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26 Lienzos


Usar la tableta táctil no fue tan difícil como había pensado al inicio. Con un poco de ayuda de sus amigos, y de internet, encenderla, acceder y usar los programas fue haciéndose cada vez más natural con el paso de las horas. Era similar a usar el celular, salvo que en la tableta no corría riesgo de llamar a emergencias o de enviar mensajes por accidente, en los que normalmente incluía una algarabía de letras presionadas que no tenían sentido.

Le habían ayudado a instalar un programa en el que se podía dibujar y pintar, y en eso había empleado toda su atención durante los primeros días en cada uno de sus momentos libres, alejándose un poco del que ahora llamaban «dibujo tradicional». Controlar las herramientas y entender las opciones que el programa le brindaba había limitado un poco sus habilidades. Había una inmensa cantidad de cosas por elegir que cuando se encontraba solo y no podía hostigar a nadie para resolver sus dudas se apegaba al plan de solamente dibujar y disfrutar el proceso.

No había vuelto a saber de Emma en los consecutivos días a su visita al laboratorio, tampoco de Leo, el hombre que comúnmente la acompañaba para todos lados. Había continuado yendo al taller por las mañanas para ayudar a Crisonta a preparar las cosas para las clases con sus alumnos. En esos lapsos aprovechaba para discutir algunas ideas con ella sobre posibles obras que deseaba pintar o proyectos en los que podía implicarse dado que, le había dicho ella, había un par de personas interesadas en saber más de su estilo al haber quedado encantados con su pintura. No sabía en qué momento se había hecho tan cercano a ella y había comenzado a apreciarla tanto como lo había hecho con Loresse.

Tampoco sabía qué había sucedido con esa pintura. Crisonta le había informado que la había enviado a un centro de evaluación de arte ubicado en un ala de la Galería Bonse y no había vuelto a tocar el tema después de eso. Giulio no estaba alarmado. No consideraba esa pintura como una de sus mejores obras puesto que aún se encontraba adaptándose al sinfín de herramientas y demás opciones que brindaba ese nuevo mundo para él. Crisonta, sin embargo, había quedado maravillada y le había pedido permiso para fotografiarlo y exhibirlo como un ejemplo de las creaciones que el Taller de Loresse producía.

Como asistente del taller básicamente debía continuar haciendo lo mismo que había hecho desde que se había ganado la confianza de Crisonta: llegar temprano, alistar los materiales de los alumnos, acompañarla de ida y vuelta al museo y a distintos lugares de Artadis para llevar y traer lienzos y objetos antiguos en los que ella trabajaba, ayudar a los estudiantes cuando tenían dudas de técnica que él podía resolver (pese a la molestia de algunos) y pintar por las tardes, cuando la gente terminaba sus clases y Crisonta se retiraba a su pequeña oficina a atender sus asuntos burocráticos. A veces cerraba el taller para retirarse a la parte trasera a trabajar en la restauración de pinturas antiguas y permitía que Giulio se quedara solo trabajando en sus propias ideas.

Esa mañana en particular, al menos una semana y media después de su ida al laboratorio y con una lista de deberes por cumplir antes de que el primero de los alumnos llegara, Giulio la miró regresar de la cafetería ubicada a pocos locales del taller con dos vasos en la mano y la expresión un tanto contrariada.

—Se cancelarán las clases de hoy.

—Oh, ¿sucedió algo? —preguntó Giulio después de recibir el vaso desechable de té y agradecerle.

—Debo ir a Canos en calidad de urgente y necesito que me acompañes. El taller permanecerá cerrado hasta que regresemos hoy por la tarde.

No fue tanto lo que Crisonta dijo, sino como lo dijo, lo que hizo a Giulio desconfiar. La petición había sonado más bien como una demanda, pero no una que ella hiciera directamente, sino que alguien más le hacía a ella con respecto a Giulio.

Pensó inevitablemente en Emma y en su departamento, en lo que habían pedido de él y cómo manejaban la posibilidad de que él pudiera ser Giulio Brelisa. Tal vez finalmente habían descubierto la verdad e involucrar a Crisonta estaba en sus planes para evitar que Giulio desconfiara.

Pues ya lo hacía. Desconfiaba, y mucho, sobre todo cuando Crisonta respondió con sinceridad que no tenía idea de lo que necesitaban de ella.

