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38 Lienzos


Para el final de la noche Giulio se quedó terminando la limpieza. Aseó el baño tan bien como Fátima le había enseñado después de presentarle los productos de limpieza y mostrarle cómo utilizarlos para evitar que muriera intoxicado; aspiró, sacudió y acomodó la sala, y terminó con la cocina, que desengrasó y talló tanto como le fue posible. Para el momento en el que regresó a su habitación y cerró la puerta, Bodegón estaba dormido sobre su cama y la vela sobre la mesita de noche se había consumido hasta apagarse.

Encendió una nueva tras una larga oración en nombre de sus padres y de Lucilla, y se sentó frente a su escritorio para mirar en blanco la mesa por varios minutos. No tenía muy en claro en lo que quería trabajar, o si quería dibujar en lo absoluto. Sentía la cabeza embotada y las manos pesadas, como cada vez que el estrés lo rebasaba y descubría con amargura que no podía liberarlo en el arte.

La gente en la calle estaba tranquila esa noche. Podía escuchar ocasionalmente algún grito o una carcajada. La seguridad en torno al edificio se había encargado de disiparlos en su mayoría y Giulio estaba comenzando a confiar en que lo mantendrían en control. Tenía un par de noches durmiendo nuevamente en su habitación, con la sombra constante de un guardia caminando de arriba abajo por el andamio al otro lado de la ventana. En ocasiones el metal rechinaba, como amenazando con desprenderse de la pared en cualquier momento, y la enorme sombra del hombre se proyectaba contra la delgada cortina, formando figuras en las que Giulio más tarde encontraba patrones para añadir a sus dibujos.

Para el momento en el que decidió ir a dormir, el reloj de manecilla que había colgado en la pared marcaba las dos veinte de la madrugada. Tenía que asistir temprano al antiguo taller del Gran Loresse a la mañana siguiente, y sospechaba que nuevamente lo haría luciendo el peor de los semblantes. Los alumnos de Crisonta aún hacían muchas preguntas, todas relacionadas, como las del resto del mundo, a la identidad de Giulio. Si creían que decía la verdad comenzaban entonces a indagar sobre su retorno a la vida. Revoloteaban a su alrededor mientras pintaba y estaba también considerando la idea de dejar de asistir durante el día para retomar el hábito de hacerlo únicamente por las tardes, cuando las clases terminaban y sólo quedaban él, Crisonta y un par de asistentes nuevos que ella había contratado recientemente. Su recién descubierto secreto por el mundo había comenzado a suponer un problema para las personas que lo rodeaban y no había manera de solucionarlo si no era dando un paso atrás para salir por un tiempo del ojo público.

Comenzó a perderse en el sueño, sonriendo de manera inconsciente cuando a sus recuerdos llegó el rostro risueño de Lucilla y la ofuscación de Jean mientras perdía en una partida de ajedrez contra Giulio. Esa noche, horas antes de que él perdiera la vida, habían estado juntos, departiendo en uno de los balcones de la casa de Jean y su esposa. Habían bebido, habían brindado, habían reído, y se habían despedido prometiendo reunirse nuevamente en unos cuantos días más. Giulio había acompañado a Lucilla de regreso a su casa en el mismo carruaje. No habían dicho mucho más con palabras que lo que habían compartido al entrelazar sus manos y apoyarse el uno en el otro mientras el cielo estrellado se extendía al otro lado de las pequeñas ventanas de la cabina.

Lio, tengo algo que decirte...

El estruendo que interrumpió el susurro confidente de Lucilla lo despertó con un sobresalto. No fue la llanta del carruaje resquebrajándose y saliendo eyectada de sus ejes que se llevó consigo el eco del gritito de susto de Lucilla, fue algo más poderoso, con la potencia suficiente para sacudir su cama por entero, reventar el vidrio de la ventana en mil pedazos y hacer estremecer las paredes. Un resplandor anaranjado iluminó su anonada expresión cuando se sentó. Algo al otro lado de la ventana estaba en llamas. El andamio sobre el que caminaba el guardia emitió un quejido gutural y la base finalmente se desprendió de la pared, arrancando una maldición de sorpresa por parte del hombre al que Giulio no alcanzó a llegar cuando corrió al portillo para auxiliarlo.

