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22 Lienzos


Los días siguientes a su visita al museo transcurrieron con calma. Un imprevisto personal de Crisonta mantuvo el taller de Loresse cerrado por casi una semana y Giulio tuvo que conformarse con dibujar y pintar únicamente con sus colores de madera. Hizo algunos viajes cortos a través de la ciudad también, procurando memorizar las calles para no olvidar el camino de regreso al departamento que compartía con sus amigos.

Artadis había cambiado y crecido mucho pese a que en general continuaba siendo más o menos lo mismo. El caos del tráfico vehicular era lo más difícil de acostumbrarse. Giulio aún no sabía cómo cruzar las calles sin entrar en pánico, avergonzándose cuando llamaba demasiado la atención en sus repentinas carreras de una acera a otra, esquivando mayormente motonetas. Que unos días atrás hubiera visto a una mujer ser atropellada por un vehículo de carga en una de las avenidas turísticas no había hecho sino incrementar su pánico y su estrés cuando llegaba a cualquier intersección.

Había escuchado después que la mujer había muerto en el hospital. Lo había visto en las noticias, mejor dicho, mientras Tomello y Marice discutían de fondo sobre las habilidades de unos llamados «superhéroes». Era increíble, pero la información viajaba tan rápido que ya no le sorprendía que de un momento a otro gente de otros lugares del mundo se enterara de lo que ocurría justo frente a él. Era como tener una ventana a cualquier sitio, sólo se debía sintonizar el canal adecuado y las noticias llegaban en cascadas.

Así se había enterado de muchas cosas con respecto a sí mismo que le amargaban el gusto, o de algunos otros artistas que había conocido superficialmente en su época y que la televisión había desentrañado vergonzosamente. Infidelidades, supuestos pactos con el diablo, juergas, deudas, pérdidas, asesinatos, conspiraciones. La lista de lo que tanto músicos como pintores o escritores de diferentes eras de la historia de la humanidad habían hecho a lo largo de sus vidas se repetía una y otra vez en su mente con disgusto. Lo que más le molestaba era la insistencia de la gente en deformar su relación con Jean, su amigo. Se habían criado juntos desde pequeños y de alguna manera los libros que hablaban de Giulio sugerían que su amigo era objeto de muchos de sus dibujos por haber sido su amante.

Al parecer nadie se había tomado la molestia de investigar a fondo la vida de Jean, de conocer su matrimonio y los hijos que había tenido con su esposa. Por otro lado, nadie hablaba de Lucilla Daberessa, su vecina y quizás, en términos más complejos, también su novia. Lucilla había estado muy involucrada en la vida de Giulio desde el inicio, y no había desaparecido de sus pensamientos ni siquiera cuando había sido casada por la fuerza a los dieciséis años. Tal vez su falta de mención en la historia se debía a que ambos habían sido muy cuidadosos al momento de ser vistos en público, principalmente para evitar habladurías que pudieran afectar la reputación de ella.

Una mujer viuda y tan joven en amoríos con un pintor del que su propia gente hablaba pestes hubiera sido blanco de rumores peores rápidamente, especialmente alguien que, como Lucilla, había regresado a vivir a casa de sus padres sola, sin fortuna y también sin hijos después de que un accidente repentino le quitara la vida a su esposo antes de que ella cumpliera las dos décadas de vida. Giulio no había podido evitar buscarla en cuanto había escuchado de su retorno y la llama del deseo se había encendido nuevamente entre ambos.

Habrían sido felices juntos, lo sabía. Ya lo eran y Giulio lo había arruinado todo al morir.

El chasquido de un traste aterrizando bruscamente sobre el metal del lavaplatos lo hizo recular, arrancándolo de su ensimismamiento. Era una noche tranquila. Tomello y Marice también estaban en casa. El primero lavando los platos, el segundo echado en el sofá de dos plazas, contiguo al sofá individual en el que Giulio estaba sentado intentando entender los tecnisismos tecnológicos que usaban los personajes en la película sintonizada. Bodegón, el gato, estaba recostado a lo largo del antebrazo del sillón, con los ojos rasgados y la punta de la lengua de fuera.

Agradecía la calma después de haber sobrevivido a un día de gritos y humillaciones en la cafetería. Los clientes solían ser tranquilos e incluso generosos con el dinero extra que dejaban en las propinas. Sofía, en cambio, adoraba poner a prueba la capacidad de sus pulmones para vociferar sus ideas o disgustos. Giulio sentía punzadas en la cabeza, como si tuviera una campana retumbando detrás de los ojos.