La ayudó a alistar las miles de cosas que la miró sacar de distintas gavetas. Giulio las llevó rápidamente hacia la camioneta con ayuda de un carrito de carga. Su hombro ya se encontraba mucho mejor, lo mismo que la apariencia de su cara. Sólo unas cuantas marcas verdosas y amarillentas le decoraban algunas partes del rostro, y la sangre se había limpiado casi por completo de la esclerótica de su ojo. Sus costillas aún molestaban, pero el dolor había disminuido considerablemente hasta volverse un malestar secundario.

En todo ese tiempo tampoco había vuelto a ver a la doncella fantasma, aunque aún continuaba indeciso sobre si era o no una mujer aquella que parecía seguirlo a todos los lugares a los que iba.

En menos de quince minutos cargaron todas las bolsas, los paquetes y las cajas que Crisonta necesitaba en la parte trasera de su vehículo y se pusieron en marcha. Viajar en automóvil aún suponía un reto para Giulio, especialmente después de su vergonzoso accidente con el vehículo de Sofía. Se aferraba constantemente con ambas manos al cinturón que lo mantenía sujeto en su asiento y veía en todas direcciones al menor sonido de que otros vehículos se acercaban lo suficiente como para casi rozar el carro de Crisonta. La velocidad que podían alcanzar esas máquinas era sorprendente, se ponía a prueba especialmente en carretera abierta.

Crisonta iba absorta en sus pensamientos, con el ceño fruncido detrás de sus elegantes gafas de armazón oscuro. Sus uñas cortas, de color beige, acariciaban el cuero del volante con movimientos inconscientes y en su estupor había olvidado encender la radio, que a Giulio tanto le agradaba. Pese a que no sabía mucho de música porque en su época sólo podía escucharla en ocasiones especiales, le gustaba particularmente aquella que no incluía letra, sólo voces y sonidos. El manejo de los instrumentos en combinación con la tecnología era insólito. Solía inspirarlo al momento de dibujar y pintar mientras incursionaba en los nuevos materiales del momento, como el gouache o las barritas de pastel. Crisonta le había obsequiado una caja llena de diversos pigmentos que él no había tardado en poner en uso.

Constatar una vez más que los paisajes que se extendían entre las montañas y los cerros no habían cambiado mucho con el paso de los años lo llenó de tranquilidad. Había transitado esa misma carretera, antes llena de tierra y piedra, cientos de veces desde que tenía memoria y siempre se había sentido en paz bajo el cobijo de las estrellas o con la caricia del sol sobre su piel. Las dificultades únicamente las presentaba en días lluviosos o de tormenta, cuando el camino se atascaba por el lodo y los caballos se hundían en los charcos, lastimándose las patas, lo que hacía imposible moverlos sin ayuda. Lo peor eran los deslaves. Giulio había estado a punto de morir a causa de uno el año pasado... En 1519, mejor dicho.

Se había salvado porque había ido montando su caballo pese a la ferocidad de la lluvia, pero el carruaje donde transportaba sus cosas había quedado sepultado bajo toneladas de piedra y lodo que más tarde se había despeñado al precipicio. El carrocero había muerto, también su hijo, y Giulio había extendido una cuantitosa indemnización a la viuda por consejo de Lucilla. La mujer la había tomado con mano firme pese a su mirada ausente.

En vehículo todo era distinto. La carretera estaba pavimentada, cercada para impedir que los deslaves de los verdes cerros la invadieran con sus enormes rocas, y flanqueada con hileras interminables de altos postes que en la noche proveían la luz necesaria para que el camino continuara siendo visible.

Esa mañana estaba nublado. Giulio había escuchado a Tomello asegurar que llovería cerca de las montañas porque así lo habían dicho en las noticias. Giulio no sabía cómo podían pronosticarlo con tanta seguridad, pero si la gente de ese tiempo era capaz de enviar hombres al espacio y de plantar una bandera en la luna, el clima debía ser algo más sencillo de anticipar para ellos.

Conforme se acercaban a La Arboleda el cielo se tornaba más y más gris, como si compartiera el pesar que inevitablemente apretujaba a Giulio al ser invadido de recuerdos y sensaciones que tal vez jamás volverían a ser gratas cada que tuviera la oportunidad de regresar a la tierra que lo miró nacer. Aún era incapaz de hacer las paces con el hecho de que su hogar se había transformado en el lecho de su muerte y ahora, quinientos años en el futuro, aquel crímen tan brutal ejercido en su contra era motivo de celebración. Mucha de la gente que actualmente caminaba por esas calles y alababa su nombre era descendiente de aquella que había difundido los rumores que habían conducido a que un hombre tan templado, paciente y cariñoso como Akantore lo asesinara.

