forma de encontrarlo si Vassé lo había hecho desaparecer sin dejar rastro alguno.

Tampoco había manera de calcular el tiempo ahí adentro. Una hora podía ser un día, o un día una semana. Debía estar a decenas de metros debajo de la tierra, y lejos de la ciudad. Lo que fuera que planearan hacer con él quedaría en secreto. Qué triste que su vida estuviera siempre destinada a terminar joven y abruptamente, y tal parecía que también con mucho dolor.

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Los hombres regresaron poco después de la azotina, también lo hizo Vassé, para horror de Giulio. Le pidieron nuevamente que confesara los acuerdos del supuesto pacto que había hecho con el diablo, y lo golpearon cuando él insistió en su inocencia. El primer puñetazo había caído en su estómago, sacándole el aire de los pulmones. El siguiente fue en su rostro, le latigueó la cabeza hacia un costado y lo hizo aterrizar en el suelo de bruces. Le dieron otro más en la espalda, después en la entrepierna, acusándolo de germinar la maldad en el mundo mediante el pecado carnal, y continuaron con patadas, asestándolas por todos lados, incluida su cabeza, que Giulio intentaba proteger difícilmente.

Cada golpe sucedía a una pregunta y a una negativa de su parte.

En algún momento de la paliza una patada en las costillas lo tomó por sorpresa y lo hizo vomitar. Su traje blanco estaba de todos colores para esas alturas, lleno principalmente de sangre. Los hombres, aunque silenciosos, disfrutaban de lastimarlo. No podía ver sus rostros pero sí podía escuchar las risillas que siseaban entre dientes, debajo de las telas de sus máscaras.

Cuando lo levantaron por las solapas de la túnica, prestos para sujetarlo por los brazos y continuar la golpiza manteniéndolo inmovilizado, fue capaz de esquivar el siguiente puñetazo al verlo venir directamente a su rostro y en la misma viada de su atacante Giulio se abalanzó sobre él, presa de la furia, para asestarle un cabezazo en la nariz.

La explosión de sangre le salpicó la cara. Fue todo lo que pudo hacer antes de que una tosca mano lo tomara por el cabello y en el mismo movimiento le estrellara la cabeza contra la pared de roca, desconectándolo de la consciencia.

Al abrir los ojos el alivio lo invadió al constatar que se encontraba nuevamente solo. Se sentó entre tosidos, tambaleándose, y miró a la nada por tanto tiempo que sólo el entumecimiento de una de sus piernas lo instó a salir de su ensimismamiento para acomodarse en una mejor posición. La sed seguía con él, y el hambre, aunque no estaba seguro de poder comer algo al sentir el estómago anudado.

Se preguntaba si así era como en su época hubiera enfrentado a la iglesia si esta lo hubiera hecho responder por la temática de algunas de sus obras. ¿Era eso a lo que Akantore había temido cuando había reprendido a Giulio a los gritos por los cuadros que pintaba? Sacudió la cabeza, siseando al sentir una punzada en su cuello. Sentía un ojo apelotonado, por lo que no podía abrirlo en lo mínimo, y el labio superior caliente y sensible, lo que le impedía cerrar la boca por completo.

Aún tenía sed. Muchísima. Estaba seguro de que ya llevaba un par de días encerrado y su cuerpo deliraba por una gota de agua. Desgraciadamente cada que despertaba lo hacía para encontrarse con un panorama peor que el anterior.

Fue cuando se giró un poco para liberar la presión de la pared de su espalda que descubrió que al otro lado de la reja había alguien. Dos hombres. Estaban sentados en extremos opuestos de la mesa. Uno veía algo en un celular, el otro leía un libro gordo y raído que parecía haber tenido mejores días. Si se dieron cuenta o no de que su prisionero había despertado, ninguno le prestó especial atención.

Luego de observarlos por un rato, Giulio fue incapaz de distinguir si ellos habían sido parte de la comitiva que lo había golpeado y azotado. Todos los que entraban a su celda estaban cubiertos por capuchas. Esos dos sólo llevaban máscaras, y también tenían la cabeza rapada.

—¿Podrían darme un poco de agua? —preguntó con cautela y la voz áspera por la resequedad en su garganta. Ninguno de los dos se movió—. Por favor.

Era increíble. Había regresado de la muerte en un siglo distinto sólo para volver a ser asesinado quizás como hubiera muerto en el pasado si las cosas con su arte hubieran salido mal. Esas personas no querían nada más de él que obtener una confesión que no pensaba ceder. No era un emisario del mal, no pensaba lastimar a nadie ni infundir ideologías negativas en las personas. Sólo quería regresar a casa, si es que aún tenía alguna, y desaparecer por completo del conocimiento de la gente. Tal vez en unos años olvidarían que él alguna vez había existido y se quedarían con el recuerdo del pintor que había muerto quinientos años en el pasado.

Los hombres continuaron ignorándolo lo que sintió como horas eternas y extenuantes. No se atrevió a pedirles agua nuevamente. De alguna manera presentía que eran capaces de utilizar cada una de sus palabras en su contra aun si sólo eran peticiones básicas y necesarias para la vida.

Se quedó en su lugar, en silencio, mirándolos ocasionalmente, ambos enfundados en sus gruesos ropajes mientras él temblaba de frío. Su vestimenta ya no era blanca. La mugre del piso, la sangre y el sudor la habían ensuciado en distintas zonas. Atajar los accesos de tos era problemático. Había ocasiones en las que el frío era simplemente insoportable y su cuerpo contestaba con violentos estremecimientos y estornudos que inevitablemente llamaban la atención de los guardias.

Finalmente, luego de lo que pudo ser un ciclo solar completo, Vassé regresó. Giulio se puso de pie, intentando disfrazar su miedo para encararlo con determinación. No quería imaginar lo que serían capaces de hacer con él si llegaba a confesar lo que querían escuchar.

—¿Cómo es? —preguntó el hombre después de hacer una seña con la cabeza que los otros dos obedecieron marchándose. Ahora que Giulio lo pensaba mejor, Vassé era el único que mostraba abiertamente su rostro. No le gustó—. La vida después de la muerte, ¿cómo es? O en tu caso debería preguntar cómo es el infierno.

—Jamás he estado ahí.

—Sigues mintiendo.

Giulio sacudió la cabeza.

—¡No soy ningún emisario del mal!

La puerta se abrió, apenas dándole tiempo de retroceder un par de pasos cuando varias siluetas encapuchadas entraron a sujetarlo. Lo sometieron rápidamente, y ahí mismo, presionándolo de cara contra la pared, volvieron a trabar los grilletes en el aro superior, dejando sus brazos levantados. El cierre de la túnica se abrió y su espalda herida quedó al descubierto.

La tortura inició entonces. Sólo fue capaz de contar hasta el décimo latigazo, aferrándose a negar las acusaciones de Vassé, antes de perder la consciencia.

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