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35 Lienzos


Pero Giulio no pudo intervenir más de lo que Emma le permitió, reiterándole que si Tomello no dejaba en paz a Azumi la reemplazaría con otro vigilante, lo que obligó a Tomello a disminuir su enjundia y limitarse a observar a Azumi desde la distancia cuando Giulio le dijo, o a saludarla con voz soñadora cuando pasaba por su lado y ella le respondía con una expresión parca.

Era lamentable de observar, pero no un problema que Giulio pudiera resolver sin evitar que Emma cumpliera sus amenazas. Se hizo a un lado entonces, volviendo a concentrarse en sus asuntos, que se repartían entre ir al taller de Crisonta casi todo el día para asistirla y pintar nuevos lienzos, conversar con Emma puntualmente a las ocho de la noche para brindar más datos sobre su época que el departamento de historia deseaba conocer, y regresar a su casa en compañía de personas que lo trataban con un desdén disfrazado de deber. No le pasaba desapercibido cómo lo veían por los espejos del vehículo, ni lo que decían entre dientes en un idioma desconocido para él y que, a juzgar por sus risillas ahogadas, era humillante.

Eso no era lo peor del día, sin embargo. Lo era la falta de dirección que poco a poco comenzaba a embargarlo. Había aplazado la continuación del cuadro de la hermosa fémina fantasma por tanto tiempo que una desolación comenzaba a apretujar su pecho. Miedo, eso era. Miedo que despertaba como una tormenta en su interior cuando al volver la vista hacia los rincones sombríos del taller o las callejuelas que abrían sus bocas entre las calles que transitaba, veía su silueta esbelta deslizarse entre los pliegues transparentes del manto que la envolvía.

Se preguntaba cuánto más podría resistir «Ella» sin volver a aparecer ante él para darle un ultimátum. Se preguntaba lo que sucedería una vez que terminara el cuadro. La idea de hacerse polvo, de regresar como un cuerpo putrefacto al interior de una tumba y entregar su consciencia a ese olvido del que había regresado sin conocimiento alguno lo atormentaba. Estaba empezando a afectar sus horas de sueño por las noches, que usaba para quedarse detrás del escritorio, dibujando y pintando tanto como le era posible hasta que el cansancio lo hacía quedarse dormido en la silla.

Quería aprenderlo todo, saberlo todo, mientras tuviera tiempo. Buscaba un sinfín de cosas por internet y consumía todo lo que la televisión tenía por ofrecerle. Había comprado libros por montones sobre todos los temas que se le habían ocurrido y había buscado ayuda para entender mejor la tableta táctil que Emma le había obsequiado. Por las noches, de regreso en su casa, había aprendido a jugar videojuegos con Marice o a controlar un dron mediante un dispositivo. La máquina se había metido un par de veces en las ventanas abiertas de los edificios al otro lado de la calle y en la última ocasión una de las vecinas lo había derribado con una escoba.

Se divertía. El temor que burbujeaba en su interior se había convertido también en su mayor impulsor para no perder un solo minuto de su tiempo en lamentarse y llenaba continuamente su cabeza con conocimiento y con preguntas que la gente respondía con el tono condescendiente de estarle explicando algo muy estúpido a un niño. No le importaba. Si cada uno de ellos desapareciera de pronto y reapareciera cientos de años en el futuro seguro que comprenderían su ignorancia, quizás lo soportarían peor.

Una tarde, semanas después del hallazgo de la bóveda y del revuelo que aún causaban los videos de Giulio descubriendo el acceso subterráneo o su parecido con el del retrato encontrado en el interior, Emma envió un vehículo al taller de Crisonta para que lo recogiera y lo llevara a encontrarse con ella en un taller privado ubicado en los subterráneos de un museo. Giulio había estado pintando, repartido entre poner atención a lo que hacía en el lienzo y en deleitarse con la música que sonaba de las bocinas instaladas a lo alto de las paredes. Crisonta lo había introducido al mundo de la música épica y Giulio no podía dejar de escucharla desde entonces.

—Hay algo que me gustaría discutir contigo —le dijo Emma cuando lo recibió frente a las puertas de vidrio del taller, en uno de los pequeños callejones laterales del museo Balazio, ubicado cerca del centro de Artadis—. Pasa, por favor. —Despidió con un movimiento de mano a los dos hombres que habían llevado a Giulio y entró detrás de él, ignorando su insistencia por que ella pasara primero.

