28 Lienzos
—Gracias —murmuró Giulio al tomar el vaso de café que uno de los compañeros de Emma le ofreció. El vapor aromático que brotaba del interior lo tranquilizó un poco.
La procesión se había movido en silencio bajo el azote furioso de la lluvia al salir de la cripta y peregrinar hacia la iglesia, observados por los adustos ojos de piedra de los ángeles, santos y vírgenes que sobresalían de entre los borrosos pasillos formados por las criptas y las tumbas. Giulio había mantenido la mirada en el suelo la mayor parte del camino, sintiéndose atrapado y aliviado al mismo tiempo. Ya todos sabían la verdad.
Una vez en el cobijo del templo, donde el ambiente no era tan frío como en el exterior, finalmente había podido entrar a un baño a cambiar también su empapado pantalón de mezclilla por el de algodón que le habían ofrecido dentro de la cripta, y sus tenis por otros similares que otro compañero de Emma le había obsequiado, aunque de color negro en lugar de verde, que le quedaban un poco grandes. Ropa interior limpia y seca no le habían dado y él no la había pedido, tampoco calcetines.
Había imaginado una y otra vez lo que sucedería si algún día alguien finalmente le creía y lo ayudaba a desentrañar la verdad sobre su regreso. Había pensado en sus amigos más que nada, en cómo bromearían y entenderían por qué era tan distinto de ellos a pesar de que a sus ojos Giulio era completamente igual; un desamparado de la sociedad sin dinero, pertenencias ni familia que había llegado a levantar un pequeño nido junto a ellos donde los tres se protegían de los peligros externos como si hubieran sido gestados en el mismo vientre.
Si estuvieran ahí, si lo supieran también, quizás no cambiarían su actitud hacia él y Giulio no deseaba que lo hicieran, pero lo apoyarían, lo aceptarían, porque en ese momento, en esa precaria etapa de su vida, su amistad con Tomello y Marice era todo lo que tenía en el mundo y no sabía lo que sería de él si también perdía eso.
El interior de la iglesia era frío pese a que era más cálido que el exterior. La nave era inmensa, llena de bancas de madera y arte esculpido de siglos de antigüedad. Entre las columnas que se elevaban hacia el alto techo los rostros tallados lo miraban con pena. Los vitrales multicolores dibujaban un fantasma tenue sobre el piso, iluminándose cuando el cielo resplandecía con los relámpagos, y temblando cuando el horizonte contestaba con los rugidos de los truenos.
La mayoría de los compañeros de Emma habían montado guardia fuera de la iglesia. Sólo ella, unos cuantos hombres de aspecto inquisitivo, Crisonta y su esposo David habían entrado con Giulio, que al saber que no había más opciones que cooperar, había tomado asiento en una de las bancas frontales, justo frente al atrio, donde había visto a su padre por última vez lo que sentía haber sucedido una eternidad en el pasado. El espacio en blanco de la pared, ubicado entre el arco de la ventana y el altar, comenzó a molestarlo. Le había prometido a su padre que cumpliría su sueño de colocar una pintura en ese lugar; la más hermosa y sobresaliente de todas, irrepetible e incomparable. En vez de eso no había hecho más que dar vueltas por ahí, huir como un cobarde y depender de la generosidad de la gente para subsistir.
Suspiró y le dio un sorbo a su café, arrugando un poco la nariz al sentirlo tan amargo. El silencio era pesado entre los presentes. Todos estaban de pie a su alrededor, obstruyendo la vista del altar. Sólo Crisonta se había sentado a su lado, después de exigir que trajeran una manta para envolver a Giulio con ella cuando al rozar su brazo había sido su mano tan fría.