—¿Qué mierda? —masculló Tom desde la cocina—. ¿Quién maldición dejó toda la ensalada en el plato? ¡Se hizo un maldito atascadero!

—No me gusta ese tipo de ensalada —rezongó Marice al mismo tiempo que Giulio respondió que no había sido él—. Odio la mayonesa.

—¡Pudiste no haberte servido entonces! —Tom talló con fuerza el plato, mirando con disgusto los grumos de sopa resbalar hacia el cesto de basura.

—Giulio sirvió la cena, ¿lo olvidas? —Marice movió las manos para enfatizar sus burlas, uniendo sus dedos pulgares con los índices—. Lo hace todo tan perfecto como si estuviéramos en la maldita corte inglesa. ¿Quién crees que compró los tenedores y las cucharas de distintos tamaños? Por él es que siempre hay más cosas que lavar. Una cuchara para la sopa aguada, otra para la crema, una más para el guisado y no olvidemos los recipientes para los aderezos y las cremas —remedó lo que se suponía era la voz de Giulio mostrándoles cómo usar la cubertería.

—Se llama comer con propiedad —espetó Giulio a su vez—. Si no querías la ensalada la hubieras tirado tú mismo a la basura después de comer y no haber esperado a que alguien más lo hiciera por ti. No somos tus padres para consentir tus caprichos o limpiar tu desorden.

Tomello refunfuñó entre dientes sin dejar de tallar el plato.

—Estoy seguro de que ese zángano ni siquiera se limpia el culo después de cagar. Tirar la basura después de comer es imposible con sus modales de bestia. ¿No te da olor a mierda cada que te acercas a él?

—¡Dijo la señorita mejor portada de la casa! —exclamó Marice con ironía, sentándose. Giulio sonrió con sorna, quedándose en silencio. Había aprendido desde el inicio de su convivencia con esos dos que intervenir en sus peleas las solucionaba únicamente porque terminaban enfocando su atención en fastidiarlo a él—. Lava los trastes y cállate. Yo jamás me quejo cuando es mi turno de asear. ¿Crees que levantar tus malditos calzones y calcetines apestosos del piso es menos asqueroso?

—Los calzones que levantaste ayer no eran míos —refunfuñó Tomello.

—Los tomaste de mi parte del tendedero —se defendió Giulio en cuanto percibió que la atención osciló peligrosamente en volverse hacia él a pesar de su silencio—. Los usaste y luego los tiraste al piso. Dejaron de ser míos en cuanto te los pusiste.

Tomello resopló.

—No tenía ropa limpia.

—Porque no lavas, animal —espetó Marice—. Siempre nos pides que llevemos tu ropa cuando bajamos al cuarto de lavado para que lo hagamos por ti, y cuando lo olvidas robas la nuestra.

—Y no nos pagas —añadió Giulio—, ni por la ropa robada ni por la lavada.

—¿Qué son que ahora se ponen de acuerdo en todo? ¿Novios? Maricas.

Giulio abrió la boca para responder, olvidándose de mantenerse fuera de la discusión, cuando el sonido de nudillos llamando a la puerta lo detuvo. Los tres voltearon al mismo tiempo, imitados por Bodegón, que se espabiló con un largo bostezo.

No solían tener visitas a menos que se tratara del rentero o de los vecinos de enfrente aporreando la puerta con los puños para exigir que bajaran el volumen de la televisión o dejaran de reírse a los gritos, lo que sucedía con mucha frecuencia. Giulio no se había animado aún a preguntarle a sus amigos si tenían familia. Suponía que no. Tomello mencionaba a su madre en ocasiones, hablando de ella en tiempo pasado, y Marice sólo había hablado de su hermano mayor una o dos veces. Giulio, por su parte, no tenía más amigos que ellos dos, reacio a relacionarse con más gente de la que ya había tenido contacto hasta ese momento.

Llamaron de nuevo y Tomello arrojó otro plato al lavatrastes, mirando por sobre su hombro.

—¿No escuchan que están tocando?

—Cuando te toca el día de quehaceres también incluye abrir la puerta —dijo Marice con desinterés, volviendo a echarse en el sillón.

—Yo abro —intervino Giulio, atajando otra discusión.

