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3 Lienzos

—¿De quién es esta casa? —se animó Giulio a preguntar. Salieron al pasillo y el corazón le dio un vuelco. Todo estaba en ruinas. La hermosa casa que sus padres habían decorado juntos, y donde su madre había sido tan feliz hasta antes de morir, ya no era siquiera el fantasma de lo que alguna vez había sido—. Creí que pertenecía a mí... a los Brelisa.

—Sí, hace cientos de años, como te dije. Ahora es del ayuntamiento de Canos. Todo el mundo lo sabe. Es algo que nunca dejan de repetirte en la escuela.

—¿Canos? ¡Yo vivía en La Arboleda!

—¿La Arboleda? —El hombre se rascó la cabeza por debajo del yelmo y le pidió a Giulio precaución cuando tuvieron que cruzar una sección del pasillo venida abajo. A través del boquete se asomaba el salón donde antes su padre ofreciera opulentos bailes a los que acudían todo tipo de linajes aristócratas. Había sido reducido y seccionado en tantas partes que costaba encontrarle sentido—. Creo recordar que ese era el viejo nombre de la ciudad, ¿no? La Arboleda. Sí. Lo cambiaron durante la revolución del siglo diecisiete o dieciocho, no me preguntes fecha con exactitud porque no sabría decírtelo, pero no le han llamado así en mucho tiempo. Ah, cuida de no pisar esos vidrios y date prisa.

Salieron a otra sección de pasillos que desembocaban en más salones, habitaciones de esparcimiento y en el óvalo de intersección, donde había estado ubicada una hermosa escultura de Venus que su padre adoraba. Ahora había una puerta hacia una habitación que antes no había estado ahí y que tenía una especie de asiento de cerámica descartado en medio de un suelo de losa.

Por lo demás, aunque bastante desgastado y lleno de vegetación en algunas zonas, el resto de la intersección parecía en buen estado.

Tomaron otro pasillo que finalizaba, tal y como Giulio lo recordaba de toda la vida, en otra intersección que doblaba hacia la izquierda en una sección privada donde se tomaba el baño y a la derecha conducía a la terraza, a través de un corredor lleno de ventanales que en otoño solían ofrecer vistas excelsas del lago y del bosque. En invierno, por otro lado, todo se volvía tan gris que Sasila ordenaba cerrar las cortinas pese a las protestas de Akantore por la falta de luz que eso provocaba.

—Mira, no pises ahí, la madera está muy podrida y puede desprender astillas, y tú estás descalzo. ¿Cómo mierda entraste sin romperte una pierna? Dices que huías. ¿Fue durante la noche? ¿Por eso te metiste aquí?

—Eso creo —murmuró Giulio, evadiendo la mirada del hombre.

—¿Tu padre fue quien te quitó la ropa?

—No... No lo sé.

—He escuchado de ese tipo de castigos. Cabrones que quieren hacer escarmentar a sus hijos arrojándolos a la calle sin nada encima. Hijos de puta. Mi hijo mayor es un lío, pero primero me cortaría un brazo que arrojarlo a la calle así.

—No es... Es sólo un malentendido, estoy seguro.

Hicieron el resto del camino en silencio, con el ánimo de Giulio arrastrándose por los suelos a su paso. La casa por entero estaba destruida. Lo que un día anterior había estado en pie, presumiéndose como una de las casonas más hermosas de La Arboleda era ahora un mapa de ruinas, nido de alimañas y animales salvajes; cuna de bandidos, como había dicho el hombre, que no sólo se habían conformado con invadir, sino que además habían rayado en las paredes y ocasionado estragos aportando destrucción al deterioro natural.

