31 Lienzos
Lo primero que hizo Emma fue ordenar que todos vistieran cubrebocas y que nadie tocara nada. Fue un poco contradictorio para Giulio, que inconscientemente continuaba considerando ese cuarto secreto como parte de su hogar. Muchas de sus pertenencias estaban ahí. De hecho, muchas cosas continuaban ahí. Akantore no se había molestado en vaciar el lugar ni tampoco en informar su ubicación a nadie.
Había repisas de madera aún de pie. Otras se habían caído por el paso del tiempo y habían regado muchas cosas por el suelo. Algunos jarrones y floreros se habían roto y estaban esparcidos en pedazos que crujieron cuando Giulio fue el primero en entrar linterna en mano. Era una habitación amplia, del tamaño de un salón pequeño. El escritorio de Akantore aún estaba al fondo, intacto, con documentos empolvados sobre él y un vaso de vidrio cuyo contenido desde hacía mucho que se había secado. En la pared de atrás estaba un dibujo borroso de Apolo jugando con el sol que Giulio había hecho con carboncillo una tarde que estaba aburrido. No había telarañas, pero sí restos de roedores y una capa espesa de mugre que lo abarcaba todo.
Emma y Crisonta expresaron su sorpresa y su emoción con diferentes sonidos y exclamaciones. Leo permaneció estoico. Giulio los escuchó moverse a su alrededor para comenzar a inspeccionarlo todo mientras él veía la acolchada silla vacía que no volvería a ser usada jamás. El aire era viciado, pero Emma se opuso completamente ante la idea de arrastrar un par de máquinas arroja aire para ventilar el interior. Muchas cosas no resistirían, había dicho. Tendrían que soportar con los cubrebocas. Sí aceptó, en cambio, colocar una lámpara de canasta sobre el último de los escalones. La luz ayudó a ver mejor.
La bóveda estaba repleta. Quizás el padre de Giulio había almacenado más cosas nuevas antes de que la tragedia ocurriera. Muchas ya no servían, así como muchas de las repisas se habían venido abajo, dejando en añicos los tesoros que habían sostenido.
Una mano sobre su hombro lo hizo recular. Giró para encontrarse con Leo, que antes de soltarlo palmeó un par de veces, murmurando una felicitación.
¿Felicidades por qué?, le habría encantado a Giulio preguntar. Su mundo estaba desecho. Su realidad estaba alterada. Conocía gente nueva, gente buena, pero había perdido a cambio a la gente con la que había crecido y que lo había amado desde siempre.
Se acercó al escritorio y pasó la mano por la madera despintada del borde, donde su padre se apoyaba al trabajar en sus documentos y sus lecturas. Sus dedos trazaron líneas desiguales sobre el polvo. Detrás de él los tres historiadores cotilleaban, cada vez más y más asombrados. El descubrimiento del siglo, llamaban a esa tumba. Una pesadilla envuelta en terciopelo, lo sentía Giulio. Menos de cinco meses atrás había estado en ese mismo lugar, conversando con su padre sobre sus planes de mudarse definitivamente a Artadis para iniciar su propio taller y tomar un alumnado al cual enseñar sus conocimientos. Akantore se había mostrado distante y poco perceptivo, quizás ya envenenado por los rumores que atestaban el pueblo, y Giulio había optado por dejarlo en paz después de su plática se tornara en discusión.
Los chismes y las mentiras habían comenzado a sonar por cada rincón de La Arboleda para entonces; Giulio y Laurelle amantes, el hijo que Laurelle esperaba de Giulio, el viejo padre que salía sobrando en esa relación de jóvenes enamorados; Laurelle prostituta, Giulio traidor. ¡Depravación!
