33 Lienzos
Un almohadazo lo despertó bruscamente, obligándolo sentarse con torpeza y velocidad, lo que arrojó al gato fuera de su espalda. Tardó en comprender dónde era que se encontraba, y por qué su cuerpo seguía doliendo en donde sus músculos estaban inflamados. Estaba en su casa, en el departamento, y a juzgar por el brillo oscuro que entraba por la ventana, había dormido todo el día. El reloj de luminosos números blancos que había puesto sobre el escritorio marcaba las seis de la tarde.
Frente a la cama estaban Tomello y Marice. El primero con la almohada aún sujeta entre sus manos, el segundo con el celular de Giulio entre sus manos, revisándolo.
—Descubriste otra bóveda.
—¿Qué? —preguntó Giulio con la voz rasposa. Se talló los ojos al sentir la vista aún adormilada.
—Descubriste otra bóveda —repitió Marice—. Otra bóveda de Brelisa. ¡Y no nos dijiste!
—¿Cómo saben eso? —Giulio bajó los pies al suelo para sentarse con más comodidad. El gato no perdió la oportunidad de subirse a su regazo, ronroneando tan alto que por un momento fue todo lo que pudo escucharse en la reducida habitación.
Se espabiló enseguida. Si bien aún le dolía el cuerpo entero, la fiebre parecía haber retrocedido. Se sentía mejor en general, salvo porque moverse aún parecía una tarea complicada. Se preguntó si el sitio para el que Emma trabajaba había decidido hacer público el hallazgo y por eso sus amigos sabían de la bóveda. La tarde anterior... ¿o había sido ese mismo día?
Miró hacia la ventana, confundido, y sacudió la cabeza al sentir que su mente terminaba de aclararse.
La tarde anterior Emma había sido muy insistente al repetir continuamente que nada de eso debía ser revelado antes de tiempo. Giulio no había tenido muy claro a cuánto podía ser eso, ¿días, meses, años? Tampoco tenía un interés en particular por hacer saber su condición al resto del mundo. Presentía que el departamento de Emma había sido bastante bondadoso con él hasta ese momento. Era una sociedad poderosa que disponía de mucho dinero y libertad para actuar por su cuenta. No quería averiguar lo que podían hacer en su contra si llegaba a fastidiarlos.
Aunque no había tenido mucho tiempo para romper el silencio. Les había entregado la ubicación de la bóveda la tarde anterior y había dormido gran parte del día actual. No había atendido su celular en ningún momento y ni siquiera había tenido la oportunidad de hablar con alguien más que Leo.
—¿Cómo, preguntas? —preguntó Tom con una ceja enarcada—. Enséñale.
—Tienes como mil mensajes sin leer, por cierto —dijo Marice, sacando su propio celular del bolsillo frontal de su sudadera. Manipuló un rato el dispositivo ante los adormilados ojos de Giulio y le mostró una grabación.
Giulio no ocultaría que aún se sentía sorprendido por la facilidad con la que la humanidad había descubierto la forma de capturar eventos que podían hacer una diferencia en la historia. Y verse a sí mismo en la grabación lo hizo estremecer. Ahí estaba él, junto a Leo y dos obreros, sobre los restos escombrados de las caballerizas de su casa, retirándolos con las manos bajo el sol. Detrás un hermoso cielo azul, a los costados un paraje de piedra, árboles y arbustos. La toma se movía un poco, como si la mano que había grabado temblara. Giulio estaba sudando y se limpiaba la frente ocasionalmente con la manga de su sudadera roja (que había olvidado en el hotel, por cierto). Leo trabajaba como si estuviera removiendo plumas y no pesadas maderas y hojas de piedra.
Miró cómo la grabación cambió y el cielo oscureció de súbito. Un reflector alumbraba directamente hacia Giulio, que estaba concentrado mirando al suelo y contando sus pasos. Cuando iba a cavar un obrero se acercó ofreciendo hacerlo él, y encontraron el acceso a la bóveda.
—Reconozco a ese cabrón —espetó Tom—. Es el mismo que vino a quitarnos las cosas que sacamos de la otra bóveda. ¿Por qué estás con él? —hizo un movimiento con la barbilla—. ¿Te amenazó para que les dijeras en dónde estaba la otra?
