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30 Lienzos


El día que se colgó el cuadro en la pared de la iglesia, entre el altar y la ventana, no asistió nadie además del equipo del departamento de historia y Crisonta, porque era su amiga... y tal vez Emma también lo fuera, considerando que aún no sabía definir con exactitud si su relación con ella era realmente de amistad o de lo que implicaba ser una especie de fenómeno que ella debía cuidar porque así lo demandaba su trabajo. Tomello y Marice aún no estaban enterados del dato de su verdadera identidad y Giulio no sabía cómo podría decírselos sin que su relación con ellos cambiara, por lo que había optado por esperar un poco más.

No hubo una ceremonia para colocar la obra en su lugar, ni más preámbulos que el sacerdote de la iglesia apurándose a bendecir el cuadro entre citas bíblicas murmuradas vagamente mientras dos hombres lo colgaban entre los soportes que habían sido instalados días antes. Era una obra grande, lo suficientemente amplia para que se apreciara con claridad desde la primera sección de la nave.

Había sido transportada en un vehículo del departamento para el que trabajaba Emma el mismo día en el que Giulio se la había mostrado. Crisonta lo había lamentado, confesando que habría deseado tener la pintura más tiempo en sus manos para estudiarla a detalle, y había añadido, confirmando la teoría de Giulio, que ese había sido el preciso motivo por el que Emma se había apurado a sacar el cuadro del taller; debían realizarle estudios, análisis y demás cosas que Giulio comprendía a medias porque en esa época las observaciones no se resumían en tocar con las manos y mirar con los ojos, sino en emplear un montón de máquinas y objetos que aún le continuaban pareciendo de otro mundo.

Giulio la había firmado con sus iniciales en un pequeño rincón bajo consejo de Emma. El resto de sus cuadros no solía tener firma alguna al saber que su técnica había sido indicativo suficiente para que la gente supiera que le pertenecían, pero en ese nuevo mundo la gente tenía otro tipo de ideas y de cultura.

La obra resplandeció con una belleza única una vez que quedó instalada en la pared de la iglesia. Emma la había hecho enmarcar con un marco de roble negro, tallado con ondas y pequeños relieves entre sus bordes y sus esquinas. También la había cubierto con un vidrio de un grosor suficiente para evitar que sufriera daños en caso de que alguien arrojara cualquier cosa contra ella, según había dicho, y había ordenado que se instalara una reja de protección en torno a la zona para impedir que la gente se acercara más de lo necesario. Si bien siempre había seguridad cuando se realizaban las visitas turísticas y escolares, no estaba de más ser precavidos.

—Luces contento —dijo Emma, de pie frente a la reja de protección.

—Mucho. Se ve mejor de lo que esperaba.

—Es un cuadro hermoso. Estoy segura de que también hará historia.

Una suave corriente de aire cálido agitó las pequeñas flamas de las velas y los cirios. Acarició el rostro de Giulio como lo hubiera hecho una mano gentil y amorosa. No necesitó mirarlo para saber quién estaba a su lado, la sonrisa enorme y feliz que abarcaría la amplitud del apuesto rostro de su padre.

Suspiró, cerrando los ojos. Al abrirlos, se encontró con la expresión curiosa de Emma.

—¿Quieres saber en dónde pinté mi primer paisaje? —le preguntó él.

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Rodearon la iglesia hasta llegar al borde que limitaba la cima de la colina, lejos del cementerio y de la pequeña barda de piedra que habían construido alrededor de una de las torres laterales, donde brillaba una campana de bronce. Emma y Crisonta lo acompañaron. Los demás se quedaron en los alrededores, desplegándose para no incomodar a las visitas guiadas de los turistas, que comenzarían a llegar en cualquier momento.

Estaban por dar las nueve de la mañana. Ese día no llovía. Unas cuantas nubes atravesaban ocasionalmente el cielo, no interponiéndose entre los cálidos rayos del sol y la tierra húmeda y verde. Giulio las condujo a ambas cuidadosamente entre rocas, arbustos y ladrillos dispersos que en algún momento se habían separado de la barda y que ellas sorteaban sostenidas de él por la inestabilidad que los zapatos de tacón les daban a sus pies. Detrás de ellos quedó el cementerio, a su costado derecho la iglesia y a la izquierda, oculto detrás de las esponjosas copas de unos cuantos árboles, el lejano risco donde la hermosa dama de mármol veía hacia Taras con melancolía.