Caminaron por un corredor largo, de piso de loseta y paredes y columnas de mármol, hasta unas escaleras que descendieron al menos dos pisos hacia un subterráneo. Al fondo de otro pequeño corredor perfectamente iluminado con lámparas blancas estaba otra puerta. Para acceder Emma tuvo que usar una tarjeta plástica de color negro, presionar un serial de botones y después poner su mano entera sobre un cuadro vidrio. Giulio imaginaba que era alguna especie de medida de seguridad. Entre las muchas cosas que había aprendido, la unicidad de los patrones en las yemas de los dedos de cada individuo había explicado muchas cosas para él.

Leo había mencionado que el cuadro que Giulio había dejado incompleto al morir tenía huellas entre la sangre seca. Sus huellas. Seguro que las habían comparado con las que había plasmado en el vidrio de la máquina de análisis y eso les había terminado de corroborar quién era él. Aunque seguían preguntando elocuentemente qué era.

Llegaron a una bodega amplia y abierta. El ambiente era frío, por lo que Giulio agradeció haberse calado el abrigo antes de salir del taller. Había anaqueles con entrepaños en el centro, cientos de ellos. Estaban llenos de cajas y objetos etiquetados. A los alrededores había mesas llenas de documentos, máquinas y computadoras. Algunas estaban ocupadas por personas que vestían batas largas y de color blanco, guantes, cubrebocas y lentes.

Emma le dijo que trabajaban en diversas reliquias; buscaban su edad, su procedencia, su lenguaje e incluso su autoría. También le pidió que no tocara nada, ni siquiera si le parecía familiar.

—¿Trabajarán también en mí? —preguntó Giulio de pronto. Sonrió cuando Emma volvió ligeramente el rostro para mirarlo con el ceño fruncido a manera de pregunta—. A ojos de tus amigos soy una reliquia.

—No son mis amigos, son mis compañeros —lo corrigió ella, invitándolo a pasar al interior de un cuarto más pequeño en el que también había mesas largas y metálicas repletas de documentos, charolas, máquinas y demás instrumentos que le fueron desconocidos—. Y no necesitamos mantenerte recluido en el laboratorio o en el taller para investigarte. Has cooperado bastante bien hasta el momento.

Porque no tenía a otro lugar a dónde ir. Y Giulio sabía que ellos también lo sabían. Artadis y La Arboleda eran su hogar. Eran su burbuja de seguridad. Ir a cualquier otro lugar donde no solamente la tecnología lo rebasaba, sino el idioma, sería una estupidez. Además, Emma y sus compañeros habían sido bastante civilizados con él hasta el momento, aunque un poco densos en sus métodos para vigilarlo y asegurar su bienestar, o que no se escapara de su control.

—Arrebatarte tu libertad sería contraproducente para todos —continuó Emma quizás al creer que el silencio de Giulio se debía al temor. Pero él estaba embebido apreciándolo todo. Reconocía muchas de las cosas colocadas sobre la mesa—. Por favor, no... No toques nada —le pidió entre dientes cuando los dedos de Giulio rozaron una pequeña caja de madera en la que Akantore solía guardar sus plumas. Estaba dentro de una charola, etiquetada y embadurnada con un polvo blanco. Bajó la mano—. Imagino lo difícil que debe ser para ti ver tantos recuerdos reunidos bajo estas condiciones, pero te aseguro que no destruiremos nada. Sólo queremos saber un poco más de su historia.

—Era de mi padre —murmuró Giulio, bajando el brazo—. Hace algunos meses todavía podía verlo usándolo. Ahí transportaba sus plumas. Normalmente lo usaba en la casa y solía llevar ese estuche consigo desde el tercer piso donde tenía su estudio a la bóveda cuando hacía extensos inventarios. Para sus viajes usaba estuches más finos y elegantes que nunca fallaban en ser elogiados por sus clientes y que él siempre terminaba obsequiándoles, lo que inevitablemente los llevaba a cerrar tratos.

—Una excelente estrategia de negocios. —Emma enarcó una ceja, sonriendo.

—Mi padre solía decir que mientras un hombre tuviera ingenio, jamás se moriría de hambre.

