37 Lienzos
Miró con desmayo los estragos ocasionados en el lienzo. Esa mañana Crisonta y Emma lo habían citado en el taller subterráneo de la Galeria Bonse para que finalmente tuviera un acercamiento más personal con el lienzo que había dejado incompleto antes de morir. Ese lienzo estaba bien pese a lo que había ocurrido durante los últimos instantes que Giulio había estado cerca de él cinco siglos atrás. El que lo consternaba era aquel otro que tenía enfrente, con el vidrio de protección trizado por los tres impactos que algún desdichado había efectuado en su contra.
Lo habían traído de Monte Morka durante la madrugada, según había dicho Emma. La tarde anterior tres personas habían acudido al museo Mictlezzi con mazos y martillos en mano y habían atacado dos de sus obras exhibidas. Una era de Giulio, llamada los Querubines Traviesos. La otra era de un artista posterior a su época llamado Rembrant. Uno de los querubines había recibido un golpe directo en la nariz y el vidrio se había trizado de tal forma que la cara del pequeño lucía deforme.
Emma había explicado muy consternada que había sido obra de activistas. Al parecer algunas personas creían que atacando obras de arte antiguas la gente les iba a prestar atención para dejar de contaminar el mundo. Pero las cosas no sucedían así, había intercedido Crisonta, que parecía al borde del llanto por la furia. Era la primera vez que Giulio la veía tan fuera de control de sus emociones. Si bien los activistas atraían la atención dañando objetos históricos, sólo conseguían ser repudiados por el público. La mayoría de las veces eran llevados a juicio, y aunque salían a los pocos días o meses bajo multas de sumas considerables de dinero, nadie hacía nada por detenerlos de manera definitiva.
Pero las obras agraviadas tenían salvación. Si bien no quedarían intactas de los impactos, alguien se encargaría de sanarlas. Las habían extendido ambas en dos mesas distintas, aún cubiertas por los marcos y los vidrios dañados, en espera de ser atendidas como un paciente esperaba a su médico. Giulio había ofrecido su ayuda al instante para retocar las partes que habían sido dañadas de su vieja pintura, pero Emma había sido muy enfática en que debía ser un restaurador profesional el que lo hiciera.
—Comprenderás que los pigmentos que usaste en su momento y los que existen ahora son distintos —añadió Emma—. La obra no es fresca además. El tiempo hizo lo suyo en ella antes de que el Mictlezzi la adquiriera y su tratamiento no será tan simple como solamente quitarle el vidrio, retocarla y ya. Hay procedimientos muy complejos y estrictos a seguir.
—¿Usarán pigmentos viejos en ella entonces? —la molestó Giuliuo, enarcando una ceja.
Si bien el daño ocasionado a su obra lo molestaba un poco, no lo enloquecía como a Emma y a Crisonta. Para él la solución resultaba tan sencilla como montar el lienzo nuevamente sobre un caballete y volver a pintar sobre las partes afectadas. Quizás hasta podría modificar algunos detalles que por ahí le habían atrapado el ojo.
—Sabes bien a lo que me refiero —refunfuñó Emma—. Eres un gran maestro del arte, pero este lienzo es muy delicado. Quinientos años de antigüedad no pueden tomarse a la ligera al momento de restaurar una obra que, además, acaba de ser terriblemente dañada.
Giulio suspiró. El cuadro no era suyo aunque él lo hubiera pintado, lo comprendía. Un Obispo lo había comisionado en su momento para exhibirlo en la catedral de las Lágrimas Santas en Bajamia, una ciudad de la actual región de Eniia. Una vez que Giulio había terminado de pintarlo y el Obispo la había aprobado personalmente, no había vuelto a saber del cuadro.
—¿No tienen suficiente seguridad para impedirlo?
—No toda seguridad es infranqueable.
Justo como había sucedido hacía algunas noches en su casa. Después de la fiesta que habían montado y del escándalo que habían hecho por más de tres días seguidos en la calle, la gente había comenzado a dispersarse, aunque no eran pocos los que aún permanecían en los alrededores. También habían dejado tranquilo el taller de Crisonta al constatar que Giulio no estaba asistiendo como Sofía había rumorado. No lo hacía porque no podía gracias a ellos específicamente.
