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36 Lienzos

—La liaste en grande —dijo Tomello, apoyado en el barandal de piedra de la azotea, desde donde también Giulio y Marice miraban hacia la calle. Bodegón estaba con ellos, manoteando en un intento frustrado por cazar una polilla—. ¿Qué mierda quieren? ¿Lincharte?

—Pues una de las pancartas dice "hazme un hijo" —observó Marice con los ojos entrecerrados y el cuello estirado para mirar mejor.

Tom también se estiró por fuera del barandal, muy interesado.

—¿Y está bonita quien la escribió?

—Me pidieron quedarme en la casa mientras esto se tranquiliza —suspiró Giulio, recargado de espaldas en el barandal. Prefería mirar a Bodegón jugar con las polillas que a la multitud aglomerada a las puertas del edificio—. Pero no saben cuándo podría ser eso.

—Puedes entretenerte jugando videojuegos. Eres millonario ahora, ¿qué importa si trabajas o no?—. Marice se encogió de hombros al tiempo que Tomello asentía.

—No quiero estar encerrado todo el maldito tiempo.

—¿Qué diferencia hay en que estés encerrado en la casa a que lo estés en el taller? —preguntó Tom—. Sólo compra lo necesario para que pintes en tu habitación y listo.

—¿En serio lo preguntas? Me gusta estar en el taller —bufó Giulio, volviéndose hacia la multitud, que ya no gritaba pero se movía como una enorme colonia de hormigas buscando al insecto que deseaban despedazar—. Artadis es hermosa, no es una ciudad para desperdiciarse ignorándola mientras estoy encerrado en mi habitación.

—Estás literalmente quinientos años atrasado en historia y tecnología, ¿por qué no usas un poco de ese tiempo encerrado actualizándote? —intentó ayudar Marice.

—O sal disfrazado.

—O por la puerta trasera.

—O sal disfrazado por la puerta trasera.

Los dos se rieron.

Giulio los miró a ambos con aburrimiento antes de sacudir la cabeza y recargar la barbilla sobre sus manos apoyadas en el barandal y mirar sin mucha atención hacia la azotea del edificio de enfrente, donde le pareció distinguir dos siluetas oscuras, de pelo largo y ojos brillantes que lo veían fijamente. Después se esfumaron, en cuanto levantó la cabeza para mirar mejor y no encontró nada.

Tonterías. El estrés estaba enloqueciéndolo.

No tenía muy claro lo que la gente reunida afuera de su casa quería de él y eso lo asustaba. Podían adorarlo o lincharlo, como había dicho Tomello, y no tenía intención de bajar para averiguarlo. Emma había hablado largamente con él por teléfono para pedirle que no abandonara el edificio hasta que las cosas se tranquilizaran, el problema era que ya habían pasado dos días de eso y la multitud sólo había cambiado para aumentar.

Los equipos de vigilancia en torno a las puertas y al perímetro del edificio también habían aumentado. Los otros inquilinos estaban comenzando a quejarse y habían llamado a la policía tantas veces que los vehículos con luces azules y rojas en sus techos estaban estacionados en el mismo sitio desde la tarde anterior. Era comprensible, Giulio mismo estaba atemorizado. Si bien en esa época las masas no ejecutaban a la gente empujadas por el miedo que la iglesia solía infundir en ellas, no dejaban de ceder ante la histeria y la curiosidad.

—¿Cómo mierda supieron dónde vivimos? —preguntó Marice luego de un rato en el que los tres miraron con ojos ausentes a la creciente multitud que exigía mirar a Giulio—. ¿Qué creen que eres? ¿Una especie de zombie o vampiro artista?

—Bueno, un resucitado no es menos interesante. —Tomello se encogió de hombros—. En todo caso que se vayan a la mierda. Giulio es nuestro zombie. No permitiremos que lleguen a él tan fácil.

Giulio se rio. Fue inevitable. Al menos continuaba teniendo amigos, personas que no le temían pese a que sabían los detalles generales de su regreso a la vida. No lo veían raro, no lo trataban con reverencia o cuidado, y no lo acusaban de haber estrechado alguna especie de relación con fuerzas oscuras que lo habían conducido a recuperar su vida. Hubiera sido lo primero que él habría creído si alguien más hubiera llamado a su puerta asegurando haber regresado de la muerte.

