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25 Lienzos

A simple vista, el laboratorio no era tan impresionante como Giulio había esperado. Había mirado en algunas películas que sus amigos ponían en la televisión centros inmensos llenos de colores fluorescentes, máquinas asombrosas y mesas repletas de material y contenedores de todos los estilos donde un sinfín de hombres y mujeres con batas blancas y lentes de protección se paseaban de arriba abajo hablando con tecnisismos que los hacían ver muy inteligentes. No una sala de espera con sillas de plástico, una televisión apagada y un recepcionista con mirada apática.

Incluso el centro médico a donde sus amigos lo habían llevado había sido más interesante, lleno de máquinas como las de las películas, utensilios y gente tan diversa que a Giulio le había parecido un universo por sí mismo.

Ese lugar era un sitio estéril de paredes blancas y grises, ventanas transparentes e hileras de sillas desocupadas frente a una recepción donde un hombre de aspecto aburrido mascaba chicle mientras presionaba los botones de un teclado, con la vista clavada en una pantalla tan delgada como la tableta que Giulio había recibido de Emma y que había guardado ya en su mochila.

Los hicieron esperar por veinte minutos sin que nadie se molestara en atenderlos, para fastidio de Emma y aburrimiento de Giulio, que al final había decidido acompañarla él solo, sin comentar nada con sus amigos ni con Crisonta por temor de que intentaran persuadirlo y lo lograran. Leo y Emma habían pasado por él a las diez de la mañana en punto en una camioneta oscura muy similar a la de Sofía y en la que Giulio había titubeado antes de subirse, y no habían hablado mucho con él mientras lo conducían hasta ese lugar, en una plaza ubicada por las ladras de Artadis.

Sólo Emma había descendido del vehículo para escoltarlo hasta el local, que anunciaba su nombre con letras grandes en el vidrio y una especie de cadena torcida que más tarde Giulio conocería como el «genoma humano». Leo continuaba creyéndolo un demente con mucha suerte y se lo había hecho saber repetidas ocasiones con diversos comentarios mientras conducía y le disparaba miradas ácidas por el espejo que colgaba del vidrio frontal.

Si estaba ahí, sin embargo, sirviendo de carrocero, era porque él tampoco estaba muy seguro de que Giulio estuviera mintiendo del todo.

—¿Estás en ayunas? —preguntó Emma cuando el silencio se hizo demasiado incómodo entre los dos, separados por un par de distancia. Giulio asintió—. El proceso será rápido. Primero te sacarán sangre, después tomarán los hisopados de tu saliva y por último se realizará la toma de huellas dactilares y el estudio grafoscópico.

—¿Eso también? ¿Para qué?

Emma se encogió de hombros y juntó las piernas para inclinarlas un poco hacia u costado con delicadeza. Por lo alto cruzó los brazos y suspiró como si todo eso supusiera más tedio pque para Giulio, que estaba a punto de dar su sangre no sabía exactamente para qué, ni qué era lo que resultaría de todo ello. Ese día iba con un sofisticado conjunto de pantalón entallado y un abrigo corto que volvía a resaltar su cintura, y el cabello recogido en un bollo a lo alto de la cabeza, lo que la hacía ver más espigada.

—Sólo para corroborar que lo que fue escrito al final del códice lo hiciste tú.

—¿Y qué pedirán que escriba?

—Unas cuantas cosas, y tal vez que dibujes un poco, porque sabes dibujar, ¿no?

—Tal vez ya lo olvidé.

—Sí, más te vale que no si quieres conservar la carísima tableta que acabo de obsequiarte.

—Creí que había sido un intercambio de bienes en común.

Emma se volvió hacia él.

—¿Y si todo resulta un fraude qué habré obtenido yo a cambio sino burla y humillación?

—Un códice de quinientos años de antigüedad.

Y que sin duda alguna valía más que una tableta táctil.

Sonrió ampliamente cuando no se dijo más. Por un momento se sintió igual que en aquellas raras ocasiones en las que lograba ganarle un argumento a Lucilla sin tener que correr detrás de ella para pedirle perdón más tarde.