—Esperen, ese no es el único video —intervino Marice, asombrado. Manipulaba su celular con ambas manos. Abrió mucho los ojos—. Vean, subieron otro, aunque dicen que enseguida lo bajaron y otros usuarios de Tiktak alcanzaron a descargarlo. Habla de ti —le dijo a Giulio—. Dice que se descubrió un lienzo con quinientos años de antigüedad de alguien idéntico al joven que reveló el hallazgo de una nueva bóveda ubicada en la antigua propiedad de Giulio Brelisa. Tú, en pocas palabras.
—Oh —murmuró Giulio, parpadeando cuando Marice le puso el celular frente a la cara una vez más. Tomello se apretujó a su lado para ver también.
Alguien susurraba en la grabación. Era indistinguible si se trababa de una mujer o de un hombre. Estaba en una especie de almacén enorme, de paredes blancas y mesas metálicas. Caminó con prisa hacia un cuarto más pequeño de lámparas de baja intensidad, agitando tanto la toma que Giulio sintió vértigo, y llegó hasta una repisa donde estaban tres bolsas oscuras cuidadosamente acomodadas. Las reconoció enseguida, así como otras de las cosas que las rodeaban, eran los objetos que habían extraído de la bóveda de su padre.
Una mano de piel morena intervino en la toma para descorrer el cierre de una de las bolsas y grabó rápidamente, mostrando el autoretrato de Giulio.
—¡Mierda! ¡Sí es idéntico a ti! —exclamó Tomello con los ojos muy abiertos cuando la grabación terminó—. Regresa y pausa donde sale su cara —pidió. Marice lo hizo—. Es tan parecido a ti que se me encogieron los huevos —dijo, estremeciéndose.
—¿Cómo sabías en dónde estaba la bóveda? —preguntó Marice quietamente—. Y no sólo una, las dos.
Giulio se puso de pie con el gato entre los brazos y salió de la recámara, con Tom y Marice detrás de él.
—Sólo lo sabía.
—Se sabía que existía una bóveda, una sola —remarcó Marice cuando Giulio dejó a Bodegón sobre la pequeña barra que dividía la cocina de la sala y se sirvió un vaso con agua—. Se buscó por muchísimo tiempo. Por quinientos años nadie supo en dónde estaba y de pronto tú encuentras dos, y no sólo eso, sino que uno de los cuadros que se encontró, y que dicen que es un autoretrato de Giulio Brelisa auténtico, es idéntico a ti.
—¿Cuándo informaron todo eso? —preguntó Giulio después de beber toda el agua de un solo trago—. Quien estaba grabando apenas y dijo algo.
—En los comentarios lo dicen. —Marice le enseñó el celular una vez más—. ¿Qué mierda está pasando, Giulio?
Los dos lo miraban con suspicacia y un dejo de temor que lo molestó. Hubiera sido mejor si les hubiera dicho la verdad desde el inicio, cuando Emma había hecho las preguntas necesarias para descubrirlo todo, pero nuevamente las malditas dudas lo habían detenido. Le gustaba compartir casa con ellos y tener su amistad. Lo habían ayudado mucho desde el inicio y no quería verlos alejarse, pero no sabía si decir la verdad sería de utilidad para esas alturas. Lo creerían más que loco. Lo creerían enfermo, trastornado, o que estaba bromeando con ellos, y mentir también traería consecuencias funestas, considerando que ya estaban enojados por creer que Giulio había compartido tesoros con alguien más, dejándolos de lado.
—Siempre supe la ubicación de ambas bóvedas porque he vivido casi toda mi vida en esa casa —confesó después de servirse más agua y usar el tiempo como distractor para pensar en qué diría—. Y la persona del cuadro soy yo.