Imaginaba lo que vendría. Era momento de contestar las preguntas sin importar que él mismo tuviera las mismas dudas que todos ellos. Ni hablar del temor. Sentía que a la menor equivocación lo arrojarían al barranco al otro lado de la colina sin contemplaciones, como alguna vez los habitantes del entonces pueblo de La Arboleda habían hecho con una mujer que acusaban de amante del diablo cuando él era pequeño. Había mirado la ejecución sin que Akantore lo supiera. Había estado con Lucilla y con Jean jugando sobre la colina cuando la multitud había llegado arrastrando a la infortunada. Giulio se había aventurado a acercarse un poco más que sus amigos hasta alcanzar a mirar por el borde cómo el cuerpo había azotado violentamente contra las rocas hasta romperse en mil pedazos que habían quedado unidos con jirones de carne ensangrentada.
Los tres habían regresado a sus casas en silencio esa tarde, muy impactados y temerosos.
—¿Quién exactamente creen que soy? —se animó a tomar la delantera, mirando sus manos pálidas sostener el vaso de café con fuerza.
—Giulio, las pruebas son indiscutiblemente exactas —dijo Emma sin responder directamente—. Es... inexplicable. Tu situación, tu condición son... —La imaginó meciendo la cabeza a juzgar por el ruido que hizo su húmedo cabello al raspar contra la tela de su abrigo—. No sólo se realizaron exámenes grafo y documentoscópicos, también se estudió tu sangre, tu adn y tus datos biométricos. Eso no podría ser replicado por nadie más.
—¿Cómo es...?
—El último Lienzo realizado por Giulio Brelisa tenía dos tipos de huellas dactilares en él —dijo Leo, interrumpiéndolo—. Quedaron impresas en la sangre que lo salpicó y en la pintura cuando, creemos, se apoyó en ella antes de caer. Unas huellas en particular coinciden con exactitud con las tuyas. Unas huellas que fueron plasmadas hace quinientos años.
Giulio asintió vagamente. Recordaba el momento del inicio de su muerte como lo más traumático de su vida, aún por encima de la pesadilla que suponía su retorno quinientos años después en una época extraña y brutal. La sensación del abrecartas entrando en su carne, perforando sus entrañas, mientras él intentaba inútilmente detenerlo y rogarle a su padre que dejara de lastimarlo era una que sentía revivir una y otra vez, sobre todo cuando veía la cicatriz en el dorso de su mano al trabajar. Había caído al suelo, eso recordaba. Se había llevado el lienzo con él al intentar sostenerse y no encontrar soporte en el caballete. Su sangre había estado por todos lados, humedeciendo su ropa y el suelo debajo de su cuerpo.
Veía entre sueños a Laurelle entrando para tomar el abrecartas y ocultarlo, luego no recordaba más. Las imágenes iban y venían de su memoria, confundiéndose en ocasiones con sus recuerdos del presente, con las cosas que veía y sentía, y a las que poco a poco comenzaba a acostumbrarse.
—Giulio es tu verdadero nombre —murmuró Emma. Él asintió—. ¿Pero es Massine tu apellido real? —Giulio sacudió la cabeza en una negativa—. El capataz de la obra que te encontró en la casa del lago dijo que te presentaste como Giulio Brelisa. Dijo que alegaste estar en tu casa, que insististe haber vivido ahí.
—Desperté y todo era distinto —dijo Giulio tras esperar a que el relámpago que iluminó el interior de la iglesia fuera sucedido por otro trueno. Miró de reojo que algunos de los presentes continuaban con sus celulares en alto, apuntándole con ellos, grabando sin duda alguna—. Ese hombre estaba ahí, vestido de manera extraña, en mi habitación, que de la noche a la mañana estaba en ruinas.
—La herida en tu mano —tentó Emma con voz calma tras una pequeña pausa, como si pensara que Giulio iba a explotar en un acceso de pánico en cualquier minuto si hacía un movimiento brusco o decía algo equivocado. Tal vez tenía razón—. No te la hiciste con una rama, ¿cierto?