Era un departamento pequeño, por lo que no le tomó más que un par de pasos llegar desde el sillón de una plaza hasta la puerta, que abrió con un rechinido de las bisagras para encontrarse de frente con dos personas, un hombre y una mujer, ambos jóvenes y pulcramente vestidos. Ella pelirroja y él de piel oscura, hacían un contraste maravilloso enfundados en sus elegantes ropas y suave esencia perfumada.

—Buenas noches —habló el extraño primero. Tenía el cabello tan corto que era apenas una película hirsuta sobre su cabeza en un estilo muy similar al de Tomello. En el cuello del traje, que en ese siglo era considerado elegante, llevaba un distintivo dorado con el símbolo de una mano sosteniendo una pluma que dibujaba un lobo—. Mi nombre es Leo Botta y ella es mi compañera Emma Guzon. Nos presentamos del departamento de Investigación e Historia del Arte Nacional en busca de los señores... —Encendió el dispositivo que llevaba en la mano al tiempo que deslizó los dedos sobre la pantalla. La luz iluminó su rostro, tornándolo de un color grisáceo—. Tomello Patrici, Marice Baganne y... —La pausa no le agradó a Giulio, sobre todo por la manera en la que el rostro del hombre se modificó con una mueca indescifrable—, Giulio Massine. ¿Se encuentran en casa?

—Eh... —Giulio le echó un vistazo a sus compañeros. Pese a que seguramente habían escuchado sus nombres, ninguno de los dos volvió su atención hacia la puerta—. Sí. Es... ¿De qué trata...? ¿Cuál es el motivo de la visita? —Intentó ser cortés.

Haber muerto y revivido afortunadamente no lo había despojado de los modales tan duramente enseñados por sus maestros, institutrices y por su padre.

—Nos gustaría pasar a discutirlo —dijo Emma por primera vez, hablando con una voz suave dentro de su gravedad. Sus agudos ojos verde lima enfocaron a Giulio con un aire misterioso—. ¿Podemos?

De nuevo, Giulio echó otro vistazo al interior del departamento. Tomello había terminado ya con los platos y se había recargado en la pequeña barra de la cocina para mirar la televisión con expresión ausente. En algún momento el gato se había subido al mueble y restregaba contra él su enorme cuerpo redondo.

Pero antes de que Giulio pudiera decidir nada, Emma puso la mano sobre la puerta y la empujó con firmeza, haciendo que él retrocediera para darle espacio. Así entraron los dos extraños, abriéndose camino como una ráfaga de aire otoñal levantando un remolino de hojas a su paso. Giulio se perdió por un momento en las inquietas ondas que formaban el cabello de Emma al caer en remolinos sobre sus hombros y su espalda.

No fue hasta que alcanzaron la barra que dividía la cocina de la sala que su presencia sacó a Marice y a Tomello de su estupor y los hizo voltear finalmente para verlos.

—Buenas noches —volvió a saludar el hombre, Leo. Repitió los nombres de ambos y el lugar del que venían, así como los nombres de las tres personas a las que buscaban—. No. No están en problemas —respondió a la preocupada pregunta de Marice. Giulio rodeó la sala para quedar frente a ellos y de pie junto a sus amigos—. Planeamos que sea una visita rápida, aunque eso en realidad depende de ustedes.

—Es sobre el hallazgo de la bóveda secreta en la casa de la familia Brelisa, propiedad actual del ayuntamiento de Canos —dijo Emma. Giulio intercambió una rápida mirada con sus amigos que no pasó desapercibida para los extraños—. Veo que saben de lo que estoy hablando.

—No, de hecho no —rezongó Tom rápidamente. Se cruzó de brazos—. ¿Qué tenemos que ver con eso?

—¿Además del hecho de que ustedes la descubrieron, quieres decir? —preguntó a su vez Leo—. Por no mencionar que invadieron propiedad privada.

—Todo mundo puede entrar y salir de ese lugar —dijo Marice con voz tensa—. Perdí la cuenta de la cantidad de veces que he ido a nadar en el lago desde que era niño. ¿Por qué sólo nosotros estaríamos en problemas por eso?

—Si bien entrar o salir es un delito menor y casi desdeñable si aplicamos la ley con igualdad —comenzó a decir Emma. Giulio veía con atención la forma en la que su cabello se movía, cómo el rojo parecía brillar con un fuego traslúcido bajo la lámpara del techo, que alumbraba justo sobre ella—, robar sí es una transgresión mayor.

—¿Robar? —preguntaron los tres al unísono. Tomello fue el que continuó, a la defensiva—. Nosotros no robamos una mierda. ¿De qué maldición están hablando?