Emma lo miró una última vez, sacudió la cabeza con disgusto y se distrajo con su celular, aunque Giulio presentía que no estaba realmente concentrada en lo que proyectaba la pantalla frente a su mirada ausente.

Luego de varios minutos en silencio sin ningún tipo de estímulo para él, se puso de pie para inspeccionar de cerca una enorme máquina que estaba ubicada en una pared frente al mostrador, tenía dibujos de todos colores en los costados y un vidrio transparente que contenía en su interior bolsas y paquetes de golosinas sostenidos por espirales de metal.

—¿Vas a decir que tampoco habías visto una máquina expendedora? —La voz de Emma lo congeló a punto de tocar el vidrio con la mano.

Evitó voltear hacia ella al sentir el rostro hirviendo.

—Es fascinante. ¿Cómo funciona?

Emma se puso de pie. Cuando se acercó, señaló los números de precios debajo de cada producto sujeto por los resortes de metal. Giulio había visto algunas de esas golosinas en la tienda y en el supermercado, donde también había tenido una aventura extravagante la primera vez que había visitado uno y sus amigos habían hecho escarnio de él al verlo enloquecer con cada nuevo producto que descubría.

—Ahí están los precios y los códigos. Aquí introduces los billetes y aquí las monedas. Digitas el código en este teclado y la máquina te dará el dulce que elegiste... si no se traba, lo que sucede con frecuencia.

El recepcionista aprovechó ese momento para decirles que él no se hacía responsable de las devoluciones en caso de que su dinero fuera robado por la máquina.

Los dos lo ignoraron.

—Increíble —murmuró Giulio—. Compraré uno.

Emma estiró una mano para detenerlo.

—Después de salir, por favor. Recuerda que debes estar en ayunas.

Y volvieron a esperar, pero no porque quienes iban a atenderlos estuvieran ocupados, sino porque no habían llegado aún a su trabajo. Giulio no pudo evitar sonreír cuando finalmente arribaron, casi una hora tarde, y Emma hizo saber su inconformidad repartiendo regaños para los dos culpables, que la miraron con desdén el tiempo que tardaron en alistarse, calarse unas batas blancas e invitar a Giulio a pasar al interior de su laboratorio.

—Nadie se va a morir de hambre por esperar una hora más a ser atendido —había refunfuñado uno de los hombres mientras se alistaba, lo que provocó que la personalidad de burócrata intimidadora de Emma, esa con la que Giulio la había conocido en su departamento, resurgiera y se pusiera a discutir acaloradamente con él hasta que el otro, de mayor edad, pidió disculpas con desgano y aseguró que el desliz no se repetiría.

Las pruebas fueron más rápidas de lo que Giulio había esperado. El interior del lugar también fue más fascinante que su sala de espera. Sí, había máquinas como él había esperado, aunque la mayoría tenía pinta de ser contenedores o refrigeradores. Casi todas las gavetas estaban cerradas, y las pantallas que fueron sacadas de su sueño proyectaron información indescifrable para quien como Giulio, tenía aún el mínimo conocimiento en tecnología. Sus amigos a menudo lo comparaban con un anciano, alegando que era imposible que alguien tan joven fuera tan torpe usando el celular o el horno microondas.

La toma de sangre lo puso nervioso. La aguja era larga y la delgada manguera a la que estaba conectada lo era aún más. Uno de los médicos (que no lo eran, sino técnicos, como Giulio aprendería después) llenó varios tubos de diversos colores con su fluido vital al tiempo que el otro le pidió abrir la boca para raspar el interior de sus mejillas con un algodón sujeto por un palo delgado y también pequeño. Después tomaron sus manos y apoyaron cada una de las yemas de sus dedos sobre el vidrio tibio de un dispositivo que al inicio lo hizo desconfiar. Luego pintaron sus dedos para plasmar esas mismas huellas a lo largo de un montón de láminas de papel sobre el que escribieron su nombre.