Antes de que pudieran comenzar a mofarse o a despotricar, les contó lo que había ocurrido con Emma, cómo había ido a buscarlo más tarde en el taller de Crisonta para interrogarlo con respecto a los dibujos y los escritos que Giulio había añadido en las últimas páginas del códice y cómo nada tenía sentido porque los resultados de los análisis que hicieron a esos bocetos habían arrojado que el Giulio actual y el Giulio del pasado eran la misma persona, o al menos alguien que escribía exactamente igual. Les habló de la extracción de sangre con dispositivos bastante sorprendentes para él, cómo había puesto sus manos en unos paneles de vidrio que habían lanzado luz para capturar los patrones de las yemas de sus dedos, de las cosas que tuvo que escribir en distintos idiomas, del dibujo de la vaca y de los algodones que metieron en su boca para extraer saliva.
Nada pareció impactarlos más, sin embargo, que mencionar la visita a la cripta donde el supuesto verdadero Giulio Brelisa estaba enterrado, y mencionar que estaba vacía cuando abrieron la tumba pretendiendo exhumar el cuerpo. También las muestras que habían tomado de su cuerpo (ante eso se estremeció) habían desaparecido de sus centros de estudio. Les dijo sobre la posterior conversación e interrogatorio que Emma y Leo le habían hecho en la iglesia cámara en mano, donde había contado su historia tan bien como le había sido posible sin adentrarse en terreno muy íntimo y vergonzoso, y que a cambio de que le permitieran colgar un lienzo nuevo en la pared del templo, les había ofrecido revelar la ubicación de la segunda bóveda de Brelisa, cuya existencia ninguna persona viva había conocido hasta ese momento.
—¿Cómo sabes que no están jugando contigo? —preguntó Marice luego de un rato en el que él y Tomello contemplaron a Giulio con aire precavido—. ¡Lo que dices es una locura! ¿Qué te han dado a cambio para saber que no están sólo manipulándote para que les digas lo que quieren saber mientras ellos te dicen lo que tú quieres escuchar?
Giulio lo había pensado también. La noche siguiente al descubrimiento de la cripta le había dado vueltas y vueltas mientras él mismo daba vueltas sobre la cama, fastidiando a Bodegón en el proceso. Hasta ese momento lo habían tratado con reverencia, y aunque se mostraban impresionados por sus habilidades pictóricas y por los detalles que revelaba de una época que para ellos parecía un cuento de fantasía, habían sido más bien indiferentes con su presencia e incluso posesivos y autoritarios.
Suponía que no tenía una respuesta para asegurar que en verdad le creían o, por el contrario, que también dudaba y sospechaba que no lo hacían y que lo dejarían de lado una vez que se cansaran de interrogarlo y de mimarlo. El siglo veintiuno estaba lleno de artistas cuya fama era actual, después de todo. Había miles, millones tal vez, de ellos abundando en lo que llamaban las «redes sociales», actualizando sus galerías con dibujos, pinturas o «ilustraciones» que lo dejaban con la boca abierta.
El éxito de Giulio manejando Pictugram había sido remoto, por no decir que nulo. Subía un dibujo cada pocos días (porque olvidaba hacerlo) y no recibía mucha retroalimentación. Suponía que el arte que antes había sido tan apreciado por sus contemporáneos no era novedoso ni atractivo en la actualidad.
Las modas pasan rápido, le había dicho Fátima alguna vez, cuando Giulio le había preguntado sobre el cabello morado de una mujer.
Él había sido una moda en su momento. Su arte era muy querido, demandado y valorado, pero sólo aquel que tenía más de quinientos años de elaboración y cuyo autor estaba muerto. El actual no impresionaba mucho, e incluso lo habían acusado de intentar copiar la técnica y el estilo de Giulio Brelisa. Continúa practicando y algún día mejorarás hasta encontrar tu propio estilo, había dicho una de las personas que había comentado en uno de los dibujos de su galería virtual.
Giulio había visto el mensaje sin saber si sentirse disgustado o halagado, o las dos cosas al mismo tiempo.
—Me dieron esto hace algunos días. —Sacó la tarjeta plástica de entre la funda que cubría su celular y la puso sobre la barra. Era de color morado y tenía en el centro el viejo símbolo de uno de los bancos más poderosos de Artadis. El fundador había sido un buen amigo de su padre—. Emma dice que es dinero.
—Entonces te dieron dinero —dijo Tomello con voz plana y una ceja enarcada—. Dinero legal —afirmó o preguntó. Para Giulio no fue muy claro y sólo atinó a asentir—. ¿Y cuánto es?