Revisó su mano de manera inconsciente. La cicatriz comenzó a doler. Las que estaban en su estómago y en su pecho se sintieron calientes, como si la sangre estuviera nuevamente brotando de ellas. El rostro de Akkantore nubló sus recuerdos. La rabia, el odio en sus ojos era una mancha que Giulio intentaba lavar de su mente cada día de su vida. Lo había perdonado y estaba seguro de ello, pero con el perdón no venía el olvido. El bien, el mal, o quien fuera que le había dado la oportunidad de abrir los ojos en esa nueva vida no había extendido el milagro de borrar sus más trágicos recuerdos. Sólo el amor que indiscutiblemente aún sentía por su padre era lo que le impedía odiarlo. Y por el amor que también sentía por Lucilla era que agradecía poder continuar recordándola.
Había perdonado a su padre porque deseaba que descansara en paz, que se cobijara en el calor y la luz de la vela que como faro de esperanza Giulio encendía diariamente para él, y que continuaría haciéndolo hasta el último de sus propios días.
—Fue un abrecartas.
—Los registros indican que los restos de Brelisa tenían marcas de heridas punzocortantes —dijo Leo con voz parca—. Las condiciones de los subsuelos de esta colina han ayudado a conservar el cuerpo de manera que huesos y tejidos han permanecido casi intactos a pesar del paso de los siglos. O lo habían estado hasta antes de la confirmación de su desaparición el día de hoy
—Una de las heridas fue en su mano derecha. —Emma asintió. Encendió su tableta—. Y la cicatriz es exactamente como la tuya. Todas las cicatrices, mejor dicho. Obtuvimos tus registros del centro médico al que asististe después de tu accidente automovilístico. El médico redactó un breve informe sobre las catorce cicatrices a lo largo de tu torso. En un inicio pensó que eran marcas de nacimiento, pero...
—¿Qué? —preguntó Giulio sin ánimo al mirarla titubear.
—Tus órganos vitales y tus costillas también presentan signos de haber sido dañados y posteriormente haberse recuperado satisfactoriamente, lo que sin intervención médica hubiera sido imposible. Y aun en esta época, con todos los adelantos médicos que poseemos, asegurar tu supervivencia hubiera sido cuestionable. El funcionamiento de tu cuerpo no sólo es óptimo, sino perfecto, como si jamás hubiera sido lastimado.
—Tus funciones vitales son como las de cualquier persona sana de tu edad —aportó Leo—. Los resultados del meticuloso análisis de tu sangre no arrojaron ninguna anomalía. Las cicatrices parecen ser sólo marcas, nada más.
—Pero están ahí, exactamente en los mismos lugares en los que el cuerpo de Brelisa las presentó cuando...
—Por favor, no. No quiero ver eso. —Giulio retiró el rostro cuando alcanzó a mirar la silueta momificada de una mano en la pantalla que Emma volvió hacia él.
Hasta ese momento había logrado mantener a raya la incertidumbre que le causaba imaginar lo que habría dentro de su tumba, si estaba o no un cuerpo que ya era polvo o continuaba pudriéndose. En cierta forma la respuesta lo tranquilizaba. No era ni polvo ni carne corrompida, porque «Ella» parecía haberlo regenerado casi por completo al haberlo traído de regreso a la vida.
Aun así, imaginar que en algún momento había lucido como las fotografías que Emma intentó mostrarle lo horrorizaba.
—Lo siento —dijo ella, desistiendo. Apagó su tableta y la apoyó contra su costado. Su rizado cabello lucía más y más encrespado conforme se secaba. A diferencia de Giulio, ella sólo había cambiado de abrigo cuando se había quitado el impermeable, y secado el rostro y la cabeza con una toalla—. El arma con la que Brelisa fue herido cercenó los huesos metacarpianos de su mano derecha. Fue un corte horizontal que además dañó mucho tejido importante. Según revelaron los estudios, si hubiera sobrevivido jamás hubiera podido volver a pintar o a dibujar. En el siglo dieciséis la medicina aún no era tan avanzada para realizar una cirugía de reconstrucción que pudiera reparar el daño.
Entonces había sido una suerte que hubiera muerto, ¿no? Así la vida lo había traído de regreso relativamente entero, excepto porque se había tomado su tiempo para hacerlo. Mucho tiempo.
—¿Quisieras decirnos cómo ocurrió?