Emma enarcó una ceja y miró con aburrimiento hacia su compañero, que encendió y manipuló una vez más su larga tableta. Luego de unos segundos de tenso silencio la levantó y les mostró una captura perfecta de un cofre muy familiar para Giulio y para sus dos amigos. La boca se le secó al instante. No creía haber cometido ningún delito cuando había tomado algo que por derecho le pertenecía. Un baúl enmohecido y destartalado había estado lejos de ser tan importante como la fortuna que alguna vez su padre había guardado en ese cuarto secreto.

La gente del siglo veintiuno no sólo acrecentaba las nimiedades, sino que las agravaba.

—¿No fueron ustedes los que vendieron este baúl a una tienda de antigüedades ubicada a pocas calles de aquí? Oro e historia, es su nombre —dijo Emma, señalando la fotografía con un movimiento vago de su mano. Su mirada, por otro lado, estaba posada en ellos—. Según el registro del dueño, les dio más de cien mil talisas por el baúl y otros objetos que llevaban consigo, todos extraídos de la bóveda.

Giulio ponderó sus opciones. Había muchas cosas que aún no comprendía de esa época, pero había otras más que sabía que no habían cambiado a pesar del paso de los años. Quedarse en silencio ante una acusación no era bien visto. Era, por el contrario, una manera de darle la razón a quien le acusaba del delito. Era caminar a la horca por voluntad propia.

—No era tan secreta si alguien pudo encontrarla, ¿eh? —se burló Tomello.

—No robamos nada —añadió Giulio—. Sólo encontramos las cosas.

—Dentro de una bóveda que le pertenecía al ayuntamiento —insistió Emma.

—En el bosque —repuso Giulio—. No encontramos nada dentro de mi... de la casa de los Brelisa.

—Pero sí en su propiedad.

Giulio se mordió la lengua para no reclamar que la propiedad no le pertenecía a nadie más que a él ahora que toda su familia estaba muerta, y eso incluía a aquella hermana que no había tenido la suerte de conocer.

—Lo hecho, hecho está supongo —continuó Emma, haciéndolo desconfiar—. Lo que deseo saber es qué más encontraron en ese lugar.

—Nada —volvieron a decir los tres al mismo tiempo.

—Sólo el baúl —repuso Marice.

—Qué extraño, considerando que el dueño de la tienda de antigüedades dijo que le mostraron un par de monedas que ustedes aseguraron haber hallado dentro del baúl.

—Ese hijo de perra chismoso —siseó Tom, golpeando la barra con un puño—. No fue nada de otro mundo.

—No estaban en el baúl. Las sacamos de otro lado fuera de la propiedad —intervino Giulio nuevamente, enfrentándose a la sólida mirada de ambos agentes de... lo que fuera—. Muy lejos.

—¿En dónde exactamente? Nos encantaría saber qué otro lugar en esta región es fruto de tesoros nacionales. —Emma sonrió con ironía.

—¿En verdad creen que todo les pertenece sólo porque las personas que lo poseían están muertas? —preguntó Giulio con fastidio.

—Hasta donde sabemos, los muertos no pueden reclamar derecho de propiedad —se mofó Leo—. ¿Dónde está el cuaderno?

Los tres jóvenes se congelaron en sus lugares. Giulio evitó a toda costa intercambiar otra mirada con sus amigos, aunque sabía que su repentina parálisis era también un delator de su culpabilidad. El cuaderno, preguntaba el hombre. El cuaderno que le pertenecía por derecho porque él lo había comprado (quinientos años en el pasado, obviamente) y él lo había usado. Todavía lo hacía. Había añadido varias notas más y unas cuantos bocetos entre las últimas páginas, aunque finalmente había optado por conservarlo como un recuerdo dado que la tinta actual y los escasos materiales que había adquirido recientemente en la tienda de arte eran demasiado pesados para el tipo de hoja tan antigua y maltratada.

—Sabemos que existe un posible códice de Giulio Brelisa que también fue extraído del almacén secreto —dijo Emma—. El dueño de la tienda de antigüedades dijo que ustedes lo mencionaron mientras vendían el baúl. ¿Dónde está?

El instinto y la molestia triunfaron por sobre la mesura cuando Giulio no pudo mantenerse quieto por mucho tiempo más y disparó una mirada cargada de reproche a sus amigos. Se suponía que el hallazgo del cuaderno se mantendría únicamente entre ellos. No importaba cuánto costara en la actualidad, le pertenecía a Giulio. Era su última conexión con su pasado, lo único que le quedaba de la vida que había conocido y a la que no podría regresar jamás.