—Me dijo que podía comprar lo que yo deseara. Una casa aquí en Artadis, un estudio o un vehículo, aunque de momento prefiero evitar eso último.
—¡Estás bromeando! —exclamó Marice, tomando la tarjeta para apreciarla más de cerca. La giró, recitando en voz baja el serial de números que la componía—. ¿Y ya comprobaste que en verdad tiene dinero? —rezongó mirando a Giulio negar con la cabeza—. ¡En verdad eres de la prehistoria! ¿Quién maldición no se lanza de cabeza a la tienda más cercana en cuanto le dan una mina de oro para que gaste?
Tom, por el contrario, lucía menos impresionado.
—¿Cómo puedes usar una tarjeta bancaria si no tienes papeles para demostrar tu identidad?
—Emma dijo algo sobre eso. Explicó que pronto los tendría. Mientras tanto no importa siempre y cuando ponga mi dedo índice sobre el lector de huellas de los lugares donde compre, o de las máquinas que dan dinero. Asumo que es algo similar a cuando en el laboratorio me pidieron poner las manos sobre los cristales de luz.
—¿En verdad puedes comprar lo que sea? —insistió Marice.
—¿Absolutamente todo lo que tú quieras?
Giulio los contempló a ambos largamente.
—¿Me acompañarían a comprobarlo?
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La aventura al sector comercial de Artadis resultó más entretenida de lo que había pensado. En un despliegue de curiosidad, y ayudándolo a manipular la máquina expendedora de dinero, o cajero, como ellos le llamaban, sus amigos lo habían conminado a verificar cuánta fortuna había en la cuenta de banco. Los tres se habían quedado con los ojos y las bocas muy abiertos al ver tanto dinero acumulado en una misma cifra. Había ceros por montones, y tantos números reunidos que Giulio tardó en comprender que todo era suyo, o eso era lo que había dicho Emma.
En la antigüedad el dinero se contaba también por monedas, pero la gente solía invertirlo y acumularlo en posesiones de diversa naturaleza a modo de prevención para evitar perderlo todo en caso de saqueos o hurtos masivos. Se hacían de tierras, casas, objetos de valor, arte y joyas. Akantore le había enseñado mucho sobre administración y comercio para saber cuando algo tenía verdadero valor o cuando estaba siendo estafado. Seguro que también a su padre le habría encantado mirar toda esa cantidad de dinero reunida en una cuenta de banco, y le habría aconsejado severamente en contra de despilfarrar.
Giulio, sin embargo, no se veía a sí mismo comprando cosas por montones porque más allá de hacerse de material de arte, no se había dado el tiempo de conocer la tecnología a profundidad, y el resto de las cosas aún le parecían demasiado irreales y peligrosas como para acercarse a ellas sin precaución, sobre todo los vehículos, aunque no descartaba la idea de algún día aprender a conducirlos.
Sus amigos pensaban distinto, por supuesto. En cuanto se alejaron del cajero habían comenzado a a especular sobre lo que ellos comprarían con tanto dinero, y un par de instantes después Giulio se vio pagando por una sala nueva de la mejor calidad, un televisor gigante que lo había dejado anonadado cuando lo había visto en la tienda de electrodomésticos y que había hecho llorar de felicidad a Marice, una consola de videojuegos por la que más tarde sus amigos pelearían continuamente para su incomprensión; camas, adornos, más dispositivos para la cocina y la sala, y un montón de cosas más que seguramente harían que el departamento luciera pequeño. A cambio, le habían dicho, ellos pagarían la renta como agradecimiento.
—No es necesario —les dijo Giulio mientras caminaban por la banqueta—. Podemos continuar dividiendo el gasto de la casa entre los tres.
—Claro que no. Has gastado más de... muchísimo dinero el día de hoy. ¡Vamos a vivir como reyes gracias a eso! Al menos déjanos pagar la renta a nosotros.