Giulio miró a su alrededor. Había mucha gente reunida. Muchos ojos que lo veían con distintos grados de interés, pánico e incluso miedo. No quería voltear hacia Crisonta al no estar seguro de lo que vería en ella. Quería su comprensión porque su cercanía, así como la de Tomello, Marice y Fátima, había sido la única constante que lo había mantenido a salvo y con vida en ese mundo que a cualquier otra persona habría derrumbado al instante. Si contaba todo sobre su vida, sobre quién en verdad era, dejaría de ser una persona como ellos y se convertiría en una especie de monstruo, alguien diferente, y una atracción que sólo sería vista por la condición anómala de su retorno a la vida y no por quien era como ser humano e individuo.
No quería convertirse en un fenómeno sin importar si evitándolo no recuperaba un ápice de su vida pasada.
Pero también sabía que el tiempo del arrepentimiento había pasado. Había buscado ser comprendido, y finalmente lo había obtenido. De seguir con vida, su padre amonestaría su reticencia para afrontar las consecuencias de sus decisiones. Hablar significaba ser escuchado, y escuchándolo era lo que estaba haciendo la gente.
—Por favor, salgan de la iglesia —dijo Emma de pronto, dirigiéndose al exceso de personas que se repartían entre el atrio y el altar—. Necesitamos un poco de espacio.
Cuando Crisonta hizo el ademán de levantarse para unirse al grupo de resignados agentes, Giulio le tocó el brazo con la mano, implorándole quedarse con la mirada. Ella asintió. Su marido, en cambio, fue conminado a abandonar la iglesia. Sólo se quedaron Leo, Emma, Crisonta y Giulio. El primero con un celular en alto, continuando la grabación.
—Mi padre lo hizo —dijo Giulio entonces, cuando el silencio se hizo demasiado pesado y la presión por que continuara hablando fue insoportable. Levantó la mirada hacia Emma, que tragó en seco—. Me apuñaló quince veces con un abrecartas dentro de mi taller una madrugada mientras discutíamos. Agonicé por días después de eso hasta que morí. Y estuve muerto por quinientos años según mi entendimiento, hasta antes de volver a abrir los ojos en la que alguna vez fue mi habitación.
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Sabía que una vez abierta la caja de los secretos le sería muy difícil cerrarla. Emma y Leo querían saberlo todo. Parecían haber ensayado la misma hoja de preguntas y anotaciones porque estaban perfectamente coordinados; atacaban sin piedad desde todos los flancos, desnudando la vida de Giulio año por año desde el día en el que había nacido y su madre había muerto hasta el día en el que él mismo había muerto.
Una parte de sí mismo le urgía a contestarlo todo, sin embargo, deseoso de que conocieran la verdad y ordenaran al resto del mundo que dejara de inventar la historia en donde la especulación no les bastaba. Había aclarado que no había sido amante de Jean, al que había retratado en muchos bocetos y dibujos, sino su mejor amigo. Tampoco había tenido ningún desliz romántico con ninguno de los modelos que en su momento había retratado.
De Lucilla había preferido no hablar, temiendo que mencionarla destapara aún más cosas de su pasado de las que no deseaba hablar especialmente porque no quería dañar la imagen de ella en lo absoluto. Ahondó en detalles generales como las peculiaridades del pueblo de La Arboleda, de su casa, antes tan hermosa y ahora hecha ruinas; describió su rutina desde que se despertaba por la mañana hasta que se iba a dormir muy entrada la noche cuando estaba en el pueblo y cómo poco a poco la relación con su padre había comenzado a desgastarse.
Luego vino lo peor, el fantasma de los rumores de su supuesta relación adultera con Laurelle, la segunda esposa de su padre. Los desmintió con énfasis, así como también aclaró que jamás había viajado a las Indias, como había visto que retrataban en una película que supuestamente trataba sobre su vida y en la que habían plasmado un sinfín de aventuras que desde luego no había tenido, lo que le ganó miradas confusas porque al parecer nadie tenía registro de eso y no sabían de dónde lo había sacado.
