20 Lienzos
Otro amplio vistazo al taller llenó el corazón de Giulio de una mezcla de calidez y zozobra. Muchas cosas estaban en el mismo lugar en el que su maestro había acomodado las suyas quinientos años en el pasado. Todo era nuevo y diferente, constituido principalmente de metal y plástico, pero conservaba cierto aire rudimentario que impulsaba a Giulio a imaginar que nada había cambiado y que todo había sido un mal sueño al final.
Su lienzo estaba igual que la noche anterior, a un costado de una mesa salpicada de sales, de cara a la ventana. También había una bandeja con pigmentos que Crisonta Alamilla, como finalmente se había presentado la ahora dueña del taller, aseguró eran más aptos para el tipo de pintura que él estaba realizando; brochas, bandejas y utensilios que Giulio inspeccionó con ojo crítico bajo la atenta mirada de ella.
Era fascinante.
Comenzó a prepararlo todo para continuar con la pintura, tan absorto en lo que veía y hacía que volvió a olvidar en dónde se encontraba, y que no estaba solo. No era propio de un caballero ignorar de esa forma a una dama, y de haber estado presente seguro que su padre habría tenido una o dos cosas que decir al respecto, pero cualquiera en su situación se olvidaría de normas y etiquetas cuando finalmente recuperaba un poco de normalidad en una vida que continuaba pareciéndole extranjera.
Lo preparó todo con calma, escrutado de cerca por la intensa mirada de Crisonta. Al igual que la noche anterior, lucía elegante y altiva en su oscura ropa entallada y sus zapatos altos. Él, por el contrario, se veía peor que un mendigo, o esa sensación le daba caminar por calles tan elegantes y hermosas como las de Artadis enfundado en sudaderas descoloridas y pantalones desgastados. No era de extrañar que la mayoría de la gente lo mirara por encima del hombro y desdeñara sus modales de caballero confundiéndolo siempre con un maleante intoxicado.
Extrañaba su ropa, las telas finas y las botas de cuero que automáticamente lo mezclaban con la nobleza y la aristocracia de Artadis, donde solía desenvolverse tan bien como su vasta educación lo había aleccionado, aunque comprendía que en la actualidad vestirse así sólo provocaría escarnio y una atención mucho peor que la que despertaba andando con sudaderas y pantalones de segunda mano.
Empezó a pintar, sintiéndose incómodo una vez que reparó que la mujer seguía de pie a su lado y que tal vez él no estaba siendo muy cortés con ella al ignorarla tan groseramente. Estaba acostumbrado a trabajar solo la mayor parte del tiempo, ya fuera en su taller o en los sitios que le eran asignados para que montara su área de trabajo. Cuando había más personas a su alrededor, ya fuera porque posaban para él o se detenían a mirar su técnica, normalmente sus presencias no se sentían tan pesadas ni hostigantes como la de Crisonta.
Al voltear a verla, no tan discretamente como habría deseado, notó, sin embargo, que ella no lo veía a él, sino a lo que sus manos hacían en el lienzo. Sus ojos profundos, insondables, estaban clavados en los movimientos del pincel sobre la tela, y de ahí iban hacia la paleta que Giulio había dejado sobre la mesa y de la cual tomaba esporádicamente color. Eso no hacía su presencia más ligera, ni las palabras no dichas menos ruidosas, sólo una tregua más tolerable, un lapso de comunión entre la creación y la admiración, la belleza y el embelesamiento.
Así se extendió el silencio por casi una hora, que Giulio logró digerir entregándose a su pasión, hasta que la voz grave y melodiosa de Crisonta atravesó la tranquilidad como el fino silbido de una espada al cortar.
—¿Dónde aprendiste a pintar de esa forma?
—Es... asistí a un taller —dijo él tras otro lapso de silencio en el que remarcó innecesariamente un detalle, comprando tiempo para responder. Miró de reojo el retrato del Gran Loresse colgado en la pared del fondo, conocía demasiado bien esa sonrisa torcida para sentir que estaba riéndose de él.
—¿En dónde?
—Cerca del lugar donde vivo.
—¿Dónde vives?
Qué fácil sería decir la verdad si el pasar de las semanas no le hubiera enseñado que hablar de más era peligroso. Eso y la televisión. No eran pocas las películas en las que había mirado la clase de problemas que enfrentaba el personaje principal (después de mucho dilucidar que no eran personas reales, sino actores) cuando confesaba su lugar de origen. Para esas alturas sospechaba que una criatura venida del espacio y un hombre resucitado podían tener el mismo trato cuando la incredulidad daba paso a las pruebas y al espanto. Lo que hacían los gobiernos era atroz. Pruebas, experimentos, torturas, interrogatorios. Fuera verdad o mentira, Giulio no quería averiguarlo.
Giulio Brelisa era una celebridad para el mundo. Pero era una celebridad muerta.
—Aquí, en Artadis.
Crisonta enarcó una ceja.
—Alguien con tu talento hubiera sobresalido rápidamente en la comunidad artística. Conozco a la mayoría de los maestros de los talleres destacados en Artadis. No habrían parado de alardear sobre ti.