Tom y Marice eran muy sencillos en su existencia, y eso mismo, su naturaleza condescendiente y generosa hacia un ser como Giulio, los hacía más complejos que muchas personas, incluido él mismo.

—Me dijeron que fue Sofía quien comenzó a rumorar en dónde vivo.

—¿La gorda de la cafetería? —masculló Tom. Giulio asintió—. ¡Esa hija de puta!

—Es una perra —siseó Marice—. En todo caso Jacinto, mi jefe, es igual. Pareciera que los hacen en molde. Tienen algo que pueden explotar y automáticamente se vuelven una mierda con los demás. ¿No le bastó con haberse librado de la multa por el choque que tuviste a pesar de como te trató?

—La señora Diana no es tan mala —dijo Tomello, de pronto con un cigarro en la mano al que le dio una profunda calada—. Me ha pagado las horas extra que le he pedido y ayer compró un pastel porque una compañera cumplió años. Nos dio a todos y nos dejó estar un rato sin hacer nada.

—Crisonta tampoco es mala persona. —Giulio se sentó sobre el revés de un balde, aceptando que Bodegón se subiera a su regazo—. Me ayudó mucho desde el inicio, antes de saber quién era yo. Sin su ayuda lo que ocurrió con el vehículo de Sofía tal vez habría sido peor.

—Y Fátima —añadió Marice. Soltó una risilla—. La cara que puso cuando quemaste el tostador y por poco te electrocutas.

—O cuando Giulio escuchó «puré de papa» y arrojó una papa cruda a la licuadora, y de las grandotas.

—Todavía antes de mudarnos a Artadis la cocinera estaba raspando pedazos de papa del techo.

—¡O cuando metió la mano a la licuadora encendida el muy animal! —exclamó Tomello entre risas dementes, empujando a Giulio por el hombro.

—Esa estuvo cerca —farfulló Marice. Miró a Giulio con falso repruebo—. Pobre de la señora Fátima, los sustos cardíacos que le diste.

—Razoné y reaccioné a tiempo antes de meter la mano hasta el fondo—se defendió Giulio con indignación—. ¡Cualquiera se confunde con tanto invento recién descubierto!

—¿Te acuerdas de la inundación de espuma en la lavandería? —sonrió Marice sin escucharlo, diciéndole a Tomello.

—¿Qué fue?, ¿todo el kilo de jabón?

—Una bolsa de cinco kilos —refunfuñó Giulio—. No leí las instrucciones. Sólo vi que había que verter el polvo en el tanque.

Tomello exclamó una carcajada.

—Ese viejo, Erastos, pasó toda la tarde sacando la espuma por las ventanas. La calle entera estaba inundada y los turistas ponían cara de idiotas cuando pasaban y veían la montaña de burbujas cubriendo hasta la tienda de enfrente.

La conversación y las risas se extendieron por un rato más, con el cielo plagándose de brillantes estrellas cuando las delgadas capas de nubes fueron arrastradas por el viento hacia las montañas. Hablaron de la vida en el pasado y en el presente, de lo contrastante y a veces inentendible que era para alguien como Giulio, que sólo unas cuantas veces había conocido del caso de alguna mujer haciéndose cargo de los negocios que por excelencia le competían únicamente a los hombres. Había sido difícil para él trabajar como empleado de Sofía al inicio, o atender gente de color procedente de diversas partes del mundo como si debiera ser lo más normal para alguien criado bajo normas, preceptos y prejuicios literalmente arcaicos.

Los vehículos ya no lo sorprendían tanto, aunque continuaba teniéndoles recelo y tardaba eternidades en cruzar la calle. Había aceptado el hecho de que la gente de ese mundo, ubicado quinientos años en el futuro, tenía la vida más sencilla y también más cómoda pese a que ganársela continuaba siendo fruto de mucho esfuerzo y trabajo. Ahora una persona podía hablar con alguien ubicado al otro lado de mundo usando un teléfono, se podía saber de cualquier cosa consultando el internet y se podía llegar a cualquier zona del planeta en pocas horas montándose en un avión. Había registros exactos de la geografía del mundo, cartografía precisa de todos los sitios conocidos por el hombre, medicamento capaz de cortar una infección en un parpadeo para frenar su letalidad y centros de atención de todos los tipos y formas según surgiera la necesidad de una persona.