Tardaron casi tres horas en conversarlo todo. La lluvia se había detenido y un sol mortecino, medio cubierto aún por las nubes, dejó filtrar unos cuantos de sus rayos para entonces, que dibujaron efectos multicolor en el suelo.
—Cerraste los ojos —dijo Emma, sentada en las escaleras de piedra que ascendían al atrio. Leo estaba detrás de ella, recargado en el ambón—, y dices que despertaste en esta época. ¿En verdad no puedes recordar nada de lo que ocurrió en el ínterin, nada sobre en dónde estuviste?
Giulio meció la cabeza. El café desde hacía horas que se había enfriado dentro del vaso y él lo había hecho a un lado. Tenía el estómago revuelto y la sola idea de probarlo le provocaba náuseas. Había omitido la parte en la que había visto a la doncella fantasma antes de morir y cómo continuaba mirándola en el presente. Había sido ella la que le había devuelto la vida y la que sospechaba que lo había salvado de volver a morir cuando había perdido el control del vehículo de Sofía.
La sabía cerca, siempre acechando, porque ún no cumplía su deber hacia ella. Aún no terminaba su cuadro.
Temía al momento en el que lo hiciera, a convertirse en un montón de huesos y polvos una vez que diera la última pincelada. Pero temía más a no hacerlo, a desobedecer y encontrarse de pronto en el infierno, que era de donde sentía que había salido esa enigmática y hermosa criatura.
—Si hay algo después de la muerte lo desconozco, o es sólo que no puedo recordarlo. Es como si todo ese tiempo simplemente no hubiera existido para mí. No hubo sueños ni recuerdos. Sólo dormí allá y desperté aquí.
—Había un cadáver en la cripta de Giulio Brelisa —dijo Leo—. Como te mencionamos anteriormente; era un cuerpo intacto por su proceso de momificación. Se exhumó sólo una vez en toda su historia. Ocurrió el siglo pasado, para descartar un falso rumor sobre la ausencia del cadáver en la cripta. Se aprovechó para tomar muestras de adn de los restos, que estaban muy bien conservados, y me acaban de informar que también esas han desaparecido misteriosamente de los laboratorios donde estaban almacenadas. Aunque los resultados de los estudios continúan almacenados. Sólo desaparecieron el cuerpo y sus muestras en físico.
Giulio lo miró detenidamente.
—¿Creen que yo las tomé?
Emma sacudió la cabeza.
—Sólo desaparecieron, así como lo hizo el cuerpo que estaba sepultado, pero nadie lo notó hasta que tú apareciste.
—Ya veo —murmuró Giulio—. ¿Qué pasará ahora?
—Vendrás con nosotros. Estarás más seguro bajo el resguardo del departamento y del gobierno. Tu situación puede prestarse a...
—No —dijo Giulio—. Quiero quedarme en donde estoy, y quiero continuar yendo al taller de mi Maestro.
—Tu situación es muy complicada —insistió Emma—. Imagina el caos que desataría si la gente supiera quién eres, de dónde vienes. Las preguntas que habría, el desorden en el que se convertiría tu vida.
—Entonces nadie debe enterarse. —Giulio los miró sin sorpresa—. Viví perfectamente estos últimos meses sin que nadie creyera quién soy. Al final opté por empezar de nuevo, como uno más de ustedes, y comenzar a aprender de su mundo... época, lo que sea. Los únicos que saben la verdad son ustedes.
—Las noticias corren más rápido de lo que imaginas —dijo Leo.
Giulio se rio.
—Considerando que fueron los «rumores» los que me costaron la vida, creo que puedo darme una idea muy clara sobre cómo corren las noticias, sean falsas o no. —Miró a su alrededor lentamente—. Si su temor es que desaparezca en cualquier momento, no lo haré por dos motivos: no tengo a dónde más ir, y no quiero irme. Deseo continuar viviendo con mis amigos y mantener la rutina que he tenido hasta el momento. —Señaló la pared desnuda entre la ventana y el altar—. Y quiero que haya un cuadro mío en ese lugar.