Sólo entonces, al terminar, Emma extrajo un cartón de jugo de su bolsa y un paquete de galletas que le tendió a Giulio, pidiéndole que lo comiera con prisa porque aún faltaba el examen de grafoscopía.

—El estudio se realizará en cuatro idiomas distintos además del taliseno. Los mismos idiomas que me dijiste ayer que sabías. No importa si su variación es antigua —explicó Emma cuando los técnicos pusieron más láminas de un papel especial frente a él después de pedirle que se sentara detrás de una mesa—. Las lenguas son el latín, el francés, el español, el italiano y, por supuesto, el taliseno. Necesito que traduzcas a los cuatro primeros idiomas este fragmento de texto que está en taliseno. ¿Alguna duda?

Giulio tomó la hoja ofrecida por Emma y la leyó con brevedad. Era un texto sin sentido. Hablaba sobre una vaca comiendo entre los pastizales de una colina bajo un cielo soleado antes de que una tormenta extendiera un manto de nubes sobre ella y obligara al granjero a llevarla de regreso al granero.

—¿Qué intentas probar con esto?

—Compláceme, por favor. —Emma le dedicó una sonrisa forzada y tomó asiento en la silla frente a él, al otro lado de la mesa—. Dijiste que sabías escribir en latín y en estos otros idiomas.

Giulio asintió.

Y también sé hablarlos. He aprendido muchas cosas desde que era niño. Que mi ropa de mendigo no te engañe —respondió en latín quizás sólo para alardear. Sonrió al verla enarcar ambas cejas—. Me gustan las variaciones del latín en estas lenguas, son muy... sensuales —añadió en español. De fondo, los técnicos lo miraron con curiosidad—. Aunque no podría decidir cuál de todos suena mejor —dijo en italiano—. Mi amigo y mi novia se burlaban cuando hablaba en francés por mi acento. Decían que parecía que estaba ahogándome —finalizó en francés—. Recibí una educación muy completa cuando era niño —le dijo de nuevo en taliseno.

—Eso es muy curioso considerando que, como te dije aquella vez en tu casa, no hay ningún registro de tu escolaridad en el departamento de educación pública. Aun la educación que se imparte en casa es en algún momento registrada para avalar los conocimientos del niño o joven y permitirle acceso a las instituciones de educación superior. Y tú no asististe a la universidad, ¿o sí?

—Atendí tres años de educación en una academia que... —Giulio sacudió la cabeza, terminando de escribir el fragmento traducido en el primer idioma requerido, el latín—. Sé que la universidad, como la llamas, es un lugar donde se aprende un oficio. ¿Ahí estudiaste historia?

—Esto no se trata de mí —murmuró Emma. Sus ojos miraban con avidez a Giulio escribir. Tomó la hoja que él le ofreció cuando acabó con el fragmento en francés y procedió a continuar con el español—. ¿Cómo te hiciste esa cicatriz en la mano?

El recuerdo del abrecartas abriéndose paso a través de la palma de su mano hizo a Giulio estremecer. Miró la cicatriz con detenimiento, girando la mano un par de veces con el bolígrafo sujeto entre sus dedos.

De fondo, como bullendo detrás de una gruesa pared de vidrio, el recuerdo del llanto de Lucilla, las súplicas de su padre y los lamentos de Jean recargaron un peso enorme en su pecho.

Suspiró, intentando superar el pesar que siempre lo embargaba cuando pensaba en ellos. Si había soportado hasta ese momento cargando con la ausencia de sus seres amados, había sido porque se había aferrado a una especie de negación que le decía que volvería a verlos, que como antes, cuando visitaba Artadis por largos periodos de tiempo, al regresar a La Arboleda Lucilla, Akantore y Jean estarían para él, esperándolo, y que lo recibirían con el cariño y la alegría de siempre en cuanto lo avistaran acercándose en la lejanía, montando a Solus, su hermoso caballo negro.

—Caí sobre la rama de un árbol hace mucho tiempo.