Asqueado por los recuerdos que para él estaban aún demasiado frescos, dejó a un lado la vieja silla, que estaba inclinada contra la pared luego de que el tiempo hubiera vencido una de sus patas, y buscó a tientas entre la pared hasta encontrar un mecanismo que presionó y le arrojó un siseo de aire en la cara. Alguien jadeó de asombro detrás de él. Era un pequeño hueco elaborado completamente de piedra con entrepaños por un costado y una ranura vertical por el otro. Estaba lleno de documentos intactos, si bien un poco cubiertos de polvo. Giulio los extrajo sin prestarles verdadera atención y los puso sobre el escritorio, para pesar de Emma, que le rogó ser cuidadoso. Después se giró hacia los tres lienzos que recordaba haber visto a su padre guardar ahí.
Su corazón volvió a acelerarse. Sus manos temblaban.
El primer cuadro lo descartó sobre la mesa, ignorándolo cuando comprobó que era aquel que su padre había acusado de ser no solamente profano en excedente sino hereje. Se lo había robado del taller de Giulio, asegurando que lo quemaría antes de que los ojos equivocados lo vieran. Después había vuelto a hablar con él, cuando los ánimos se habían suavizado lo suficiente como para que ninguno de los dos volviera a gritar, y le había confesado que había guardado el lienzo en su caja fuerte. Una batalla de ángeles, eso era. Ángeles de alas blancas contra ángeles de alas negras en medio de un pandemonio infernal. Los demonios los vitoreaban por lo bajo, deleitados con la masacre que por primera vez en la historia de la teología, no desencadenaban ellos. Sólo observaban el declive mientras el mundo se destruía a su alrededor en una vorágine de fuego y oscuridad. Giulio lo había pintado a los diecisiete años.
Se volvió rápidamente hacia los lienzos que aguardaban. El primero fue un autoretrato que había pintado hacía dos años, según su propia percepción del tiempo. El segundo era el recuerdo nítido de sus padres. Clara y Akantore Brelisa, un obsequio que le había hecho a su padre años atrás. Había logrado pintarlos juntos, lado a lado, sujetos de la mano sobre el regazo acolchado de su madre, con ayuda de la única pintura que había existido de ella hasta entonces. Clara sonreía dulcemente, Akantore la veía con solemnidad.
Su padre había conservado la obra en su estudio por años, hasta que había conocido a Laurelle y la había desposado. Entonces había llevado el cuadro a la bóveda y en algún momento, tiempo después, le había confesado a Giulio que solía mirarlo con frecuencia, siempre pensando en ella. Le hubiera gustado encontrar también el viejo retrato de su madre, pero si no estaba en esa bóveda no había manera de recuperarlo. El tiempo y la ausencia habían hecho lo suyo para extraviarlo.
—Dios... —exclamó Emma a su lado, sacándolo de su ensimismamiento. Sostenía el autoretrato de Giulio entre sus manos enguantadas—. Es idéntico a ti.
—Soy yo. —Giulio depositó el cuadro de sus padres con reverencia sobre el escritorio—. Lo pinté hace dos años... o cinco siglos, como gusten verlo. —Se encogió de hombros. Pese a la congoja que aún lo invadía, no pudo evitar sonreír al notar cómo intercalaban su atención entre los dos cuadros de retratos y él—. Mi padre decidió guardarlos en su caja fuerte para mantenerlos a salvo del polvo.
—Creo que si quedaba alguna duda sobre su identidad esta pintura la disipa por completo —murmuró Crisonta.
—No hasta que se le realicen los debidos estudios —carraspeó Leo, porque claro, también se llevarían ese lienzo. Desaparecerían todo cuanto podía verse dentro de la bóveda y a cambio añadirían más dinero a los bolsillos de Giulio para consolarlo.
Era demente constatar que incluso los recuerdos tenían precio en el mundo moderno.
—Tú mismo viste que el acceso a esta bóveda no ha sido utilizado por siglos —dijo Crisonta—. No pensarás que Giulio mismo la colocó hace poco. Se notaría la interrupción en el paso del tiempo. —Señaló al piso—. Las huellas son nuestras. Antes de eso el suelo no había sido pisado en siglos.