El caos se desató entonces. La cortina ondeó con poderosas sacudidas y una bocanada de vapor le acarició el rostro en el momento en el que apoyó las manos en el marco y miró con horror los fierros desvencijados del andamio esparcidos sobre la calle. Sobre ellos el agente retorciéndose de dolor y unas cuantas personas apurándose a ayudarlo. El piso de abajo estaba en llamas. Las largas lenguas de fuego salían por el boquete dejado por la explosión y acariciaban con peligrosa cercanía la ventana de la habitación de Giulio.

Retrocedió, confundido. Tardó algunos segundos en procesar lo que ocurría antes de apurarse a recolectar su mochila, donde guardaba sus escasas pertenencias con mayor valor, calarse las botas de tela sin preocuparse en amarrar las cintas y en buscar a Bodegón, que no apareció por ningún lado. La desesperación lo embargó cuando comenzó a llamar al gato, que maulló lastimeramente como toda respuesta. Estaba debajo de la cama, escondido hasta el rincón. Sus redondos y aterrorizados ojos brillantes miraron a Giulio fijamente el tiempo que le tomó a él reptar por debajo del colchón para alcanzar una de sus patitas delanteras y jalarlo con brusquedad dada la premura de la situación.

Ese momento eligió la puerta de su habitación para abrirse con un portazo y Azumi entró con el rifle entre sus manos. En cuanto corroboró que Giulio estaba íntegro, abrió la boca para decir algo, pero no pudo más que formular una exclamación de sorpresa cuando una porción del piso se vino abajo y una oleada de vapor, pavesas y humo inundó el espacio donde antes había estado la pared que dividía la habitación de Giulio de la de sus amigos.

Marice apareció en la sala, tosiendo. Tenía el cabello revuelto, la cara y la ropa manchadas de hollín, y veía a todos lados con pánico. Giulio recordó su historia, cómo su padre había intentado asesinarlos a él y a su hermano incendiando la casa donde vivían y comprendió inmediatamente la pesadilla revivida que esa repentina catástrofe debía suponer para él.

—¡Tom no salió! —dijo Marice, pasándose las manos por la cabeza—. ¡Tom no salió! —Señaló hacia su habitación, que se había reducido a un montón de escombros ocultos detrás de una cortina de humo tan negro como oscuridad misma—. ¡El muy estúpido regresó por su maldita cartera y ya no salió! ¡Apenas nos dio tiempo de levantarnos cuando la explosión rompió el piso!

—Debemos irnos —dijo Azumi de la nada. Giulio la miró con incredulidad—. Mi prioridad es tu seguridad. El equipo de rescate se encargará de ayudarlo a él.

—¡No digas estupideces! ¡No voy a dejar a mi amigo morir ahí! Vete tú sí así lo deseas, no tienes nada qué hacer aquí —respondió él, sacudiendo el brazo cuando ella lo tomó por la muñeca. Se apresuró a darle su mochila a Marice, que la tomó con manos temblorosas y se la colocó con torpeza, y a ponerle el gato en los brazos. Bodegón se retorcía y gemía con maullidos histéricos—. Vete. Vete, Marice. Yo ayudaré a Tomello. Ve y pon a salvo a Bodegón. —Pero Marice no reaccionó. Miraba el fuego que comenzaba a consumir la habitación de Giulio con ojos distantes. No fue hasta que Azumi lo abofeteó que salió de su ensimismamiento y dio un par de pasos atrás, pisando con pies descalzos un pedazo de madera ennegrecido—. Vete —insistió Giulio—. Yo ayudaré a Tomello. Sal de aquí.