Al mismo tiempo, regresar a La Arboleda era todo lo que deseaba.

Debía estar loco.

Temía regresar a aquel pueblo del pasado, tan lleno de los fantasmas y de los murmullos que lo habían asesinado. Y no conforme con ello, en un afán de añadir una última burla para coronar sus hazañas, habían plantado en la entrada la réplica de la escultura que  se había erigido sobre su tumba. Estaba en el centro de una bonita glorieta llena de flores, y rodeada por farolitos clavados en la tierra que en ese momento estaban encendidos por la semioscuridad que ofrecía el cielo encapotado. 

Agradecía en parte que Simoné hubiera omitido escribir sobre los rumores en sus memorias, o que Laurelle hubiera evitado mencionarlos, llevándose esa terrible losa a la tumba. Aún no había leído el libro de su hermana y tal vez no lo haría en un futuro cercano sin importar cuánta curiosidad sintiera por ella, pero las especulaciones generales de la gente actual sobre el motivo exacto de su muerte clarificaban que las lenguas venenosas de los pueblerinos de La Arboleda de 1520 se habían marchitado en cuanto habían visto cumplido su cometido de enviar a la familia Brelisa a la tumba.

-

Llegaron, pues,  a La Arboleda tras una hora de camino. Una suave brisa había humedecido los últimos tramos de la carretera, por lo que Crisonta encendió los faros delanteros del vehículo y activó lo que llamó «parabrisas», unas cosas largas y gomosas que arrojaban el agua a los costados para despejar el vidrio frontal.

Hacía viento. Las copas de los altos árboles se sacudían con fuerza hacia los costados, inclinando también sus gruesos troncos. Si todavía hubiera un hogar esperándolo, Giulio habría arribado a tiempo para encontrar a Akantore sentado frente en el porche con dos o tres mastines a sus pies, leyendo un libro y fumando su nueva pipa mientras el bosque se agitaba a su alrededor y Sasila chillaba con desesperación que se metiera o se enfermaría.

No se desviaron con dirección a las propiedades del bosque como Giulio tanto había temido. Continuaron directo, a través de calles zigzagueantes, hacia el centro de la ciudad. La sobreestimulación por ver un lugar que en su mente había sido diferente tan sólo unos cuantos meses en el pasado lo hizo tragar en seco, sintiendo el gusto amargo. Artadis era mejor. Había sido una constante en su vida pero no su hogar, ver aquella ciudad tan cambiada no era tan impactante para él como lo era saber su casa destruida y los grandes y brutales cambios que presentaba La Arboleda.

Todo empeoró un poco cuando Crisonta dio vuelta en una última calle y enfiló hacia la colina, que el vehículo subió con un poco de esfuerzo dado el tráfico de esa hora y los notorios hundimientos en el piso, que el ayuntamiento no se molestaba en arreglar, según decían algunos letreros que la gente había colgado en los postes a manera de protesta.

Alcanzaron la cima cuando la lluvia arreció. El rústico arco de piedra flanqueado por los mismos dos ángeles que sostenían sus manos a la altura de sus corazones les dio la bienvenida. En el costado estaba el letrero tallado con letras góticas que anunciaba el nombre del cementerio; El Farol del Ángel.

Giulio se hundió en su asiento, sintiendo su pena tan fría y desvaída como el gris inmenso que oscurecía los rincones brumosos del cementerio y el horizonte.

Crisonta condujo hacia la iglesia por el camino de grava y no se detuvo hasta que llegó a la sección de la glorieta que había sido pavimentada. Ahí estaban esperando ya tres vehículos enormes de color negro, con las ventanas igualmente cubiertas por una película polarizada que impedía mirar al interior. Había muchos hombres y mujeres, aunque todos estaban cubiertos por trajes de plástico y no se distinguían sus facciones.

Giulio detuvo la mano sobre la palanca de la puerta, indeciso. El símbolo del departamento al que Emma y Leo pertenecían estaba plasmado en los costados de las camionetas. El cielo se alumbró con un relámpago segundos antes de que un trueno hiciera vibrar la cabina del vehículo y dos carros más llegaron en ese momento. Se estacionaron detrás y a un lado del automóvil de Crisonta, evidentemente con la intención de que no pudiera salir en caso de que decidiera marcharse repentinamente. De su interior descendieron más personas con trajes plásticos, salvo que los suyos eran de colores claros con franjas en las piernas y en los brazos.