La sala de estar principal se había hundido. El piso de toda la habitación había sido reemplazado por un árbol que estaba creciendo justo en el centro, donde la noche anterior Giulio había escuchado a Laurelle tocando el clavicémbalo. Su copa frondosa ya acariciaba el techo y era cuestión de tiempo para que comenzara a hacerse espacio hacia la libertad. Se alimentaba sin duda alguna del sol que se filtraba por las ventanas laterales, aunque lo que predominaba ahí dentro era la humedad. Musgo y moho crecían por todos lados. El papel tapiz de las paredes era un recuerdo que colgaba descascarado de entre las grietas y los boquetes. Sólo un cuadro pendía del fondo, con una pintura arruinada sobre la que se sostenían las telarañas.

El suspiro que escapó de su garganta cuando alcanzaron el vestíbulo llamó la atención del extraño, que mencionó algo sobre estar cerca de la salida, lo que Giulio desde luego ya sabía.

No había más un hermoso vestíbulo donde cada día las mucamas se amontonaban para mirar con alboroto por la ventana a los capataces reunirse en la terraza para planificar la jornada del día. En su lugar estaba una habitación pequeña cuyo piso había sido reemplazado por pedazos desiguales de piedra y una puerta ladeada donde antes había estado el portón principal que tanto fascinaba a su padre. Ahí se encontraron con otro hombre que vestía similar al extraño que había descubierto a Giulio, excepto que su color de piel era oscuro y su ropa lucía más limpia. Ese llevaba en la mano un artefacto pequeño y rectangular que emitía luz entre sus formas de colores.

Giulio luchó contra el instinto de retroceder. Si no lo hizo fue por el bulto de ropa que distinguió en la mano del nuevo extraño y la promesa de recuperar el pudor y cubrirse del frío.

—Hey, Mel. Junté esto. Un pantalón deportivo y una sudadera. Eran de Baldo, así que puede que le queden un poco grandes. Aunque no encontré camiseta ni calzado por ningún lado —los saludó, entregando al ropa a Mel, el hombre cuyo nombre Giulio había desconocido hasta ese momento. Se preguntó cómo habría sabido el otro que la necesitaban—. Vaya. Tal y como Dios lo trajo al mundo —resopló, mirando a Giulio de pies a cabeza como parecía que era la costumbre de quien rayos fuera esa gente.

Mel, el hombretón, enterró bruscamente el amasijo de ropa en el pecho de Giulio.

—Vístete —le ordenó. Luego se volvió hacia su compañero para comenzar a cotillear, siempre bajo la anonadada expresión de Giulio, que comenzó a vestirse con movimientos mecánicos luego de descifrar que no había mucha diferencia al momento de ponerse la ropa de ese lugar con los jubones, túnicas y calzas que él conocía—. Dice que huía de su papá. El viejo cabrón lo dejó en pelotas y lo arrojó a la calle. ¿Crees que puedas darle un aventón al pueblo?

El hombre de piel oscura se rascó la cabeza por debajo del casco, entrecerrando un ojo. Por mucho que le pesara en el alma y en el orgullo no desmentir las acusaciones contra su padre, Giulio se mantuvo en silencio. Se tomó un tiempo entre el acomodo de las prendas para echar un vistazo rápido a su alrededor, sorprendiéndose nuevamente al ver que aunque todo parecía igual, eran los pequeños detalles entre el acomodo de los árboles y toda esa... especie de maquinaría que rodeaba un costado del patio de la casa lo que hacía una enorme diferencia.

Pensó en echarse a correr y emprender camino hacia la casa de Lucilla, corroborar con sus propios ojos lo que Mel le había dicho, pero sus piernas se negaron a moverse.

Se preguntó si tendrían perros como en su momento los había tenido su padre. Hasta el día anterior el amplio perímetro de la mansión Brelisa había contado con al menos quince poderosos mastines que patrullaban noche y día sus alrededores, siendo una de las primeras líneas de seguridad para mantener cualquier peligro lejos de sus tierras.

—No lo sé. No puedo dejar a la cuadrilla sola por mucho tiempo.