Continuar negando su existencia, sin embargo, no era plausible. Si habían reconocido ya la venta del baúl y haber mostrado las monedas al hombre indiscreto de la tienda de antigüedades, era cuestión de tiempo para que la presión que ejercían esas dos personas sobre ellos terminara de reventar la resiliencia de alguno de los tres.

—El cuaderno es mío.

—No. No lo es —dijo Emma, apuntalando a Giulio con una mirada de fuego—. Le pertenece al departamento de historia de la nación. Es patrimonio de Talis, especialmente de Canos.

—Eso es ridículo —protestó Giulio por sobre la voz de Tom comenzando a elaborar sus propios reclamos—. Todo lo que hay escrito o dibujado en él es mío. Yo lo hice —continuó sin pensar, como solía ocurrir cuando dejaba que el temperamento lo controlara—. Es privado. Ya han expuesto demasiado de mi persona al mundo. No permitiré que hagan público un solo secreto más.

Empezando por que le había dedicado muchos pensamientos a Lucilla en ese cuaderno en especial, aunque jamás había mencionado su nombre ni la había dibujado directamente, no ahí al menos. Tal vez si lo descubrieran sería beneficioso, dejarían de insistir que su amistad con Jean había sido un vergonzoso romance.

No había nada en ese cuaderno que valiera la pena mostrar al mundo. La mayoría de las cosas impresas en él eran bocetos rápidos, trazos a medio terminar, observaciones escritas con garabatos casi ilegibles y estudios desordenados sobre algunas de sus obras. Estaba también un intento de dibujo que su padre había hecho en una ocasión que había pasado al taller de Giulio para conversar con él. Akantore había tomado una pluma que había estado descansando dentro de un tintero y había trazado líneas horrendas que al final habían formado una cara deforme pero sonriente que Giulio había conservado intacta entre sus propios dibujos.

Era un tesoro, su tesoro, y querían quitárselo.

—¿Qué locuras estás diciendo? Es un cuaderno de hace quinientos años —espetó Emma, adelantándose dos pasos hacia él. Al ser casi tan alta como Giulio por estar usando calzado de tacón, sus ojos color verde lima quedaron justo frente a los suyos—. Tienes que devolverlo.

—¿Devolverlo a quién? —Giulio retrocedió sólo por respeto hacia ella.

Dentro de las muchas cosas que le habían enseñado a lo largo de su rígida formación, lo más importante era el respeto que le debía al espacio personal de las mujeres, también que no debía discutir con ellas porque la palabra de un hombre jamás debía rebajarse a ser gastada en vano intentando razonar con ellas. Ya no estaba tan seguro de que eso fuera cierto o de que fuera correcto mencionarlo puesto que la sociedad actual reaccionaba con ferocidad ante el menor dejo de lo que ahora llamaban «discriminación». Las cosas en esa época eran muy distintas a como lo habían sido cinco siglos en el pasado. Ahora las mujeres tenían la misma fuerza de palabra que un hombre y podían, como Emma, prestarse a intimidar libremente a uno sin temer a las repercusiones sociales que en el pasado solían aislarlas y estigmatizarlas.

Aunque Giulio no se sentía intimidado en lo absoluto, sólo molesto. Había cedido a muchas de las exigencias de esa nueva sociedad en los escasos meses que tenía de haber sido arrojado a ese infierno y no pensaba renunciar a lo que por derecho le pertenecía.

—El deber de todo ciudadano de Talis es reportar cualquier hallazgo histórico y hacerse a un lado —dijo Emma sin contestar directamente a su pregunta. Ladeó la cabeza después, entrecerrando los ojos—. ¿Pero será que eres un verdadero ciudadano de Talis, Giulio?

—¿Qué quieres decir?

—Tenemos información detallada sobre Tomello Patrici y Marice Baganne, pero nada sobre ti. Sabemos de tu existencia únicamente por los datos que se nos han brindado vagamente durante nuestra investigación. ¿De dónde eres?

—De la Arboleda —respondió Giulio con fastidio—. Lo he dicho cientos de veces.

—De Canos, querrás decir —lo corrigió Leo desde su lugar frente a la barra, ignorando los ojos rabiosos de Tomello, que estaba muy cerca de él—. ¿Por qué no hay información alguna sobre ti? No existe registro de nacimiento, historial académico ni solicitud de identificación oficial cuando cumpliste la mayoría de edad, si es que eres mayor de edad para empezar.