—Exactamente. No sabemos cuándo fue la última vez que se tuvo acceso a este lugar. Pudieron ser cinco siglos, o sólo dos años. El tiempo se encarga rápidamente de borrar las huellas. Sin duda es la técnica de Brelisa. —Leo analizó el retrato en manos de Emma—. Pero debemos estar seguros antes de afirmar nada.
—Se los llevarán —murmuró Giulio, cabizbajo.
Emma sonrió con pena, depositando con suavidad el cuadro sobre el escritorio.
—Son una joya para la historia, pero sé que lo son aún más para ti. Los trataremos con cuidado —le aseguró—. ¿Son tus padres?
—Sí. Saqué la idea de pintar a mi madre del retrato de ella que teníamos en la sala principal de la casa.
—Eres muy parecido a tu padre —observó Crisonta—. El mismo porte adusto, pero tienes la mirada de ella. Qué color de ojos tan bonito.
Suponía que eso debía hacerlo sentir mejor, por lo que agradeció el comentario con desánimo. Fue un poco peor cuando miró a Leo sacar tres bolsas negras con cierre de la mochila que en algún momento había aparecido colgando de su hombro y procedió a guardar las obras con ayuda de ambas mujeres. Un último vistazo de los rostros de Clara y Akantore fue lo que quedó en la memoria de Giulio, que intentó convencerse de que el trato que había hecho a cambio de mostrarles la bóveda había sido bueno. Había cumplido la voluntad de Akantore al colgar una pintura en la iglesia, lo demás no importaba ya. Sólo eran recuerdos, y esos los conservaba perfectamente en su memoria.
De pronto Crisonta detuvo a Emma y a Leo con una petición sutil, evitando que corrieran el cierre de la bolsa.
—¿Traes tu celular contigo? —le preguntó a Giulio. Confundido, él lo sacó de su pantalón y se lo dio cuando la miró estirar la mano—. Donde le dé la luz, por favor —les indicó a Leo y a emma, que parecieron entender de inmediato y movieron el lienzo, descubriéndolo, hasta que la luz de la linterna posicionada en la entrada lo iluminó suavemente.
El chasquido del celular sacó a Giulio de su miseria. Era el sonido de las fotografías. Crisonta estaba tomando fotografías con su celular. Al terminar, la amable mujer se lo devolvió, asintiendo.
—De esta manera podrás continuar mirando sus rostros hasta que te reúnas con la pintura nuevamente.
—Gracias.
La inspección se extendió hasta poco después de la medianoche. Emma pidió que no volvieran a tocar nada, disculpándose con Giulio. Merodearon entre los anaqueles llenos de lo que ahora eran antigüedades, se rieron un poco cuando Crisonta pisó el cuerpo seco de una rata y Leo la sostuvo para evitar que cayera, y descubrieron tres baúles llenos de monedas y joyas apoyados en un rincón, sobre una mesa que el tiempo también había derrumbado. Uno de los cofres se había abierto y su contenido yacía desparramado a su alrededor. En los otros dos las joyas brillaban esplendorosas pese al polvo que las cubría.
En el rincón opuesto, frente al escritorio, Giulio encontró uno de sus viejos cuadernos. Lo tomó, olvidando la petición de Emma, y recorrió el lazo de seguridad para abrirlo. Sonrió al ver sus viejos bocetos. Los primeros eran de Akantore. En unos su padre leía, en otros escribía. Lo había dibujado de mil formas; bebiendo, conversando, sonriendo, riendo, y con él habían más bocetos sobre otras cosas, animales y personas que Giulio había capturado en sus salidas al pueblo. Cuando miró a Lucilla el mundo se sacudió. Ahí estaba como la recordaba, hermosa con su porte regio que había cautivado a Giulio desde la primera vez que la había mirado. La mitad del cuaderno eran dibujos sobre ella, algunos de índole muy íntima que no deseaba compartir con el mundo. Lucilla había muerto hacía cientos de años, pero Giulio aún tenía su confianza y jamás la traicionaría.