Los árboles amarraban la tierra con sus raíces, y desde que Giulio tenía memoria habían disminuido la frecuencia de deslaves. Aun así no se arriesgó a pisar las piedras que parecían sueltas ni los bordes que podían desmoronarse bajo su peso.

Se detuvo frente una roca plana que quinientos años en el pasado no había sido más que una diminuta protuberancia donde él solía poner sus cosas. Ahora podía servir de silla. Desde ahí la vista de las montañas, las planicies y los cerros era majestuosa. Se perdían en la lejanía con transparencias violáceas y azules que se matizaban con el azul prístino del cielo. Ni siquiera la expansión de la ciudad de Taras, vecina de La Arboleda, extendida como una pasta de casitas beiges y amarillas de techos entejados, edificios altos y enormes plazas cubiertas, opacaba la majestuosidad del paisaje que Giulio había impreso en su memoria.

—Subí aquí sin conocimiento de mi padre alguna vez —dijo luego de un rato en el que los tres miraron las montañas en silencio—. Tenía ocho años y regresé a La Arboleda a pasar la primavera con él en la casa del lago. Él también estaba de regreso de uno de sus muchos viajes de negocios. Fuimos primero a la posada de Viresa, una de las mejores cocineras del pueblo, y después a la academia literaria, donde mi padre podía pasar horas discutiendo filosofía y política con otros caballeros. Yo me aburría mucho. —Sonrió, recordando el camino de ascenso que solía tomar cuando no existía el cementerio ni la iglesia—. Me escapé toda la mañana y la tarde sin saber que ese día mi padre no tenía planeado quedarse por mucho tiempo con sus amigos porque quería pasar la tarde cabalgando conmigo. Al notar que no estaba a su lado me buscó por horas con ayuda de la guardia y de otras familias aristócratas. Cuando me encontraron en la cima de la colina, pintando... —se rio, sacudiendo la cabeza—, primero me abrazó, después vino el castigo.

—¿Te golpeó? —preguntó Crisonta con cautela.

—No. No tendía a ser físico en sus sanciones como otros padres sí lo eran. Me ordenó ayudar a los sirvientes a apalear el estiércol de los caballos diariamente durante el tiempo que estuviera de regreso en la casa y a almacenarlo en costales para el abono, lo que debía hacerse sin falta todos los días en cuanto amanecía, y me retiró la palabra por días hasta que comprendí la razón de su enojo y me disculpé obsequiándole un dibujo del rostro de mi madre, que yo solía mirar largamente en la pintura que teníamos de ella en la sala. Entendí que no había sido furia, sino temor, lo que mi desaparición lo había hecho sentir. Me quería tanto que temió haberme perdido para siempre. Su molestia se debía a que sintió que a mí no me importó lo suficiente como para tener consideración de su preocupación por mí.

Por eso Akantore se había quitado la vida después de lo que había hecho aquella noche de noviembre, quinientos años en el pasado. Había sido un error fatal que había trastocado las vidas de las personas que habían alcanzado a ser tocadas por la existencia de Giulio. Sólo esperaba, de todo corazón, que Lucilla hubiera tenido una vida larga en su ausencia, que hubiera encontrado a otro hombre para estar a su lado, que hubiera tenido hijos, muchos de ellos, y hubiera llegado al fin de su existencia en tranquilidad

Se apresuró a sacudir la cabeza al sentir un ardor repentino en los ojos y tomó aire con una profunda bocanada. Al voltear nuevamente hacia Crisonta y Emma, les obsequió una sonrisa y estiró el brazo para señalar hacia la increíble extensión de la ciudad al otro lado de las montañas, comenzando a explicar lo poco que había cambiado la tierra y cuáles montañas habían nacido durante su larga ausencia. Hablaron por casi media hora, hasta que la lenta invasión de los turistas los conminó a regresar al patio de la iglesia.

Aunque antes de marchar hacia la casa del lago, Giulio les pidió tiempo para desviarse hacia la cripta Brelisa, donde debajo de la tumba de su padre, cavada en la pared, esparció un ramo de flores que Emma había llevado para obsequiarle como felicitación por la inauguración del cuadro montado en la iglesia. Al despedirse, besó su mano y la apoyó contra el mármol, prometiendo que lo visitaría en la iglesia en otro momento, cuando alcanzara otro logro que estaría feliz de compartir con él.

