19 Lienzos
Empezaba a comprender por qué decían que el uso del celular podía convertirse en un vicio. Giulio aún no entendía el suyo por completo y había ocasiones en las que creía que jamás lograría hacer nada sin que otra persona le repitiera para qué servían los pequeños dibujos que salpicaban toda la pantalla del dispositivo, pero el internet le había dado un giro total a su vida y sentía cómo lentamente comenzaba a formar una necesidad en su interior.
Introducía las palabras de a poco, equivocándose por los pequeños espacios de las letras y confundiéndose con toda la simbología del diminuto teclado muy similar al que aparecía en las computadoras que había en el refugio.
Aunque su curiosidad por navegar en las aguas del famoso internet había despertado desde aquella vez que Marice le había mostrado qué tan sencillo era averiguar sobre la vida de alguien únicamente escribiendo su nombre, el valor para tomar su propio curso de investigación no había surgido hasta esa mañana, un día después de su incómoda travesía hacia el taller del Maestro Loresse.
Fue una búsqueda rápida, aunque un tanto torpe, la que le había revelado que el buen hombre había muerto de viejo, retirado en una tenuta en los campos que rodeaban a Artadis, casado y ya con nietos, y muy satisfecho con todo el trabajo que había hecho a lo largo de su vida y que había dado fruto en la forma de su legado de artistas y sus obras presentadas al mundo, Giulio entre ellos.
Quería buscar más información sobre sí mismo también, el problema era que el valor llegaba en dosis pequeñas y hasta el momento sólo le había alcanzado para rondar los contornos de su historia, contada por voces que no eran la suya.
Había averiguado dónde estaban en exhibición muchas de sus obras, quién había comprado cuál a grandes rasgos y los títulos de varios libros que hablaban sobre él. Unos eran de lo que actualmente se denominaba ficción. Otros explicaban cómo había sido su niñez sin darle ninguna pista a Giulio cómo era que podían saber algo como eso. Una persona había llegado tan lejos como para escribir sobre el supuesto romance entre Giulio y Jean, lo que lo había puesto rojo de rabia.
Por fortuna, nadie mencionaba a Laurelle ni a Lucilla.
Había descubierto con asombro la infinidad de reproducciones de sus diferentes cuadros y dibujos, especialmente de aquel retrato suyo que nada tenía que ver con su verdadera apariencia, e incluso había leído muchos relatos y mitos con respecto a su supuesto «fantasma» merodeando por la casa del lago, donde había perecido y la gente que había visitado el lugar durante la noche, antes de que las obras de restauración comenzaran, aseguraba haberlo visto.
Si eso era cierto Giulio no tenía recuerdo alguno de haber sido alguna vez un fantasma ni de haber regresado a la Tierra a penar.
Era alguien famoso y muy querido. El problema era que estaba muerto. Al menos públicamente.
Suspiró con pesadez cuando terminó de tallar y enjuagar la última ronda de trastes. Había discutido esa mañana con Sofía, harto de sus gritos, y como castigo la horrenda mujer lo había delegado a lavar los platos hasta nuevo aviso.
Lo que diría la gente si supiera que el Gran Giulio Brelisa estaba de regreso entre ellos, lavando trastes sucios para pagar el alquiler y poder comer.
Al menos podía pintar de nuevo. La mujer del Taller de Loresse conocía demasiado bien un alma artística y había estado en lo correcto con respecto a Giulio. Regresaría esa misma noche a continuar su pintura, así fueran únicamente dos horas las que tuviera disponibles.
Colocó el último plato sobre el escurridor y se secó las manos en un trapo que colgaba del borde de una mesa cercana. Después de mirar brevemente a su alrededor para constatar que Sofía no estaba por ningún lado, sacó su celular para resumir su lectura sobre los hechos más relevantes de la humanidad de los últimos siglos. Era penoso esconderse para hacerlo, pero la mujer tomaba cualquier pequeña distracción de sus trabajadores durante el horario laboral como un escupitajo en la cara. En su prisa por abrir el navegador de internet, Giulio abrió el pequeño dibujo de Pictugram por accidente.