—Atravesó tu mano de lado a lado —dijo Emma con asombro—. ¿Cómo es que puedes continuar dibujando y escribiendo con tanta naturalidad después de los estragos que debió ocasionar una herida así? —Entrecerró los ojos lentamente, como si sospechara algo. Como si supiera algo—. ¿Te hicieron una cirugía?

—No.

A menos que la muerte y la resurrección contara como una. Las cicatrices punzaban cuando recordaba el evento que las había causado. Iniciaban un dolor fantasma que no podía tranquilizar a menos que se relajara y se obligara a pensar en la promesa que le había hecho a su padre, o pusiera su mente a trabajar en cómo continuaría la obra que aquella hermosa ánima que lo acechaba deseaba ver concluida.

Las cicatrices sólo estaban ahí pero no entorpecían la función de su mano o del resto de su cuerpo. Era como si todo él hubiera vuelto a ser construido, mucho más resistente y más enérgico que antes, a excepción de las marcas que habían quedado en su piel. Incluso aquella persistente enfermedad respiratoria que en ocasiones lo tumbaba por días en cama y lo hacía toser sin descanso había desparecido. Eso no evitaba que nuevas heridas o golpes lo afectaran, tal había sido el caso del resultado del accidente con el vehículo de Sofía.

Su cara aún estaba morada en muchas partes y su ojo nadando en sangre que cada día era más y más difusa. Lo peor eran las puntadas de la sutura, que no podía dejar en paz cuando las sentía con los dedos y se ponía a tocarlas.

Miró de nuevo su mano mientras escribía, la cicatriz que el abrecartas había dejado. Le parecía increíble que el dolor de las otras puñaladas hubiera sido tan fuerte que no podía recordar con exactitud lo que había sentido en esa zona en específico.

—Luce peor de lo que realmente es.

—Ya veo... ¿Terminaste?

—Sí. ¿Quieres que dibuje una vaca? —sonrió Giulio, tomando otra hoja en blanco, también membretada con el nombre del laboratorio.

—¿Una vaca?, ¿será que puedes hacerlo de memoria? —preguntó Emma con mucha seriedad.

—Los sirvientes de mi casa tenían vacas en los establos. Solía ir a verlas todo el tiempo cuando era niño —continuó sonriendo Giulio—. Aprendí a memorizar los cuerpos y las formas más cotidianas para mí . El texto habla de una vaca, sería lo más apropiado dibujar una, ¿no te parece?

—Adelante.

Hizo el dibujo en poco menos de media hora, deteniéndose en las partes en las que su memoria confundía algunos ángulos o intentaba recordar detalles de una vaca en especial, aquella que una vez había salpicado de leche en la cara a su padre cuando uno de los sirvientes la ordeñaba. Giulio se había desternillado de risa mientras Akantore se limpiaba el rostro con un pañuelo de seda que había extraído de uno de los bolsillos de su capa, luchando por mantenerse estoico pese a que se notaba cuánto quería echarse a reír él también.

—Eres rápido —observó Emma cuando Giulio terminó el dibujo y lo extendió hacia ella. No era sólo una vaca, eran muchas, pastando en una colina salpicada de piedras, matorrales y hierba, con montañas de fondo y un granjero diminuto mirándolas comer con reverencia—. Y eres bueno... muy bueno, y haberlo hecho con un bolígrafo lo hace aún más sorprendente he de admitir.

—Gracias. ¿Hace falta algo más?

—No de momento, pero te avisaré si llegara a suceder —dijo Emma, pasando las hojas a los técnicos, que durante toda la visita habían sido más bien indiferentes hacia Giulio.

El regreso al taller de Crisonta fue tranquilo. La única interrupción surgió cuando Giulio se entretuvo casi veinte minutos introduciendo dinero en la máquina expendedora de la sala de espera para comprar golosinas que no deseaba y que más tarde dejó en la barra de su departamento. La experiencia de ver los mecanismos abrirse para arrojar los paquetes de chocolate y galletas hacia la bandeja de recolección había sido estúpidamente maravillosa.

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