Al salir de la cámara se detuvo en seco en la antesala. A la derecha crepitaban los cirios y las velas en uniformidad sobre el altar, a la izquierda los ángeles del paraíso que vigilaban con rostros piadosos. Frente a él una aparición que a cualquiera helaría la sangre en el acto; la fémina de cabello y manto flotantes lo veía con profundos ojos negros y un rostro perfectamente formado. Su cuerpo semidesnudo y delgado parecía una mancha etérea en la semioscuridad de la cripta.

—Lo haré —dijo Giulio, relamiéndose los labios al sentirlos de pronto muy secos—. Sé que tenemos un trato y no he cumplido mi parte, pero lo haré. Terminaré la obra, pero no aún.

La hermosa ánima, distante y terrorífica, ladeó la cabeza.

—Tal vez no pueda continuar con ese mismo lienzo, pero lograré capturar tu belleza de nuevo. Lograré devolverte la vida así como tú me la devolviste a mí. Te eternizaré por el tiempo que la humanidad exista... sólo debes darme tiempo.

Sus bellos labios se curvaron suavemente en una sonrisa que a cualquiera que no hubiera regresado de la muerte misma le hubiera parecido escalofriante. Su cabello danzante, empujado por imperceptibles ondas de aire, comenzó a desvanecerse. Le siguió su manto traslúcido, sus pies, sus piernas, sus largos y delgados brazos. Quedaron sus ojos por un momento, negros como el abismo y contorneados por un velo de sedoso cabello oscuro, clavados en Giulio, antes de que un suspiro final los desintegrara y una ráfaga de aire apagara cada vela a su alrededor, haciendo titilar los faroles eléctricos apostados en las esquinas del techo.

Cuando se reunió con Crisonta y con Emma afuera de la cripta lo hizo con un aire de placidez que no había sentido desde que había despertado en esa nueva realidad. Sentía el cuerpo ligero y la mente despejada. No sabía aún si viviría lo suficiente para llegar a envejecer o su línea de tiempo volvería a cortarse una vez que completara la obra que le debía a la muerte, pero estaba dispuesto a cumplir la promesa que le había hecho a su padre y disfrutaría de cada momento que tuviera en ese mundo. Aprendería todo lo que su curiosidad demandara saber y experimentaría lo que en un inicio le había parecido aterrador y hasta diabólico.

Bajaron de la colina en un silencio solemne dentro de la camioneta. Leo conducía con la música en un nivel apenas perceptible y Emma y Crisonta estaban embebidas en sus celulares.

Giulio veía por la ventana, absorto en sus pensamientos. Las rutas continuaban siendo las mismas. Eran las calles las que habían cambiado, las fachadas de las casas, el tipo de suelo, la ubicación de los árboles, y la soltura y liviandad de la gente.

—¿Cuál es tu postre favorito, Giulio? —preguntó Emma de la nada, cuando pasaron frente a la repostería donde se aseguraba que Giulio solía comer mazitones, que eran pequeños dulces hechos de masa de frutas. Ahora los vendían por cajas y a precios exorbitantes, y no sabían para nada como aquellos que él había comido todavía unos cuantos meses atrás, según le decía su memoria.

—El chocolate. —Sonrió cuando todos lo miraron. Leo por el espejo del vidrio frontal—. Lo lamento, pero los mazitones que hacen ahora saben terrible. Probé el chocolate casualmente y me pareció lo más delicioso que he comido nunca. Podría pintar un cuadro lleno de chocolates de todos los tipos.

—Imagina si el mundo se enterara. El chocolate en Canos y Artadis se volvería inalcanzable —dijo Leo con un tono irónico que no terminaba de convencer a Giulio si así era su personalidad o sólo sentía una animadversión hacia él porque no terminaba de creerle quién era. Quizás lo consideraba un farsante con muy buenas coartadas, datos y pistas.

—¿Algún tipo de chocolate en especial? —preguntó Crisonta.

—El que tiene relleno de crema de maní.

No era necesario preguntar si estaban interesados en saber más de las cosas menos sobresalientes de su vida porque el tema de la bóveda brillaba como la promesa de un tesoro en los ojos de todos ellos. No sabrían, entonces, que la hermosa fuente en el centro de la ciudad que acababan de dejar atrás era el sitio favorito de Giulio para reunirse con sus amigos cuando era adolescente, o en cuál patio de la vieja iglesia había tenido su primera pelea contra uno de los niños que más tarde se convertiría en uno de sus mejores amigos, o cuando había vomitado el hábito de una monja la primera vez que había bebido hasta intoxicarse, a los catorce años, luego de robar un cofre lleno de botellas de una de las bóvedas de su padre, y había sido jalonado de la oreja hasta la sacristía.