Talis era un país, además, no más un conjunto de repúblicas independientes que convivían en una misma zona y competían entre ellas, y que incluso peleaban por territorios y sesgaban sus poblaciones en sus cruentas guerras por dominio y territorio. La última batalla de la que Giulio había tenido consciencia había ocurrido cuando él tenía cinco años. Y sí, tal y como había visto en un documental sobre su persona, había estado en Francia en aquel entonces, acompañando a su padre. Después había descubierto que Akantore se había apresurado a abandonar La Arboleda, que era una extensión de Artadis, como precaución, dispuesto a perder sus posesiones pero no su vida ni la de su hijo. Al final, luego de varios meses de batallas, conspiraciones y asesinatos planificados, los gobiernos de las repúblicas de Artadis y Palatsis habían logrado llegar a un acuerdo y habían cesado las hostilidades, permitiendo que la gente retomara sus vidas.

Ahora los ejércitos tenían armas de fuego y máquinas capaces de destruir un edificio entero con un solo disparo. Había leído sobre las llamadas Primera y Segunda Gran Guerra Mundial, que habían sido peleadas con ese tipo de armamento, y había agradecido no haber retornado en aquella época. Había buscado imágenes y visto todos los documentales que le habían aparecido al respecto, y le había sido imposible dormir luego de terminar su investigación, atormentado por los recuerdos de los cuerpos famélicos detrás de las vallas, estirando sus cadavéricos brazos hacia él. En sueños los había visto alargando sus manos más allá de la pantalla de la televisión, los había sentido tocarlo, agarrarlo con sus dedos engarfiados para arrastrarlo con ellos a un infierno de fuego y demonios alebrestados por la hambruna y el sufrimiento. Luego la había visto a «Ella» aparecer como un hálito, siniestra y etérea entre los cuerpos esqueléticos, y sus pesadillas se habían difuminado hasta convertir todo rastro de imaginación turbia en una inmensa negrura, lo que le había permitido dormir sin sueños ni pensamientos de ningún tipo los días posteriores.

Un estruendo en la calle los hizo recular a los tres, sacándolos de un pequeño lapso de concentración que Giulio había usado para mirar el cielo y sus dos amigos para enfrascarse en sus celulares. Los tres se asomaron enseguida. Una pequeña porción de la multitud estaba amontonada contra la puerta del edificio, donde custodiaban Azumi, Farid y un montón de agentes más que habían llegado a último momento. Eran ellos quienes en ese momento impedían que los alebrestados marchantes irrumpieran. Entre las pocas cosas que Giulio alcanzó a escuchar de los gritos, la mención de Dios, del Diablo enviando de regreso a uno de sus siervos y del final de los tiempos lo sacudió.

Tragó en seco cuando Tomello, que también lo escuchó, hizo una broma al respecto, incentivando a Marice a reír. Para ellos no podía ser tan serio como para él, criados con otras ideas y costumbres, y bajo la seguridad de que su pensamiento era libre de prejuicios y de condena sin importar que tal diferente u oscuro fuera. Giulio venía de un mundo en el que cualquier cosa que pusiera en duda su fe o su persona también ponía en riesgo su vida.

—¿Qué harán conmigo si logran llegar hasta mí?

Debió ser el temblor en su voz, o el susto en su rostro, lo que desinfló el escarnio en sus amigos y los hizo serenar sus expresiones.

—Probablemente nada bueno. Están dementes. Los fanáticos religiosos son los peores de todos —dijo Tomello—. Pero no van a llegar hasta ti ni te van a hacer nada. ¿No has visto la escolta que te cargas? ¡Ni el Papa llega a tanto!

—Sí, además el asesinato es delito en esta época —opinó Marice, no haciéndolo sentir mejor. El asesinato también era delito en la época de Giulio... dependiendo quién lo cometiera—. ¡No pongas esa cara! Me refiero a que si las cosas se ponen en verdad feas la policía y los agentes que enviaron a protegerte los dispersarían con métodos más violentos.

—Gas mostaza —asintió Tom.

Gas Pimienta, estúpido —lo corrigió Marice con una risilla al tiempo que esquivó un golpe de Tomello—. Y sí, harían cosas así. Los he visto disparar unas balas de goma monstruosas que dejan moretones del tamaño de un balón. ¿No ves que están armados?

—Dicen que el diablo me envió de regreso —murmuró Giulio, cabizbajo.

