Chào các bạn! Vì nhiều lý do từ nay Truyen2U chính thức đổi tên là Truyen247.Pro. Mong các bạn tiếp tục ủng hộ truy cập tên miền mới này nhé! Mãi yêu... ♥

24 Lienzos


Pero, contra todo pronóstico, los días consecutivos al accidente no fueron todo lo malos que Giulio había creído. Aún tenía un lugar en el taller de Crisonta para acudir a pintar después de las seis de la tarde, cuando los alumnos se iban, y un poco de dinero ahorrado para cubrir sus gastos inmediatos, como su parte de la renta y de la comida. Había sido una suerte que hubiera decidido no gastar todo lo que había obtenido por la venta del baúl y que hubiera guardado la mayoría del salario que había recibido en la cafetería.

Pero los ahorros no durarían para siempre, y aunque todavía conservaba las monedas como una salida de emergencia, no quería venderlas. Menos por no tener trabajo.

La noche del accidente sus amigos lo habían llevado al médico por la fuerza, luego de verlo salir de su habitación para ir al baño a vomitar por enésima ocasión lo que ya no tenía en el estómago. Se habían sorprendido tanto o más que sus compañeros de la cafetería al ver el estado de su rostro. Lo primero que Tom había pensado había sido que alguien lo había golpeado y había comenzado a rabiar que reuniría a un grupo de sus amigos más violentos para vengar a Giulio. Marice había creído que lo habían asaltado y había lamentado la pérdida del celular. Pero cuando Giulio había accedido a contarles lo que había sucedido se habían echado a reír a carcajadas frente a su desolada expresión.

El médico le había diagnosticado una luxación en el hombro derecho, torcedura de cadera, una contusión en el costado que abarcaba todo su costillar y una ligera conmoción cerebral que al igual que la hinchazón en el ojo, le había asegurado que se le pasaría con los días, luego de hacer muchos estudios en los que incluyeron quitarle la ropa para meterlo dentro de una máquina que lo había puesto tan nervioso como la camioneta de Sofía. Además, el hombre le había dado paquetes de medicina y le había indicado cómo tomarla cuando había notado a Giulio inspeccionando las carteras de pequeños cilindros blancos con asombro. Todo lo anterior acompañado de cuarenta puntos de sutura repartidos entre su sien derecha y el codo.

Sus amigos se habían negado a recibir su parte de la renta por ese mes sin importar cuánto les había insistido por que tomaran el dinero, y habían comprado la despensa ellos solos, sin decirle nada, la noche siguiente.

Había pasado ya una semana desde el accidente. Para esas alturas podía mover un poco mejor el hombro y caminar con menos dificultad. Continuaba yendo al taller porque quedarse en la casa sin más compañía que Bodegón lo desesperaba. Crisonta también había exclamado su asombro y su preocupación al verlo aparecer con la mitad de la cara deforme y el ojo nadando en sangre la primera vez, aunque no había sacado conclusiones anticipadas y había dejado que él le contara sobre su aparatoso accidente.

Ella, por supuesto, no se había reído, para alivio de Giulio, que a nadie le había dicho la parte de la bofetada que Sofía le había propinado. Era algo que lo avergonzaba profundamente.

Pero ser despedido no había traído únicamente cosas malas. Al enterarse del percance, Crisonta le había extendido la invitación para trabajar en el taller a tiempo completo. Quizás había sido un impulso de compasión de su parte o mera practicidad, o que la pintura que Giulio había terminado el día anterior le había gustado tanto como había indicado su rostro sorprendido como para dejarlo ir.

Cualquiera que fuera el caso él se había apresurado a aceptar la oferta tan rápido como ella la había hecho y había comenzado a llegar por las mañanas para retirarse a última hora de la tarde, feliz de tener de regreso una mínima parte de su vida anterior.

Esa mañana en particular, solo aún porque los alumnos todavía no llegaban y Crisonta estaba en su oficina del segundo piso, la empleó en ayudar con la limpieza del taller y la preparación de algunos lienzos mientras contemplaba entre su repertorio de ideas lo siguiente que pintaría.

Era casi como estar de regreso en el taller del Gran Loresse. Las mismas ventanas, las mesas acomodadas en los mismos lugares, las estanterías llenas de material y las repisas, que ahora eran gavetas metálicas, con sus puertas abiertas y sus interiores hinchados de pigmentos y contenedores de pintura de todos los tamaños y estilos. Ya no había dificultad para conseguir nada. La gente lo pedía todo por «internet» y la paquetería lo entregaba en sus puertas a los pocos días, sin viajes, sin búsquedas aparatosas, sin más intermediarios que el sitio donde accedían a elegir lo que deseaban comprar y el hombre que se bajaba de su vehículo para entregarlo todo en las manos de Giulio.