Dejó que los restauradores comenzaran a trabajar en retirar el vidrio fracturado que cubría los cuadros y fue detrás de Crisonta y de Emma hacia un ala más despejada del taller, donde revelaron su lienzo incompleto postrado sobre un resistente caballete de roble.
—Sabes las reglas —le dijo Emma con una mirada severa.
—No tocar —mugió Giulio.
—Tómate el tiempo que necesites —asintió ella, retirándose junto a Crisonta a la bodega llena de actividades.
El reencuentro en solitario finalmente se había dado entonces. Giulio contempló el cuadro por varios minutos, inmóvil en su lugar. Recordaba exactamente la posición en la que lo había mantenido mientras lo pintaba aquellos días, de regreso en su taller, los ventanales abiertos para permitir que el aire entrara y cómo los reflejos traslúcidos de la luz acariciaban suavemente la manta del lienzo, resaltando los colores ya usados y las blancas piernas de aquel cuerpo que había quedado incompleto. Había alcanzado a bosquejar la silueta del manto traslúcido que la cubriría y la silueta fina de sus manos; una doblada a la altura del vientre, la otra laxa sobre su costado.
Un serial de ánimas y otros suspiros de un bosque blanco la seguían. Tal vez se había inspirado en el bosque blanco al otro lado del lago que ahora llevaba su apellido. Tal vez había creído mirarla por ahí, caminando en la lejanía, reflejándose en las aguas tranquilas de la noche. Un lobo y un gato la acompañaban, difusos entre las sombras. El lobo había sido salpicado de sangre, la sangre de Giulio, y su pelaje pardo lucía rojo. De alguna forma lograba embellecerlo.
La idea del cuadro continuaba en su mente, no así el ánimo de iniciarlo de nuevo, recapitulando todo lo que había querido pintar en su momento y que aunque seguía muy fresco en su memoria, sentía parte de otro tiempo.
Sacó su cuaderno del interior de su mochila, jaló un banquillo para sentarse y comenzó a hacer bosquejos. Una tras otra, las ideas fueron plasmándose en las hojas con la ligereza que había desarrollado tras años ininterrumpidos de estudio; siluetas, rostros sin facciones, figuras curvas y orgánicas rodeadas de maleza, gatos, perros, cuerpos esbeltos acariciados por la sedosa fibra de un manto transparente, con el cabello tan largo que flotaba en ondas a su alrededor. Vislumbró un ejército de ánimas, silenciosas, espigadas, siguiendo a aquella doncella danzarina que parecía mirarlo a través de los trazos de su cuaderno; sus ojos negros como la obsidiana, su piel pálida como el mármol.
Se embebió tanto en detallar tal y como la recordaba, sintiendo que la conocía de toda una eternidad, que tardó en sentir la presencia que se detuvo a su lado. Emma pareció tan sorprendida como él cuando Giulio levantó el rostro para mirarla.
—Discúlpame por asustarte, venía a preguntarte si querías acompañarme a almorzar —dijo ella, sonrojándose. Por un momento fue como si el fuego de su cabello rebelde hubiera migrado hacia sus mejillas. Giulio la encontró encantadora—. Llevas aquí horas. Crisonta se retiró hace rato. Te miré tan concentrado que no pude evitar acercarme a ver lo que dibujabas y me aliené por completo observándote.
—Está bien. —Giulio le ofreció el cuaderno para que lo hojeara. Le satisfizo mirarla aceptar con gusto—. Estaba tomando algunas notas sobre ideas que se me ocurrieron.
Aunque las más personales las mantenía en mente, o las había escrito en otro idioma, especialmente en latín. Le venía bien para continuar practicando el aprendizaje que había recibido de niño.
—Es fascinante —murmuró Emma, teniendo especial precaución con las hojas sueltas que amenazaron con volar—. Deshojas los cuadernos. Sigues haciéndolo —observó con una sonrisa incrédula—. Mantener tus viejos cuadernos íntegros es un dolor de cabeza gracias a esto. Muchos de los códices están deshojados y muchas hojas se perdieron o aparecen sueltas por ahí y son vendidas como ítems independientes y muy caros. Rompes la costura del empaste. —Acarició el lomo deformado del cuaderno—. La historia especula que lo hacías porque desechabas los dibujos que no te gustaban. Los arrancabas para tirarlos a la basura y el resto del cuaderno se deshacía.