—Dijiste que querías ahorrar dinero —le dijo Giulio a Tomello, que asintió, gruñendo algo entre dientes al tiempo que se cruzó de brazos—. Pagando más de renta no vas a lograrlo. Continuemos dividiendo entre los tres. No sé si sólo sea un truco o el dinero realmente es mío permanentemente, pero mientras lo tenga, lo usaré para continuar aportando en nuestra casa. Desconozco más de la mitad de las cosas que se compraron —sonrió al verlos enrojecer—, pero me dio gusto complacerlos.
Marice se estiró como pinchado por un punzón.
—¿Y si ya no es necesario pagar renta para ti? Creo que en verdad todo ese dinero te alcanza para comprar una casa, ¡y en Artadis! El maldito sitio más caro de Talis.
Giulio dejó caer los hombros, asintiendo. Les dijo con tono vago que sí tenía una casa en mente. También que resultaba casi imposible para él adquirirla. Pese a lo mucho que en el pasado había deseado montar un estudio de arte en Artadis, La Arboleda siempre había sido su hogar, y ahí había visualizado una juventud tardía y una vejez tranquila, en compañía de los árboles, de la fauna salvaje y benévola, y del agua del lago. Pero Lucilla estaba muerta, la casa que en algún momento hubiera heredado le pertenecía al gobierno y Giulio técnicamente no era nadie para reclamarla.
—¿La casa del lago, en serio? —Tomello arrugó la nariz y enarcó una ceja mientras caminaban por el centro de la ciudad. Giulio con un helado en la mano, ellos con cafés fríos. Era casi media noche. Habían durado horas paseando por las tiendas, que ya estaban cerradas y con sus luces interiores apagadas en su mayoría—. Es un vejestorio.
—Era mi casa.
—En serio crees que lo era —murmuró Marice.
Giulio suspiró.
—Sé que es difícil de comprender todo lo que les he dicho. Yo mismo no lo entiendo.
Marice dejó de sorbetear ruidosamente de su café para contemplarlo con mirada profunda.
—¿En verdad no puedes recordar nada de cuando estuviste... tú sabes, muerto?
—Fue sólo instante —reiteró Giulio, distrayéndose con el pasar de los vehículos y de la gente—. Cedí al sueño un momento, y al despertar, creyendo que era la mañana siguiente, lo hice en la que alguna vez fue mi habitación, excepto que estaba llena de escombros y con las paredes y las ventanas destruidas.
—Fueron quinientos años —insistió Marice con asombro—. ¿Cómo no puedes recordar lo que hiciste en quinientos años?
—No creo haber hecho nada en realidad. Estaba muy herido y dolorido la última vez que tuve consciencia, y...
Y la vi a «Ella», se abstuvo de mencionar. Y «Ella» había hablado, y había dicho muchas cosas que Giulio no recordaba con exactitud pese a que sabía que había cerrado un trato a cambio de que el dolor se fuera y la vida no le fuera arrebatada.
La segunda vez que había escuchado su voz, acompañada por un coro de susurros graves y distantes, había sido en el vehículo de Sofía. Su advertencia para girar el volante en el último segundo le había salvado la vida.
—Me quedé dormido, como ya dije, o eso sentí. Para mí el tiempo no pasó como para el resto de la humanidad. Sea lo que exista después de que una persona muere me es también desconocido, aunque en cierta forma mi regreso comprueba que efectivamente debe haber algo. Es... Dios, es muy complicado.
—Ajá —rezongó Tom—. Y... eh... ¿cómo pasó? No sé mucho de historia de artistas y eso, pero sé que dicen muchas cosas sobre ese último momento.
Cómo había muerto, entendió la pregunta implícita, lo que jamás dejaría de ser doloroso para él sin importar que ya lo hubiera compartido con Emma, Crisonta y Leo, y a saber con cuántas personas más si lo habían documentado todo.
Repitió el terrible suceso a grandes rasgos, lo que hizo detener en seco a sus amigos, poco antes de llegar a una esquina de una amplia avenida aún muy transitada por los turistas. La belleza del arte era más sobresaliente en esa zona, el centro de Artadis. La catedral, con su enorme domo iluminado por reflectores, robaba al otro extremo de un pequeño parte lleno de árboles de plátano y manzanos. El suave arrullo de un grupo de instrumentos de aire llegaba por encima del ronroneo del tráfico ocasional, y algunas personas reían a lo lejos, gritando.