—Sólo son quince minutos de ida y vuelta. Lo dejas en el refugio ese donde aceptan jóvenes con problemas y te devuelves. De lo demás ellos se harán cargo. Yo me ocupo de tus hombres y hablo con el arquitecto mientras regresas.

Increíble, se dijo Giulio terminando de calarse el pantalón. La tela era tan suave que no se sentía como ropa en lo absoluto. Por fuera era de un color vino descolorido y tenía algunas manchas de polvo, pero estaba íntegro y cubría casi todo el largo de sus piernas. El jubón, que el hombre había llamado «sudadera», sí era un poco áspera contra su piel. Quizás por el desgaste. Le quedó tan grande que le cubrió hasta los muslos y dejó a la vista su pecho y vientre. Sospechaba que se unía en el centro por el mecanismo de metal que él no luchó en descifrar al sentir la mirada inquisitiva de ambos hombres encima.

Era una vestimenta que daba pena, para nada comparable a la elegancia altiva y natural que había heredado y aprendido de su padre para vestir y comportarse en las altas esferas de la sociedad, pero presentía que exigir algo más acorde a su nivel social, que era el de ser el dueño heredero de decenas de hectáreas que abarcaban casi todo el bosque norte de La Arboleda y un famoso pintor muy aclamado, acabaría con la compasión de sus dos benefactores, que podían ordenar su muerte en cualquier segundo bajo los engranajes de las máquinas de metal que se alzaban como espectros entre las copas de los árboles.

—Bien, pero tu invitas los tragos más tarde —suspiró el hombre desconocido, resumiendo su conversación con Mel. Le hizo una seña a Giulio con la cabeza—. Vamos. —Giulio miró a Mel regresar al interior de la casa sin dirigirle una última mirada y asumió que su presencia en ese lugar era ahora problema del nuevo hombre. —¿Ya comiste algo? Me llamo Rob, por cierto.

—Como el artefacto —murmuró Giulio sin poder evitarlo.

—¿Como qué?

—Nada, disculpa.

—Tienes un acento muy raro. ¿De dónde eres? —preguntó Rob. Parecía más animado a conversar que Mel—. Mel mencionó que dijiste que te llamas Giulio. —Soltó una risilla que auguraba más burlas—. ¿En serio? ¿Giulio Brelisa como el pintor? ¡No juegues!

, habría contestado Giulio si no se sintiera ya demasiado apabullado y humillado por un día. Un instante había estado en la comodidad de su taller, planeando los siguientes años de su vida, y al momento siguiente se encontraba en medio de una casa en ruinas, desnudo, sin rastro de Lucilla o de su padre, sin ninguna posesión y en compañía de personas anormales que insinuaban que había dado un salto de quinientos años en el futuro, y que además habían mencionado que estaba muerto.

Nació y murió en esta casa.

—Sí, soy Giulio —dijo. Se aclaró la garganta—. Debí despertar un poco confundido. Mi apellido es Massine y... soy de aquí. Del pueblo de La Arboleda, me refiero.

Massine. Como el apellido que había llevado su madre hasta antes de que contrajera matrimonio con Akantore. Clara Adelise Massine. Giulio tenía recuerdos de ella sólo por la pintura que había estado en la sala, sobre la chimenea, durante más de dos décadas, y que había sido el impulsor para que él se dedicara a la pintura en cuerpo y alma.

Tristemente el cuadro había sido removido y destinado al interior de una de las bóvedas secretas de la propiedad cuando Laurelle había llegado a la casa. Giulio había tentado la idea una y otra vez de pedirlo a su padre como un obsequio para ponerlo en la sala de su propio hogar cuando se mudara.