Giulio se rascó distraídamente la nariz.
—Los rodeaba con un listón para evitar que las hojas se salieran. Y... eh, no, hay muchas cosas que no me gustan en el cuaderno que te llevaste cuando nos conocimos y aun así las conservé. Nunca desecho nada a menos que la hoja se dañe o se manche más allá del reconocimiento. Descoso el empaste y arranco las páginas porque me es más cómodo dibujar en una hoja a la vez. Puede que a veces pierda algunas si se caen por ahí. —Sonrió al verla fruncir el ceño—. Todo lo que hago me imparte conocimiento también a mí. —Señaló uno de los dibujos, donde la mano de la «doncella» apuntaba un poco chueca hacia un lado—. Necesito ver lo que hago mal para hacerlo bien la próxima vez. ¿Cómo podría si tiro a la basura mi aprendizaje? No soy tan arrogante para pensar que todo lo que hago debe ser perfecto —se rio.
—La arrogancia es implícita en algunos artistas.
—Sí, conocí a algunos así. Carlo De Tolasa era aberrante e insoportable en ese sentido.
—¡Ah! ¿En verdad te llevabas tan mal con él como se dice?
—Él se llevaba pésimo conmigo —la corrigió Giulio con solemnidad—. Tendía a emboscarme en las callejuelas de Artadis si me veía primero e intentaba hacer escarnio de mí. Era al menos veinte años mayor que yo. La iglesia y las grandes familias nobles lo favorecían por sobre muchos otros artistas y a pesar de ello continuaba comportándose como un chiquillo. Cuando se enteró de que la familia de los Palamino me comisionó una serie de cuadros sobre el peregrinaje hacia tierra prometida se puso peor.
—Dios, esos cuadros son hermosos. Están en el Louvre, en Francia.
—Sólo pude hacer tres de los cinco que querían originalmente.
Se enfrascaron en una amena conversación sobre eso: los artistas contemporáneos de Giulio, y sus virtudes o defectos que Emma inmediatamente quiso conocer, tan maravillada como un niña en una casa de muñecas. Salieron de esa forma del ala de restauración, dejando atrás el cuadro incompleto de la doncella de ojos negros, para encaminarse hacia la escalinata que conectaba con el callejón detrás de la Galeria Bonse, donde Leo se les unió al poco rato. Comieron y continuaron charlando en el restaurante más cercano y también más concurrido del centro de Artadis, donde Emma había demostrado tener un trato preferencial quizás por la cantidad de contactos que poseía.
---
El viaje de regreso a casa fue agradable para Giulio. Tantas cosas cambiadas, tantas nuevas experiencias, pero el mismo panorama de antaño, con las altas montañas de fondo cubiertas por interminables alfombras verdes, frondosos árboles rodeados de roca y las mismas construcciones de ladrillo, mármol y madera erigiéndose hacia un cielo tan azul como el lago que había contorneado la tierra sobre la que alguna vez se había asentado su casa.
La gente que se paseaba por fuera del edificio donde vivía era cada vez menos. En los últimos días se había reducido a unos cuantos grupos de personas que caminaban disimuladamente sobre la banqueta y se detenían a echar un vistazo hacia el quinto piso, donde estaba el departamento de Giulio. La policía se había retirado, sólo quedaban los equipos de vigilancia enviados por Emma. Uno de ellos custodiaba el andamio, otro la azotea y los demás habían sido repartidos entre las dos entradas del edificio y los alrededores para evitar que nadie entrara por las ventanas del departamento de la primera planta. Los inquilinos vecinos de Giulio aún se quejaban, aunque él jamás había escuchado ninguna palabra directamente. No aún al menos.
Luego de que algunos fragmentos de la curiosa entrevista que la extraña y provocativa mujer llamada Mara le había hecho en su habitación, junto a su acompañante, fueran publicados en internet el revuelo en torno a su persona había incrementado en las redes sociales y en las noticias, que hablaban constantemente sobre él. Las especulaciones apuntaban en todas direcciones y Giulio había perdido finalmente toda libertad para salir y andar por su cuenta en cualquier lado sin requerir antes de alguien que se encargara de llevarlo.