Se encontraba imprimando un lienzo cerca del mismo ventanal donde en el pasado, cuando era estudiante, solía sentarse a pintar, cuando escuchó el sonido de los tacones de un andar seguro entrando al taller sin llamar. Crisonta recibía visitas a todas horas que la mayor parte del tiempo no le dirigían a Giulio la menor atención cuando lo veían embebido al fondo del taller. Su lista de conocidos era extensa y le había pedido a él que no detuviera a nadie a menos que no subieran directamente al segundo piso y se pusieran a merodear por la planta baja, signo inequívoco de su intrusión ilegal.

Los turistas normalmente no tenían sentido de la privacidad y eran quienes entraban sin llamar y comenzaban a tocarlo y fotografiarlo todo.

Por eso cuando el sonido de los tacones vaciló a pocos metros de la puerta se vio obligado a retirar su atención de la tela que estaba preparando. Una mujer bastante familiar se detuvo frente al busto de una medusa que tenía la boca abierta en un silencioso grito de rabia. Emma. La misma Emma que le había quitado su cuaderno bajo amenazas. Al igual que la vez anterior, su vestimenta era impecable. El vestido envolvente que contorneaba su enjuta cintura resaltaba su femineidad de una forma que inevitablemente atraía la atención de cualquiera capaz de apreciar la belleza.

Ante la falta de alguien que saliera a recibirla, sus rizos rojos brincaron como pequeños resortes debajo del curioso sombrerito que llevaba sobre la cabeza cuando miró de un lado a otro inspeccionando el amplio y largo del taller. Cuando sus ojos color lima lo localizaron en el rincón cerca de la ventana, su expresión mudó de la zozobra a la incertidumbre y luego a la determinación.

Giulio suspiró. Lo menos que deseaba eran más problemas. Aún temía que Sofía cambiara de opinión y lo hiciera enviar al calabozo por lo ocurrido con su camioneta. Si bien era taliseno de nacimiento por ser La Arboleda parte de la unificación de regiones que conformaban el país de Talis, no tenía manera alguna de comprobarlo. Sus documentos habían expirado literalmente cientos de años en el pasado y en el presente sólo contaba con su palabra para afirmar su nombre. Ya era bastante malo que utilizara el apellido de su madre y que aquellos que conocían a fondo su historia lo miraran raro como para añadir ahora el hostigamiento del departamento al que Emma pertenecía.

Se puso de pie con un poco de esfuerzo antes de que la mujer lo alcanzara. Como era de esperarse, también ella vaciló en cuanto llegó a la suficiente distancia para mirar el estado de su rostro y el horrendo corte que se asomaba por su sien derecha unido por hilos que él no podía dejar de tocar cuando el picor se volvía insoportable.

—Un accidente en un vehículo —explicó con desgano, anticipándose a la pregunta.

—Lo sé —respondió ella, sorprendiéndolo. Lo inspeccionó invasivamente por largo rato antes de continuar—. Estuve en la cafetería donde trabajabas y tus compañeros me contaron lo sucedido.

—Qué bien, porque no pensaba contarte la historia. ¿Qué deseas? ¿Ya te cansaste de hojear el cuaderno? Tal vez ahora quieras mi ropa, mi gato o mis otros cuadernos, aunque te advierto que esos son de este siglo.

No le gustó el silencio que contestó a su pregunta, tampoco haber sido tan grosero pese a que Emma había sido altiva, ofensiva y presuntuosa con él desde el inicio. Había entrado a casa de Giulio por la fuerza antes de que él la invitara a pasar, y con la misma ligereza y prepotencia le había arrebatado una pertenencia valiosa. Habían chocado en carácter y no creía haberse llevado una imagen equivocada de ella porque ciertamente lo había tratado como a un despojo para obtener lo que deseaba. No ayudaba el hecho de que él mismo se sintiera como salido de las cloacas por la forma en la que era tratado por todo el mundo que lo juzgaba por su ropa antes que por su persona.

Sí, quizás como él mismo y muchos aristócratas habían hecho en el pasado con la gente de menos poder adquisitivo... Pobres, se les llamaba. Al menos habían tenido sus nombres y su identidad. Él ya no poseía nada de eso.