Los ojos de Giulio se movieron sagazmente, analizando lo que sucedía a su alrededor. Sólo Crisonta parecía ser ajena a lo que sucedía, aunque hizo saber su desagrado por haber sido encasillada contra la barda del cementerio.

—Vamos, debemos descender el equipo de protección y llevarlo a la capilla —la escuchó decir después de verla revisa brevemente su celular. Miró a Giulio de arriba abajo—. Ese suéter no te va a proteger en lo absoluto de la lluvia. ¿Quieres, por favor, pasar al asiento trasero y sacar la mochila negra? Hay dos impermeables ahí, uno es de mi marido, el otro mío. Te prestaré el suyo ya que él trae uno distinto el día de hoy.

Giulio hizo lo indicado, escurriéndose entre los asientos frontales y medios para alcanzar el equipaje. Extendió el abrigo de plástico más pequeño a Crisonta y comenzó a ponerse el otro cuando ella asintió, autorizándolo.

—¿Qué es lo que está sucediendo? —preguntó entonces, sintiéndose ansioso y tenso. Miraba a la genet moverse en todas direcciones como una colonia de hormigas buscando el alimento, pero eran aquellos que veían fijamente en su dirección, fallando en ser discretos, los que lo hacían querer permanecer en el interior del carro, o mejor aún, escurrirse fuera y desaparecer tomando alguno de los caminos secundarios que sabía de memoria, y que esperaba que siguieran vigentes.

Crisonta no pudo responder. Abrió la boca y tomó aire, pero el chasquido de unos nudillos contra la ventana frente a la que Giulio estaba sentado la interrumpió. Era Emma; se presionaba el capuchón de su impermeable contra la cabeza en una lucha perdida contra el agua y la brisa. Se había acercado sola pese a que Giulio notó que en la puerta de la iglesia, varios metros a la distancia, Leo y otros tres hombres lo veían todo con atención.

—Buenos días —saludó Emma cuando Giulio descendió del vehículo, empapándose los pies y el pantalón al instante. Las botas de tela no hicieron mucho por mantener el agua fuera de sus calcetines—. Me alegro que tu rostro luzca mejor. Buenos días, Crisonta —saludó después—. Lamentamos haberlos hecho venir en un día tan problemático, pero no anticipamos las desavenencias del clima.

Giulio resopló, recordando al hombre del clima del que Tomello había hablado. Por supuesto que sabían que llovería en La Arboleda. A su parecer era más fácil de adivinar las condiciones del cielo que ir a la luna, y lo segundo ya lo habían logrado.

—Vengan conmigo, por favor.

—Oh, necesitamos bajar el...

—Mis compañeros lo harán. —Emma interrumpió sutilmente a Crisonta, que se apresuró a presionar un botón en su llavero para que la cajuela del vehículo se abriera con un chasquido—. Hay unas cosas que necesitamos que sean limpiadas y restauradas, pero no son la prioridad —explicó en el camino, levantando la voz por sobre el siseo de la lluvia.

Giulio la escuchó a medias, repartiendo su atención entre las personas que entraban y salían de la iglesia, todas con la misma calidad elegante en sus impermeables que en los trajes de vestir que llevaban debajo. Emma se detuvo al alcanzar la escalinata que ascendía al portón de la iglesia, debajo de un porche rústico por entre el que se filtraban gruesos goterones. Su mano delgada señaló hacia el cementerio, que bajo la densa cortina de lluvia se borroneaba en una oscura vorágine de figuras amorfas.

—Vayamos primero a la cripta de Brelisa.

—Necesitaré llevar mi equipo conmigo —insistió Crisonta.

—No lo necesitarás ahí —le aseguró Emma. Volteó hacia Giulio—. Tú también debes ir.

No, lo menos que él deseaba era regresar a ese lugar. Sentía que de hacerlo no volvería a salir nunca, que quedaría atrapado entre las frías y rugosas paredes de la cripta, que su destino sería vagar sin ser visto ni escuchado, olvidado completamente.

—Yo puedo quedarme aquí o ayudar a descargar...

—No. Debes ir —insistió Emma con seriedad—. Vamos.

No se dijo más.