Emma se había puesto furiosa después de mirar los videos en su tableta táctil, aunque no con él (o eso había dicho), y le había asegurado que nada como eso se repetiría.
Después había entendido que el motivo principal de la consternación de ella se debía al temor. Si Mara y su acompañante hubieran tenido intenciones hostiles hacia Giulio, no habría salido con vida de ese encuentro. Poco había servido que él insistiera en que había sido nada más que su culpa; había abierto la ventana y los había dejado entrar, después de todo. También había respondido las preguntas y se había dejado sacar la fotografía que circulaba por todos lados con su cara de intriga mirando a la cámara, el cabello despeinado y Mara casi fusionada a su cuerpo después de haberle echado los brazos al cuello. Filipo, el hombre que la acompañaba, había sido recortado y sólo alcanzaba a verse parte de su hombro y la horrenda camiseta café que vestía.
Ni pensar en lo que Lucilla habría dicho de todo eso si hubiera podido mirarlo.
Esa noche, días después de ese incidente y también del agravio a sus pinturas, la custodia por fuera de la puerta del departamento le correspondía a Azumi.
Sentado en uno de los sofás de la sala, mientras veía en su tableta táctil un video sobre cómo dominar el uso de los programas digitales para pintar y dibujar, Giulio había escuchado de soslayo a Tomello debatir con Marice la idea de invitar a la vigilante a comer, o al menos ofrecerle un café sin sufrir nuevamente la decepción del rechazo. Después tentaron la posibilidad de que fuera Giulio el que la invitara a pasar, para lo que él se negó tajantemente al recordarles que no era jefe de Azumi y no tenía ningún poder moral ni laboral sobre ella.
Cotillearon por varios minutos más antes de la cena, finalmente resignándose a que la agente no entraría a departir con ellos, y comieron en silencio. Giulio era el único que se sentaba en la mesa para hacerlo, con los cubiertos perfectamente alineados a los costados de su plato, la espalda recta y los codos fuera de la mesa. Marice tendía a comer en el sillón para mirar la televisión y Tomello lo hacía de pie frente a la barra, enajenándose en su celular. Después de un tiempo, Giulio había considerado que era seguro retomar su vieja (y aborrecida por su padre) costumbre de leer en la mesa y había comenzado a llevar libros con él. Los había comprado por montones en los últimos días y esa noche, mientras era observado fijamente por Bodegón, que esperaba recibir un poco de carne, estaba embebido en una lectura sobre las guerras napoleónicas del siglo diecinueve.
—Te tocan los trastes hoy, Ricitos —dijo Tomello de la nada, llevando sus platos sucios al fregador.
—Y el baño. Ayer lo limpié yo —secundó Marice.
—Y anteayer yo. También te toca asear la sala —continuó Tom. Arrojó todo sin ningún cuidado al interior del lavaplatos y se retiró a su habitación. Seguía molesto por la negativa de Giulio de invitar a Azumi a comer.
—¿No pudiste aunque fuera...?
—No —interrumpió Giulio a Marice al imaginar por dónde iba su pregunta. Se levantó, cerrando el libro con un golpe seco, le dio un poco de carne a Bodegón, que la devoró encantado, y se dio a la tarea de llevar sus platos sucios a la cocina, que estaba a dos pasos del pequeño comedor rectangular—. ¿Qué parte de «las personas que Emma contrata para mi seguridad no son mis sirvientes» no entienden? Además he visto lo que esa mujer puede hacer con hombres dos veces mi tamaño, obligarla a algo que no desea hacer no es una opción.
Marice resopló. Estaba frente al refrigerador, de donde tomó un vasito de helado que llenó de asperjas de colores y chocolate líquido, la nueva debilidad de Giulio.
—¿No obligabas a tus esclavos a hacer lo que querías en tu antigua vida?
Giulio resopló una risilla incrédula.
—¡No tenía esclavos! Teníamos sirvientes. Mi padre les extendía contratos que ellos firmaban y recibían un salario por su servicio, algo muy similar a lo que ocurre ahora, según he visto... y experimentado yo mismo.
—La esclavitud se abolió oficialmente en el siglo pasado en muchos lugares de Talis.