—Y otros piensan que te resucitaron los extraterrestres como una especie de experimento. Hay decenas de videos circulando sobre eso en internet y muchos tienen tu cara en la portada. También dicen que te clonaron en un laboratorio y que te soltaron al mundo para ver cómo te desenvolvías entre la gente de esta época —Marice tomó una piedra, apuntó hacia la multitud y la arrojó, para asombro de Giulio—. Cada quien piensa lo que quiere. Aunque la mayoría cree que eres una especie de invento de la mercadotecnia para atraer más gente a Artadis. ¿Sabías que una de tus pinturas se acaba de vender por más de trescientos millones de dólares? Fue hace dos o tres días. El comprador es un magnate americano y declaró que quiere conocerte para que la firmes. Tal vez venga a Artadis pronto.

—Eh...

—¡Trescientos millones de dólares! —exclamó Tomello pasándose las manos por la hirsuta cabeza—. ¿Crees que si pongo a la venta uno de tus calzones lo compren?

—Tal vez sus calzones sucios. Podríamos comenzar a subastarlos —se rio Marice.

—¿Mis calzones? —preguntó Giulio, consternado—. ¿Para qué querrían...?

Otro estruendo en la calle lo hizo recular. Los equipos de defensa estaban empujando a la gente lejos de la puerta con enormes escudos que parecían hechos de cristal. Tomello y Marice hicieron diversas exclamaciones de emoción al tiempo que animaban a los policías, agitando los puños en el aire. Ayudaron incluso, tomando más piedras y lanzándolas, lo que al poco tiempo llamó la atención de algunas cuantas personas que se rehusaban a dispersarse. Fue saberse objetivo de sus ojos lo que hizo a Giulio estremecer una vez más. Le era imposible saber si lo reconocerían a siete pisos de altura. El nerviosismo le dijo que sí y dio un paso atrás por precaución.

No quería recibir un disparo o lo que fuera que ahora usaban para lastimar a la gente a distancia.

—¿Lo ves? —Marice le dio una palmada en el hombro—. Ya lo están controlando. Seguro que mañana ya despejaron la calle y vuelve todo a la normalidad.

La puerta de la azotea se abrió con un azotón contra la lámina de la pared que hizo gritar a Tomello y a Marice, y a Giulio le heló la sangre por el espanto. 

Los tres se relajaron cuando reconocieron el rostro agrio de Farid y su enorme cuerpo enfundado en un uniforme táctico. Llevaba un rifle entre las manos que mantenía inclinado para apuntar al piso.

—Será mejor que regreses adentro —le dijo a Giulio con un ladrido seco—. Mantén cerrada la ventana de tu habitación y no salgas de tu departamento a menos que te indiquemos lo contrario. Un agente se quedará a custodiar durante la noche en tu sala.

—¿Será Azumi? —preguntó Tomello, siguiéndolos hacia las escaleras.

—¿Podrían entrar? —preguntó Giulio a su vez, mirando a Marice tomar a Bodegón para llevarlo entre sus brazos—. Cada vez se reúne más gente.

—No es probable, pero tampoco descartable —dijo Farid, yendo al frente en el descenso por el oscuro corredor de la escalinata—. Sólo son precauciones. Haz lo que te indicamos y estarás bien.

Y eso hizo Giulio, salvo que no consiguió conciliar el sueño durante las primeras horas que lo intentó y terminó sentado frente a la ventana, con la luz apagada para evitar que alguien lo mirara, y su cuaderno de bocetos más nuevo entre las manos iluminado apenas por el halo de luz que traspasaba el vidrio. Dibujó parcialmente lo que alcanzó a mirar de la multitud; los rostros ansiosos, sonrientes o curiosos de la gente que podían distinguirse entre la oscuridad de la noche y la pobre iluminación de los faroles eléctricos. Algunas personas habían montado pequeñas casas hechas de tela. Casas de campaña, les decían. Las había principalmente en la acera de enfrente, otras habían encendido un fuego que la policía rápidamente les había hecho apagar.

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A las dos de la madrugada comenzó a escucharse el inconfundible sonido de la música. Giulio, que había empezado a dormitar en la silla y en algún momento había perdido el lapicero, despertó con un sobresalto que agitó la vela a medio consumir que encendía para su padre y le hizo tirar el cuaderno. La gente estaba bailando. Fue fascinante observarlos por un rato. Las mujeres eran las que más se movían, agitando el cabello y la cadera en todas direcciones en un ritmo que Giulio jamás había atestiguado. Estaban ebrios, o esa impresión le dio.