Tomello se atragantó con las palabras y después con su bebida, poniéndose a toser hasta enrojecer. Marice miraba hacia el fondo de la calle con una mueca de amarga empatía.
—Estoy bien. Ya hice las paces con lo ocurrido —dijo Giulio. Miró de reojo hacia el extremo lateral de la avenida, donde una camioneta oscura aminoró la velocidad hasta detenerse frente a la banqueta. A bordo iban dos personas. Sus vigilantes. Lo habían seguido desde que había salido del departamento—. Perdió el control y... todo pasó muy rápido. No fue su intención hacerlo. El vino y las malas intenciones de la gente lo poseyeron.
—Lo dices como si te hubiera dado una nalgada por portarte mal y ya —dijo Marice, con la lengua enredada por su exaltación—. ¡Te atacó con un maldito abrecartas!
Giulio miró a su alrededor, incómodo. Esperaba que la mayoría de la gente no entendiera el taliseno y sólo fueran turistas volteando a verlos con curiosidad. Pero los rostros intrigados de algunos le dijeron que comprendían más que lo básico del idioma.
—¿Y en verdad moriste? —preguntó Tomello entre carraspeos una vez que pudo recuperar el habla.
—Le licuó las vísceras, por supuesto que murió —espetó Marice sin permitir a Giulio responder—. Y, ahora que lo mencionas, es exactamente así como dicen los forenses que Brelisa murió. Miré el documental hace unas semanas curiosamente. Quince puñaladas. Catorce en el cuerpo, una en...
Giulio levantó la mano derecha para mostrar una abultada cicatriz horizontal con doble cara, una en la palma de su mano y otra en el dorso, en el mismo lugar. Le era curioso darse cuenta que aunque recordaba la sensación de la hoja del abrecartas partiendo y rasgando su piel y sus huesos, no recordaba el dolor con exactitud. Agudo e insoportable, pero pasajero, como si en su momento hubiera sido otra persona la que lo había experimentado y no él. Como si otro hubiera muerto y él hubiera sido puesto en su lugar, con sus recuerdos, su nombre, sus pensamientos y temores, cientos de años después.
Suponía que era algún efecto del trauma y de la pesadilla que estaba viviendo.
Marice dejó el vaso de café frío sobre el metal entretejido de un poste de luz y se apresuró a tomar su mano. Sus dedos estaban fríos y picaron incómodamente en la piel de Giulio.
—¡Dios! —exclamó, volteando la mano de Giulio de arriba abajo—. ¿Cómo es que puedes moverla aún? En el documental dijeron que en caso de que Brelisa hubiera sobrevivido...
—No hubiera podido dibujar ni pintar de nuevo, lo sé —suspiró Giulio. Su pesar debió ser tan transparente en su expresión que Marice y Tomello se serenaron, devolviéndole su espacio personal—. No me duele, si se lo preguntan, y no sé por qué aunque conservo la cicatriz como evidencia de que en verdad pasó, mi movilidad continúa siendo la misma de antes, incluso mejor. —Abrió y cerró el puño un par de veces—. En ocasiones punza. Todas las cicatrices lo hacen, pero no es un dolor como tal, sino un recuerdo, o algo parecido. También miré el documental. El abrecartas no sólo entró y salió pese a que fue tan rápido que sólo eso sentí. Mi... Él... Dicen que rasgó hasta cercenar nervios, músculo y ligamentos a su paso. En la época que vivíamos entonces hubiera sido imposible para los médicos unirlo todo y dejarlo como antes porque el daño fue muy extenso. —Miró el helado derritiéndose en su mano izquierda—. Creo que en parte fue mejor no sobrevivir a ello.
—Lo siento tanto, hombre —murmuró Tomello, rodeándolo por los hombros con un brazo, lo que hizo a Giulio recular al sentir el cuerpo todavía muy dolorido.
—Seh, no merecías lo que sucedió. —Marice le rodeó el torso por el costado opuesto—. Seguro de que tu viejo se sintió terrible después de eso.