Ahora la bóveda estaba vacía y la casa semidestruida, y los viajes en búsqueda de reliquias y tesoros ya no eran necesarios porque había barcos de motor, aviones y trenes que llevaban todo en cuestión de horas.

—Ese estuche era su favorito —murmuró, cerrando la mano en el aire para no tocar aquel recuerdo que lo inundaba de sensaciones tan bienvenidas como amargas.

—Lo cuidaremos, te lo aseguro.

—A veces no puedo creer que haya pasado tanto tiempo —dijo Giulio de la nada. Sacudió la cabeza y continuó con su inspección, deseando no haber dicho nada. Después volvió a hablar, como si sus palabras tuvieran vida propia—. Para el resto del mundo, por supuesto. Para mí sólo han sido unos cuantos meses. Todavía en ocasiones tengo la sensación de que regresaré a La Arboleda y mi... mis seres queridos estarán ahí, esperándome, y todo seguirá igual, que nada cambió.

Emma guardó un significativo silencio después de escucharlo.

—Lamento mucho que las cosas hayan sido así, Giulio.

—Yo también —murmuró él—. El tiempo lo ha cambiado todo, excepto a mí.

Y el tiempo había destruido y construido muchas cosas en un parpadeo, desplazando a Giulio a algún lugar desconocido en el ínterin.

Se espabiló y se animó a preguntar para qué había sido citado ese día. El cuarto era más bien pequeño, con la mesa central y el equipo de máquinas llenas de luces, botones y paneles traslúcidos abarcándolo todo. En el otro extremo de la plancha reconoció las siluetas de los tres lienzos que habían encontrado en la bóveda y caminó hacia ellos. Ahí la luz era más tenue. Emma explicó que era para proteger la pintura de los lienzos. Una vez que terminaran de estudiarlos los protegerían con químicos especiales para poder mostrarlos al público.

—¿Mostrarán los tres?

Los rostros de su madre y de su padre volvían a estar frente a él. Los había mirado repetidas veces en su celular en todo ese tiempo, especialmente cuando no podía dormir. Lamentaba mucho que el lienzo de Lucilla se hubiera perdido. Nadie parecía saber nada de ella, y cuando Emma había preguntado de quién se trataba él no había podido responder. Lucilla jamás había sabido de ese cuadro. Giulio había planeado colgarlo en la sala principal de la casa que alguna vez habría de compartir con ella, como Akantore había hecho con el de Clara.

—Eras alguien sorprendente para tu época, Giulio —dijo Emma sin responder a su pregunta. Se detuvo frente a la obra de los ángeles—. Es magnífico.

—Mi padre tenía miedo de que me decapitaran por haberlo pintado. —Giulio le dio la espalda a los lienzos y continuó su recorrido hasta el extremo opuesto de la habitación. Se entretuvo con un broche de mariposa que estuvo a punto de tocar hasta antes de que la mirada molesta de Emma lo detuviera—. Lo escondió en su bóveda para que nadie que pudiera acceder a mi taller lo mirara. Dijo que en algún momento llegaría su oportunidad de brillar, pero que ese no era el tiempo, aunque primero me hizo creer que lo había quemado y soportó por varias semanas mis desplantes.

—No fue lo único profano que pintaste.

—Profano —bufó Giulio con una sonrisa forzada—. No, pero entre ese y el lienzo del Papa bailando desnudo con unas ninfas, mi vida hubiera llegado a su fin de una u otra forma de todas maneras.

—¿En verdad pintaste algo así? —preguntó Emma, anonadada.

Giulio la miró brevemente.

—No estoy muy orgulloso de haberlo hecho. Estaba molesto por un cambio de planes que la iglesia hizo de último momento para trabajar en un mural en una de sus capillas principales en el Vaticano. Por ahí corrían rumores de que el Papa era... que se inclinaba mucho a la compañía de prostitutas. Lo pinté en menos de dos días, y aunque no fue mi mejor obra, sí hubiera resultado la más polémica de todas en su momento —se rio—. Quedó entre las pilas de cosas que dejé en mi taller cuando morí. Ni mi padre ni nadie más lo miró. No al menos mientras yo estuve con vida. Eso... ya no es muy malo en esta época, ¿verdad?

—No como para que tu vida peligre, no te preocupes. Aunque no tenemos registro de una obra así. Espero que aún exista y que esté a salvo en algún lugar.