—Bueno, pues nosotros teníamos sirvientes —insistió Giulio. Cambió el agua del tazón de Bodegón, que desde que se había invitado por sí mismo a entrar en la habitación de Giulio cuando habían rentado el departamento prácticamente vivía con ellos, y echó más pienso en su plato. Era un gato grande y gordo de colores blancos y negros, muy inteligente y por eso mismo muy mañoso—. Tal vez si Tom intentara acercarse a Azumi cuando ella no está trabajando tendría una oportunidad. Me han dicho que en horas de deber los agentes no socializan mucho.
—No ha conseguido su número.
—¿Su número?
—¡De celular, idiota!
—Oh. —Giulio se arremangó la sudadera cuando terminó de reunir las cacerolas y los trastes en el lavabo y comenzó a enjabonarlos. Marice se recargó en la barra mientras comía su helado—. ¿Y cómo tienen citas en este siglo cuando no se consigue el celular de una persona?
—¿Cómo lo hacían en tu época? —preguntó su amigo al mismo tiempo.
Giulio lo pensó por un momento mientras enjabonaba y lavaba los trastes por turnos. Se había relacionado con algunas mujeres a lo largo de su vida. No muchas, pero sí las suficientes como para considerar que en realidad jamás había tenido problemas para acercarse a ellas y cortejarlas sin importar que sólo fueran aventuras ocasionales. A Lucilla, en cambio, la había conocido de toda la vida como a Jean. No podía evitar sonreír con añoranza cuando recordaba cómo la había detestado la primera vez que la había mirado. Había sido en la sala de su propia casa. Ella y su familia acababan de mudarse en la propiedad vecina y Akantore los había invitado para formalizar las presentaciones.
De escasos seis años y Giulio de ocho, Lucilla lo había mirado de arriba abajo con desdén y había comentado en voz alta lo horrible que le parecía su pelo alborotado y su cuerpo espigado. Sus hermanos se habían desternillado en risillas y su padre los había hecho callar a todos con un ladrido seco. El segundo comentario despectivo de Lucilla había sido con respecto a la ausencia de la madre de Giulio, que aparecía en el enorme cuadro central de la sala, y después sobre el uniforme de los sirvientes, que sí, era horrible, pero Sasila lo había elegido y Akantore no se había molestado en cuestionarla porque la vestimenta de sus sirvientes había sido la última preocupación en su lista de deberes.
Giulio recordaba cuánto había deseado que esa horrenda y delicada niña con aspecto de ángel y boca de arpía hubiera sido hombre para demostrarle a puñetazos y patadas lo que opinaba de sus palabras. En cambio había sido obligado por Akantore a mostrarle los alrededores a ella y a sus hermanos y a comportarse como un excelente anfitrión. Desde entonces Jean y él solían acudir en secreto a la propiedad de los Daberessa para jugarle bromas pesadas a los niños. A Lucilla especialmente. Hasta que una tarde, mucho tiempo después, Giulio la había encontrado sentada sobre el columpio que colgaba de la rama de un poderoso roble, y sin poder explicar las pesadas emociones que empezaba a desarrollar con los cambios que también presentaban su cuerpo y su mente, había desechado cualquier pensamiento ajeno al de acercarse a ella y comenzar a empujarla delicadamente.
Jamás olvidaría las suaves ondulaciones del pelo cenizo flotando en el aire sobre un vestido rosa pastel, la exclamación de sorpresa de esos labios carnosos y pequeños que había besado por primera vez esa misma tarde, o las manos un poco rollizas y pequeñas, de dedos finos, sosteniéndose con fuerza de las cuerdas después de soltar la sombrilla con espanto. Pero era su risa lo que Giulio atesoraría por el resto de su vida. La risa que como campanillas de viento había sido entera y únicamente para él, sin más burlas ni desprecio. Una risa encantadora, coqueta y seductora.
Esa misma noche habían hecho el amor en la habitación de ella, por primera vez para ambos. Dos años después Lucilla, con dieciséis años, había contraído matrimonio con un noble de Taras para mudarse fuera de La Arboleda y de Artadis. Fue la primera vez que Giulio se emborrachó tanto en su vida que Jean y sus amigos habían tenido que llevarlo a rastras de regreso a su casa, donde Akantore le había gritado por horas después de que el médico hiciera a Giulio vomitar para reducir la presión de su pobre hígado y aliviara sus malestares más graves con remedios de sabor horrendo.