—¡Lárgate ahora! —secundó Azumi con voz de trueno.

Eso bastó para que Marice diera media vuelta y echara a correr hacia la puerta, tropezando un par de veces con las cosas que la explosión había hecho caer de todos lados. Lo último que se escuchó de él al abandonar el departamento fue el maullido de terror de Bodegón.

—¡Tom! —llamó Giulio enseguida, internándose en los restos de la habitación. La litera había sido arrojada contra la pared opuesta. Sobre ella uno de los colchones estaba comenzando a incendiarse.

Giulio tosió, llevándose una mano a la boca para intentar matizar la cantidad de humo que entraba a sus pulmones en cada inspiración. Azumi entró detrás de él e hizo lo propio cuando le ordenó a Tomello que hablara. Miles de pensamientos funestos invadieron la imaginación de Giulio. Media habitación se había hundido y estaba fusionada al departamento de abajo, donde parecía que en cualquier momento un demonio emergería para hacerles frente.

Gritaron por Tomello una y otra vez, tanteando a ciegas entre el caos del humo, el vapor y los escombros y objetos regados por todos lados, hasta que Azumi gritó con éxito. Giulio llegó a su lado en un parpadeo. Se arrastró un poco para evitar caer, y comprobó con alivio que Tomello estaba entero, aunque atrapado debajo de los restos de un armario que Giulio jamás había visto porque era parte del mobiliario de la casa de abajo. El techo estaba en llamas para esas alturas y amenazaba con desplomar el piso superior sobre ellos. La mitad restante de la pared que dividía las dos habitaciones se desmoronó con una lluvia de pavesas y algo en la sala emitía crujidos peligrosos.

Tomello abrió los ojos, gimiendo. En cuanto miró el desastre a su alrededor intentó ponerse de pie sólo para dejarse caer al constatar que una de sus piernas estaba terriblemente lastimada, doblada en tres ángulos distintos que no supusieron ningún problema para Azumi cuando fue la encargada de dirigir el rescate y logró liberarlo con una serie de comandos acertados que Giulio siguió sin titubear.

Medio arrastraron medio cargaron a Tomello hacia la sala, tomándolo cada uno un brazo para apoyarlo sobre sus hombros. El fuego lo consumía todo para ese momento. La ventaja de tener un departamento pequeño fue que encontrar la salida navegando en aquella espesa capa de negrura y calor fue relativamente fácil, si bien no rápido. Giulio sucumbió un par de veces a violentos accesos de tos que en momentos también apabullaron a Azumi y que hicieron a Tomello vomitar. Uno de los sillones eructaba gruesas llamaradas que rozaron dolorosamente uno de los brazos de Giulio y una sección del techo se desprendió tan cerca de Azumi que alcanzó a chamuscar parte de su largo cabello negro sujeto en una coleta.

Cuando alcanzaron la puerta, golpeados, quemados y casi asfixiados, una enorme silueta apareció como una salvación y tomó a Tomello con la facilidad de un niño levantando una pluma para echarlo sobre uno de sus hombros y ladrar que lo siguieran. Era Farid. El serio hombre sangraba de la cabeza y parecía haber perdido su arma, que no llevaba sobre el hombro como Azumi. Giulio fue detrás de él a trompicones, deseando llegar cuanto antes a la intemperie para respirar aire fresco. Sus pulmones lo deseaban más que nunca.

No tenía idea de lo que había ocurrido aunque todo indicaba que se trataba de un accidente. Los vecinos del departamento de abajo habrían hecho algo que había ocasionado la primera explosión y ahora todo el edificio estaba en llamas.