No tardaron en comenzar a corear su nombre, y usaron un aparato extraño que encendieron con un chirrido que hizo gemir a algunos y que amplificó el poder de sus voces.

Giulio, coreaban al ritmo de la música.

Giulio Brelisa.

Pintor.

Pintor, pintor, pintor, pintor.

Seguro que toda la cuadra podía escucharlos.

Al menos no estaban exigiendo su cabeza para la horca. Era especialmente eso lo que había soñado entre los pequeños lapsos de descanso que podía obtener. Horcas, hogueras, hachas destinadas a desmembrarlo y piras enormes que escupían fuego que lo salpicaba y lo hacía despertar sudoroso. Había pintado un cuadro así alguna vez, hacía poco menos de una década. Un hombre había sido acusado de practicar la intimidad con una cabra, en el juicio habían determinado que era El Maligno encarnado en el animal, y al hombre lo habían condenado a la muerte por quemamiento en la hoguera. Giulio había estado en la plaza central de Artadis cuando había ocurrido.

En el cuadro él había pintado un cuerpo femenino con el cráneo de una cabra como cabeza alentando a las llamas a quemarla. Alrededor de ella ángeles, demonios, enanos, demás bestias, hongos y cráneos mirando con asombro. Su obra había ido a parar directo a una habitación secreta en la casa de un duque francés. Pocos la habían mirado y en la actualidad no se le había ocurrido preguntar qué era lo que había ocurrido con ella.

Qué osado había sido. Su padre hubiera podido ser ejecutado junto a él si la iglesia de pronto hubiera decidido que no quería comisionarle más arte sacro y en su lugar hubiera exigido su redención a través de la muerte.

Un golpe a su ventana lo hizo caer de la silla por la sorpresa. Cuando se tranquilizó pensó que podía tratarse de Bodegón pidiendo que lo dejara entrar, luego recordó que el gato traidor se había quedado en la sala acurrucado a los pies de Azumi, que había tomado asiento en una silla que había colocado cerca de la puerta. Al ponerse de pie, notó dos siluetas delgadas a través de la cortina traslúcida. Una tenía el cabello largo, la otra era más tosca, un hombre probablemente.

—Giulio —susurró una voz femenina. Inevitablemente lo hizo pensar en «ella», el ánima que lo seguía para todos lados. Pero la entidad jamás hablaba y tenía otras formas de manifestarse que no incluían la corporeidad—. ¿Pintor? —insistió con armónicos más roncos. Soltó una risilla que su acompañante compartió y tocó con los nudillos la ventana.

Habían subido por el andamio. No se suponía que lo hicieran. Tal vez la vigilancia había menguado con el progreso de la noche.

—Pintor —insistió el masculino—. Abre. Sabemos que esta es tu habitación.

Giulio corrió la cortina con precaución. Se encontró con el bonito rostro de una mujer castaña al otro lado del cristal, mirándolo con ojos grandes y sonrientes, y pensó que la visita no podía ser tan peligrosa si la hacía una mujer. Ella hizo una seña que él comprendió y procedió a abrir la ventana primero un poco, después no pudo evitar que el hombre introdujera ambas manos para jalar el cristal hacia arriba y terminar de abrirlo por completo. Los dos entraron entonces, haciéndole retroceder.

—¡Sí eres tú! —exclamó ella aún entre susurros, mirando alternadamente entre la pantalla de su celular y el rostro de Giulio—. ¿Es cierto lo que dicen de ti?

—Viejo, montamos una fiesta por ti y no te dignas ni siquiera a asomarte —rezongó el extraño con una sonrisa torcida. Miraba en todas direcciones, inspeccionando el pequeño cuarto como si fuera un museo—. ¿Por qué tanta seguridad? Mi primo tuvo que regresar a su casa luego de que dispararon los lacrimógenos. ¡Fue una mierda!

—¿En verdad eres él? —continuó la mujer, impidiendo a Giulio decir nada—. ¿Cómo es que estás vivo? ¿Eres una especie de vampiro?

—¡Pero él sale al sol!