—Oh. No soy de Artadis. Lo del taller no fue aquí —repuso Giulio nerviosamente, sin dejar de pintar para no tener que volverse a afrontarla. No por nada cada persona que lo había conocido en su vida pasada le decía que era un pésimo mentiroso—. Soy de Palatsis.
La ciudad donde su madre había nacido. Sólo había ido una vez, cuando era niño. Su padre lo había llevado a visitar a sus abuelos maternos, que no habían mostrado mucho interés en él y habían sido particularmente hostiles con Akantore. A Giulio le había parecido una ciudad bonita, aunque pequeña y amontonada. La recordaba infestada de ardillas y gatos. De ahí había tomado la inspiración para pintar un cuadro con un enorme gato acechando a una aldea de gente pequeña desde las sombras siendo todavía un niño. Sabía que la obra había sido posteriormente vendida por Akantore a un buen precio.
—Tu técnica es muy... especial —observó Crisonta tras otro pequeño lapso de silencio.
Giulio volteó disimuladamente hacia el reloj que colgaba en la pared, sobre una de las repisas, y reprimió un suspiro. Aún faltaban treinta minutos para las diez de la noche. Le entristecía no poder disfrutar su regreso a la pintura con la misma libertad y pasión con la que lo había hecho la noche anterior. También le avergonzaba pensar que estaba comportándose como un malagradecido.
—Gracias. Lo aprendí en internet —dijo, repitiendo una vez más lo que sus amigos decían todo el tiempo al presumir las habilidades que obtenían del celular.
Crisonta reculó grácilmente, sorprendida.
—¿Internet? Creí que habías dicho que habías asistido a un taller.
—Sí, en internet. Había un lugar con internet cerca de donde vivía —tentó Giulio, tragando en seco. Se mantuvo pintando, intentando a toda costa no descuidar sus pinceladas. El carmín se mezclaba suavemente con el verde, imperturbable, marcando límites entre el contorno suave de la piel de la pierna del ángel y el pasto salpicado de plumas.
—Tomaste un curso en línea —dijo Crisonta con voz plana.
—Sí, un curso en línea —repitió el. La miró por un momento. Su rostro adusto lucía molesto.
—Si no deseas responder a mis preguntas lo respeto —dijo la mujer luego de otra pausa. El pincel de Giulio se detuvo por un momento—, pero agradecería que no mintieras. Además eres pésimo haciéndolo.
Giulio se encogió un poco, sintiendo el calor subir como una llamarada hasta abrasar por completo su rostro.
—Lo lamento. Soy nuevo en la ciudad y no estoy acostumbrado a hablar mucho de mí.
—Tampoco eres de Palatsis.
—No.
—¿Eres inmigrante?
—No. Soy taliseno —respondió él con urgencia. Finalmente se volvió hacia ella, dejó el pincel sobre la paleta y todo en conjunto sobre la mesa, a un lado de los tubos de pintura aplastados—. Nací y crecí en La Arboleda... en Canos. Pero nunca fui muy sociable.
Una mentira inocente, por supuesto, y que no hacía daño a nadie.
Asistir a fiestas, ceremonias y bailes ofrecidos por la aristocracia había sido uno de sus pasatiempos favoritos desde pequeño. Ahí era donde conocía a sus mecenas y departía con ellos no como un sirviente, sino como un igual. Le gustaba el buen vino y las golosinas mucho más de lo que podía hacerlo la comida. Pero más le gustaba la compañía cuando a los eventos lo acompañaba Lucilla, que entraba a los salones radiante y tomada de su brazo, con una esplendorosa sonrisa que iluminaba sus ojos.
Las fiestas del siglo veintiuno eran... diferentes. La gente bailaba distinto, se movía distinto, se vestía distinto e incluso se expresaba distinto. No había más ese aire de sofisticación y misterio que envolvía y separaba por igual a hombres y mujeres, y los mantenía girando en una espiral de atracción y peligrosidad que la ausencia de tecnología suavizaba. En la actualidad todo era rápido, ruidoso, ríspido. Los modales no eran importantes, y aunque se le daba un lugar predominante a la educación, facilitándola para la mayoría de la población, Giulio no comprendía por qué era capaz de percibir cierto aire de ignorancia y desfachatez que no quería tachar de vulgaridad apabullando la mentalidad de la gente.
Era como si todo el mundo se moviera con un velo frente a los ojos, una especie de burbuja de frialdad que los había despojado de toda pasión y devoción por los placeres que brindaba la propia naturaleza del hombre y su capacidad de crear, de sentir, de experimentar y admirar. Un ejemplo de ello era el arte pictórico. La gente lo veía más como actividad para niños que una profesión respetable para una persona adulta.
—Tienes un excelente manejo de la iluminación —observó Crisonta luego de otra pausa en la que Giulio había logrado olvidarse de ella—. Tu talento fue cuidadosamente pulido. Te felicito. ¿Cuándo comenzaste a pintar?
—Gracias. Desde muy pequeño. Mi padre ha invertido en mi formación artística y personal desde mis primeros años de vida.
Crisonta inspeccionó de cerca los detalles que ya comenzaban a resaltar en el cuadro. Cada una de las plumas tan cuidadosamente pulida que la pelusa de los filamentos parecía a punto de traspasar la tela del lienzo para mecerse suavemente hacia el piso.
—Eso sí lo creo por completo. ¿Sabes de quién era este taller?
Giulio sonrió y volvió a dispararle una mirada al retrato central que pendía de la pared principal. Loresse le devolvió el gesto.
—Del Gran Maestro Loresse.
—Quinientos años en el pasado él formó a muchos artistas que hoy son parte de la historia más importante del arte en el mundo —dijo Crisonta también sonriendo—. Es mi abuelo materno por décimo octava generación.
—¡Me alegro tanto de escuchar eso! —exclamó Giulio sin poder contenerse—. Yo pensé que jamás se casaría con nadie. ¿Con quién fue? ¿Fue con la señorita Velia? No recuerdo su apellido, pero era tan atenta con él. Esperaba por las tardes, recargada en la puerta, a que el maestro nos enviara a nuestras habitaciones y cerrara el taller. Cuando no lo hacía ella entraba como una tormenta y no en pocas ocasiones le vació jarrones de agua en la cabeza para espabilarlo —se rio, volteando hacia la puerta en una fantasía fugaz por volver a mirar a la joven Velia espiando—. Era muy atenta con él y solía cuidarlo mucho cuando el Maestro se resfriaba, lo que ocurría muy seguido.
—Sí —dijo Crisonta después de un pequeño silencio en el que Giulio naufragó en las aguas de los recuerdos y la añoranza—. Su esposa fue Velia Ravonsi, después Velia Loresse. Hay poca información sobre ellos en realidad, la historia se ha centrado más en seguir el misterioso camino de su discípulo, —señaló a la pared, donde estaba el retrato falso de Giulio—, Giulio Brelisa. Pero es comprensible, el joven artista fue un parteaguas que revolucionó la perspectiva del arte profano.
—Oh —balbuceó Giulio, tomando el pincel para ponerse a jugar nerviosamente con los tonos mezclados—. Quizás lo que leí sobre ellos dos fue mentira entonces.
—Quizás —secundó Crisonta con un tono indescifrable—. La mayoría de los historiadores sobre mi tatarabuelo marcan este taller como punto de partida. Sin embargo nunca había escuchado lo que contaste.
—El internet es un sitio muy vasto para encontrar información.
—Sí, puede ser. ¿Qué más has...?
Un timbre sonó.
Giulio estaba cada vez más familiarizado con el sonido que hacían los celulares al recibir llamadas, y aun así tardó en comprender que la vibración provenía del bolsillo de su pantalón. Dejó el pincel sobre la boca abierta de un frasco, se secó las manos en una toalla y sacó el dispositivo, que miró con confusión por largo rato. No recordaba cuál de los dos botones, verde y rojo, era para contestar o para rechazar la llamada. Se animó a presionar el de color verde, maldiciendo internamente cuando el celular continuó vibrando.
—No tienes que presionar, tienes que deslizar —dijo Crisonta cuando Giulio le dedicó una mirada de auxilio—. Coloca tu dedo suavemente sobre el botón verde y desliza hacia arriba.
Siguiendo las instrucciones, logró que la llamada entrara y se llevó el dispositivo al oído, reculando cuando la estridente voz de una mujer vociferó su nombre. Era Sofía, su jefa. Ni siquiera le permitió hablar para saludarla. La mujer fue contundente al informarle que no requería de su asistencia al día siguiente en su local; algo sobre que tenía que «fumigar» porque se acercaba la fecha de una inspección sanitaria y no quería pagarle por no hacer nada fue con lo que finalizó la llamada, dejando a Giulio confundido.
—¿Tu jefa? —preguntó Crisonta con empatía.
—Sí. No quiere que asista mañana a la cafetería. Dice que fumigarán.
—Eso escuché. Su tono al hablar es muy... peculiar.
Estridente era un adjetivo más apropiado para Sofía.
—Espero que no sea un despido definitivo —se lamentó Giulio.
Aunque le desagradaba su trabajo, le desagradaría aún más no contribuir con los gastos del departamento que había rentado con sus amigos.
—No me lo pareció. Pero si así hubiera sido, no tiene el derecho de despedirte sin un motivo válido de por medio. La ley estaría de tu lado —Crisonta lo miró detenidamente por un momento, logrando incomodarlo de nuevo—. Mañana llevaré a mis estudiantes a una visita especial a la Galería Bonse. ¿Te gustaría acompañarnos?
—Sí —dijo Giulio al instante—. Aunque... ¿será buena idea?
—A menos que tengas algo más que hacer durante tu repentino día libre, no veo el problema en que vayas con mi clase. El Taller de Loresse está afiliado a los programas de historia y arte de la región y tiene entrada libre y sin cobro a museos y galerías de Artadis durante los días hábiles. La visita ya está programada. Iremos a estudiar una nueva exposición de arte en una de las salas de transición —explicó Crisonta—. Una vez que regresemos al taller puedes continuar con la pintura, o puedes retirarte temprano a tu casa, como lo desees.
—Gracias —murmuró Giulio—. Claro que quiero ir.
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