Miró por sobre su hombro. Emma y Leo estaban concentrados en leer cuidadosamente los documentos que Giulio había extraído de la caja fuerte y había dejado sobre el escritorio. Crisonta observaba un jarrón antiguo que podía ser de la era cristiana, había dicho asombrada, basándose en los grabados que había distinguido sobre la base.
Nadie le estaba prestando atención a él. Al comprobarlo, guardó el cuaderno dentro de su chamarra y subió el cierre. Técnicamente no estaba robando nada si todo en esa bóveda le pertenecía.
—¿Qué encontraste? —preguntó Emma, acercándose.
—Nada importante, sólo pensaba. Aquí me sentaba a hacerle compañía a mi padre.
—Todo dentro de este lugar es importante. Es un santuario de arte —dijo Crisonta, conmovida—. Tu padre era una persona en verdad muy culta. Su sentido del gusto era exquisito.
—Hacía viajes muy seguido para comerciar. En todos siempre traía algo nuevo, arte la mayoría de las veces. Aquel que consideraba más exótico y hermoso solía acomodarlo en las mejores familias de Artadis y eso le aseguraba fortuna monetaria y social. También se quedaba con algunas cosas. —Giulio caminó hasta las repisas traseras y exclamó con alivio al ver lo que buscaba. Emma murmuró su disgusto por verlo tocar las cosas cuando regresó con un objeto en la mano—. Una vez, cuando yo era niño, me trajo esto. Una honda de quince siglos de antigüedad (en aquel entonces). Intenté cazar un jabalí al día siguiente —se rio—, pero le di a Jean en la cabeza y el escándalo hizo que el animal nos atacara. Corrimos de regreso hasta la casa gritando por ayuda hasta que uno de los capataces nos escuchó y le disparó a la criatura con un mosquete. Jean necesitó sutura, pero me perdonó al día siguiente, cuando los cocineros sirvieron el jabalí en tres platillos distintos.
También encontró dos pistolas que Leo le pidió secamente dejar sobre el escritorio, una caja con tres botellas de vino que peleó con determinación hasta que logró que Emma le cediera al menos una de las piezas, más documentos almacenados adentro de otra caja debajo del escritorio, y un set de pigmentos que intentó conservar y que al final cedió, cuando Crisonta le recordó que ahora tenía dinero más que suficiente para comprar el mejor material que el mundo del arte podía proveer. Esos pigmentos eran ya parte de la historia y tendrían por cometido enriquecer el conocimiento de los estudiosos.
Al final sólo logró conservar el cuaderno (sin conocimiento de nadie), la botella de vino y la pluma favorita de su padre. Para lo demás, que componía la bóveda entera de objetos, no había espacio en el mundo actual, no en lo que respectaba a su vida al menos. El siglo veintiuno ofrecía todo con mejoras increíbles, moderno, preciso y fácil de adquirir. El agua, la sal y la medicina no eran más un problema. Había saneamiento en las casas y la prohibición de arrojar basura o desechos por las calles había curado el caos que las enfermedades y las infecciones desataban en la población. Pero lo más impresionante de todo eran los aviones. Giulio aún no tenía la fortuna de mirar uno de cerca. La gente de la era moderna podía volar y cruzar el mundo en menos de un día y el sólo pensarlo hacía que la cabeza le diera vueltas.
Regresaron al pueblo poco antes de la primera hora de la madrugada, luego de que un grupo de personas del departamento de historia para el que Emma trabajaba llegara y asegurara el perímetro trasero de la casa. Giulio no se había opuesto ante la idea de dormir esa noche en una posada... u hotel, como le llamaban en esos tiempos.
Emma había alquilado cuatro habitaciones y Giulio perdió el conocimiento en cuanto su cabeza tocó la almohada; vestido, sucio y oloroso como se encontraba.
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