Un recuadro rojo con letras blancas desplegó números ante él. A pesar de que aún temía estropear el dispositivo con su ignorancia, accedió a la información, plagado de curiosidad. La hilera de avisos que reemplazó a los números lo confundió un poco más.
—Oh, Pictugram —comentó alguien por sobre su hombro, haciéndolo saltar. Era Bernal, uno de los cocineros. El hombre sujetaba a lo alto un sartén repleto de aceite burbujeante—. ¿También eres de esos que registran todo lo que hacen en el día para subirlo a las redes? ¿Cuántos seguidores tienes?
Como era de esperarse, al menos para él mismo, entendió solamente unas cuantas palabras de lo dicho por su compañero. Había escuchado de Marice que había gente que se desvivía por fotografiar y grabar todo lo que hacía en su día para informarlo en las redes sociales a pesar de que no ganaban dinero por ello. Hasta ese momento él solamente conocía Pictugram. Sabía, sin embargo, que había más sitios similares a ese, y que en todos la gente era mordaz tanto en acciones como en palabras. No muy distinto de la vida real.
En su caso, era gracioso pensar que su cripta tenía más visitas que su galería virtual de arte.
—Cinco —dijo con un titubeo, mirando la pantalla de su dispositivo.
Y de esos cinco seguidores, dos eran Tomello y Marice.
—¿Cinco mil?
—Eh, no, sólo cinco.
—Oh —respondió Bernal, perdiendo el interés al instante—. Son pocos los que llegan a tanto, ¿eh?
—¿Tanto qué?
El cocinero le disparó una mirada de hastío. El Gato Pintor parecía ser imán del mal carácter y la nula cordialidad.
—Es poca la gente que llega a tener miles de seguidores. Personalmente no me gustan esas cosas de las redes sociales. Sólo te quitan el tiempo —dijo, sorteando la comida que cocinaba con una temeridad peligrosa—. ¿Qué subes? Me refiero a qué es lo que publicas —explicó quizás al notar la cara de desconcierto de Giulio.
—Dibujos. Arte.
La siguiente mirada que el cocinero le disparó lo incomodó.
Había tal mezcla de condescendencia y burla en sus ojos que Giulio deseó no haber hablado en lo absoluto. Algo más que había notado de ese nuevo mundo era el gran desprecio que la mayoría de la gente parecía reservar hacia los artistas. Creían el arte una pérdida de tiempo y una manera de ganar dinero fácil cuando se lograba. La realidad era que ni en el pasado ni en el presente ganar dinero a través del arte había sido sencillo. Los espectadores era despiadados, nunca perdonaban algo mal hecho y no titubeaban para hundir aquello que les parecía inapropiado por no amoldarse a sus gustos.
—¿Dibujas?
—Eso dije —espetó Giulio, guardando su celular. Comenzó a limpiar el fregador con un trapo húmedo—. ¿Es malo? —añadió de manera irónica.
—Ah, no. Mi cuñado menor también hace esas cosas. Dibuja y lo sube todo a sus redes, pero él tiene quince años, no... ya sabes. —Miró a Giulio de arriba abajo y se encogió de hombros. Tal vez en esa época practicar arte era mal visto para las personas adultas. Qué estupidez—. Tiene más de doscientos mil seguidores, o eso presume todo el tiempo. No logro comprender cómo es que a la gente le gustan esas cosas.
—¿Y lo hace bien?
El cocinero parpadeó, confundido.
—¿Qué? ¿Dibujar? —rezongó, mirando a Giulio asentir—. Creo que sí. Dibuja todo lo que mira en la televisión. Cualquier serie o caricatura que le gusta la copia y la sube. Fanarts o algo así. En mi opinión debería centrarse en estudiar. Vivir en Artadis le llena la cabeza de aire.