—Hice muchas cosas de las que yo no tengo un registro preciso en mi memoria. Sólo las recuerdo cuando las veo. Asumo que es lo que sucede cuando dibujas todos los días durante décadas.

—Y sólo hay unos cuantos cuadernos de bocetos únicamente —se lamentó Emma.

—En eso no puedo ayudarte, a menos que quieras mis cuadernos actuales —se mofó Giulio.

Por supuesto que el nuevo cuaderno que había robado jamás lo contaría entre las cosas que le cedería a Emma y a su departamento de investigación.

—También son de gran valor, créeme —le sonrió ella—. He visto los dibujos que has subido a tu galería en Pictugram. No dejan de sorprendernos a todos.

—Marice es quien los sube. Al principio la gente creía que me esforzaba por imitarme a mí mismo. —Giulio se rio, inspeccionando una figura de arcilla—. Ahora hacen todo tipo de preguntas y dicen tantas cosas que me es imposible leerlo todo. Ayer en la noche tenía ya seis millones de seguidores y Tomello silenció mi celular cuando el sonido de los mensajes se hizo tedioso. 

Era abrumador.

Continuó dando vueltas alrededor de la mesa, pescando objetos que llamaban su atención especialmente porque no sabía cómo su padre había logrado conseguirlos. Normalmente, cuando las cosas iban bien, Akantore solía invitarlo a hacerle compañía en la bóveda mientras él realizaba un inventario rápido de sus nuevas adquisiciones. Compartía los detalles más importantes con Giulio y dejaba el resto al aire, anotando en alguna de sus libretas con la finalidad de más tarde discutirlo todo con otros caballeros en los centros de reunión.

—Esto debió haberlo conseguido en su último viaje —comentó, deteniéndose frente a una vasija de oro. Tomó solamente la etiqueta que pendía de un costado del objeto para leerla—. ¿China?

Emma se encogió de hombros suavemente.

—Está en proceso de estudio, como muchas otras cosas más. Esto no es todo lo que tu padre tenía en esa bóveda, pero es lo prioritario a ser analizado. —Rodeó la mesa por el costado opuesto al de Giulio y se acercó hasta un pequeño escritorio que estaba taladrado en la pared. Sobre él había una vitrina, en su interior una luz muy tenue alumbraba un serial de documentos que tenían los bordes de las hojas percudidos—. En realidad es por esto que te hice venir.

Giulio se acercó. Distinguió enseguida la letra de su padre, tan nítida y perfectamente alineada como si acabara de escribirlo hacía minutos. Sintió un estrujamiento en su interior al leer sobre qué trataba el papel, era un documento de sucesión hereditaria. Un testamento. Akantore había redactado algunas partes, otras estaban escritas por un puño y letra desconocidos para Giulio. Eran al menos cinco hojas, una acomodada sobre la otra, todas membretadas con los inconfundibles símbolos de la iglesia y de la notaría de Artadis, que era la que en aquellos tiempos se encargaba de gestionar todas las prácticas legales y estructurales más importantes de los pueblos que le rodeaban, La Arboleda entre ellas.

Por supuesto que Akantore lo había guardado en su caja fuerte, en un sitio donde únicamente Giulio podía tener acceso en caso de que él faltara. El problema era que habían faltado los dos, y nadie había sabido de la existencia de los documentos por cientos de años. Quizás su padre no le había dicho nada a Laurelle porque lo había olvidado, o su tristeza le había inundado tanto el corazón que le había cerrado la razón para nada más que encargarse de anticipar y cubrir por entero el costo de la iglesia y la cripta, y marcharse posteriormente del mundo.

Suspiró con pesadez. La hoja que estaba en la cima no parecía ser la primera. Alguien la había acomodado de esa manera para que Giulio pudiera ver su nombre entero entre las líneas de redacción. Había sido declarado como único heredero por Akantore. Las propiedades, las joyas, el arte y todo objeto de valor que su padre había poseído en vida le hubiera pertenecido en algún momento.

—Mi padre no era un hombre injusto —dijo, dándose cuenta del espeso silencio que se había hecho entre los dos, roto únicamente por el zumbido de la electricidad y los aparatos que los rodeaban—. Una vez que Laurelle diera a luz y mi... hermana alcanzara cierta edad, estoy seguro de que mi padre hubiera añadido su nombre a los documentos. Laurelle también habría obtenido algo. Era su esposa, después de todo, y la quería.