—Tengo veinticinco años.

Más quinientos años, lo que técnicamente no contaba porque había estado durmiendo durante todo ese tiempo, o así lo sentía. Por más que lo intentaba no podía acceder a ningún recuerdo o sensación que aludiera a su estadía después de la muerte. Los últimos instantes de su vida se reproducían en su mente como una especie de sueño que por momentos no estaba muy seguro de recordar con claridad, luego la nada que podía catalogar como un sueño oscuro, y después el horrendo despertar dentro de una habitación escombrada y llena de vegetación invasora que había borrado casi por completo la esencia de aquel lugar que durante mucho tiempo había sido el más seguro del mundo para él. No había sido más que un parpadeo. Un instante allá y al siguiente a, en ese universo de locos, sometido a reglas aún más locas o, lo que era peor, a la falta total de ellas.

Aunque reconocía que la pérdida de poder de la iglesia sobre la sociedad lo reconfortaba. No estaba seguro de que hubiera podido sobrevivir hasta esas alturas si el mundo continuara subyugado bajo el pie inquisidor de los creyentes.

—Tu acento no es de aquí —observó Emma—, ni de Canos.

—No soy un inmigrante si eso estás implicando.

—No te culparía si lo fueras. Mucha gente viene en búsqueda de una vida mejor.

—¿Vida mejor? —se mofó Giulio sin humor. Señaló a su alrededor con los brazos extendidos—. Este lugar me lo ha quitado todo, ¿cómo maldición podría darme una vida mejor? Te aseguro que si pudiera regresar a mi verdadero hogar lo haría sin dudarlo. La gente de aquí es... monstruosa, y las mujeres son irreverentes y libertinas, sin un ápice de respeto por ellas mismas; los hombres actúan como niños a una edad en la que deberían ser ya adultos con deberes y responsabilidades, y la gente tiene... sostiene intimidad públicamente en la televisión —borbotó ante los rostros confundidos de todos—. No tengo nada. ¡Nada! Porque todo se lo han llevado personas como tú. —Señaló a Emma con un dedo acusador—. Otra gente gana dinero, amasa fortunas por millones con obras que yo creé y que jamás cedí a nadie; me humillan ya no sólo en esta maldita ciudad, sino en todo el mundo, levantando falsos rumores sobre mí y mi amistad con mi mejor amigo, me inventan gustos, costumbres y anécdotas que jamás tuve y... ¡Y esa cosa! —Señaló ahora a la televisión—. ¡Yo jamás hice un viaje de aventura hacia las Indias para liberar a nadie ni tampoco escribí mensajes secretos en mis lienzos! —Dejó caer los brazos derrotado—. Y no tengo las mejillas sonrojadas ni rollizas, el pelo dorado ni los malditos ojos azules.

El silencio que siguió a sus palabras fue extraño. Todos lo veían, pero ya no le importaba tanto como al principio porque siempre hacía algo que provocaba que todos lo miraran. No sabía cruzar la calle sin casi ser arrollado y recibir al menos un bocinazo ni usar las máquinas que estaban por todos lados y que siempre tenían una función vital para agilizar las necesidades básicas de la gente, lo que siempre lo llevaba a pedir ayuda y a recibir malas caras a cambio. Conjugaba oraciones que sonaban raras en los oídos de esa época, usaba palabras que automáticamente lo tildaban como pasado de moda y aún reculaba cuando miraba al cielo en busca de alivio al pensar en sus seres amados y avistaba un «avión» dibujando una pequeña estela a miles de pies de altura.

Muchas cosas continuaban sorprendiéndolo o asustándolo y no podía compartirlo con nadie porque nadie era igual a él en ese lugar.

—El centro psiquiátrico más cercano está en Palatsis y cierra a las nueve —dijo Leo tras la pequeña pausa.

Tom y Marice se rieron, apurándose a serenarse cuando miraron la expresión traicionada de Giulio.

—Irreverentes y libertinas, dices —murmuró Emma—. ¿Eso piensas que somos las mujeres?

—He visto cosas —dijo Giulio, con eso explicándolo todo.

La mujer suspiró.

—Entrégame el cuaderno, por favor. Sea cual sea tu... problema mental, no es mi asunto. Tomaremos el cuaderno y nos iremos y puedes estar seguro de que no volveremos a irrumpir en tu vida.

—Es mío, ya te lo dije. Es muy personal.