Giulio se mordió la lengua para no preguntarle qué era exactamente lo que su cuñado copiaba de la televisión y cómo era que la gente no lo despedazaba por vender propiedad intelectual creada por otro artista. Si bien eso de los derechos de autor lo conocía apenas en ese nuevo siglo, había existido un acuerdo tácito entre artistas del pasado que impedía, más por honor que por legalidad, que alguien reprodujera la obra de otra persona sin el debido consentimiento previo.
—¿Cómo podría hacer que más gente vea lo que hago? —se atrevió a preguntar.
El cocinero dejó de lado la cacerola en la que freía un sándwich de queso y tocino y se encogió de hombros.
—Subir lo que al público le gusta, yo supongo. Y a la gente hoy en día sólo le gustan las estupideces. Sube un vídeo bailando y tendrás millones de seguidores en un segundo —respondió chasqueando los dedos—. Las mujeres sólo suben cosas de maquillaje y cuentan tonterías sobre lo que pasa en su día a día. Mi esposa vive pegada al celular escuchándolas.
—¿Tu cuñado baila además de mostrar su arte?
La sola idea de hacer algo semejante hizo a Giulio resoplar una risilla. Había visto los bailes de la época y le era difícil imaginarse a sí mismo moviéndose al ritmo de una melodía que repetía la palabra «perra» cada cuatro palabras.
—No —se rio Bernal—. No lo sé. Nunca lo he visto hacerlo. Es muy serio. Lograr que te dé los buenos días es ya una ganancia. Pero sí sé que entre más gente lo sigue, más popular se hace su contenido y consigue más trabajo.
Giulio levantó la cabeza con interés.
—¿Trabajo como artista? ¿Le dan trabajo por tener esos seguidores?
No muy distinto de como se daban las cosas en el pasado, excepto que en su época las redes sociales se conectaban a través de los talleres de los Maestros y las visitas de los nobles y aristócratas que eran potenciales a mecenas. Así había conseguido Giulio su primer encargo. A la edad de doce años había hecho el retrato de la hija de un mercader. Desahuciada por la tuberculosis, la niña había vivido poco más de tres meses después de que Giulio terminara la obra. El Maestro Loresse se había encargado de hacer conocer la anécdota y de pronto más gente se había interesado en Giulio.
Cuando había empezado con el arte profano había tenido ya una abundante lista de seguidores de su trabajo a los que no les había molestado hacerse de una obra que no incluyera contenido religioso. Muchos de esos cuadros aún existían, y estaban valorados por tanto dinero que la cabeza de Giulio explotaba cuando averiguaba las cifras.
—Sé que la gente le hace encargos de dibujos y esas cosas. Eso ha contado él —dijo el cocinero, regresando a su trabajo—. Todo está en que tenga personas que lo sigan y les guste regalar el dinero.
—¿Cómo podría lograr que la gente me siga?
—Ya te lo dije: tienes que hacer cosas que les interese. ¿El arte? —Bernal frunció la nariz y meció la cabeza—. Hoy en día hay mucho de eso. Mira a tu alrededor, literalmente vivimos en una obra de arte de ciudad que todo mundo visita. Hay que ser innovador.
—Por lo que he visto, hoy en día hay mucho de todo —murmuró Giulio, mirando hacia la barra donde estaban acomodados los electrodomésticos. Suspiró—. No importa. Ya tengo trabajo. —Se encogió de hombros, hablando más para sí mismo. Aunque su actual trabajo no era algo que lo satisficiera en lo mínimo. Siempre había creído que moriría como un viejo artista, no como un viejo lava trastes—. No haré escarnio de mi persona ni de mi arte sólo para atraer gente.
Bernal se rio.
—Podrías bailar mientras dibujas.
—Lo veo un poco complicado.
—Bah. Supongo que si eres bueno en lo que haces la gente llegará sola de manera eventual —añadió el cocinero, apagando el fuego de la estufa cuando terminó de freír el grotesco sándwich que después bañó en salsa de tomate especiada. Se volvió hacia Giulio—. Vives en Artadis, una de las capitales del arte. Vienen millones y millones de turistas al año, deberías usar eso a tu favor.
Giulio levantó su celular. Su rostro se reflejó en la pantalla apagada. Le había dicho a su padre que no era el dinero el que motivaba su arte, y aún sostenía el pensamiento pese a que ahora comprendía que era sencillo hablar de esa forma desde la comodidad en la que había nacido. Nunca le había faltado nada. Akantore había sido un hombre rico cuando se había casado con Clara Massine y habían concebido a Giulio.
Desde que era pequeño había obtenido todo lo que había deseado, lo que Lucilla solía recordarle cuando Giulio se disgustaba con ella por sus caprichos y sus berrinches cuando no era mimada como deseaba.
—Somos, amor. Somos un par de caprichosos sin remedio. Y tú eres peor que yo porque no lo reconoces —espetaba ella secamente.
Pintar por dinero nunca había sido una necesidad, por lo que tampoco había tenido que ajustarse a los gustos de la gente cuando un pedido no satisfacía sus deseos. Algo en lo que estaba de acuerdo con su biografía, era en cuántas veces había rechazado trabajo, lo que no en pocas ocasiones le había causado problemas con nobles y aristócratas, o con la iglesia misma.
Hoy en día sus obras se vendían por millones y millones de monedas, la gente adoraba todo cuanto se producía a su nombre, visitaban su pueblo y nadie, absolutamente nadie, sabía que estaba de regreso. Si comía y bebía era únicamente porque había encontrado un trabajo lejos del arte que le ayudaba a satisfacer esas necesidades. No disponía de la mayor parte de su tiempo y tenía que ser él quien agradeciera por servir a otras personas.
Más que nunca deseaba pensar que había sido una buena persona con los sirvientes de su casa, especialmente con Sasila, que prácticamente lo había criado. ¿Había sabido la hermosa mujer cuánto la apreciaba y quería Giulio? Esperaba que sí. No recordaba habérselo dicho nunca. Antes de morir no había podido decir nada a nadie y esa sería una de las losas que cargaría sobre la espalda el tiempo que continuara caminando sobre la tierra de los vivos.
De momento sólo quería pensar en el dinero y en cómo conseguirlo para poder pintar sin interrupciones. De esa forma podía mantener su mente ocupada y lejos de los funestos pensamientos que lo atormentaban cuando el nombre de Lucilla regresaba con la potencia de un golpe a sus recuerdos. Quizás la dama del taller de Loresse le permitiría enseñar dibujo anatómico, pintura u otras cosas a sus estudiantes si Giulio se lo preguntaba. Podía mostrarle sus dibujos actuales y el lienzo cuando lo terminara. Quizás eso la convencería de aceptarlo.
Se masticó la mejilla al recordar su antiguo cuaderno de bocetos guardado en la mochila. Era la única conexión que mantenía con su verdadera vida, con el recuerdo palpable de su taller, de su casa, de su habitación y de los días en los que la convivencia con su padre había sido amena. Pero de recuerdos no se comía, y la gente pagaría tanto dinero por él que le permitiría vivir nuevamente en tranquilidad.
O podía abrir la segunda bóveda y mirar si su padre había dejado más cosas que en la actualidad pudieran serle de utilidad.
—¡Giulio! —el grito de Sofía lo arrancó bruscamente de su ensimismamiento. La enorme mujer apareció tras estrellar la puerta contra la pared. Al ver que Giulio tonteaba con el celular en la mano, se puso roja de rabia y caminó hasta él, causando un raro efecto en el que su minúscula estatura pareció estirarse hasta lucir inmensa por encima de Giulio, que era mucho más alto que ella—. Atiende las mesas cinco y nueve —le indicó, enterrando dos cartas de menú en su pecho—. ¡Muévete, haragán, que la gente tiene hambre!
Al menos el castigo como lava trastes se había terminado hasta nuevo aviso.
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