Tanto como para quitarse la vida dos semanas después, tras haberse asegurado de que su voluntad sería cumplida, o la mayoría de sus deseos al menos, porque Giulio en verdad agradecía a Dios que Laurelle hubiera decidido enterrar a Akantore en la cripta una vez que había sido construida y que no hubiera desechado su cuerpo por ahí, mancillando aún más su honor.
—¿Fue por eso que... tú sabes, se quitó la vida después? —preguntó Tomello, soltándolo.
—Sí. —Giulio echó a andar de nuevo—. Mi padre me amaba —dijo cuando el pequeño lapso de silencio se hizo un poco tenso dada la obvia curiosidad que aún embargaba a sus amigos—. Jamás dio muestra de lo contrario. Me dio la mejor de las educaciones y me facilitó todo lo que siempre quise; pasaba tiempo conmigo tanto como podía desde que yo era niño, me llevaba con él a sus viajes de mercadeo cuando el Maestro Loresse se ausentaba y me disciplinó con mano dura cuando erraba, recordándome que todo caballero debía ser honorable y aceptar enmendar sus yerros. Era firme pero justo. Un... único error no lo define por completo.
Aunque ese único error les hubiera costado la vida a ambos.
—Mierda —susurró Tomello, cabizbajo.
Marice tragó secamente.
—Mi padre también intentó matarme —dijo de la nada. Giulio y Tomello lo miraron igual de sorprendidos—. A mí y a mi hermano. Se drogaba y tomaba todo el tiempo. Un día comenzó a golpearnos con la pata de una silla hasta que corrimos y nos escondimos en nuestra habitación. Él se puso a patear la puerta como loco, gritando e insultándonos. Llamaba «perra» a mi mamá, que nos dejó desde pequeños para irse con un turista alemán, o eso decía él. De pronto escuchamos que estaba haciendo algo. Un montón de agua empezó a entrar por debajo de la puerta. Yo era muy chico como para saber qué era, pero Erik, mi hermano, rápido distinguió el olor de la gasolina y se puso a rogarle que nos dejara tranquilos. El viejo cabrón estaba rociando la puerta con gasolina —se rio amargamente. Tomello farfulló un insulto—. Recuerdo las enormes flamas alzarse hasta el techo cuando prendió el fuego. La casa se quemó enseguida. Erik y yo salimos por la ventana, que afortunadamente habíamos destapiado sin que el viejo se diera cuenta para escaparnos por ahí cuando sabíamos que estaba en la sala emborrachándose.— Hizo un ademán vago con la mano—. Pero él también logró salir.
»Pidió ayuda a gritos al pensar que mi hermano y yo estábamos aún adentro, quemándonos. Cuando llegaron los bomberos y la policía, salimos de entre los arbustos donde nos escondimos. Jamás voy a olvidar su cara de desconcierto. En cuanto nos miró corrió hacia nosotros. Cualquiera creería que nos abrazaría y prometería cambiar. —Lanzó una carcajada que acongojó a Giulio—. Abofeteó a Erik tan fuerte que le tumbó un diente. A mí no alcanzó a golpearme porque un policía lo detuvo. Lo arrestaron en el acto. Por lo que hizo se quemaron tres casas más. Una anciana y un bebé murieron, y una niña sufrió quemaduras tan graves que perdió ambas piernas. Le dieron cadena perpetua o algo así. Lo mandaron a la grande en la ciudad de Taras y nosotros terminamos en una institución de gobierno. En cuanto Erik alcanzó la mayoría de edad se largó, luego lo hice yo.
—Qué hijo de la gran puta —gruñó Tom, pateando una papeleta que estaba en el suelo. Giulio compartía su sentir.
—A lo que voy —dijo Marice con solemnidad—, es que mi viejo fue una mierda desde el principio y quiso culminar su vileza asesinándonos sin importar si éramos niños. El tuyo no fue así. Creo que... Creo que entiendo entonces por qué no puedes estar enojado con él a pesar de lo que hizo. Si mi papá hubiera sido bueno con nosotros de toda la vida y hubiera cometido un error en el que Erik o yo hubiéramos muerto, quizás podría perdonarlo y jamás podría llegar a odiarlo de verdad. Tal vez también hablaría de él como tú lo haces del tuyo. Un error... sí, eso fue. Y me alegra verte libre del peso del resentimiento, hermano —Sonrió—. Y escucharte también me hace entender por qué siempre actúas tan mimado.