—¿La Arboleda? ¿Y dónde es eso? Aquí es Canos —dijo el hombre. Se dirigían hacia donde estaba la maquinaría. Giulio quería correr en dirección contraria, en su lugar se limitó a repetir lo que Mel había dicho sobre ese mismo lugar cambiando de nombre en el pasado. No era más La Arboleda, sino Canos—. Ya veo. Pues hablas muy raro para ser de aquí, aunque no puedo decir mucho porque yo no soy de la región de Pamaz, sino de Kapea. ¿Pero por qué viniste exactamente a este lugar? No creo que porque te llames igual que el pintor, ¿o sí? —sonrió Rob con sorna. Metió la mano en una bolsa que llevaba colgando del hombro y sacó algo envuelto en un papel metálico muy brillante. Giulio lo tomó con cuidado—. Toma. No es mucho pero te matará el hambre. Mi mujer me los prepara para el café de la mañana. Es un sándwich de crema de maní y tocino. ¡Ah! Espero que no seas alérgico ni nada.

Giulio no tuvo el valor para decirle que no había entendido la mitad de lo que había dicho, sólo asintió con una pequeña sonrisa de agradecimiento. Tampoco quiso preguntar hacia dónde se dirigían. Sabía en qué dirección quedaba el pueblo. A quince minutos a caballo si se tomaban los atajos adecuados. Cuando era pequeño su padre lo había llevado miles de veces en su propia montura mientras le contaba historias maravillosas sobre esas tierras, especialmente sobre el mítico bosque blanco que aún alcanzaba a avistarse al otro lado del lago, en la región vecina de Bronza.

De no ser por la enervante cantidad de gente similarmente vestida a Rob y a Mel que circulaba por todos lados, charlando entre gritos y carcajadas roncas, Giulio hubiera creído que se encontraba inmerso en una especie de pésima broma jugada por Jean y por Lucilla. Tenían ingenio y malicia para esas cosas. De lo que carecían era de la capacidad de crear tal escenario sólo para fastidiarlo. Nadie sería capaz de algo semejante aun si contaran con toda la fortuna del mundo.

Se detuvo varias veces en el trayecto, mirando boquiabierto a las máquinas moverse entre rechinidos y siseos propios de bestias hambrientas. Algunas eran tan altas que rozaban las bases inferiores de las copas de los árboles y pinos, con brazos torcidos que terminaban en cubetas, picos o ganchos. ¡Y tenían gente adentro! La personas que las tripulaban movían las manos sobre tableros de palancas entre lo poco que Giulio alcanzaba a distinguir, y las máquinas contestaban con movimientos propios. Sus bases eran llantas de aspecto esponjoso o planchas giratorias que las trasladaban aplanando la tierra y marcándola a su paso, aplanando el lodo y las piedras.

La casa estaba rodeada, además, de montículos gigantes de tierra, piedras, arena, madera y demás materiales y sustancias que sin duda alguna debían servir para la construcción. ¿Qué versión del infierno era aquella donde los demonios reconstruían mansiones del pasado?

—Son las cuadrillas —dijo Rob como si sospechara que necesitaba explicarlo. Giulio reinició su marcha detrás de él, sujetándose la ropa al sentirla demasiado floja sobre su cuerpo—. Empezaremos los trabajos de remodelación en cuanto lleguen los ingenieros y los arquitectos.

Uno de los armatostes emitió un rugido y comenzó a tambalearse de forma tan errática que Giulio reculó, cubriéndose parcialmente detrás de Rob. Lo único que impidió que saliera corriendo fue constatar que a bordo de la máquina había otro hombre para nada alterado. Podía mirarlo a través del vidrio frontal.

Si algún día podía contárselos a Jean y a Lucilla lo tacharían de demente.

—No quieren que modifiquemos mucho, sólo que reconstruyamos —continuó Rob con un rezongue, ajeno al estrés de su acompañante.

 Se detuvo frente a uno de los vehículos metálicos, chistando cuando Giulio chocó contra él al tener los ojos en todos lados, menos en el camino. A diferencia del armatoste de aspecto amenazador que había sentido a punto de devorarlo, la máquina que Rob había elegido era de color rojo intenso y no tenía una paleta trasera. El hombre presionó algo en su mano y el carruaje emitió un sonido agudo al tiempo que unas luces resplandecieron en sus extremos opuestos. 