Aunque Akantore hubiera parecido más bien distante e indiferente hacia ella la mayor parte del tiempo. Clara Brelisa había sido un fantasma atormentando la relación de su padre con su nueva esposa desde el primero hasta el último de sus días juntos. Su presencia había estado marcada no solamente en la forma de Giulio, el hijo que había nacido como fruto del amor entre ambos, sino en cada rincón de la mansión del lago. Todo, le había explicado su padre alguna vez, había sido diseñado y acomodado al gusto de Clara; los colores suaves y llenos de vida, la tapicería de seda y algodón, los muebles importados desde París, las ventanas enormes que en tiempos de tormenta suponían un problema catastrófico para la casa, el arte que colgaba de las paredes, las melodías que se tocaban en el clavicémbalo o los acordes que los sirvientes practicaban diariamente en el laúd.

Y nada había cambiado cuando Laurelle había llegado. Akantore había prohibido terminantemente cualquier modificación del mobiliario desde el principio y Giulio se esfumaba prudentemente hacia su taller cuando avistaba los inicios de las discusiones maritales. La limpieza y el mantenimiento habían evitado que los colores se desvanecieran o que los muebles se pudrieran, por lo que la decadencia jamás había tocado las puertas a la casa Brelisa. Giulio no recordaba una sola mota de polvo en ningún rincón. No hasta que le había tocado despertar sobre una cama de musgo dentro de una habitación en ruinas.

—Supongo que no le dio tiempo de cambiar nada.

—Se fue sólo dos semanas después de que lo hice yo. —Giulio puso la mano sobre el cristal, sintiendo el calor de los focos contra sus dedos—. Pero lo habría hecho si le hubiera dado el tiempo. Yo tenía mi propia fortuna. Pude hacerla gracias a su apoyo constante y al de sus amigos más cercanos, que fueron mis primeros mecenas e impulsores durante los inicios de mi carrera. Tanta riqueza habría sido un excedente en mí. Estoy seguro de que Simoné habría obtenido una buena dote para su matrimonio, y de que mi padre la habría amado tanto como lo hizo conmigo.

Emma sonrió suavemente.

—Simoné Brelisa tuvo una infancia difícil, pero fue una mujer afortunada. Tuvo una familia numerosa. ¿No has... leído sus memorias?

Giulio meció la cabeza.

—No he tenido el valor —confesó con vergüenza.

—Todo a su tiempo. —Emma le dio un momento más para observar los documentos tendidos sobre la mesa. No sólo estaba el testamento, había más cosas: informes, pagarés, títulos de posesión, certificados de autenticidad. Todo sobre el contenido de la bóveda—. Es el testamento, Giulio —dijo entonces, llamando su atención—. Creo que tenemos un buen caso aquí, ¿sabes?

—Temo que no entiendo.

Ella sonrió.

—Eres heredero de todas las posesiones de tu padre, y aunque muchas de ellas sean ya inexistentes o irrecuperables por el inevitable paso de los años y de los sucesos que han acontecido en Talis, en los que incluso la ley se ha modificado innumerables ocasiones, hay algo que deseas y que actualmente podría volver a tus manos si mi departamento logra negociar un acuerdo con el ayuntamiento de Canos.

—¿La casa del lago? —murmuró Giulio con los ojos muy abiertos.

—Es una posibilidad. No puedo prometerte nada, sólo demostrarte que en verdad estoy esforzándome por ayudarte a recuperar un poco de todo lo que has perdido.

—Gracias. No pensé que más gente pudiera involucrarse en algo como esto. Sé que muchos piensan que soy un invento, o un «producto». Me han llamado de muchas formas en mi galería, y aunque no entiendo la mayoría de lo que dicen, sé que es por los videos del descubrimiento de la bóveda.

—No te preocupes, también estamos trabajando en eso. Por semanas nos hemos debatido y maravillado a partes iguales sobre tu identidad. Por Dios, hemos agotado todo recurso por exponer cualquier farsa detrás de quién aclamas ser y...

—¿Y?

—Simplemente no hay forma. Todo está ahí, en ti. Las huellas dactilares, los registros grafoscópicos, tu conocimiento sobre lenguas antiguas, tu precisión al momento de puntuar determinados rasgos históricos, el adn, el arte, el... autoretrato. La lógica dice que no es posible, y son al mismo tiempo la lógica y los resultados precisos de análisis inequívocos quienes dictaminan que no hay error alguno.