—No actúo mimado —rezongó Giulio al instante, reponiéndose del aire de tristeza que flotaba sobre ellos. Compartir vivencias tan íntimas y dramáticas solía crear ese efecto en la gente—. Lo tuve todo, sí, pero también se me enseñó a ser agradecido y noble, y todo un caballero.
—¿Y humilde no? —se burló Tomello. Se puso en medio de ambos y rodeó los hombros de cada uno con los brazos, caminando calle abajo. El vehículos los seguía discretamente a la distancia—. Escuchar sus historias me hace agradecer jamás haber conocido a mi viejo, que igual era una mierda porque se largó en cuanto dejó a mi mamá embarazada de mí. Sólo la tuve a ella. Estuvo hasta que cumplí los diecinueve, hace tres años, luego murió. Cáncer en la matriz. Era muy buena y siempre trabajó mucho, por lo que nunca nos faltó nada que fuera indispensable, aunque no siempre fui muy agradecido y la hice pasar muchas angustias cuando empecé a salir a la calle a... a hacer cosas un tanto cuestionables. Cuando enfermó, y antes de que muriera, le prometí que algún día tendría mucho dinero y haría algo bueno por mi cuenta, que sería alguien de bien e importante, aunque no sé muy bien qué ni cómo.
—Tal vez educarte. Te vendría bien —lo molestó Giulio.
—Uy, sí, ya sabes que es crucial saber con cuál tenedor comer la ensalada y con cuál tomar la carne. Es lo primero que te preguntan en una entrevista de trabajo —se burlo Marice.
—Seh, y dicen que si no aprendes a comer como rico presumido se te cae el cuchillo.
—¿Qué cuchillo? —preguntó inocentemente Giulio, segundos antes de comprender que acababa de ser víctima de otra vulgaridad de sus amigos cuando ambos comenzaron a reír y se le echaron encima a palmearle la cabeza.
Se revolvieron en un amistoso intercambio de golpes y empujones que derivó en una explosión de risas, burlas y acabó en una charla más amena, ajena a las penas y los malos recuerdos que permanecieron flotando en torno a ellos como un suave viento helado. Marice no habló más de su padre ni tampoco lo hizo Giulio. Tomello explicó una receta de pasta que su mamá cocinaba estupendo y que él planeaba compartir con ellos en cuanto la tienda enviara la nueva estufa, las sartenes, ollas y demás cosas que habían comprado, y Marice aseguró que pasaría el fin de semana entero jugando videojuegos.
Giulio compartió su alegría, soportando y devolviendo las mofas cuando comenzó a preguntar para qué servía la mitad de las cosas que habían comprado y que las tiendas estarían enviando en los siguientes días a su departamento, donde él debía quedarse para recibirlas porque su horario era el único que se prestaba para ello.
No imaginó lo que lo recibiría al regresar, ni se había preguntando por qué su celular había vibrado tanto esa tarde, mientras paseaba en el centro de la ciudad con los que ya comenzaba a apreciar como sus mejores amigos, sin ofender la memoria de Jean.
Al sacar su celular de su sudadera, sentado sobre su cama luego de darse un baño y con Bodegón acurrucado a su lado, miles de mensajes lo recibieron en la contrapestaña de desbloqueo. Miles y miles de notificaciones provenientes de Pictugram.
Los diez seguidores que había logrado recaudar desde que su galería virtual había sido abierta se convirtieron en más de quinientos cincuenta mil en tan sólo unas cuantas horas. Y no sólo eso, su correo (también virtual, porque la gente de esa era detestaba el papel) estaba también abarrotado. Mucha gente estaba enviando mensajes para compartir los videos que Marice le había mostrado y preguntar si esa era su verdadera cuenta o galería, o si era él el del video y cómo estaba relacionado con el autoretrato que se presumía como el de Giulio Brelisa.
Dejó el celular sobre la mesa como si le hubiera quemado, abrumado, y no volvió a tomarlo hasta la mañana siguiente para atender una llamada de Emma.
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