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23 Lienzos


Se quedó mirando el vehículo largamente, registrando el peso de las llaves dentro de su mano como lo haría un verdugo neófito al sujetar el hacha por primera vez en su vida. Era una máquina de cuatro puertas con una amplia portezuela trasera, vidrios por todos lados, llantas gruesas tan hinchadas que parecía que explotarían en cualquier momento y un recubrimiento de metal negro salpicado de lodo seco que había tenido mejores días a juzgar por los arañazos y las decoloraciones que lo aquejaban especialmente en las zonas cercanas a los arcos de las llantas.

Giulio había estado lavando los platos en la cocina de la cafetería cuando Sofía había entrado despotricando que habían vuelto a multarla por dejar el vehículo en la callejuela trasera que conectaba con el local. Algo sobre que no se tenía permitido acceder por ahí con vehículos porque bloqueaba el flujo peatonal y molestaba a los turistas. Giulio la había escuchado a medias, perdido en sus pensamientos mientras la cocina fluía de actividad a su alrededor, hasta que el racimo de llaves había aparecido súbitamente frente a su rostro, seguido de una orden tajante por que saliera a mover el vehículo hacia el estacionamiento ubicado al otro lado de la manzana, abierto exclusivamente para los dueños de los comercios.

Por mucho que había balbuceado e intentado negarse explicando que no sabía cómo conducir un vehículo de la era moderna, Sofía lo había desdeñado con ademanes bruscos y había finalizado la orden con un grito que había acallado de tajo el ruido siempre incesante de las ollas, el fuego, el aceite y las mangueras disparando agua a presión.

El estacionamiento no estaba lejos ciertamente. Sofía podía haber bajado las malditas cajas de suministros que siempre traía consigo y después mover el vehículo a donde debía dejarlo por el resto de la tarde. Debió haber previsto que volverían a sancionarla si la ley de tránsito ya lo había hecho en varias ocasiones. Mejor aún, Giulio debió haber insistido que no sabía cómo usar un vehículo sin importar que sus deberes de ese día fueran más insignificantes que los de los cocineros o los repartidores. Debió haberse negado e insistir que alguien más fuera enviado en su lugar.

Se secó el sudor de las manos en el delantal rojo de cuadros blancos que aún tenía atado en torno al cuello y la cintura y procedió a calar las cinco distintas llaves en la cerradura de la puerta del conductor. Podía no ser de esa época, pero siempre había sido observador. Era la naturaleza de un artista, después de todo. Había visto cómo se abría y se encendía un vehículo prácticamente desde que había despertado en ese lugar. Sabía que había un conector anexado al cuello del volante en el que también se insertaba una llave y que la palanca que sobresalía por encima de ese mismo interruptor era la que permitía que el mecanismo que ponía en marcha el vehículo se moviera.

Tragó en seco cuando se sentó detrás del volante y cerró la puerta con un chasquido. La gente iba y venía a su alrededor. El calor dentro de la cabina era agobiante pese a que el sol no le pegaba directamente al vidrio ni al techo. Había escuchado que la gente también era adepta a robar vehículos, por lo que pedir ayuda a cualquier persona que pasara en ese momento estaba fuera de posibilidad. Si Sofía descubría que alguien había entrado en su propiedad sin su permiso al único que culparía sería a Giulio y cobraría la afrenta con su salario.

Suspiró profundo e introdujo la llave correcta en el interruptor luego de probar tres veces con las equivocadas. La palanca estaba atrancada sobre la letra P. Debajo había una R, una N y una D. Cuando giró la llave y el motor se encendió con un poderoso ronroneo que sacudió todo el vehículo su corazón se aceleró. Una gota de sudor le corrió por la sien. Era un universo completamente distinto al de montar a caballo, donde podía manipular al animal como si fuera parte de su propio cuerpo porque de alguna manera los caballos entendían las necesidades e intenciones de sus amos. Los carros sólo eran máquinas inanimadas y misteriosas.

Pero había visto a Fátima y a otras tantas personas conducir con tal naturalidad que lo hacían lucir sencillo. El método principal era dominarlo con el volante, esa era su rienda. Debía aferrarse a eso para controlarlo todo.

Lo primero que hacían quienes conducían era mover la palanca a un costado del volante. Era obvio que también utilizaban los pedales ubicados debajo del asiento. Un vistazo rápido le indicó que aquel que estaba más desgastado era el que debía servir para poner en marcha el motor. Recorrió la palanca hacia la R y hundió el pie en el pedal.

Lo único que recordaría más tarde, cuando su cabeza dejara de punzar, era la cantidad de gritos que su frenética marcha en reversa arrancó de la gente que circulaba a pie por la callejuela que se empinaba en descenso, un sinfín de sombrillas de colores chocando contra el vidrio trasero y volando por los aires como dientes de león, comida lloviendo por todos lados y las sacudidas y golpes bruscos que el vehículo dio contra las paredes, las escalinatas y las barandillas de metal que se hundieron y se desprendieron a su paso.