—¿Cómo lo hiciste? —preguntó Emma luego de entrecerrar los ojos para agudizar la mirada.

Giulio se quedó en blanco.

—¿Cómo has logrado igualar su técnica al punto de tener incluso la misma presión en la impresión de su caligrafía? —continuó la mujer.

—¿Eh?

—Sabes perfectamente de lo que estoy hablando. —Emma rodeó la mesa para llegar finalmente hasta él y detenerse a centímetros de su rostro en exactamente el mismo despliegue invasivo con el que lo había abordado en su departamento—. Dibujaste y escribiste en su cuaderno.

—Ah. Sí. —Giulio recuperó su espacio personal y se dio la vuelta para comenzar a cerrar las latas de pintura con las que había estado imprimando los lienzos—. Te dije que lo había hecho.

—Ese no es el punto. Lo importante es cómo has logrado hacerlo igual que él.

—También te dije que era mi cuaderno.

—No. No lo es. —Emma lo siguió por el largo del pequeño pasillo formado entre dos mesas hacia el almacén donde se guardaba la pintura vinílica—. Ese códice tiene más de quinientos años de antigüedad, ya fue comprobado. Las tintas utilizadas entre la última hoja en la que él dibujó y en la que tú lo hiciste difieren considerablemente en calidad visual, en edad y composición química con respecto a los materiales. Giulio Brelisa utilizó tinta ferrogalotánica, tú usaste un bolígrafo común de papelería.

—Cuestan cinco talisas cada uno y ahora los hay por todos lados —Giulio se encogió de hombros, arrepintiéndose cuando sintió un pinchazo en aquel que tenía lastimado, y cerró la gaveta con cuidado. Se volvió hacia Emma—. No sé qué quieres que te diga. Ni siquiera sé por qué estás aquí.

—¿Cómo lo hiciste?

—¿Cómo hice qué, por Dios?, ¿es que tú y tu gente no se cansan de molestar a las personas? Son tan insistentes como la maldita iglesia —suspiró él con fastidio. Pasó a un lado de ella para volver al área de preparación, donde había alineado los lienzos recientemente imprimados—. Sólo dibujé y ya.

—Y escribiste.

—Un poco.

—¿Cómo es que sabes escribir en latín?, ¿o cómo es que sabes escribir en variaciones tan antiguas del taliseno, el español y otros idiomas? No te ves... —Emma se interrumpió bruscamente, formando una línea con los labios y las cejas. Giulio la miró sin interés mientras arrojaba las brochas sucias al interior de una bandeja—. No pareces ser alguien con un nivel de educación tan... complejo.

—Te sorprenderías —se mofó él.

—¿Cuántos idiomas sabes?

—Más que tú, estoy seguro.

—¿Cuántos? —insistió Emma sin verse afectada en lo mínimo por la provocación.

Giulio volvió a suspirar, poniendo los ojos en blanco.

—Cinco, y un poco de otros dialectos. Aunque en este lugar no parecen servir de nada y, por el contrario, sólo refuerzan las sospechas de la gente de que soy extranjero —rezongó, tomando la bandeja llena de brochas para llevarlas al lavadero—. Taliseno, francés, español, italiano y latín —dijo antes de que ella volviera a preguntar nada—. ¿Algo más?

—No los hablas como se hablan ahora.

—Mi padre era excéntrico y me enseñó las lenguas del pasado —resumió Giulio sin importancia.

Por dentro, sin embargo, sentía el corazón retumbar violentamente contra su pecho. Sabía que caminaba sobre una capa muy delgada de hielo bajo la cual pendía un abismo en el que podría sumergirse sin posibilidad de escapatoria alguna si llegaba a caer.

Debía ser precavido y, lo más importante de todo, no caer en provocaciones.

—¿Dónde aprendiste a escribir así? Las variaciones tan antiguas de semejantes lenguas no son funcionales en la actualidad.

—Internet.

—Como si eso fuera posible —resopló Emma, deteniéndose a su lado frente al fregador—. Se realizaron estudios en el códice, Giulio. Tu... imitación de su arte es tan exacta que los análisis dieron resultados confusos.

—¿Si es tan exacta cómo los resultados de los análisis pueden ser confusos?