Akantore había hecho una donación muy generosa a la iglesia bajo la sutil promesa de que ese incidente no sería rumorado por ahí más tarde, y que Giulio haría una pintura como donativo. Aunque nunca la colgaron porque retrataba a una virgen desnuda siendo acicalada por ángeles y mujeres con rostros consternados.

Asintió cuando le indicaron que irían al lago. El camino al salir del pueblo y tomar la carretera por breves minutos continuaba siendo de tierra, enmarcado únicamente por una alfombra de piedras chatas. El vehículo se agitó de un lado a otro mientras las llantas chasqueaban, revolviendo el estómago de Giulio como jamás lo haría un caballo. No había regresado a su hogar desde que había destapado la primera bóveda. Desde entonces habían pasado tantas cosas que aquella vida quinientos años en el pasado parecía haber sido vivida por alguien más, por un héroe famoso y reconocido que no era él, y que la gente siempre recordaría como una leyenda.

Y las leyendas eran más queridas cuando estaban muertas.

Miró la enorme roca que era normalmente el indicador de los límites de las tierras de los Brelisa, o dónde empezaban. Era increíble recordarla gigante tan sólo unos cuantos meses atrás y verla ahora cubierta de musgo, ramas y tierra más allá de la mitad de sus tres metros de alto. Los pinos y los abedules eran otra de las bellezas del bosque más amadas por Giulio. Habían sido fruto de miles de accidentes pero también de aventuras. Había recorrido ese mismo camino tantas veces que podía andarlo con los ojos cerrados, guiándose en cada paso con el sonido de la hierba, la tierra y el tronido de las ramas descartadas debajo de sus pies.

Por ahí, a la derecha, estaba la casa de Lucilla.

El vehículo, por supuesto, fue hacia la izquierda. Llegaron al patio de la mansión Brelisa en menos de diez minutos pese a la gran cantidad de charcos y piedras que Leo esquivó girando bruscamente el volante. El corazón de Giulio bombeó cada vez más deprisa conforme el techo de la casa fue dibujándose entre las altas copas de los árboles, detrás de las sombras fantasmas de la maquinaria de construcción.

Tuvieron que detenerse antes de entrar en el patio de recibidor, que seguía plagado de armatostes y vehículos de todos los tipos. Fue un alivio para Giulio constatar que habían respetado la estructura original de la casa y no la habían cambiado mucho. Si acaso estaba un poco más descuidada que la última vez que había estado ahí porque estaban enfocándose en reforzar sus cimientos y columnas antes de dar el paso al mantenimiento estético.

—¿Necesitamos entrar a la casa? Porque si es así necesito hablar previamente con los capataces —preguntó Leo una vez que bajaron del vehículo.

—No. —Giulio comenzó a caminar, procurando mantenerse alejado de las máquinas más intimidantes—. Está afuera.

—Se ha buscado por años la ubicación de una bóveda. Se ha excavado en muchas zonas de la propiedad. Jamás se encontró nada —murmuró Crisonta.

Giulio trazó el sendero por el borde del lago para evitar estorbar el camino de los obreros. El ruido de algunos de los vehículos era ensordecedor. Emma explicó brevemente que la mansión era enorme y necesitaba el cuidado de maquinaria especial para tratar ciertas partes de la estructura subterránea de la zona. Aseguró que no añadirían ni cambiarían nada que alterara la esencia principal de la casa. Incluso mencionó que en algún momento le pedirían ayuda a Giulio para devolver cada habitación y estancia a su ubicación y forma originales.

Algunos de los trabajadores los saludaron cordialmente en el camino, después de que Leo se acercara a hablar con ellos para presentar sus credenciales y demostrar que tenían permiso de andar por ahí.

Pudieron continuar con una advertencia de no acercarse a las zonas donde la obra estaba en marcha y de usar casco en todo momento, por lo que Giulio vio su rebelde cabello repentinamente aplastado dentro de un casco blanco con correas que le picaron en la barbilla y lo hicieron sentir como uno de esos personajes de guerras intergalácticas que Marice adoraba en sus videojuegos.