—Lo encontraste en el almacén secreto de los Brelisa, nada en él que pudiera ser personal se relaciona contigo —insistió ella. Luego abrió mucho los ojos, frunciendo el ceño—. ¿Has rayado en él? ¡Lo rayaste!

—¿Cómo? —preguntó Marice de fondo, que hasta ese momento se había quedado muy callado, mirando la interacción con cara de susto—. ¡Giulio, esa cosa tiene más de quinientos años! ¿Tienes mierda en la cabeza? ¡Es una obra de arte por sí mismo!

Giulio miró de rostro en rostro con ofuscación.

—Yo no rayo las cosas. Es mío e intenté reutilizarlo, pero...

—Dios... Dios, ¿qué has hecho? —preguntó Emma, dirigiéndose hacia una de las dos puertas ubicadas al fondo, donde por azares del destino adivinó que se encontraba la habitación de Giulio—. ¿Este es tu cuarto?

—¡Hey! ¡No puedes entrar! —la siguió él, aunque evitó tocarla. Si en el pasado poner la mano sobre una mujer, fuera abusiva o no, era muy mal visto, en el presente quizás sería simplemente imperdonable—. ¡No te di permiso!

Emma se detuvo justo bajo el marco de la puerta, haciendo volar sus rizos rebeldes cuando se giró bruscamente. Giulio agradeció tener reflejos rápidos (que estaban agilizándose por el cruce diario de calles) para evitar chocar contra ella, llevándose un golpe en el hombro contra el marco de la puerta.

—Veo que aún no comprendes la gravedad en todo esto, Giulio... si es que ese es tu verdadero nombre —siseó Emma—. Si no me entregan ahora mismo cada uno de los bienes que extrajeron del interior de ese almacén los próximos que llamarán a la puerta serán agentes de la policía. El ayuntamiento de Canos presentará cargos en contra de cada uno de los tres y serán interrogados en una audiencia oficial que puede escalar incluso a la presentación de cargos penales. ¿Sabes lo que eso significa? Prisión —sentenció entre dientes, mirando a Marice y a Tom—. Deportación —le dijo a él.

—¡Hey, no pueden hacer eso! —gritó Tom desde la cocina. Sus intenciones de acercarse un poco más fueron truncadas cuando Leo se interpuso en su camino—. No robamos nada.

—Técnicamente lo están haciendo al negarse a entregar los objetos encontrados en el almacén y que aún conservan en su posesión —respondió el hombre—. Pertenecen a la nación.

—Giulio Brelisa no les pertenece —siseó Giulio—. ¡A nadie!

—Fue un artista taliseno. Su legado le pertenece al país, a menos que tengas un certificado oficial firmado y redactado por un experto que afirme que el códice es tuyo, ya sea por herencia o por compra. —Miró alrededor con las cejas levantadas—. Y a juzgar por tu evidente nivel económico, dudo que eso último sea el caso.

—Eso es basura —dijo Marice—. No pueden hacer esto. No tienen permitido ir a las casas de las personas y buscar entre sus objetos personales. ¡Es contra la ley!

—Lo sería si hubiéramos accedido por la fuerza, pero se nos permitió entrar libremente —respondió Leo—. Sólo entreguen el códice y nos iremos.

—Maldición —murmuró Tomello—. Creo que... Creo que deberías dárselo —le dijo a Giulio—. Sé que todo esto es una completa mierda, pero no quiero ir a la cárcel. Estoy ahorrando dinero para... Sólo no quiero que me jodan esta oportunidad.

—Lo lamento, Giulio. No debimos decir nada —secundó Marice—. Sólo lo comentamos al maldito viejo bocón de la tienda de antigüedades, jamás creímos que podría pasar algo como esto.

La cárcel, había dicho Tom. Quizás era lo más suave que podría suceder en un mundo como ese, un castigo menor dentro de la infinidad de sentencias que una persona podría sufrir a manos de un gobierno corrupto y criminal, como había escuchado Giulio que la gente se refería al gobierno de Talis en la televisión. Quizás ya no había horcas ni guillotinas, pero la gente seguía sufriendo ignominias que a veces pasaban desapercibidas por la ley. Tal vez era justamente eso lo que Emma y Leo estaban haciendo al amedrentarlos de esa forma.

Suponía que jamás lo sabría porque no quería arriesgar la vida por un cuaderno que aunque tenía recuerdos hermosos en él, podía ser reemplazado con otro más. Era un artista, después de todo. No importaba cuánto se esmerara el mundo actual en desdeñarlo por ello. Un cuaderno perdido no definiría el resto de su carrera, de su pasión. No cuando le había prometido a su padre reencontrar su camino y aprovechar el tiempo que le había sido devuelto... aun si la ausencia de Lucilla fuera un dolor diario en su corazón.