La calle se desviaba en una curva un poco cerrada hacia la izquierda, y hacia allá fue él, moviendo el volante de un lado a otro en un intento desesperado por detener la marcha del frenético vehículo, lo que sólo consiguió continuar estrellando los costados contra las paredes y provocar que la gente se arrojara al interior de los callejones con saltos sorprendentes. La velocidad del descenso se hizo cada vez mayor, acentuada por la inclinación de la calle y por la nula resistencia que oponían los obstáculos que se llevaba en el camino. Una explosión le arrancó un grito. Después sabría que se trataba de uno de los neumáticos cediendo contra el barrote salido de un barandal. Un letrero de herrería con más de doscientos años de antigüedad se desplomó a su paso, cayendo sobre un carrito de panes dulces, y una señora que parecía tener dificultades para caminar sacó fuerza de sus viejos huesos para hacer un salto felino que la quitó del camino justo en el momento en el que la camioneta pasó arrastrando consigo una lona de colores.

El mar de gente que poblaba el callejón respondió al caos moviéndose frenético, tan o más aterrados que él. Veían a lo lejos el bólido de metal que se dirigía hacia ellos a toda velocidad y hacían lo posible por retirar mesas y sillas de su camino, lo que no impidió que Giulio dañara las fachadas frontales de muchos locales abarrotados de turistas en sus penosos intentos por tomar el control de la maldita bestia metálica.

Cuando llegó a la avenida, siempre llena de un tráfico vehicular fluido, alcanzó a girar el volante en un intento desesperado por evitar embestir a una mujer que paseaba con un cochecito de bebé y que eligió ese terrible momento para cruzar la calle. Cuando escuchó la bocina de un enorme camión de carga dirigirse hacia él a toda velocidad sólo tuvo tiempo de encogerse en su lugar y esperar el violento choque contra el costado opuesto del carro que lo arrojó contra la ventana de la puerta, donde se golpeó la cara y su hombro derecho chasqueó dolorosamente. Después rebotó contra el respaldo del asiento cuando un estallido en el centro del volante lo impulsó hacia atrás con una nube de aire blanco.

La avenida principal era una pista enorme sólo para vehículos. Agradeció en cierta forma cuando entró en ella debido a que no corría más riesgo de arrollar a nadie, mas sí de chocar contra otras máquinas que podían destrozarlo en un segundo. Y había cientos de ellas circulando por todos lados.

La camioneta continuó su frenético descenso cruzando en una curvatura horizontal la avenida por unos cuantos metros más, recibiendo bocinazos y rechinidos de llantas de los vehículos que frenaban a tiempo para evitarlo, hasta que en el último tramo, después de rebotar de arriba abajo cuando las llantas traseras se subieron a la banqueta central, Giulio contuvo la respiración cuando en el asiento del copiloto se encontró con «Ella», que volteó rápidamente la cabeza hacia la ventana, lejos de él.

Las manos de Giulio se movieron con un impulso propio cuando giraron el volante para esquivar el autobús de pasajeros que apareció justo en el instante en el que «Ella» se esfumó en el aire, rozando por milímetros el metal del vehículo. Tomó de lado un abultamiento en el acotamiento de la circunvalación, voló un par de metros por los aires, rebotando de arriba abajo en el interior de la cabina, y se despeñó loma abajo, incrustrándose entre árboles y rocas que impidieron que se volcara y llegara al fondo de una grieta llena de arbustos donde habría acabado hundido en el fondo de un canal cenagoso.

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Si había algo aún peor que el dolor en su hombro y en la mitad de su cara, que sentía en llamas, eran los gritos de Sofía. La mujer llevaba más de una hora paseándose de arriba abajo a lo largo de la cocina de la cafetería como una leona furiosa mientras Giulio, arañado, golpeado, amoratado y con el ojo tan hinchado que le sería imposible abrirlo por al menos una semana, presionaba una bolsa de verdura cruda contra su rostro.

Había intentado justificarse recordándole a la horrenda mujer que le había dejado claro que no sabía conducir cuando ella le había ordenado que moviera el vehículo de lugar. Luego había dejado de hablar cuando Sofía había pasado de los gritos a los alaridos histéricos. Sin importar lo que Giulio dijera, sus palabras entrarían en oídos vacíos.

Luego de que la camioneta se despeñara hacia el canal y de que la naturaleza prácticamente le salvara la vida, Giulio se había arrastrado fuera del vehículo con ayuda de unas cuantas personas que rápidamente habían descendido para ayudarlo. Por mucho que le habían pedido que se sentara sobre la banqueta a esperar la ayuda médica al notar el ensangrentado estado de su rostro y de su ropa, él había decidido, aún aturdido y mareado, caminar por entre el desorden que había dejado a su paso de regreso a la cafetería, donde más de uno de sus compañeros de trabajo se había paralizado al verlo entrar por la puerta de la cocina.