Llegaron a donde habían estado las caballerizas después de rodear la casa y admirar la majestuosidad del lago y del bosque que lo bordeaba por algunos minutos. El aire era fresco y dulce, se metía como pequeñas astillas de incomodidad entre la tela gruesa de la sudadera de Giulio como si lo saludara, festejando su regreso a las tierras a las que pertenecía de nacimiento. Él área de los establos continuaba destruida. De fondo, a pocos metros de distancia, podía verse la entrada a la bóveda de la roca acordonada con un listón amarillo que citaba «precaución» con letras negras.

Cuando Giulio indicó que debían escarbar entre las gruesas maderas, bloques de piedra y los restos de metal oxidado que abarcaban el amplio de una sección de la caballeriza Emma hizo llamar a tres obreros para que ayudaran con la labor. Giulio y Leo trabajaron con ellos hasta que el sol los puso a sudar a mares y tuvieron que tomar un descanso para beber y comer.

—¿Estás seguro de que es el lugar indicado? —preguntó Leo tras beber un largo sorbo de una botella de agua y echarse un chorro en la cara sin importarle ensuciar un poco más su elegante ropa.

—Era más sencillo cuando todo estaba de pie. —Giulio se quitó el casco y se secó el sudor de la frente con la manga de su sudadera. Habían elegido un lugar sobre el pasto, bajo la sombra de un árbol, para extender una manta y tomar asiento. Los obreros habían regresado con sus compañeros al otro lado de la casa—. Mi padre decidió construir las columnas y paredes principales con piedra para darle un mejor soporte a la base. Si no lo hubiera hecho así creo que ya no existiría resto alguno de la estructura principal. Es una lástima que todo se haya derrumbado... Él adoraba estas caballerizas.

—La gran cantidad de modificaciones que el tiempo y la gente han hecho hasta antes de que el ayuntamiento adquiriera la casa han deteriorado terriblemente lo que se debió haber conservado como un museo —dijo Emma con pesadumbre.

—¿Cómo la... adquirió?

—Un embargo. Sucedió hace casi un siglo —respondió Crisonta—. Los últimos dueños debían mucho dinero a diferentes acreedores. El gobierno absorbió las deudas y a cambio requisó la casa. Se cree que la urgencia surgió porque los entonces dueños planeaban derribarla y levantar una nueva. El departamento de historia ya existía desde entonces. —Le sonrió a Emma, que devolvió el gesto con gentileza mientras bebía delicadamente una taza de té—. Su rápido actuar aseguró que esta maravillosa obra de la historia continúe en pie, si bien no en la mejor de las condiciones.

—Se hará lo posible por dejarla como era. Estamos trabajando en ello —aseguró Emma.

Giulio suspiró con apatía. Que el gobierno se hubiera apropiado de ciertas cosas no había sido tan malo al final. Las había cuidado mejor de lo que cualquier persona ajena a él y a su familia hubiera podido hacerlo. Además, era estúpido molestarse por lo que la gente del futuro había hecho con objetos, dinero y demás pertenencias que alguien muerto ya no necesitaba. Por el contrario, lo honraban cada día recordando su historia y admirando su arte y lo que su creatividad, su espíritu y su alma habían logrado plasmar en las diferentes obras que había creado.

Volvieron a la tarea de remover los escombros inmediatamente después de comer y reposar un poco. Al final tuvieron que utilizar una enorme máquina con un brazo metálico curvado hacia abajo que habían llamado «excavadora», para remover las hojas de mármol destruido y las vigas de madera más pesadas y el suelo quedó al descubierto poco antes de que el sol terminara de ocultarse en el horizonte. Para entonces la temperatura había descendido considerablemente, lo que Emma había previsto cuando en algún momento había desaparecido junto a Crisonta para regresar a la ciudad en búsqueda de parkas que repartió entre Leo, Giulio y los tres trabajadores que los asistían.

Giulio se sentía incómodo, sucio y pegajoso, y la añadidura del abultado abrigo empeoró su sensación de torpeza. La constante nube de polvo que había levantado el descombre se había pegado a su piel sudorosa y se había deslizado al interior de su ropa, contribuyendo a su malestar. A diferencia de lo que la gente de ese siglo insinuaba sobre las personas del pasado, Giulio había sido instruido por Akantore sobre la importancia de la higiene en la presentación de un caballero y lo imperativo de tomar baños constantes. Vivían en la orilla de un lago, el agua dulce jamás había sido un problema para ellos. Los sirvientes, además, habían provenido de todos lados del mundo, especialmente de zonas donde reverenciaban los poderes purificadores del agua, y las nanas que se habían hecho cargo de él desde que había nacido habían sido muy adeptas a los baños, especialmente Sasila, a quien también extrañaba mucho.