Giulio sonrió.

—¿No te molesta que no tenga las mejillas rollizas ni el cabello dorado?

—Siempre creí que era una imagen un tanto... contrastante con la persona que yo imaginaba para el Pintor de Monstruos.

—¿Cómo creías que era?

—Para serte sincera, no tengo la menor idea —sonrió ella también—. Supongo que inconscientemente adopté aquel retrato como tu identidad aunque algo no me parecía apropiado.

—¿Mostrarán el verdadero autoretrato?

—Es posible. —Emma miró los documentos esparcidos sobre la mesa—. Primero se hará una debida restauración de las piezas para proteger su conservación y la presentación de los descubrimientos a las entidades importantes. El público querrá saberlo todo. Se elaborarán informes, estudios públicos, y cuando todo esté listo, se llevará a cabo la presentación de las piezas en físico en el museo, a la que asistirá mucha gente interesada en ti.

—Siento que hay más en lo que no estás diciendo —observó Giulio gentilmente. Emma frunció el ceño—. ¿Qué necesitas saber sobre los cuadros?

—Todo —contestó ella con un arrebato que pareció controlar antes de continuar borbotando las palabras—. No sólo sobre estos tres, sino en general. Necesitamos que detalles técnica y procedimiento. Después de ello se realizará una comparativa con los resultados arrojados tras decenas de años de estudio sobre tus obras y las obras de muchos artistas contemporáneos a ti... —Suspiró, como si hubiera corrido incansablemente y se hubiera detenido de pronto ante él—. Necesitamos toda tu ayuda y que respondas todas nuestras preguntas. Por favor.

Pero Giulio no imaginó que las preguntas fueran a ser tantas, ni a extenderse por días de interrogatorios que duraban horas después de sus salidas del taller de Crisonta. Ellos preguntaban y Giulio respondía. Ellos teorizaban y él los corregía, a veces indignado porque lo creyeran tan primitivo en sus métodos para resolver los retos que debía enfrentar al pintar sus obras o en su día a día en una época atrasada literalmente cientos de años, sí, pero no por eso ubicada en la prehistoria.

Explicó el principio básico de la creación de sus obras o de aquellos momentos que la historia remarcaba como los más cruciales de su existencia; sus facetas de tranquilidad, su búsqueda de inspiración, que podía serlo todo cuando el ánimo lo mantenía en constante movimiento, o nada cuando su mente, demasiado estimulada, no era capaz de producir una sola idea por días. Era entonces cuando salía de su taller y se distraía en cualquier cosa que no tuviera que ver con pintar o dibujar, y su mente se aclaraba por sí sola.

En un principio hablar de su proceso creativo lo había cohibido un poco. Nunca había recibido tantas preguntas antes, no de esa manera al menos, en la que dataran cada palabra que decía y cuestionaran entre líneas si estaba diciendo o no la verdad. A veces intentaban corregirlo, hablando con tanta seguridad de su historia cuando pensaban que se equivocaba en sus propias vivencias sólo porque habían estudiado su vida, que no se reprimía para mostrarse molesto cuando las conjeturas lo ofendían.

No estaba seguro de que creyeran todo lo que decía, pero no le daba mucha importancia. Al final, luego de casi una semana de explicar su técnica y su estilo como lo haría frente a un puñado de estudiantes ansiosos, le agradecieron por su cooperación y lo dejaron en paz, no sin antes recordarle lo imperativo de mantener su identidad en secreto especialmente con toda esa gente que enviaba mensajes a su galería en un intento morboso por averiguar quién era en realidad.

—¿Podría ver el cuadro? —le preguntó uno de esos días a Emma, mientras recorrían juntos uno de los pasillos formados por dos gruesos anaqueles de madera llenos de objetos. Emma llevaba una tableta táctil en una mano y la manipulaba con la otra—. El último que pinté antes de... ya sabes —especificó cuando ella se detuvo para mirarlo con intriga.

—¿El lienzo incompleto?

—Sí.

—Te hemos preguntado por él y siempre das respuestas vagas —repuso ella una vez que un hombre enfundado en un traje y bata blancos se hizo espacio entre ellos para pasar por el mismo corredor—. Está en exhibición en el museo. Puedes verlo ahí.