Todas las cabezas giraron hacia el punto señalado.
—Durante un tiempo se contempló la idea de colocar una obra de Brelisa ahí —dijo Crisonta por primera vez desde que Giulio comenzara a contar los pormenores de su reaparición en el mundo—, pero no se llegó a un arreglo con ningún propietario. La última vez que la propuesta volvió a ser considerada fue hace medio siglo. Se llegó a la conclusión de que la iglesia por sí misma es una obra de arte y no necesita nada más.
—La iglesia fue erigida por orden de mi padre. —Giulio se levantó y caminó hasta detenerse frente la pared. Un relámpago alumbró su perfil—. Él quería que hubiera un lienzo mío aquí y yo deseo que sus deseos sean cumplidos. —Se volvió hacia Emma—. Háganlo y revelaré la ubicación de la segunda bóveda de mi familia. Mi padre también la mantuvo en secreto. Sólo yo sé la ubicación además de él, y por lo que acabo de constatar de sus reacciones, aún no ha sido descubierta.
El silencio que sucedió a sus palabras fue caótico. Crisonta se llevó una mano a la boca al tiempo que Leo dio un paso al frente y Emma lo miró con los ojos muy abiertos.
La segunda bóveda Brelisa, desconocida por todos, quizás también por Laurelle, dado que hasta ese momento Giulio no había escuchado a nadie mencionar que estaban buscándola. Su ubicación era más imprecisa que la primera y al mismo tiempo muy sencilla de encontrar. Quizás eso había contribuido a que su padre no la vaciara antes de morir, o a que Laurelle lo hiciera. Akantore la había creído a salvo de saqueadores y tal vez había tenido razón.
También ahí habían sido guardadas obras suyas, además de dinero, documentos y otras cosas que Akantore había considerado importantes en su momento y que aún ahora lo eran considerando que serían tratadas como tesoros.
—¿Hay otra bóveda?
—Sí. En teoría me pertenece, aunque he aprendido que el presente no es tan distinto del pasado y alguien más se apodera por la fuerza de la propiedad ajena a la menor oportunidad. —Giulio señaló la pared nuevamente—. Encuentra la forma de poner una de mis pinturas aquí y te diré el camino —le dijo a Emma.
—No es tan sencillo —dijo Leo—. Sin importar quién en verdad eres debes tener en cuenta que el arte de Brelisa se ha repartido a lo largo del mundo, y aquel que es conservado en los museos de Talis es demasiado valioso para exponerlo aquí, sin protección y casi sin vigilancia. Es una invitación desmedida al robo, o peor aún, a sufrir una agresión que podría destruirlo.
Giulio ponderó sus palabras por un momento.
—Entonces pintaré algo nuevo. —Inspeccionó la pared detenidamente—. ¿Lo colocarían aquí?
Leo intercambió una mirada con Emma.
—Sería una buena manera de probar que realmente es él, ¿no? Sólo el verdadero Brelisa podría pintar con su técnica original.
Giulio miró a Crisonta, que tenía una tímida sonrisa en el rostro mientras permanecía en silencio, como si guardara un secreto que la ponía un paso delante de todos. Tal vez se debiera al primer cuadro que Giulio había hecho en su taller hacía pocos días y que ella conservaba en su poder, y cómo muy seguramente lo ofrecería para que fuera analizado en cuanto el interrogatorio terminara.
Estaba bien. La verdad ya había sido contada, de todas maneras.
—Encontraré la forma de que suceda —respondió Emma, acercándose a Giulio. Sus tacones repiquetearon con un eco de ida y vuelta a lo largo de la iglesia—. A cambio, como lo has prometido, cooperarás con nosotros. No sólo en la localización de la bóveda, sino en todo lo que necesitemos de ti.
Por lo visto el trato con el diablo se extendía. Quizás llegaría a un punto en el que cada segundo del nuevo tiempo de Giulio se vería consumido por ellos, y en el intertanto encontraría la manera de vivir en paz, realmente en paz, como se lo había prometido a su padre.
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