Nadie sabría de la alegría que había experimentado años más tarde, cuando creía haber superado el dolor del corazón roto, al ver a Lucilla regresar a casa de su padre, caída en desgracia por la pérdida de su marido y de toda fortuna, pero más hermosa y altiva que nunca. Sin dignidad ni vergüenza algunas, Giulio la había visitado en cuanto se había enterado, y habían retomado el pasado donde lo habían dejado después de mirarse a los ojos nuevamente y tomarse las manos como dos tontos enamorados.
Ahí le había prometido darle el resto de su vida, su fortuna y su corazón, si ella olvidaba el pasado y le entregaba su presente.
Y Lucilla había aceptado, sólo para también ser abandonada por él.
—¡Tierra llamando a Giulio!
—¿Eh?
—Te fuiste de pronto, hermano. ¿Todo bien? —Marice puso una sonrisa torcida—. ¿En quién pensabas? ¿En Emma?
—¿Emma?
Marice resopló.
—¿Vas a decir que no te gusta? ¡He notado cómo la miras! Y todo el tiempo estás hablando de ella.
—Es bonita. —Giulio resumió el lavado de los platos, dejando ir el recuerdo de Lucilla, que aún le dolía en el alma.
—¿Bonita? ¡Eso diría un marica! ¡Está riquísima!
—Esa no es forma de hablar de una dama como ella. —Giulio lo miró con repruebo, pero su amigo soltó una risotada—. Y para contestar a tu anterior pregunta: para acercarnos a una mujer sólo hacíamos eso, nos acercábamos, conversábamos con ella y... es todo. Pasaba lo que tenía que pasar.
—Bueno, pero las mujeres del pasado no mordían como las de ahora, ¿o sí?
—Ellas no, pero sus padres y sus hermanos sí —se rio Giulio.
Marice terminó su helado y depositó discretamente el vaso en el lavabo, incrementando la pila que Giulio continuaba lavando.
—¿Y tenías a alguien en el pasado? Tu biografía dice que no tenías esposa.
El siseo del agua corriendo en el fregadero y de los trastes siendo manipulados fue el único sonido por un momento. El rostro de Lucilla regresó como una centella. Parpadeó demasiado rápido ante sus ojos, trayendo con ella las campanillas de su risa y la tibieza de sus besos.
—No —dijo entonces, difuminando el doloroso recuerdo en el aire—. No tenía tiempo para esas cosas. Sólo me concentraba en mi carrera.
—¿Entonces sí eras marica y te gustaban los...?
—Termina esa pregunta y te voy a demostrar por qué me prohibieron la entrada en la taberna del pueblo.
Marice sonrió.
—¿Sí iniciaste aquella pelea campal que cuentan en el tour turístico?
—Le rompí la nariz a un estúpido que ofendió la memoria de mi madre. Sus amigos respondieron, mis amigos hicieron lo propio, y más tarde tuve que pagar mucho dinero al tabernero para impedir que escalara el conflicto a tribunal porque su taberna quedó destruida. Tuve un ojo cerrado por dos días. Afortunadamente mi padre estaba fuera de La Arboleda por esas fechas y se enteró mucho tiempo después.
Ambos se rieron.
—Es raro imaginarte peleando, aunque aquella vez que le partiste la cara a Tom fue épica. Todo mundo quedó con la boca abierta. Ya sabes, la mayor parte del tiempo te comportas como un ratón asustado.
Giulio chasqueó la lengua con desagrado.
—Prueba con despertar repentinamente quinientos años en el futuro y me dices si tú no te sentirías como un ratón asustado... Toda la gente que alguna vez conocí y que amé está muerta. —Se encogió de hombros, terminando de enjabonar el último de los platos—. Y cuando siento que comienzo a entenderlo todo, a descifrar cómo funciona tu mundo, pasa algo que me regresa de golpe al inicio y me hace recordar que aunque estoy aquí no pertenezco a este lugar y el mínimo error puede costarme la vida, o cosas peores.
—Está bien, te cuidamos la espalda, viejo. —Marice le dio una palmada en el hombro—. Tom también. Ya encontrará la forma de acercarse a su femme fatale sin quedarse sin huevos.
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro