21 Lienzos
Reunirse con los estudiantes de Crisonta a las afueras del museo de Bonse no fue tan extraño como Giulio había temido. Muchos compartían su edad o rondaban por los años cercanos, otros eran mayores, siendo ellos los más tranquilos y observadores. Ninguno cuestionó la presencia de Giulio. Apenas escucharon que los acompañaría al recorrido de esa mañana se limitaron a saludarlo y se olvidaron de él para enfrascarse en sus celulares mientras esperaban a que Crisonta regresara del interior de las instalaciones de la Galería para permitirles el acceso.
La plaza Margarita, siempre atiborrada de las llamadas motonetas, fluía con un tránsito de personas y vehículos monótono. Hacía un sol radiante que pronosticaba un día cálido y alguien había comentado que no habría mucho turismo dentro del museo, lo que Giulio dudaba. Las filas fuera de la taquilla eran largas y bulliciosas, llenas de rostros impacientes que empeoraron sus muecas cuando Crisonta salió y le indicó a su grupo de estudiantes que podía entrar.
Lo primero en recibirlos fue una enorme y hermosa mujer tallada en mármol que estaba cómodamente sentada en medio de un nicho de flores y enredaderas, las ondas del cabello le caían sobre los hombros y los pechos desnudos mientras su rostro, en una perpetua expresión de jubilo, veía hacia arriba, hacia el fauno que estaba inclinando oliendo las ondas de su pelo.
El grupo se dividió para rodear la escultura y pasar por las dos puertas que estaban a sus costados.
El olor a madera vieja, esencias, cera y piedra asaltó a Giulio como uno de los mejores estimulantes para mantener su memoria activa. La ornamentada estancia se dividía al fondo en tres caminos distintos, todos en forma de pasillos enormes, con techos en arco y claraboyas que fungían como principal fuente de iluminación. La mayoría de los estudiantes de Crisonta lo veían todo sin mucho interés, algunos incluso presumían la arrogancia del artista que creía saberlo todo y al que nada de lo que hicieran otros podía impresionarlo. Giulio alguna vez había sido igual, hasta que Loresse lo había hecho aterrizar los pies a la tierra dándole una dura lección de humildad.
Sonrió al recordarlo, también al mirar un maravilloso cuadro de un artista para él desconocido pese a que la fecha de la obra indicaba que había sido su contemporáneo. Si tenía el honor de estar en la Galería Bonsedebía ser bastante reconocido para el resto del mundo, sobre todo porque el nombre del autor indicaba que se trataba de una mujer.
El recorrido duró algunos cuantos minutos en silencio, hasta que Crisonta comenzó a explicar los detalles más destacables de las obras que le parecían relevantes. Los ojos de Giulio lo absorbían todo con el hambre que los siglos de ausencia habían despertado en su interior. Había colores, formas, figuras, contextos que le eran desconocidos y al mismo tiempo lo maravillaban, sintiéndose identificado con la valentía de algunos autores por plasmar ideas que para él eran revolucionarías.
El manejo del color de algunos era exquisito. Las luces de otro eran absorbentes. Las sombras hipnóticas. Los relieves, las formas, las figuras. Óleo, acuarela, temple, técnicas mixtas, frescos. Giulio sentía que podría dar cientos y cientos de vueltas por los anchos corredores de piedra, empapado de tanta belleza, y jamás cansarse.
Caminaba detrás del grupo, pero él estaba dando su propio paseo. Los cuadros y las esculturas desfilaban frente a él en una sucesión que lo mantenían constantemente alienado de la voz de Crisonta y del murmullo cada vez más denso de las salas que comenzaban a llenarse de turistas curiosos.
La vorágine de idiomas, el calor de la gente, los nombres de las obras, las fechas de siglos y años futuros, lo arrancaron repentinamente de su estupor y lo hicieron retroceder, notando que el grupo de Crisonta estaba cada vez más lejos.
Los alcanzó, trotando pese a los letreros que pedían no correr. Entraron en un nuevo corredor con techo alto de arcos entrecruzados que tenía enormes ventanales en la cima. La gente aún no invadía la zona en su totalidad y Giulio tomó una pausa para apoyarse contra una columna de piedra y suspirar ante el frío que alcanzó a traspasar el grosor de su ropa. Un par de alumnos le dispararon miradas de cuestionamiento. Por suerte no se animaron a más y lo dejaron sobrellevar su sofoco con tranquilidad.
Era extraño que le ocurrieran esas cosas. Tendía a ser una persona equilibrada que podía manejar perfectamente aglomeraciones o la soledad. O eso había sido hasta antes de morir y resucitar como el personaje místico de una epopeya.
Cuando volvió a alcanzar al grupo, siendo más consciente de su entorno, Crisonta estaba explicando el manejo del color de un artista que sin ver el nombre, le fue bastante familiar. Abrió mucho los ojos al acercarse y mirar la pequeña placa colocada a un lado del cuadro. Carlo De Tolasa, un artadiseno al menos veinte años mayor que él que adoraba antagonizarlo donde quiera que se topaba con él. Era un excelente artista y tenía el favor de las familias nobles de Artadis y de Taras, pero se había tomado muy personal el surgimiento de Giulio como niño prodigio en el arte y cuando se habían conocido no había perdido la oportunidad de esparcir su veneno en su entorno, también él, tal era la suerte de Giulio, inventando calumnias y rumores que lo habían llevado a tener problemas en más de una ocasión.
Giulio sospechaba que había sido él quien había murmurado sobre su supuesto romance con su amigo Jean. Por suerte, Carlo jamás no había conocido a Lucilla, de lo contrario Giulio no quería imaginar lo que habría hablado sobre ella.
Eso no no restaba mérito a su habilidad como artista. Su obra era excelente. Si el hombre se hubiera limitado a eso y no a envidiar o fisgonear en asuntos ajenos le habría ido mejor y no habría terminado decapitado dos años antes de que Giulio muriera.
El siguiente cuadro que estudiaron fue el de una niña artista que había sido arrebatada del mundo a temprana edad por la peste, dejando un legado de obras que tenían como tema principal las mariposas y los valles oscuros. Sin duda alguna habría sido una maestra de la técnica dorada.
Fueron de lienzo en lienzo por casi una hora más hasta que llegaron a un cuadro colocado en el centro de una sala hexagonal para ser presentado en solitario. Giulio se estremeció. Era El Carruaje de las Ánimas.
Una vez que había terminado de pintarlo no había vuelto a pensar mucho en él. Lo último que recordaba era que lo había guardado en una de las gavetas ocultas de su taller, junto a un par de obras que había dejado incompletas. Podía imaginar que después de su muerte Laurelle se había dedicado a esculcar la casa entera antes de abandonarla. Se habría llevado con ella lo que le había sido posible y habría vendido lo que aún tenía valor. Era muy conocido que el arte aumentaba considerablemente su precio después de que el artista moría. Aumentaba mucho más al paso de los años.
Crisonta comenzó a explicar los pormenores del cuadro. Giulio la escuchó con atención. Los colores, las luces, las sombras, los personajes retratados, todo pasó bajo su mirada analítica. Las tonalidades se habían oscurecido un poco con el pasar de los años. Giulio tenía memoria de un carmín más vibrante, de un azul más tenue y cálidos más vivos que los amarillos y verdes que opacaban el fondo lleno de vegetación y oscuridad tras el que resaltaba un deteriorado carruaje con una llanta ausente y telarañas en su interior. Las ánimas que lo rodeaban bailaban, los cráneos humanos que lo abordaban parecían deleitados con ellas. Todo era fiesta y alegría en ese triste y desolado paraje del bosque que Giulio había imaginado y soñado por noches enteras.
Y ahora pendía de la pared de un recinto creado para la exposición de obras creadas por gente que ya era polvo dentro de sus sepulcros.
Se preguntó una vez más la finalidad de haber sido arrojado en esa época, donde todos lo recordaban pero nadie lo conocía. Todos lo veían pero nadie sabía quién era, quién había sido, lo mucho que extrañaba su vida y lo aterrorizado que se sentía cuando se levantaba por las mañanas, en total soledad, y echaba un vistazo por la ventana.
—Una de las obras más reconocidas de la Galería —dijo Crisonta tras una pequeña pausa en la que Giulio había dejado de escucharla—. ¿Cuántos años tenía Brelisa cuando la pintó?
—Diecisiete —contestó uno de los estudiantes. Imposible saber quién—. Se dice que la mantuvo oculta por temor a las represalias de la iglesia si llegaban a descubrirla. Se consideraba muy... siniestra para su época.
Giulio puso los ojos en blanco. Si bien la iglesia lo había molestado algunas veces, también lo dejaba tranquilo para fingir no notar lo que hacía en la privacidad de su taller cuando a nombre del Papa le encargaban arte sacro. El Carruaje de las Ánimas había sido pedido por un duque que había muerto antes de poder reclamarla. Giulio había olvidado enviarla a la familia y el tiempo no le había alcanzado para enmendar el error. Había dejado muchas cosas inconclusas.
—... cuadro colectivo —continuó diciendo Crisonta, matizando su voz con el murmullo de las personas que se arrebolaban a su alrededor en un intento por mirar el cuadro, también por capturar su esplendor con sus celulares. Giulio ya comprendía que intentaban tomar fotografías—. Se ha debatido a lo largo de los siglos el significado de las mujeres que rodean el carruaje. Algunas ríen, algunas lloran, otras acunan los cráneos que borbotan del interior del vehículo. Se pensó por un tiempo que se trataba de ladronas. Noten aquí —señaló hacia la hermosa mujer que atraía la atención del ojo en un primer vistazo.
Giulio estaba fascinado. Era la primera vez que atestiguaba un análisis tan apasionado de su trabajo. Los tantos documentales que había sintonizado en la televisión habían arrojado información general, datos fríos en los que incluían afirmaciones sobre su vida que jamás habían sucedido, y otras tantas vivencias que habían exagerado. O peor, descifraban acertijos en sus obras que ni siquiera él sabía que había creado.
—Esta mujer, el velo transparente que cubre su cuerpo desnudo se desvanece antes de tocar el suelo. ¿Dónde están sus pies?
Giulio notó el parecido de la figura del cuadro con «Ella» y retuvo la respiración. ¿Sería posible que de alguna manera ese ente misterioso hubiera aparecido en su vida mucho antes del accidente que le había quitado la vida?
—¿Se pensó que eran ladronas por los tesoros de oro y los lienzos que brotan del interior del carruaje? —preguntó una de los estudiantes, la más joven de todo el grupo.
Crisonta asintió con un gesto suave.
—Pero las ánimas flotan alrededor del carruaje ajenas al oro —continuó, indiferente a las personas que se apretujaban alrededor de sus estudiantes para escuchar. Crisonta señaló a la más delgada de las féminas, la que le ofrecía vino de una copa al cráneo que acunaba contra sus pequeños pechos—. No robaron. Convirtieron el sepulcro de las víctimas en su hogar. Cuidan a quienes yacen en descanso eterno en el sitio del accidente. El carruaje está dañado, el árbol contra el que se detiene está torcido.
Porque se había estrellado y la gente había muerto, quedando los restos a merced de las finas doncellas fantasmas que habían acudido a socorrerlos en otra vida. Giulio se maravilló, como siempre le ocurría cuando mostraba una obra al público y la gente compartía sus impresiones personales. No necesitaba dar contextos ni ofrecer explicaciones, cada cuadro en ese lugar, cada cuadro que él había pintado, hablaba por sí mismo. Todos tenían historias, todos tenían leyendas, mitos. La imaginación colectiva les daba vida.
El arte era así de inmenso y multicolor. Vívido. Para él un cuadro significaba algo propio, personal, para otra persona era un viaje a un cuento que después compartía, como hacía Crisonta ante el maravillado grupo, que muy probablemente habría visto la obra en esa misma pared más de una vez y se había dejado llevar por su propia opinión. Artadis estaba llena de museos, de obras, de arte en cada rincón de sus edificios y calles. Junto a Florencia, era la ciudad de sueños e imaginación.
—Giulio hacía pequeños guiños de sus obras más antiguas en sus cuadros más recientes. Repetía personajes que encajaban muy bien en diversos escenarios o, como en este caso, dejó entrever que aquellos que habían tripulado el carruaje en vida tenían opulencia, tal es el caso del oro, las joyas y los lienzos —dijo Crisonta. Giulio sonrió. Sí, repetía ciertos detalles cuando encontraba huecos que no le satisfacía dejar vacíos—. A pesar de la aglomeración de eventos y personajes que manejaba en sus obras podemos notar que era un genio para hacer que todo encajara y no saturara la imagen. —La mujer movió la mano para enfatizar la amplitud del cuadro, protegido detrás de una pared de vidrio y un cordón de terciopelo.
Y ese era el producto de largas horas de trabajo, que en ocasiones debía sacar adelante haciéndose paso entre bloqueos artísticos, presión social y demás obstáculos que cualquier persona en el mundo antiguo y moderno debía enfrentar. Era motivo de orgullo para él descubrir que tanto esfuerzo había valido la pena, que aún era reconocido, y que sin importar lo que sucediera con él, jamás sería olvidado.
—Escuché que alguna vez se especuló sobre la apariencia y las motivaciones de las ánimas. Durante un tiempo se creyó que eran demonios que habían matado a toda esa gente y habían coleccionado sus cráneos y las riquezas dentro del carruaje —dijo el hombre más viejo del grupo. Su cabello lucía entrecano y perfectamente peinado hacia atrás. Tenía un estilo muy elegante para vestir, lo que Giulio notaba que le hacía falta a todo el mundo, especialmente a los más jóvenes—. Por eso intentaron destruir la obra.
—Sí —dijo Crisonta, deteniéndose por un momento en la expresión pasmada de Giulio, a la cual respondió con una diminuta sonrisa—. Ocurrió a inicios del siglo diecisiete. La iglesia inició un juicio en contra de la obra para quemarla. Afortunadamente para todos nosotros un hombre valiente, Nicolás de Lomblor, conde de la región de Oatela, la actual Tolos, logró rescatarla y mantenerla a salvo en una de sus bóvedas personales, donde permaneció entre las sombras por casi ciento cincuenta años, hasta que la primera de muchas revueltas de los rebeldes inconformes de la Talis recién unificada saqueó y quemó su casa. El cuadro pasó a manos de un desconocido y volvió a extraviarse entonces. Hace noventa y tres años que apareció nuevamente, y exactamente cincuenta y dos años que la Galería logró comprarlo por una suma exorbitante de dinero. Regresó al lugar del que jamás debió irse.
La iglesia nuevamente moviendo los hilos para dañar al prójimo. Él era creyente de Dios, de eso no había duda, pero nunca había sido devoto ni siervo leal de la iglesia. No era de extrañar que aun pasados los años después de su muerte hubieran deseado continuar atentando contra él.
—¿Alguien sabe la peculiaridad de este cuadro? —preguntó Crisonta con tono divertido.
Giulio miró a su alrededor con curiosidad. Hasta ese momento no había sabido que el Carruaje de las Ánimas tuviera ninguna curiosidad además del contexto que lo conformaba.
—¿El degradado en el brazo del ánima que está dándole vino a uno de los cráneos? —preguntó una mujer que llevaba de la mano a una niña pequeña. Ella no era parte del grupo de estudio—. Eh... miré en un documental que este cuadro tenía un defecto. Eso lo hace aún más hermoso a ojos de quienes saben de arte —añadió con timidez y las mejillas encendidas—. El narrador dijo que el brazo del ánima que ofrece el vino cambia de color a la mitad del antebrazo. Pensaban que era producto del tiempo, pero después averiguaron que en realidad fue un error del artista. Dijeron algo sobre que no mezcló los colores adecuadamente o no puso mucha atención en ese pequeño tropiezo. Tal vez sólo no le dio importancia, sabiendo que era demasiado bueno en su trabajo que un pequeño error le pareció insignificante.
Crisonta asintió.
Sin notar en qué momento lo hizo, Giulio se abrió paso suavemente entre los estudiantes amontonados frente a la obra. Llegó hasta el cinto de terciopelo y ahí se apoyó para mirar mejor el detalle que todos mencionaban. Un calor incómodo comenzó a picarle en las sienes y a esparcirse como una llamarada por el resto de su cuerpo. Era verdad. El brazo del ánima que sostenía la copa de vino cambiaba bruscamente de los suaves pálidos rosados a los anaranjados penetrantes. ¡Lo había olvidado!
Un acceso de ansiedad lo hizo maldecir lo inútil de su situación, también lo hizo rabiar por carecer de la autoridad para ordenar que desmontaran la obra para que todos dejaran de mirarla y así él poder arreglarla.
Ahora que pensaba en ello recordaba el detalle perfectamente. Recordaba cómo había pensado en arreglarlo. Lo había dejado como una nota en alguna parte de su mente, luego había escuchado la noticia sobre la muerte de su mecenas y la pereza había evitado que montara la obra una vez más sobre el caballete para corregir la horrenda mezcla de colores. Lo había dejado para después al carecer de prisa.
Todos los artistas cometían errores en sus obras, de eso estaba consciente. Unos los corregían y otros preferían pasarlos por alto. El hecho de que él perteneciera al primer grupo y que ahora una de las obras que había pasado por alto arreglar se expusiera diariamente ante miles de personas lo hizo avergonzar terriblemente.
—Fue un error consciente —dijo entonces, hablando por impulso, lo que también solía lamentar cuando su sangre y su cabeza se enfriaban. Mantuvo los ojos tan fijos en el cuadro que no notó si le prestaron atención—. La mezcla rosa pálido se terminó justo en esa zona del brazo. —Señaló al ánima con la copa en la mano—. Quedaba otra parecida en la paleta. Era tarde y las velas estaban a punto de apagarse. No había tiempo para mezclar más. Al final resultó en un desastre. Fue el último detalle que apliqué en la obra. Si hubiera hecho más mezcla el brazo no luciría así.
—Si bien es un error que se hace más notorio una vez que te enteras de que existe —dijo alguien con voz parca—, no es uno que le reste magnificencia al resto de la obra.
Sí.
Sí, sí, sí. Era más y más notorio conforme Giulio lo veía. Era de pronto lo único que resaltaba ante su mirada; el cambio de color, el rosa pálido descendiendo hasta tornarse anaranjado en una zona donde no debía haber sombras espesas. Si bien no era algo que rayara la oscura armonía de la obra entera, sí era algo que él ya no podía dejar de mirar, algo de lo que seguramente habrían hablado durante años en clases, exposiciones y análisis, sin que él pudiera hacer nada por explicar su desliz.
—Debí terminarlo —murmuró Giulio—. No debí guardarlo y debí corregirlo—. Meció la cabeza.
Una mano sobre su hombro lo sacó de su ensimismamiento, que se extendió durante la explicación de Crisonta. Giulio habría notado su penetrante mirada fija en él lo que restó de la clase si hubiera despegado los ojos del cuadro en algún momento, si no se hubiera sentido de pronto tan empecinado con la idea de exigir que lo dejaran corregir un error que había perdurado por quinientos años y que, siendo razonables, no había obstaculizado el camino del cuadro para ser expuesto en uno de los sitios de arte más importantes del mundo.
No comprendía por qué es que un pequeño error, insignificante ante la mayoría de sus espectadores, lo molestaba tanto. Lo desquiciaba casi tanto como la ausencia de Lucilla en su vida, el silencio de su voz, la carencia de su cuerpo tibio. Corregir ese error era algo que Giulio, sin embargo, si podía hacer si tan sólo se lo permitieran. Eso sí podía arreglarlo, y para lograrlo sólo tenía que romper un montón de reglas que inevitablemente lo llevarían a terminar encerrado en un calabozo o en un pozo de dementes.
—Es hora de continuar —le dijo Crisonta. Con un movimiento de su otra mano le indicó que el grupo estaba avanzando hacia otro extremo del salón—. Hay mucho más por ver. —Levantó la vista hacia el cuadro—. ¿Qué es lo que te molesta?
—Me... sorprende pensar cómo el tiempo logra que algo tan insignificante como una mancha se transforme en algo tan importante con el paso de los siglos.
—A veces son las pequeñas imperfecciones las que hacen de una obra algo perfecto. Así es la naturaleza humana. Esta obra es de sus más reconocidas porque en ella Giulio Brelisa se muestra como realmente era.
—¿Imperfecto? —preguntó Giulio con ironía.
—Humano. Tan humano y capaz de equivocarse a pesar de ser un prodigio, tan humano como todas las personas que vienen diariamente a ver su obra.
Giulio levantó nuevamente la vista hacia el cuadro, contemplándolo en el nuevo lapso de silencio que se extendió entre él y Crisonta.
—Aun así me gustaría corregirlo.
Una risa grave y femenina rumió de la garganta de Crisonta.
—Quizás también a él le hubiera gustado. Supongo que nunca lo sabremos.
El Carruaje de las Ánimas no era el único cuadro de Giulio que se encontraba en el museo, o en toda Artadis. En ese lugar en específico había otros tres. Uno estaba titulado como La Sombra. La iglesia lo había pedido, un retrato sobre la decadencia que había dejado la epidemia de la peste a su paso en el siglo catorce. Millones de personas habían muerto. El mensaje, sin ser escrito, era evidente: alejarse de Dios desataba su ira y causaba sufrimiento. Era una de las obras que más trabajo había costado para Giulio. La había interrumpido, borrado y reciclado tantas veces que al final había pensado que jamás podía siquiera empezarla. El resultado no lo había dejado muy convencido y sólo lo había entregado porque la fecha de entrega había llegado a su límite. Al Obispo Valentino Derisso, sin embargo, lo había dejado extasiado.
La segunda obra que estaba en la Galería Bonse era un retrato que Giulio había borrado de su memoria hasta ese momento. Era Laurelle, la mujer de su padre.
Sintió la sangre helarse dentro de su cuerpo. El cuadro no estaba terminado. El rostro tenía aún algunas marcas de los trazos guías y la pintura había cubierto únicamente una parte de su cabello y el cuello alto del vestido. Sólo la mitad de la cara de Laurelle era visible, resaltando el verde vibrante de uno de sus ojos y su piel nacarada. Giulio lo había iniciado con la idea de regalarlo más tarde a su padre, en su próximo cumpleaños, luego había comenzado a escuchar los rumores que los implicaban a él y a Laurelle y había decidido que lo más sensato sería no continuarlo.
—La segunda obra inconclusa de Giulio Brelisa —dijo Crisonta para su grupo y la multitud que alcanzaba a escucharla—. El Ojo de la Doncella. Se especula mucho sobre la identidad de la mujer retratada en él.
Dio algunos detalles similares a los de la obra pasada. Giulio los escuchó con atención dispersa. Volver a mirar a Laurelle, así fuera únicamente la mitad de su rostro, fue muy impresionante. El último recuerdo que tenía de ella era de la mañana anterior al ataque de Akantore. Los tres habían compartido la mesa para tomar el desayuno mientras Sasila comandaba al ejército de mucamas para que asearan la casa y sirvieran la comida. Todo había estado bien en apariencia. Akantore jamás había hecho mención de los rumores que ya le tenían el alma y la voluntad envenenadas e incluso le había recordado cortésmente a Giulio sobre el paseo a caballo que tenían pendiente para la mañana siguiente. Una parte de él no podía evitar pensar que de haberse dado, el paseo también habría tenido consecuencias fatales.
Pero ya lo perdoné, se reiteró con vehemencia. Eso era todo lo que importaba. Akantore Brelisa ya descansaba en paz, ajeno a la espera del perdón, quizás en compañía de Clara, la madre de Giulio.
Crisonta continuó hablando por un rato más. Hizo mención de los claroscuros de la técnica, de la originalidad del rostro de la desconocida, de la última pincelada que Giulio había hecho antes de decidir que era mejor abandonar la obra.
Lo cierta que Giulio había hecho un estudio completo del rostro de Laurelle antes de comenzar a pintar el cuadro. Estaba en el cuaderno que había encontrado en la bóveda, por eso era que nadie sabía que esa pintura se trataba de la segunda esposa de su padre. No solía añadir nombres en los dibujos de las personas que modelaba en sus cuadernos entre sus notas y pensamientos. La mayor parte del tiempo los recordaba, a menos que se tornaran irrelevantes para él.
—Es muy personal —dijo uno de los alumnos de Crisonta, el hombre de mayor edad—. Un estudio demostró que la técnica era muy íntima, a diferencia de otras obras que realizó con más soltura.¿Una amante quizás?
—Ninguna amante, es mi... su madrastra —espetó Giulio antes de que Crisonta pudiera abrir la boca para contestar. La atención de todos se volvió hacia él—. Laurelle Brelisa. La obra no se terminó por cuestiones personales. Hay algunos estudios artísticos sobre ella que... quedaron por ahí.
—Por ahí —repitió el hombre con voz plana—. En los once códices que se han encontrado hasta el momento no se menciona ningún estudio sobre Laurelle.
Giulio se mordió la lengua para no decir que él lo poseía. Había aprendido de algunas experiencias recientes lo contraproducente que era ser distinto a los demás y lo beneficioso de mantenerse en silencio cuando no tenía manera de explicar lo que decía. Provenir de una época pasada no podía ser tan malo como ser conocido como el único hombre que había regresado de la muerte, aunque no tuviera ninguna noción de lo que había ocurrido durante su estadía en el otro mundo, si es que existía alguno.
—Ciertamente aún se desconoce la identidad de la doncella —dijo Crisonta con tono conciliador—. Especulaciones sobre su identidad hay muchas, así como las hay sobre muchas otras obras creadas a lo largo de la historia del arte por diversos artistas. Pudo haber sido su amante, su madrastra, una conocida, una doncella que comisionó la obra o una simple modelo que el artista decidió retratar y a último momento abandonó por motivos que únicamente él conocía.
Imposible saber qué le molestó más, si la condescendencia con la que su vida era vista o los rumores que habían llegado hasta esa época y que indirectamente respaldaban a las sospechas que Akantore había tenido sobre su esposa y su hijo siendo amantes y que habían conducido a que Giulio perdiera la vida. Sin importar cuál fuera la verdad, jamás podría decirla sin quedar como un demente. Del pasado sólo quedaba evidencia dispersa, algunas veces demasiado confusa y otras oculta para que todos aquellos que decían estudiar la obra de Giulio Brelisa la conocieran.
Se quedó callado el resto del recorrido, yendo detrás del grupo e interactuando el mínimo cuando la gente se dirigía hacia él. El único motivo que lo mantenía pegado a los alumnos de Crisonta era el deber que lo ataba a ella, también el deseo de continuar a pintando en el antiguo taller de Loresse.
Había regresado un par de veces a la tienda de suministros de arte que se encontraba a la vuelta de su departamento y los precios del material habían vuelto a dejarlo helado. Eran simplemente inalcanzables para alguien que, como él, ganaba el mínimo y que en ocasiones no tenía trabajo en lo absoluto, ni siquiera la fortuna que algún día heredaría de su padre y con la que hubiera podido contar en caso de perder la propia.
Sus amigos decían que no encontraría cosas más baratas en ningún sitio dentro de Artadis y que era mejor hacer pedidos por internet en pos de encontrar precios más económicos. Se debía todo a la afluencia del turismo y a lo dispuestos que estaban algunos visitantes a gastar exorbitantes sumas de dinero en adquirir material de arte por la gran influencia que ejercía la hermosa ciudad sobre ellos, aunque la mayoría de ellos terminaran abandonado su falsa aptitud artística una vez que regresaban a sus rutinas. Las tiendas, por supuesto, no pensaban en los locales al momento de subir sus precios.
Así que debía mantener al margen su actitud si quería que Crisonta le permitiera continuar pintando. Ya no era una estrella del arte, ni un prodigioso a ojos de nadie, ni siquiera tenía un nombre real porque el uso de su apellido le era negado. Las horas nocturnas que pasaba en el antiguo taller del Maestro Loresse eran el único escape que tenía de ese mundo donde todo le parecía monstruoso y maravilloso a partes iguales.
La revolución tecnológica y el desdén con el que la gente actual se refería al pasado continuaba causándole conflicto y lo mantenía despierto por la noches, descifrando cómo usar el internet para aprender a estar a la altura de todo el mundo. La mayoría del tiempo estropeaba su celular al hacer cosas que desconocía y Marice y Tomello se reían de él al día siguiente, llamándolo «arcaico» y un montón de apelativos ofensivos más que Giulio a veces respondía con violencia física (amistosa) y otras con acaloradas frases en alguno de los cinco idiomas que era capaz de manejar y que dejaba a sus amigos confundidos. Pero sí, lo era. Era un arcaico en todo el sentido de la palabra.
Siguió al grupo por varios pasillos y salones más, deleitándose con la arquitectura del museo y con la ausencia de más obras suyas para criticar. Había escuchado que además de los tres cuadros de su autoría en la Galería, había también unos cuantos dibujos que permanecían enmarcados dentro de pequeñas urnas y la pequeña figura de mármol de Medusa que había esculpido con ayuda del Maestro Loresse.
El grupo se había detenido para admirarla. Había salido muy bien, considerando que Giulio la había hecho a los once años, pero había sido tanto su debut como su despedida en la escultura luego de considerar que labrar piedra no era algo a lo que deseaba dedicarse. El Maestro Loresse lo había lamentado, y también había conservado la obra evidentemente.
Crisonta habló un poco sobre ella, también lamentando la decisión de Giulio de no convertirse en escultor, y continuó el recorrido, pasando y deteniéndose frente a obras de otros artistas que recordaba. A algunos los había conocido en persona. A otros no había tenido la suerte de verlos porque la vida no le había alcanzado para asistir a sus eventos de presentación, como había planeado.
Pierro Monnici había sido otro de sus contemporáneos, también una especie de rival y amigo. Lo primero cuando la gente hablaba públicamente sobre ambos, comparándolos. Lo segundo cuando se encontraban a solas y terminaban bebiendo en alguna cantina, discutiendo de todo, menos de arte.
Pierro había muerto a los setenta y dos años de edad, solo, debajo de un puente después de emborracharse y ser incapaz de levantarse para regresar a la posada donde había estado hospedándose, explicó Crisonta casualmente, cuando detuvo a su clase ante uno de los cuadros más famosos de Pierro. Habían descubierto su cadáver siendo devorado por las ratas al día siguiente. Había sido tres años mayor que Giulio. Había vivido mucho más que él.
El siguiente salón al que arribaron contaba con menos público. Era amplio, de ventanales caídos en semicírculo y techos altos llenos de arte sacro. Los ángeles que habían sido tallados en las columnas le hicieron pensar en las figuras también talladas en las paredes de la iglesia que su padre había mandado a construir en su memoria. El aire era frío ahí. La obra central, resaltando por encima de las demás, era un fabuloso caballo negro que corría sobre un mar de fuego con la melena envuelta en llamas y los ojos en blanco. El grupo de Crisonta se detuvo a admirarla mientras ella explicaba los detalles de la técnica empleada en la obra.
Giulio la habría escuchado igual de interesado que los alumnos si algo más no hubiera robado su atención. Ocurrió en la entrada de uno de los corredores laterales con menos iluminación. Una figura se deslizó entre un par de bustos del siglo catorce fieramente resguardados dentro de cápsulas de vidrio. Su cabello negro y lacio flotó tras su rastro como si una cálida corriente de aire emanara de su propio cuerpo. Giulio la siguió con la mirada primero, moviendo la cabeza para intentar distinguirla entre las personas que se agrupaban frente a las obras expuestas. El manto traslúcido que cubría su pálido cuerpo serpenteó detrás de ella cuando se perdió en al otro lado de la esquina del corredor.
«Ella» de nuevo.
Seguirla fue una decisión inconsciente. Sus pies se movieron solos, su voluntad se acorazó contra el temor que sentía refulgir en su interior cuando recordaba que aquellos ojos de abismo eran lo último que había mirado antes de despertar en la habitación destruida que había quedado como único vestigio del mundo que había conocido. Recorrió el pasillo de mármol y concreto con pasos silenciosos, mirando el cuerpo esbelto detenerse en una pequeña intersección circular. La iluminación eléctrica se perdió después de que las lámparas parpadearan un par de veces, dejando la reducida esfera de la intersección a merced de la luz tenue que entraba por los ventanales. Un rayo grisáceo se proyectaba directo hacia la pared en un ángulo que Giulio no podía ver desde su lugar.
Con la sensación de que estaba siendo observado y seguido por entes que brotaban de entre las sombras, entró al orbe de pronto solitario. La Galería entera quedó en silencio; grisácea y fría como un sepulcro.
Con los ojos fijos en el perfil de la hermosa criatura que lo miraba de reojo, caminó hacia ella, listo para enfrentarla. Pero antes de alcanzarla y finalmente reunir el valor para hacer las preguntas que tenía semanas queriendo formular, las lámparas volvieron a parpadear, aterrorizando a las ánimas oscuras que rondaban por los pasillos vacíos. Cuando se encendieron de nuevo, lo hicieron a la máxima potencia de su iluminación, lastimando los ojos de Giulio en el acto, lo que lo llevó a cerrarlos y agachar la cabeza por instinto.
No le sorprendió descubrir que «Ella» había desaparecido cuando pudo volver a mirar, tampoco rodeado de gente que parecía jamás haberse ido y que, afortunadamente, no lo veía de ninguna forma extraña.
Volteó entonces hacia donde «Ella» había estado mirando. Un cuadro colgaba en medio de la hendidura central del salón de intersección, que tenía forma de hexágono, rodeado de ornamentos y limitado por un barandal de metal que impedía acercarse. Era el último lienzo que Giulio había estado pintando antes de morir. El que no había terminado. El que retrataba a la criatura que lo había guiado hasta ahí para recordarle por qué le había permitido regresar a la vida.
El lienzo incompleto.
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