—Me prohíben tocarlo. Y amenazaron con impedirme la entrada si vuelvo a intentarlo.

Yo te prohíbo tocarlo. —Emma enarcó una ceja. Bajó su tableta y suspiró—. No es sólo el hecho de que es el último cuadro que pintaste antes de tu... partida, ¿cierto? Lo visitas constantemente en el museo. —Él la miró con indignación—. Nos preocupamos por ti, no te molestes. Además, hay registros visuales. La Galería Bonse está llena de cámaras —explicó ella al comprender que ser constantemente espiado lo fastidiaba—. Hay grabaciones en las que se te puede ver accediendo a diferentes horas del día en días distintos. Siempre vas al mismo lugar, ignorando todo lo que hay alrededor, incluidas tus otras obras. Miras ese cuadro por minutos, a veces por horas. Te has quedado hasta la hora del cierre, cuando te piden que te marches. ¿Qué miras en él, Giulio?

Conejillo de Indias, le había dicho Tomello alguna vez, explicándole el concepto del nombre. Lo que quieren hacer contigo es investigarte hasta exprimirte todo el jugo. Eres algo nunca antes visto. Harán todo tipo de pruebas contigo y cuando ya no les sirvas es probable que intenten hacer cosas peores, como tenderte en una plancha para diseccionarte y ver cómo eres por dentro para tratar de descifrar cómo regresaste a la vida con un cuerpo nuevo. Tal vez algún día ya no te permitan regresar. ¿Dónde te buscaríamos si eso pasara?

Eso hacían las corporaciones de investigación, habla contribuido Marice después, preocupado por él. Compañías como la de Emma se encargaban de manejar todo con suma discreción, lo que ayudaba a mantener las cosas en calma cuando alguien o algo desaparecía. Un resucitado era un tema nuevo para el mundo sin importar quién hubiera sido en el pasado. El bono, en su caso, era el nombre que había creado en vida y que se había mantenido a través del paso de los anales de la historia.

—Tienes miedo —murmuró Emma tras el pequeño silencio que se extendió entre los dos. Era tan sencillo confiar en ella que era eso lo que hacía que Giulio fuera muy cuidadoso en lo que decía la mayor parte del tiempo—. No vamos a hacerte daño, sabes. Te lo dije en su momento: tu situación es una muy especial y sorprendente, pero por el bien común es mejor que continúes tu vida como la has llevado hasta el momento. No todo lo que se muestra en las ficciones con respecto a las agencias privadas o gubernamentales es real. Nosotros no encarcelamos gente por ser diferente ni tampoco la lastimamos.

—¿Qué harían si de pronto me fuera?

Emma ladeó la cabeza.

—¿Irte a dónde?

—No lo sé, a otro lugar, a otro país. Podría usar el dinero que me dieron para eso.

—Pues te irías, supongo. Sin embargo, Canos es tu hogar. Tú mismo lo has dicho: La Arboleda es el hogar al que siempre regresas.

Giulio suspiró y se apoyó contra un enorme pilar de piedra que mantenía sujeto el techo del salón. Para esas alturas no tenía muy claro si Emma estaba manipulándolo o escuchar las voces de sus amigos rebotando en su cabeza estaba volviéndolo paranoico. Tom y Marice habían nacido en esa época, eran originarios de ese mundo que para él seguía siendo extranjero. Si decían todas esas cosas era porque eso era lo que habían aprendido, lo que habían visto y habían escuchado a lo largo de sus vidas.

—¿Qué harán una vez que se enfaden de mí?

—No creo que...

—Dejaré de ser interesante en algún momento, ambos lo sabemos. —Giulio la miró detenidamente—. ¿Qué harán cuando ya no tengan más preguntas para hacer y yo no ofrezca nada nuevo porque ya lo saben todo?

—Te dejaremos en paz entonces —contestó Emma con simpleza—. No te haremos daño —repitió, un tanto exasperada—. ¿No lo hemos dejado ya bastante claro? Eres... una especie de patrimonio nacional viviente, Giulio. Vienes de un lugar distinto, uno que siempre hemos tratado de comprender pese a que hay miles de registros en los centros de historia. Eres parte de la historia de Talis y tu legado ha llegado al corazón y al interés de millones de personas de todo el mundo a lo largo de los últimos quinientos años. Que estés de regreso te hace ser único.