Crisonta intercambió una indecisa mirada con Giulio, sin duda más confundida que él, y siguieron a Emma hacia la cripta. Detrás de ellos marchó una comitiva de al menos diez personas más, todos en silencio y con los rostros tan serios que Giulio se planteó varias veces la posibilidad de huir. Tenía la sensación de que lo seguirían. Perseguirían cada uno de sus pasos entre las tumbas e imaginar lo que le esperaba una vez que lo alcanzaran había puesto ya su corazón a latir aceleradamente. ¿Y si se había equivocado y en esa época también dañaban a aquello que consideraban no sólo distinto, sino diabólico como a ojos de muchos sería él, un resucitado?

Sea lo que fuera que Emma había descubierto en las pruebas que le habían realizado a Giulio en el laboratorio la había conducido a planificar eso.

Tal vez lo quemarían. Tal vez abrirían la tapa de su tumba y lo harían entrar para encerrarlo en su interior por el resto de la eternidad. Vería su carne corromperse nuevamente, gritaría y nadie lo auxiliaría.

Se echó a correr.

Aprovechó un breve descuido de la comitiva que lo escoltaba para escurrirse entre dos lápidas y perderse de vista. Ni siquiera el clamor de la lluvia le impidió escuchar los gritos llamando su nombre o los pasos que fueron detrás de él al instante.

Había conocido la colina tan bien como cada rincón de La Arboleda. Los caminos secretos, las pequeñas brechas que desembocaban en las laderas y conducían hacia los senderos pedregosos que dirigían hacia la ciudad de Taras, y los pasadizos entre las rocas y los túneles que se formaban entre las laderas y el cuerpo de la colina que él y Jean habían utilizado miles de veces para escapar de otros niños que molestaban cuando eran pequeños. Pero las tumbas ahora lo cambiaban todo.

Cientos y cientos de metros de tumbas habían modificado un campo antes regado únicamente de árboles y piedras.

Huyó entre las criptas y las lápidas, tropezando con piedras y hundiendo los pies en los charcos. La lluvia era tan espesa que hacía imposible ver nada más que siluetas y sombras.

Su impermeable se atoró cuando él saltó una pequeña valla de metal y se partió por la mitad. Giulio se lo quitó con un par de manotazos, echando a correr nuevamente. Tomó un callejón conformado enteramente por criptas y ángeles de piedra que parecieron seguirlo con ojos inquisidores, y derrapó, exclamando una maldición, cuando a punto de brincar una lápida semienterrada vislumbró al otro lado el abismo que se extendía más allá del borde desigual de la colina.

Hubiera sido un salto fatal sin duda alguna.

Se puso de pie y corrió en ascenso de la pequeña inclinación que dirigía hacia una cripta erigida casi al borde del risco más alto, donde una única escultura de mármol veía con zozobra hacia Taras. Era una mujer, su manto había sido esculpido de tal manera que se estremecía perpetuamente con el viento.

Giulio se detuvo a su lado luego de escalar con manos y pies el resbaloso camino de piedra, con la ropa pegada al cuerpo y el cabello lamido contra el cráneo y la frente. Reconocía el risco. Al otro lado del borde, medio oculto por un brote de arbustos, había un estrecho sendero que serpenteaba entre rocas y árboles hasta descender frente a un pequeño claro donde él y sus amigos solían chapucear sin conocimiento de sus padres también cuando eran niños. Más allá estaba Taras, a unas cuantas horas de camino a pie.

No sabía lo que haría una vez que alcanzara la ciudad. Esconderse sin duda alguna. Llevaba su cartera con él y un poco de dinero adentro, aunque había dejado todo lo demás en su mochila, que estaba en el vehículo de Crisonta.

Ya no podía escuchar los gritos cuando llegó a la cima del risco, donde estaba la escultura. El nombre de la familia a la que pertenecía la cripta estaba tallado en una placa de piedra, pero Giulio no lo miró. Alcanzó a la mujer de mármol que le daba la espalda. Algo en las ondulaciones de su largo cabello, su cadera ancha y hombros ligeramente rollizos se le hizo familiar. Giulio la rodeó, jadeando mientras el agua escurría a borbotones por su cara y estilaba de su nariz.

No necesitó del siguiente relámpago que iluminó la vastedad del horizonte para reconocer el rostro esculpido en el mármol.

Era Lucilla.

—Giulio —lo llamó una voz delgada por sobre el clamor de la tormenta, confundiéndolo.