—¡Porque es imposible! No es sólo el hecho de que dibujas y escribes como él, sino que has logrado incluso expresarte en todos los sentidos como él y... —Emma sacudió la cabeza y frunció el ceño—. Quiero saber cómo lo has logrado. —Lo tomó de la mano con la que Giulio estaba a punto de verter disolvente sobre una charola donde ya había apilado las brochas sucias y la acercó a su rostro para inspeccionarla, sorprendiéndolo—. Lo siento —murmuró con sinceridad cuando el súbito movimiento ocasionó una dolorosa contracción en el hombro y el costado heridos de Giulio. Lo soltó—. Los análisis grafoscópicos son infalibles. Se tuvieron que realizar porque aunque el cambio en las tintas es notorio por el paso del tiempo de una página a otra, todo lo demás es idéntico entre sí y generó mucha confusión.

Giulio dejó de lado el contenedor de disolvente y contempló el fondo del lavabo en silencio. Decir la verdad había demostrado ser un arma de doble filo en ese mundo. Lo hubiera sido incluso en la época en la que él había nacido. Pensar en que hubiera terminado colgando de una horca o quemado al ser acusado de haber realizado pactos con seres malignos a menudo le quitaba el sueño. En esa nueva sociedad ya no sucedía, pero el miedo continuaba instalado dentro de él. La gente del presente podía darse el lujo de exclamar con toda libertad su ateísmo o su promulgación de otras religiones e incluso de hacer o mostrar cosas indebidas en público sin más repercusiones que una ligera sanción. Él, por su parte, había decidido moverse con cuidado.

La iglesia ya no tenía poder. Había sido reemplazada por el gobierno, y en todo lo que Giulio había visto en la televisión y en el internet, ese nuevo sistema jerárquico no era mucho mejor que el anterior.

—¿Cómo sabías en dónde estaba la bóveda secreta de los Brelisa? —preguntó Emma con voz queda, apoyada en el gabinete anexado al lavabo—. Se buscó por siglos y nadie pudo dar jamás con su ubicación. Tú apareciste un día de la nada y de pronto lo encontraste.

—Sólo lo supe.

—No puedes sólo haberlo sabido y ya —bufó ella—. ¿Y de dónde saliste? ¿De dónde eres realmente?

—De la...

—De La Arboleda, sí. ¿Sabías que la ciudad cambió su nombre hace siglos? Nadie la llama así ahora. Ni siquiera tus abuelos la llamarían así porque cuando ellos nacieron ya era llamada Canos.

—Un nombre muy estúpido —refunfuñó Giulio, retomando su labor de abrir el disolvente para bañar las brochas con él.

Emma se inclinó un poco, buscando verlo a la cara.

—Hemos investigado tu historia y todo se detiene en aquel extraño instante donde un capataz de la obra de reconstrucción de la mansión Brelisa te encontró en una de las habitaciones, desnudo y desorientado. Tu extraño acento al hablar lo confundió y sí, creyó en un inicio que eras un adicto, pero demostraste estar sobrio y cuerdo pese a que decías cosas extrañas.

Giulio se ruborizó.

—Pues tenía razón. Bebí de más la noche anterior y perdí la ropa cuando me metí a nadar en el lago. Terminé en la casa Brelisa por casualidad.

—¿De verdad? —Emma enarcó una ceja—. ¿Bebiste? ¿Por eso afirmaste una y otra vez ser nada menos que Giulio Brelisa?

—Precisamente. Sólo un ebrio afirmaría semejante tontería —se rio Giulio con amargura—. Serlo sería imposible.

Emma se irguió.

—Sí, lo sería. Lo sería totalmente, y sin embargo el códice en el que escribiste y dibujaste dice lo contrario —dijo con una quietud tan profunda que Giulio volvió lentamente la mirada hacia ella—. No hay similitudes entre lo que tú hiciste y lo que ese maravilloso artista fallecido hace quinientos años hizo, hay exactitud. ¿Entiendes lo imposible que es eso? Ninguna persona puede escribir o dibujar igual que otra sin importar el parentesco que compartan. Aun si fueras su descendiente hay una línea de quinientos años que los separan abismalmente, y por mucho que lo hayas estudiado para ser igual a él, las copias siempre son descubiertas.

Bueno, también las mentiras lo eran. El problema era que en todo ese enredo que se había creado en torno a Giulio y su supuesta falsa identidad, no sabía exactamente en qué era en lo que había mentido y en qué no.

—Lo único que sé es que no logro entender este maldito mundo —suspiró con cansancio—. Dije que era alguien y no se me creyó. Ahora digo que no lo soy y tampoco se me cree. ¿Qué es lo que quieren de mí?