Mientras corría por el pasillo detrás de Farid, flanqueado por Azumi, escuchó los gritos lejanos de más personas y el ulular de las sirenas que ya había aprendido a identificar como parte de los vehículos de emergencia. Al llegar a las escaleras el aire se respiró más ligero, lo que le permitió descender sin sucumbir al mareo ni convertirse en una carga. No tardaron en alcanzar la primera planta, rodeados de pronto por más gente en ropa de dormir que bajaba los escalones de lámina tan rápido como ellos. Corrieron en un apretado espacio por unos cuantos metros hasta que la salida se pintó como un enorme rectángulo de salvación frente a ellos.

Giulio cruzó detrás de Azumi, encogiéndose cuando otra explosión arrancó un coro de exclamaciones y chillidos de terror y una ventana del sexto piso arrojó un puñado de escombros en llamas hacia la calle. Gente gritaba dando órdenes, gente gritaba haciendo preguntas. Luces rojas, blancas y azules desfilaban con velocidad a lo largo de las paredes y la aglomeración de personas confundidas que eran tanto víctimas materiales del incendio como curiosos o miembros de la comitiva que acampaba fuera del edificio donde Giulio vivía.

El aire fresco entró a sus pulmones entonces, llenándolo de alivio. Se inclinó para toser los restos del humo fuera de su organismo y entre tantas voces, tanto ruido y cuerpos llevándolo de un lado a otro perdió de vista a Tomello y a los agentes. Se dejó arrear hacia el otro extremo de la calle por un hombre vestido con un traje negro con amarillo de aspecto plástico que tenía un enorme casco cubriendo su cabeza y parte de su rostro. Enseguida una mujer, vestida similar al hombre anterior, con una pequeña lámpara en la mano apareció para iluminar sus ojos, cegándolo repentinamente mientras le preguntaba cómo se sentía. Giulio no tuvo tiempo para responder cuando la miró saltar hacia otra persona para hacer exactamente los mismo.

Al llegar a la entrada de un callejón, desde donde el incendio del edificio donde él vivía y del edificio vecino que había sido alcanzado por las llamas lucía espeluznante, se detuvo a tomar aire con tranquilidad, sintiéndose aún frenético. No había rastro de Marice ni de Tomello por ningún lado. No tenía su celular consigo para comunicarse con ellos ni ninguna otra pertenencia porque todo lo había dejado en la mochila que le había confiado a su amigo.

—¿Giulio Brelisa? —preguntó alguien a su lado.

Entre la semioscuridad constantemente interrumpida por las torretas de los vehículos de emergencia, el resplandor del fuego y la escasa iluminación de los faroles eléctricos, Giulio levantó la cabeza y enderezó un poco el cuerpo. Se encontró de frente con un hombre casi tan alto como él mismo, con la cabeza rapada y el rostro pintado con lo que parecían ser símbolos.

—¿Sí? —respondió distraídamente entre tosidos, entrecerrando los ojos para despejarlos de las lágrimas y la ceniza.

El hombre no dijo más, sólo asintió, y antes de que Giulio pudiera preguntar lo que ocurría dos pares de manos lo tomaron por los brazos, le jalaron el cuerpo hacia atrás y una aguja lo pinchó en el cuello, no impidiendo que luchara, se sacudiera y gritara el tiempo suficiente como para atraer la atención de más gente y apresurar a sus captores a taparle la boca y jalonearlo hasta la esquina de la cuadra, lejos de la multitud, donde a las puertas de un vehículo oscuro que llegó hasta ellos comenzó a sentir el cuerpo muy pesado y un sueño apabullante que si bien no le impidió estrellar la cabeza en la boca de alguien, sí mermó su fuerza lo suficiente como para que sus músculos continuaran funcionando.

Para el momento en el que cayó dormido, laxo entre los brazos de sus atacantes, el vehículo cerró sus puertas con secos portazos y arrancó quemando llanta en dirección desconocida. Sólo una entidad etérea, de finos cabellos largos como la seda que bailoteaban en el aire, y manto traslúcido cubriendo su desnudo cuerpo, se quedó de pie en medio de la oscuridad, mirándolos marchar, hasta que ella misma desapareció con la estela del pasar de otro vehículo.

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