—Escuché que hay más gente que comparte mi condición. Hay teorías en internet. Aunque dicen ellos están malditos. Hay películas incluso.

—¿Tu condición? Ninguno más que se sepa. Son rumores —suspiró Emma—. Sí, se dice que hay personas que han logrado romper la barrera del tiempo y vivir por cientos de años haciendo cosas anormales como beber sangre o robar cuerpos, pero hasta el momento ninguno se ha manifestado, ni mucho menos ha presentado evidencia de su origen. Son leyendas, mitos, como el Monstruo del lago Ness, las sirenas o las hadas —se rio—. Algunos incluso se originaron a partir de novelas escritas hace siglos. ¿No existían ese tipo de historias en tu tiempo?

—Tal vez —murmuró Giulio, abochornado—. Se hablaba mucho de la Dama del árbol y el Dios del río. Mucha gente decía que era una historia real y que los abuelos de sus abuelos pelearon en la guerra que esos dos entes propiciaron.

Una historia que su padre le había contado cuando era niño, y que lo había hecho temerle al río y a los árboles por días, hasta que Akantore, fastidiado por verlo rehusarse a cabalgar a su lado, le había rectificado que los cuentos eran sólo eso, fantasía creada para entretener la imaginación de la gente, y había trepado un árbol frente a un boquiabierto Giulio, que jamás lo había visto perder el recato de semejante forma. Al final habían terminado los dos en las ramas más altas, riendo y jugando, y los sirvientes habían tenido que hacer peripecias para ayudar a Akantore a bajar cuando se había dado cuenta de que ascender era más fácil que descender.

—Oh, ese es un cuento muy viejo.

—Supongo que... sea lo que sea que suceda conmigo, será parte de lo que estaba destinado para mí y no puedo cambiarlo. No debería estar aquí, después de todo.

—Pero estás, y me siento muy contenta y honrada de haberte conocido. —Emma pareció meditar por un momento—. Veré si puedo adelantar el traslado del cuadro al taller de restauración. No es recomendable moverlo mucho, y acaba de tener un viaje hacia el laboratorio y otro hacia Canos para conmemorar el aniversario de...

—Mi fallecimiento, lo sé. Estuve ahí, organizándolo todo como parte del equipo de asistencia —sonrió Giulio—. Todavía tengo la camiseta y la sudadera.

—Te avisaré cuando esté listo —suspiró Emma—. Pero no podrás tocarlo.

—¿Alguna vez he desobedecido? —sonrió Giulio.

—Si me dieran cien talisas por cada vez que imprimes tus huellas en alguna antigüedad tendría mucho dinero para estas alturas.

—Yo mismo soy una antigüedad —se rio él, sacándole una pequeña sonrisa—. Además son las huellas de Giulio Brelisa, deben valer algo, ¿o no?.

—También la sobreexpocisión devalúa las cosas —lo amonestó ella con una ceja enarcada—. Mucho de algo no es bueno.

Caminaron en silencio por un rato más. Él observándola leer etiquetas y escribir cosas en su tableta.

—¿Cómo puedes distinguir si son huellas actuales y no huellas antiguas? —preguntó, escondiendo las manos cuando, una vez más, tomó fugazmente una pequeña figura de barro con la cara de un chacal para inspeccionarla de cerca y Emma lo sulfuró con la mirada—. Perdón, la costumbre. Eh... prosiguiendo con mi pregunta; toqué muchas de las cosas en la bóveda de mi padre en el pasado, cuando lo ayudaba a acomodarlas y clasificarlas. En todo caso ambas marcas serían mías.

—Es distinto.

Emma se enfrascó en una tranquila explicación sobre cómo los estudios actuaban en ese caso, y cómo precisamente eso, distinguir rasgos del pasado de los del presente era el motivo por el cual una persona no debía tocar objetos de semejante valor sin que los análisis pertinentes concluyeran, o sin el debido equipo de protección cubriendo sus cuerpos.

Giulio la escuchó atentamente durante el tiempo que tardó haciéndole compañía.

Y esa tarde, al regresar a su casa, se encontró con una sorpresa espeluznante. Decenas de personas, sino es que cientos, comenzaron a reunirse afuera del edificio, a lo largo y amplio de la calle, con pancartas en mano y gritando su nombre.

Habían averiguado dónde vivía.

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