—Nada a la vista —gruñó Leo de pie en medio del piso despejado de las caballerizas—. Hemos descombrado todo el maldito día y no hay evidencia de ninguna escotilla. —Le disparó una mirada hostil a Giulio—. No tengo que decirte lo que sucederá en caso de que estés mintiendo, ¿verdad?

—Leo —lo amonestó Emma—. ¿Podrían traer un poco de luz, por favor? —le pidió a uno de los trabajadores, que estaba demasiado feliz con su nuevo abrigo de marca muy cara y con la canasta de quesos con vino que Emma había obsequiado entre los obreros como agradecimiento por su asistencia. Se volvió hacia Giulio—. ¿Viniste aquí muchas veces?

Giulio resopló.

—Cuando era niño bajaba con mi padre a verlo hacer inventarios por horas mientras yo leía sentado en un sillón que él colocó al fondo. Lo hacíamos cuando caía la noche y los sirvientes y vigilantes se retiraban a descansar. Nos perdíamos por horas y nadie sabía en dónde estábamos. En ocasiones la casa entraba en pánico porque mi padre olvidaba informar a las amas de llaves que yo me ausentaría con él.

—Hay registros de que se buscó en los pisos de las caballerizas —dijo Leo con voz plana—. Se ha buscado en todos lados por años. No se encontró nada porque las losas son intraspasables y demasiado pesadas como para contener una escotilla que pueda abrirse sin ningún mecanismo especial que desde luego habría sido vistoso.

—Eso lo explica todo. Buscaron donde no era —murmuró Giulio.

Bajó a la tierra una vez que el último de los escombros terminó de ser apilado en una montaña al otro lado del patio, manteniéndose cerca del borde del piso de la caballeriza principal, y una vez que encontró la esquina comenzó a contar los pasos con calma. Dos enormes reflectores fueron encendidos de pronto e iluminaron la zona con la potencia de dos soles que le permitieron a Giulio analizar el piso bajo la mueca desimpresionada de Leo y la tensión en el rostro de las mujeres. Los trabajadores prestaban atención a medias desde el fondo, conversando en voz baja.

—La bóveda jamás estuvo directamente en el piso de las caballerizas. Hubiera sido muy sencillo de encontrar en caso de que alguien hubiera averiguado de su existencia. —Giulio pidió una pala o un pico con el cual cavar.

Uno de los trabajadores se adelantó con prisa y ofreció hacerlo él. No sucedió mucho al inicio. La pala continuó cavando por incontables minutos hasta que chocó con algo duro que chasqueó con sequedad e hizo al hombre sisear de dolor.

La histeria estalló entonces.

Los otros dos obreros se apresuraron a recolectar palas para ayudar a cavar. A sus espaldas, los vestigios del atardecer se extendían por la superficie del lago con rayos rojizos, sobresaliendo como un cuadro entre los troncos afilados de dos enormes pinos. El cielo se había convertido en un manto de estrellas por encima de sus cabezas, adornados por esporádicas nubes que se deslizaban como inofensivos gusanillos.

La escotilla fue encontrada tras una labor prolongada de paleos y gruñidos de esfuerzo. Se necesitó la fuerza en conjunto de los tres hombres para tirar de la manija metálica que encontraron sobre la plancha de piedra y lograr abrirla. Un aire frío con esencia a viejo y guardado llegó hasta sus narices como un aroma tan familiar para Giulio que lo hizo cerrar los ojos cuando inhaló con profundidad.

Por un momento, uno minúsculo, pudo sentir nuevamente la presencia de su padre a su lado, el peso de su mano sobre su hombro y el olor del cebo de la vela que llevaría sobre un plato y que encendería una vez que descendieran a las entrañas de la tierra. En ese recuerdo los años no habían pasado y los eventos se habían detenido. Sólo estaban él y su padre, juntos, enseñando y aprendiendo, amando y acompañando.

Vamos, hijo, lo escuchó decir, compartamos unos bocadillos con vino antes de comenzar el trabajo.

Pero no fue Akantore el que lo recibió, ofreciéndole un dulce cuando abrió los ojos. Fue el rostro emocionado y hermoso de Emma, y su sonrisa afable mientras extendía una lámpara para que él la tomara y dirigiera el camino.

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