Emma lo miró largamente a los ojos, con la barbilla en alto y la expresión adusta.

—Tus huellas.

—¿Qué?

—Necesito tus huellas dactilares, saliva y una muestra de sangre.

—¿Muestra de sangre? —repitió Giulio, alarmado—. ¿Cómo podría darte mi sangre? ¿Para qué la necesitas?

No le gustó el aire de sospecha que rodeó a la mujer.

—¿Jamás te han sacado sangre?

—Sólo una vez cuando era niño —murmuró Giulio—. Con sanguijuelas. No fue muy agradable.

—Sangui... ¡Dios, no! —exclamó Emma, asombrada. Pareció incluso a punto de echarse a reír—. No se utilizarán sanguijuelas. Se utilizaría equipo nuevo y estéril; una aguja, guantes, algodón... Esto está comenzando a asustarme —susurró como para sí misma—. ¿Estarías dispuesto?

Dar su sangre sería lo menos catastrófico que podría sucederle. Ya había hecho cosas que en el pasado ni siquiera usando su amplia creatividad hubiera sido capaz de imaginar. Sentía curiosidad, además, por ver cómo intentarían extraer algo tan valioso como su fluido vital. Ya había visto algunas de las máquinas que los médicos utilizaban en ese mundo y le habían parecido fascinantes, si bien también aterradoras.

—¿Me dirás para qué necesitas todo eso de mí?

—Estudios —dijo Emma con cuidado—. Eres prácticamente un desconocido para este mundo, Giulio. Sólo me gustaría saber quién realmente eres y... ayudarte si está dentro de mis posibilidades.

—¿Me devolverían mis cosas cuando lo descubran?

—¿Tus cosas? Si te refieres al códice me temo que la respuesta es que no. Ahora pertenece al departamento de historia.

Giulio suspiró. Qué petición tan estúpida. Sus cosas ya no existían como suyas. Su taller se había derrumbado y desaparecido desde hacía mucho tiempo. Sus cuadernos, libros, escritos, pinturas, todo había sido diseminado a lo largo del mundo para que todo tipo de personas los compraran por sumas de dinero exorbitantes y los coleccionaran o destruyeran. Cualquier cosa que pudiera pedir de regreso sería condicionada a un costo que jamás podría pagar. El único consuelo al que podía abrazarse era a su creatividad y a sus habilidades. Ya no podría recuperar lo perdido, pero sí crear nuevas obras.

Sacudió la cabeza al entrar en razón.

—Quiero una de esas tabletas que algunos artistas usan hoy en día para dibujar y ver cosas como videos e internet.

Emma parpadeó, tomada por sorpresa.

—¿Una tableta táctil?

—Sí. Dame una donde pueda dibujar y te daré mi sangre a cambio. —Giulio terminó de poner las brochas a remojar y se recargó de espaldas en el filo del gabinete—. Las he visto en... ah, Pictugram, utilizadas por otros artistas, y quiero una.

—¿Estás...? ¿Te das cuenta de lo que cuestan esas cosas? ¿Crees que tu sangre vale tanto?

—Si no lo hiciera no estarías pidiéndola. No eres médico ni te especializas en nada parecido a la ciencia. Eres historiadora o algo por el estilo, y una burócrata intimidadora del departamento para el que trabajas. Puedo no ser de aquí pero eso no me convierte en un estúpido. Estoy aprendiendo, y estoy haciéndolo rápido.

—Eso veo. —Emma se cruzó de brazos, enarcando ambas cejas. Giulio la imitó—. Bien, en ese caso te veré aquí mañana. Pasaré por ti para ir al laboratorio —finalizó con una mueca que parecía una sonrisa luchando por formarse en sus labios—. No desayunes o alterarás los resultados de los análisis —añadió, comenzando a caminar hacia la salida.

—No intentarán secuestrarme para hacerme daño, ¿o sí?

Emma se detuvo.

—¿Por qué? No escondes nada, ¿o sí...? Estoy bromeando —se disculpó rápidamente, quizás al notar que Giulio no fue partícipe en su sentido del humor—. Puede ir alguien más contigo si lo deseas. Traeré tu carísima tableta y tu lápiz óptico e iremos al laboratorio, después te traeré de regreso. No nos llevará más de una hora todo el proceso. Hasta pronto.

—Adiós —murmuró Giulio, sumido en la sensación de que acababa de hacer un pacto con el verdadero diablo.

Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro