34 Lienzos
Poco a poco se habituaba más a las preguntas. Las hacían en todos lados, en todo momento, haciéndole sentir que aunque se veía igual a ellos jamás dejaría de ser diferente. Nadie más había regresado de la muerte, después de todo, ni provenía de siglos pasados. Crisonta deseaba saberlo todo sobre Loresse, lo que Giulio agradecía porque era la única que no le hacía preguntas sobre su persona. Emma, Marice y Tomello, por otro lado, se daban a la tarea de pensar muy bien lo que querían saber y lo acorralaban con preguntas que no en pocas ocasiones lo habían hecho enrojecer y dejar sin habla.
Los días se habían vuelto un tanto caóticos después de los videos que habían subido a las redes sociales. Su cuenta de Pictugram era objetivo de muchísima actividad y los siete dibujos que tenía en su galería estaban recibiendo tanta atención que le era imposible leer todo lo que decían sobre ellos. La mayoría de la gente comentaba en contra de él. Lo llamaban farsante. Lo creían parte de una campaña de publicidad para que más personas acudieran a Artadis y Canos para dejar su dinero, incentivados por el sueño de un artista del renacimiento de origen taliseno traído a la vida.
Y estaba funcionando.
Emma le había dicho que se había registrado una alta demanda de algo llamado Irbienbi o algo similar, cuartos de hotel, posadas y entradas a los museos para la siguiente primavera. Todo estaba vendido y apartado, y a ese paso las entradas para los eventos de arte y demás festividades para el verano y el próximo invierno también quedarían agotados. Giulio se sentía nervioso y confundido a partes iguales. Quizás era su ignorancia porque aunque había tenido gente que admiraba su trabajo en el pasado y acudía a sus presentaciones de arte en masa, no eran personas que pudieran viajar de un lado a otro del mundo en cuestión de un par de días.
¿Cuánta gente podía acudir a Artadis o a La Arboleda en un instante? Otro de los motivos para temer en las intenciones que podían ostentar en contra suya. Emma le había aconsejado fervientemente que ignorara cualquier invitación o mensaje que luciera sospechoso y había doblado la vigilancia para él. Ya no era una camioneta la que lo seguía por las mañanas y las noches cuando iba al taller de Crisonta, sino dos, a veces tres. Había ordenado la instalación de un sistema de seguridad en el departamento de Giulio luego de perder la batalla de convencerlo de que se mudara a otro lugar, y de la nada un día, cuando él salió con rumbo al taller, se encontró con un hombre bastante tosco en la entrada del edificio que se presentó secamente como el nuevo portero.
Se llamaba Farid, y siempre estaba de pie, vestido con lo que Marice había llamado un «uniforme táctico». Según había dicho Tomello, Farid jamás se retiraba de la puerta, excepto cuando era relevado por una espigada mujer de ojos rasgados que emanaba un aire tan amenazante como el suyo. Ninguno de los dos hablaba mucho y se limitaban a saludar a Giulio con un asentimiento cuando lo veían salir o entrar del edificio.
Una noche que Giulio regresaba tarde del taller, un vagabundo se había acercado para pedirle dinero. Había salido de la boca oscura de uno de los callejones cercano a su edificio y le había sacado tal susto que su exclamación de sorpresa había sido lo único que había bastado para que Azumi, la vigilante de ojos rasgados, brotara de entre las sombras con la velocidad de un gacela para embestir al pobre hombre con una patada que lo había hecho salir disparado contra un contenedor de basura, luego contra la pared y aterrizar sobre su trasero para ponerse a vomitar. Una vez que se había aclarado el malentendido y que Giulio le había dado al desdichado todo el dinero que llevaba encima a manera de disculpa, había hablado larga y tendidamente por celular con Emma al respecto.
Terminaron acordando que Giulio aceptaría ser llevado de regreso a casa en vehículo por la noche. Sólo por la noche, y que hablaría con Tomello para convencerlo de dejar en paz a Azumi, de quien parecía estar muy interesado.
—¡Bah! ¿Qué pierdo con intentarlo? —rezongó Tom frente a la estufa cuando Giulio se lo informó esa misma tarde. Desde que habían recibido el artefacto de cocina, ya un par de semanas atrás, su amigo se ofrecía para cocinarlo todo. Lo limpiaba cuidadosamente con una franela especial cada que lo utilizaba y se ponía fúrico cuando Marice o Giulio calentaban algo y salpicaban el lustroso metal blanco de entre las parrillas—. Sólo me acerco a hacerle conversación cuando regreso del trabajo y la veo ahí de pie, tan sola e indefensa. ¿Tú qué mierda necesitas protección? ¡Es ella la que me preocupa!
—La acabas de conocer. —Marice revoleó los ojos desde su lugar en el sillón, donde pelaba cacahuates a petición de Tomello. Giulio le ayudaba, espantando ocasionalmente al gato, que insistía en subirse a la mesita de centro para echar un vistazo más de cerca—. Y de indefensa nada. Si lo que Giulio dice es cierto y esa flaca derribó a un hombre de una sola patada, imagina lo que puede hacer contigo.
—Oh, imagino muchas cosas —dijo Tomello con malicia. Luego suspiró con un pesar dramático—. Anteayer la miré temblando de frío. Ayer le traje un capuchino y la muy miserable lo tiró a la basura en cuanto me di la vuelta.
—Es normal. —Marice se echó un cacahuate a la boca luego de retirarle la cáscara—. Son de seguridad y esas cosas. No pueden beber nada que no consigan ellos mismos.
—¡No la voy a envenenar!
—Pero podrías drogarla y...
—¿Qué clase de degenerado crees que soy? —siseó Tomello, volviéndose para encarar a Marice con la espátula en la mano. Tomó un cartón vacío de jugo y se lo arrojó. Quizás hubiera lucido más amenazante si no hubiera estado usando un mandil rosa con las letras de Barbie en el centro. El regalo había sido obra de Marice, por supuesto. Giulio se rio—. Sólo quiero conocerla más, es todo.
—¿Y no le puedes ayudar en eso? —preguntó Marice, dirigiéndose a Giulio—. Todos ellos trabajan para ti, ¿no?
—Claro que no. Emma es la que controla esas cosas. Fue quien me pidió que Tom dejara en paz a Azumi.
—¡Azumi! ¡Se llama Azumi! —exclamó Tomello de fondo—. Qué bonito suena. —Puso una tapadera sobre la sartén que burbujeaba suavemente sobre el fuego y se apoyó en la barra de la cocina con aire soñador—. ¿Sabes su edad? —Giulio meció la cabeza—. ¿Puedes conseguir más datos sobre ella? No se ve mayor que yo, ¿verdad? O eso me parece a mí. Ah, me encantaría saber lo que le gusta comer, qué odia, a qué hora está libre y todas esas cosas. La buscaré en redes sociales. ¿Sabes su apellido? ¿Podrías pedirle su número de teléfono por mí?
—Vamos, viejo, es para una buena causa. —Marice palmeó el hombro de Giulio al verlo titubear—. ¿Vas a decir que nunca le hiciste el favor a algún amigo en tu época pasada?
Fue inevitable pensar en Jean, o en el resto de sus amigos, que habían sido una constante en su vida durante sus primeros años de adolescencia y adultez. El desarrollo de la gente era completamente distinto entre aquella época y la actual. La amistad no. Giulio siempre había valorado a cada persona que se acercaba a su vida con buenas intenciones.
—Emma pide que dejes de acosar a Azumi, pero veré qué más puedo investigar sobre ella.
—¡Que no la acoso! —insistió Tomello, arrojando la espátula al fregador.
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