La noticia se había corrido como pólvora. Sofía había sido informada casi al instante de lo ocurrido y en cuanto había corroborado que su vehículo estaba siendo sacado del canal Gorgirus, que se ubicaba colina abajo, con una grúa, el pandemonio había estallado y la mayoría de los empáticos compañeros de Giulio habían volado en todas direcciones de regreso a sus labores como aves asustadas.

Afortunadamente antes de irse, y siendo más compasivos que Sofía, lo habían hecho sentar sobre unas cajas de plástico después de notar su dificultad para mantenerse de pie. Una de las meseras se había abocado a limpiarle el rostro con un trapo húmedo y otra había corrido por algo llamado «kit de primeros auxilios». La bolsa de vegetales congelados había llegado después, poco antes de que Sofía terminara de arreglar los trámites de su vehículo remolcado y se enterara del aproximado de la cantidad de dinero que debía de pagar por los diversos daños ocasionados por la caótica carrera de Giulio cuesta abajo, aunado a los procesos de investigación, o algo por el estilo.

Giulio no era capaz de razonar la mitad de lo que la mujer bramaba envuelta en un torbellino de palabras cortas y groserías porque estaba más ocupado asegurándose de que la hemorragia en su nariz y en el corte de su cabeza no reiniciaran y volvieran a humedecer su acartonada ropa. Los otros empleados no podían hacer mucho más que mirar y escuchar con los rostros contraídos mientras cortaban las verduras y guisaban la comida. Sofía los había retado a todos a defender a Giulio de sus justas acusaciones amenazándolos con despedirlos si no volvían rápidamente a sus trabajos.

Fue entonces cuando pareció finalmente tranquilizarse y se irguió sobre él como una sombra de rostro desfigurado por la rabia.

—Quiero que te largues —fue lo primero que dijo que él sí escuchó.

—¿Qué? —Levantó la cabeza, aún con la bolsa de congelados sobre el ojo cerrado, para mirarla con confusión.

—Que te largues —repitió ella, con los brazos en jarra—. Estás despedido. Me has traído muchos problemas desde que llegaste. Esto sólo es la gota que derramó el vaso.

—Pero necesito el trabajo.

—Me importa una mierda lo que necesitas. Eres indocumentado. Después de esto comenzarán a investigarme y cuando descubran que quien iba manejando la maldita camioneta no sólo no tiene licencia, sino que además trabaja para mí sin contrato ni papeles de ningún tipo, me caerán como las malditas rapiñas chupa sangre que son. Vete.

Giulio se puso de pie y rengueó vergonzosamente detrás de ella cuando la miró enfilar hacia la puerta que conducía al pasillo de servicio.

—No puedes correrme. Por favor, Sofía. Yo... pagaré por los daños.

Ella se detuvo en seco, provocando que él casi chocara contra su ancha espalda, y se giró.

—Pagarás, dices. ¿Cómo exactamente piensas hacerlo siendo un cerebro de gusano muerto de hambre? —Esperó un momento a que Giulio respondiera. Cuando fue evidente que no lo haría, el desdén volvió a deformar sus facciones, que a pesar de su terrible carácter tenían cierto grado de belleza en ellas. Una belleza frívola y despiadada—. Mi camioneta está hecha un asco, ya me mandaron las malditas fotos. Dejaste el maldito callejón como muladar de limosneros, destruiste un letrero con más de dos siglos de antigüedad, impactaste contra un vehículo y después te despeñaste. ¿Tienes idea de la cantidad de dinero que tendré que pagar yo? ¡No tengo para continuar pagando tu maldito salario, estúpido de mierda! Quizás tenga que despedir a la mitad de mis empleados, ¿y todo por qué? Porque cometí el imperdonable error de aceptar contratarte. ¡Maldito inmigrante inmundo!

La violenta bofetada resonó con un chasquido seco a lo largo de la cocina, lo que disminuyó notoriamente el ruido de las cacerolas y los trastes cuando todos volvieron su atención hacia la penosa escena. Sofía era pequeña y regordeta, y siempre había presumido de tener brazos y manos fuertes. Giulio lo comprobó cuando el golpe le cimbró la cabeza entera y lo hizo trastabillar contra un estante de metal y después caer sobre su trasero con un pujido. Y ahí, en su ignominia, con el rostro ardiendo más por la vergüenza que por los golpes, no hizo más que llevarse la mano a la mejilla, que era la contraria de aquella que tenía hinchada por el impacto contra la puerta del vehículo.

Con la mente saludable y los sentidos en óptimas condiciones el golpe no lo habría tomado por sorpresa. En ese momento se encontraba tan vulnerable que simplemente no lo había visto venir.

—Vete. Vete y no regreses más si no quieres que llame al departamento de inmigración para que te deporten a la mierda, sucio extranjero. Jamás debí dejar que Fátima me convenciera de esta estupidez.

Se dio la vuelta y abrió la puerta con un manotazo para perderse al otro lado del corredor, dejando a Giulio sentado en el piso de la cocina, con la mano cubriéndose la boca y el orgullo y la dignidad pisoteados. 

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