—Pues se dice que hay muy pocos de su especie, y que el gobierno está detrás de ellos porque los científicos locos buscan una cura para la mortalidad. —Se encogió ella de hombros—. Que seas un vampiro lo explica todo.

—No soy un vampiro, ni tampoco un demonio ni ninguna de esas cosas —dijo Giulio, ya más repuesto. Se apresuró a levantar su cuaderno tirado para meterlo en su mochila, que contenía las pocas cosas que eran de valor para él, y dejó la mochila debajo del escritorio, siempre detrás de él—. Y sí, soy... Giulio.

—Brelisa —repuso ella.

Giulio titubeó antes de asentir.

—¡Pero eres de hace quinientos años, hombre! —exclamó el alto hombre que la acompañaba—. ¿Cómo es que estás de vuelta en caso de que realmente seas él?

—No lo sé. ¿Cómo lograron subir?

—Unas amigas se encargaron de distraer a los guardias. ¿Podemos tomarnos una foto contigo? —preguntó ella a su vez, acercándose tanto que Giulio se quedó sin espacio para alejarse de ella. Por el otro lado se acercó el otro extraño, acorralándolo en medio de ambos cuando ella estiró un brazo, sujetando un celular a lo alto, y sonrió mostrando los dientes y levantando los dedos índice y medio de su otra mano.

El relámpago que salió del celular cegó a Giulio fugazmente. Sólo entonces se alejaron de él para devolverle su espacio personal. La mujer, vestida con un pantalón entallado y una prenda superior de tirantes que no dejaba mucho a la imaginación, le agradeció con un beso en la mejilla y se distrajo revolviendo los lapices de colores y demás material de arte que Giulio tenía regado sobre su escritorio.

—Uy, sí que eres desordenado. Entonces... —continuó ella, paseándose de arriba abajo frente a él, que se apresuró a quitarle una prenda de ropa interior sucia que tomó del cesto que guardaba a los pies de la cama—. ¿Cómo es que estás aquí? ¡Es increíble!

—Sólo estoy. No tengo respuestas para eso. Deberían marcharse.

—¿Por qué? —preguntó el hombre, mirándolo de arriba abajo—. ¿Y por qué eres tan joven? Creí que serías viejo, con una barba enorme y más... no sé, bajo y gordo.

—¿Asististe a una fiesta en mi nombre y ni siquiera sabes de mí? —Giulio resopló y meció la cabeza.

—No seas idiota, Filipo. Todo mundo sabe que murió joven —espetó la chica—. Soy Mara, por cierto. —Estiró la mano, que Giulio tomó para estrechar como había aprendido que hacía la gente de ese siglo—. Un gusto conocerte, pintor. ¿Entonces lo que dicen las redes sociales sobre ti es cierto?

—Todavía no aprendo a usarlas correctamente. No sé qué es lo que dicen además de lo que ustedes ya mencionaron.

Mara se rio.

—¿Sabes que siempre se ha especulado cómo es que en verdad murió Giulio Brelisa?

La pequeña flama de la vela ubicada en la mesita a un lado de la cama se agitó como si se angustiara. No, no pensaba hablar más de su padre. Había dicho lo suficiente a las personas necesarias, no quería extender la historia hacia oídos que sólo querían saber de lo ocurrido por morbo. Akantore había hecho algo terrible y eso era innegable, pero también había hecho muchas cosas buenas por Giulio a lo largo de su vida. Él había perdonado a su padre, lo habían hablado y lo habían saldado. No pensaba perturbar más su descanso evocando recuerdos terribles sobre él.

—No quiero hablar de eso.

—¿No quieres o no sabes y por eso no quieres?

—Tómalo como desees —le dijo Giulio a Filipo, que se había dejado caer sobre su cama.

—¿Fue un asalto? —preguntó Mara.

—No.

—¿No? Entonces sí sabes.

—No deseo hablar de eso —repitió Giulio. Mara suspiró, lo que él no encontró amedrentador—. Mi... regreso a este mundo sólo me concierne a mí. Lo que hice en el pasado o haga en el presente no pone en riesgo a nadie, ¿por qué me tratan como si hubiera cometido un crimen?