Un rayo aterrizó peligrosamente cerca de él, llevándolo a encogerse. Lucilla, en cambio, permaneció inmutable, con la mirada entrecerrada fija en Taras, el cabello contorneando sus redondas mejillas y las manos laxas al frente y al costado de su cuerpo. Sólo entonces Giulio volteó hacia la cripta, y tragó en seco cuando leyó el apellido «Daberessa» entre las inscripciones en latín que habían sido añadidas como detalles.

—¡Giulio! —repitió la suave voz.

Era Emma, no Lucilla, la que lo llamaba. La miró ahí, de pie a los pies de la pequeña loma que ascendía al risco, sola a simple vista. Los demás estarían escondidos entre las tumbas, esperando el momento propicio para salir. Quizás le apuntaban con sus armas como Giulio había mirado que sucedía en las películas, esperando a dispararle al menor incentivo.

Su corazón martilleaba como un tambor, podía sentirlo en sus oídos y en su garganta; sus manos temblaban y su respiración seguía agitada, lista para continuar abasteciéndolo en cuanto decidiera bajar por el sendero hacia el claro y después hacia Taras.

—¿Por qué huyes? —preguntó Emma, que en algún momento de la persecución (Giulio no podía imaginarla corriendo con tacones y ropa tan elegante) había perdido la capucha de su impermeable y tenía el cabello tan pegado a la cabeza como él—. ¿Por qué corres de esta forma?

Giulió miró una vez más a Lucilla. Ella le había hecho una pregunta similar días antes de que él muriera, fastidiada por su dilación en pedirla como su esposa.

Iba a hacerlo. Esa misma noche iba a hacerlo. Iba a ir a tu casa y ahí mismo, sin importar la hora, iba a informarle a tus padres sobre nuestra decisión, quiso decirle. Pero la mirada de Emma sobre él pesaba toneladas, le robaba la privacidad y el valor de declarar su culpa y llorar en busca de un perdón que la fría piedra jamás podría otorgarle.

El agua se llevó las lágrimas. El frío disimuló el temblor de sus hombros y sus manos, que se empuñaron y desearon con ferocidad estrellarse una y otra vez contra la piedra de la cripta, en cuyo interior sin duda alguna yacía Lucilla, su Lucilla, el amor de su vida.

Miró a Emma con ferocidad, que aguardaba tan empapada como él.

—¿Van a matarme? —preguntó entre dientes, con una voz tan seca y firme como la de Akantore.

—¿Cómo? —Emma parpadeó, sorprendida.

Giulio estiró los brazos a los costados, señalando su entorno cuando otro relámpago iluminó la mañana oscurecida.

—¿Por qué están haciendo esto?, ¿por qué me trajeron aquí?, ¿es esta alguna especie de tortura previa a lo que piensan hacerme ahí dentro?

—Giulio, por Dios, nadie va a... ¿Por qué piensas que queremos hacerte daño?

—¿Por qué si no me harían venir de esta forma, bajo engaños, y con presión e intimidación me hacen ir a un sitio que me aterra?

Otro rayó cayó cerca de él, partiendo una piedra cercana, lo que hizo a Emma gritar, pidiéndole que bajara del risco.

Giulio no la escuchó.

—¿Qué es lo que quieren de mí?

—Saber quién en verdad eres. Sólo eso —dijo Emma, elevando la voz cuando el rugido de la tormenta acrecentó—. Lamento tanto que te hayamos asustado de esta forma, pero no vamos a hacerte daño. Giulio, no vamos a hacerte daño —repitió con desesperación—. Baja ya de ahí, por favor. Puede alcanzarte un rayo o puedes resbalar. Las piedras del suelo son peligrosas.

¿Lo son?, quiso preguntarle él a Lucilla, que permanecía con la vista en la ciudad apenas visible entre la espesa brisa de la tormenta. Así como quiso saber si realmente moriría, o a dónde iría, en caso de caer. ¿Estaría Lucilla al final del precipicio, esperando por ayudarlo a levantarse? O quizás sólo quedaría ahí tirado, solo, revolcándose en una agonía similar a la que lo había atado a su cama por días y noches y de la que él había implorado descansar por horas interminables.

Volvió la mirada hacia Emma, que lo veía de vuelta con genuino terror en sus bonitas facciones.

—No vamos a hacerte daño —repitió ella, dando un paso más en su dirección—. Te lo prometo, te lo juro por mi vida misma, no vamos a hacerte daño. Baja para que podamos hablar. Baja.

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