—Espera aquí —murmuró ante la sonrisa complacida de Emma.

Le pidió que le diera espacio para acceder a su habitación. Una vez adentro fue hasta su mochila y extrajo el viejo cuaderno de bocetos, que Emma le arrebató de las manos antes de que terminara de enderezarse y de girarse a ofrecérselo.

—Dios, ¿qué hiciste con esto? —preguntó la mujer con voz desecha. Sus manos temblaban como si sostuvieran un cubo de sal a punto de desmoronarse—. Has transgredido una obra de arte, un... tesoro dejado atrás por uno de los maestros del arte más talentosos del viejo mundo. Lo que hiciste es imperdonable.

Bueno, Giulio no podía negar que pese a su indignación se sintió halagado.

—La cubierta frontal se estaba cayendo y volví a coserla uniéndola con el lomo para poder mantener las hojas sueltas en su interior. No es gran cosa. Lo he hecho cientos de veces con otros cuadernos y libros.

Aunque había derramado un poco de salsa de tomate cerca de unas cuantas hojas, alcanzando a mancharlas un poco, lo que no era un gran problema porque sólo se había dañado parte de unos bocetos sin importancia.

Emma sacudió la cabeza.

—¿Qué más le hiciste? Necesitamos saberlo para tomar cartas en el asunto.

—Oye —intervino Tomello nuevamente—. ¡Quítate! —le dijo a Leo cuando el enorme hombre volvió a adelantarse para ponerse en su camino—. Ya te entregó el maldito cuaderno. Ya cumplimos con nuestra parte, ahora lárguense.

—Necesitamos saberlo para enmendarlo.

—No hice nada —espetó Giulio—. Lo cosí y...

—¿Dónde rayaste?

—No rayé. —Giulio hizo el ademán de recuperar el cuaderno en vano. Emma fue más rápida que él al protegerlo con sus brazos y retroceder. Al mismo tiempo Leo se adentró en la habitación para interponerse entre ella y Giulio como si lo hubieran visto transformarse en una maldita bestia hambrienta de un momento a otro—. Sólo iba a mostrarte. ¡Dios! Añadí unas cuantas páginas más al final. No acabé con todas las hojas cuando lo guardé la primera vez, e intenté continuar dibujando en él hace unos días, pero no funcionó. Me gusta más el material de este... de aquí —murmuró, sabiendo que ya había sido suficiente de sonar como un demente—. Todo lo demás está como quedó la primera vez.

Sin mediar ninguna palabra más, Emma le dirigió una última mirada de indignación y procedió a guardar el cuaderno dentro de una bolsa plástica que Leo extrajo de uno de los bolsillos de su saco. Tanta debía ser su prisa y su consternación que se olvidaron de exigir que les entregaran también las monedas, porque se marcharon inmediatamente, sin despedirse ni añadir ninguna amenaza más, dejando a Giulio resignado y a sus amigos nerviosos.

—¡Hijo de puta! —exclamó Tom, liberando el estrés.

—Eso fue... extraño —murmuró Marice ante el renovado silencio que imperó en la sala, sólo Bodegón hacía sonidos, restregándose contra las piernas de Giulio—. Te dije que lo hubiéramos vendido al maldito viejo. No nos habría dado los millones que vale, pero sí lo suficiente para comprarnos una maldita casa cada uno. Ahora no tenemos nada.

Giulio no se sintió con ánimo de discutir nada con ellos y se encerró en su habitación con Bodegón. Al sentarse en su cama tomó su cuaderno actual, que había comprado de la tienda de suministros de arte un par de semanas atrás, y lo hojeó con cuidado hasta que una hoja de pergamino antiguo se deslizó fuera de las páginas y cayó silenciosamente sobre la sábana destendida. La había arrancado de su viejo cuaderno casi desde el inicio, del mismo cuaderno que Emma y su compañero Leo se habían llevado.

Sonrió cuando la levantó para mirarla.

El horrendo dibujo que su padre había hecho le devolvió una mirada de ojos chuecos, alumbrado de costado por la vela siempre encendida sobre la mesita de noche, que titiló sin corriente alguna de aire que la empujara como si se riera con él.

Eso era todo lo que necesitaba de ese cuaderno.

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