—Vamos, entra. Ya está abierto.

Pero Giulio se quedó en su lugar, mirando a Rob rodear a la máquina para ir a pararse en el costado opuesto. ¿Entrar cómo? Los vidrios estaban arriba y no había poder divino que lo impulsara a tirar de la palanca que estaba a la vista. Si no era un carruaje y activaba alguna especie de mecanismo peligroso las repercusiones podían ser fatales.

—¡Vamos, entra! —insistió Rob, y, haciendo algo que Giulio no pudo mirar desde su posición, abrió un acceso por el otro costado, se metió a la cabina y abrió también un acceso para él tirando de una palanca en el interior. Giulio tuvo que retroceder para evitar que la hoja metálica que pendió en su dirección lo golpeara—. Anda, niño, no tengo todo el maldito día, sube ya o te irás caminando.

Tal vez sería lo mejor. Caminar era natural, era humano.

Contempló la máquina por un momento más, también al hombre en su interior, y después a todos aquellos que lo rodeaban y muy tranquilos convivían con las bestias metálicas que sin duda alguna, y analizándolo con mente fría y racional, no debían ser otra cosa inventos humanos.

¿Pero cuándo habían hecho todo eso?

En algún punto entre su cada vez menos discutible, aunque aún impactante y estremecedor, salto en el tiempo, o viaje a cualquiera que fuera el mundo al que había sido enviado después de que su padre lo atacara. Y ahí estaba él, junto a ellos, con el cerebro y el corazón trabajando a toda potencia en un intento vano de tranquilizar sus nervios.

Si esa gente no moría al caminar y montar esas máquinas, quizás él tampoco lo haría si entraba a una con un aspecto más insignificante e inofensivo. Rob ya estaba adentro, y hacía y decía y movía cosas que para Giulio más que extrañas, eran simplemente increíbles.

Entró, sentándose sobre la silla acolchada como había visto a Rob hacer en aquella otra que tenía un timón. Después cerró la puerta al observar cómo lo hizo el otro hombre. Aunque tan pronto la máquina emitió un rugido que fue precedido por una vibración y un ronroneo, estuvo a punto de atravesar el vidrio para regresar a la relativa seguridad del exterior. Sólo consiguió aplastar el «sándwich» y sujetarse con fuerza de la pestaña endurecida que emergía de la portezuela lateral y elevar una oración para que lo que fuera que había en la parte frontal del carruaje no explotara.

—Hey, tranquilo —se rio Rob—. Pareciera que nunca has visto un automóvil en tu vida.

Ni siquiera había imaginado uno.

—Pensé que iríamos en carruaje —murmuró Giulio con la garganta contraída.

El hombre soltó otra carcajada.

—Casi lo mismo, pero del siglo veintiuno.

Siglo veintiuno.

¡Había dicho siglo veintiuno!

—Dios —susurró Giulio, aferrándose al asiento cuando la máquina comenzó a moverse y Rob inició una colorida conversación sobre todo y nada.

De un momento a otro había perdido a sus seres queridos, su casa y hasta su identidad. Sólo esperaba tener la oportunidad de recuperar a los primeros en cuanto fuera capaz de comprender lo que estaba ocurriendo y cómo podía solucionarlo.



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N/A: Pues oficialmente hemos terminado el primer capítulo que enmarca el inicio de la travesía de Giulio por nuestro "mundo" :-P

Pues nada más qué decir, excepto que si quieren darme estrellitas y comentar opiniones, pensamientos u observaciones, yo los recibo encantada.

Aquí un dibujo viejito porque no tuve mucho tiempo para ilustrar nada del libro estos días.

Y mi galería en Instagram: https://www.instagram.com/jenpa_gc/

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