—No es un crimen, pero es algo insólito, ¿no puedes entenderlo? —Mara lo miró con ojos brillantes—. ¡Volver de la muerte! ¿Quién no desearía eso? ¿Quién no quisiera saber lo que hay al otro lado de esta vida? ¡Vida después de la muerte! ¿Las personas regresan después de morir? Y si es así entonces merecemos saber por qué nadie lo recuerda, por qué nadie puede datarlo con evidencia tangible, real.

—No tengo las respuestas para eso porque no recuerdo nada de mi estadía en otro lugar antes de regresar a este mundo.

Filipo lo miró con incredulidad.

—¿No recuerdas nada mientras estabas muerto?

—Nada.

—¿Y puedes decirnos por qué se rumora que hay evidencia de que sí eres Giulio Brelisa? —preguntó Mara, molesta—. ¿Qué tipo de pruebas lo demostraron?

—Una cosa no tiene que ver con la otra —dijo Giulio, frunciendo el ceño—. Sé quién soy, sólo no sé cómo regresé, o en dónde estaba antes de regresar.

—Estupideces —masculló Filipo, poniéndose de pie—. ¿Cómo mierdas pudiste estar muerto por quinientos años y no saber en dónde estabas?

—¿Recuerdas de tu existencia antes de nacer? —preguntó Giulio a su vez. Ambos intercambiaron una mirada titubeante—. Pues es algo parecido a lo que me sucede actualmente.

—Es distinto —insistió Mara—. Ninguno de nosotros afirma haber pertenecido a otra época y después haber regresado. Sin embargo sabías de la ubicación de esa bóveda, y tengo fuentes que afirman que también descubriste la primera. Se rumora que sabes de la ubicación de una tercera en Palatsis, en una antigua propiedad perteneciente a tu padre, y el autoretrato que se encontró junto a otros dos cuadros, y del que ya circulan datos e imágenes en internet, ha sido confirmado como obra de Giulio Brelisa, y el hombre retratado en él es idéntico a ti.

Giulio suspiró cuando Filipo se adelantó a encender la luz como para corroborar lo dicho por Mara.

—No subieron sólo a pedirme que bajara a la fiesta, ¿cierto?

Mara sonrió lentamente.

—Quiero respuestas. Quiero...

La puerta se abrió de golpe. En ella apareció Azumi con su enorme rifle en alto y los ojos chispeantes de furia. Le echó un rápido vistazo a Giulio quizás para corroborar que se encontraba bien y movió el cañón del arma hacia Mara y Filipo, que levantaron las manos rápidamente, paralizados en sus lugares.

—Se les había impedido previamente la entrada por un motivo —dijo Azumi secamente—. Ni reporteros ni visitantes no autorizados. Esta violación a las normas de restricción saldrá muy cara para ustedes.

—¡Necesitamos respuestas! —insistió Mara con un mohín—. ¡Es justo que la gente sepa de esto! ¡Es justo que la verdad sea revelada! Se difundiría un mensaje de esperanza para todos aquellos que...

—Cierra el pico, urraca. No te interesa tanto que la gente sepa los detalles como ser tú la primera en revelarlos en tu estúpido canal —espetó la agente—. Salgan ahora mismo. Estoy autorizada a utilizar métodos letales para contener cualquier amenaza ejercida en contra de mi protegido.

Mara miró una última vez a Giulio, suspiró largamente, y le hizo una seña con la cabeza a Filipo antes de salir por la puerta, que Azumi despejó para dejarlos pasar, jamás dándoles la espalda. Antes de seguirlos para escoltarlos fuera del departamento, la agente miró a Giulio de reojo.

—Quédate aquí y procura no abrirle la maldita ventana a nadie más, ¿quieres? —le ordenó con un gruñido.

En menos de un segundo, Tomello y Marice aparecieron a su lado, con Bodegón a la siga.

Esa noche decidieron que lo más seguro sería que Giulio durmiera en la habitación que ellos compartían, sobre el tercer colchón que podía correrse de debajo de la cama inferior de la litera. El andamio no alcanzaba a llegar hasta la ventana de esa habitación, aunque ya habían colocado a alguien para custodiarlo, rifle en mano y con un pésimo semblante.

Luego de lo ocurrido la noche continuó siendo ruidosa y tensa, y Giulio agradeció cuando llegó la mañana pese a las enormes ojeras que surcaban sus ojos. Tal vez era momento de dejar de ser tan obstinado y mudarse. Sería lo mejor para la tranquilidad de sus amigos y para su propia seguridad.

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