18 Lienzos
No se dio cuenta de la cantidad de tiempo que había transcurrido desde que comenzara a pintar hasta que el rechinido de una puerta abriéndose al otro lado del taller lo espabiló, haciéndole recordar de golpe en dónde era que se encontraba, y en calidad de qué. No era más el taller del Gran Maestro Loresse, ni Giulio un artista reconocido al cual se le perdonaría invadir propiedad privada si a cambio deleitaba a los locales con sus habilidades artísticas. Urgido por el miedo y la vergüenza, dejó bruscamente la paleta salpicada de colores sobre la mesa más cercana y se apresuró hacia la puerta, limpiándose las manos en la ropa como siempre hacía cuando se ponía nervioso.
En el camino tropezó con un taburete que le dejó una palpitación terrible en la espinilla y plasmó una mano sobre un busto de arcilla que alguien había puesto a secar. Una maldición escapó de sus labios. No tenía idea de la cantidad de tiempo que había pasado ni la cantidad de normas que había roto en una sola noche. Solía enajenarse al momento de pintar que el paso de las horas dejaba de tener sentido en su cabeza.
—Espera —dijo una voz femenina profunda y un tanto áspera. Lo detuvo cuando había alcanzado el portón de metal y se disponía a cruzarlo—. Es tarde para que te vayas después de todo el tiempo que has invertido en tu pequeña travesura.
El calor subió hasta las mejillas de Giulio como si hubiera metido la cabeza dentro de un horno. No sólo había traspasado propiedad privada, sino que había sido descubierto quizás desde el inicio. Ahora lo detenían en plena huida como lo que técnicamente era, un criminal. Jean, su mejor amigo, se habría reído de él si pudiera escuchar la anécdota. El mismo Jean que tenía cientos de años muerto. Quizás su descendencia, si es que había tenido alguna, aún existiera. Giulio no quería averiguarlo.
Dio la vuelta lentamente, apabullado por los tranquilos pasos que descendieron sobre peldaños de metal con la seguridad de un depredador. Lo primero que enfocó fueron los zapatos oscuros de tacón ancho que se giraban un poco hacia los costados para evitar pisar el borde del escalón. Le pertenecían a una mujer de edad avanzada elegantemente vestida que llegó al primer piso sin alterar ni un poco su fino porte, donde acortó la distancia que la separaba de Giulio con el andar imponente de una emperatriz que no temía enfrentar cara a cara al enemigo. Era una mujer a la que la edad le quitaba el miedo y lo reemplazaba con resolución, quizás incluso aburrimiento. Tenía una mirada severa y analítica similar a la de Akantore, salvo que sus ojos, agrandados por el aumento de unos lentes, eran de color miel y su rostro estaba pulcramente maquillado, dándole a las arrugas el respeto que merecían no al difuminarlas, sino al resaltar sus rasgos más bonitos, que eran sus labios y sus ojos.
—Te miré desde el momento mismo en el que entraste —dijo secamente. Giulio siguió el camino de su mirada hasta el pequeño cuarto lleno de ventanas que estaba ubicado en la parte alta de un andamio, en un punto estratégico para que todo el taller quedara a la vista desde ahí—. Creí que ibas a robar.
—Jamás he robado —contestó él impulsivamente, teniendo el descaro de sentirse ofendido pese a que sabía que la mujer tenía todo el derecho y más de pensar lo peor de él.— Vine porque este lugar me trae recuerdos —dijo suavizando su tono—. Lamento haber... —Señaló con un movimiento de su mano al fondo—. Pagaré por lo que ensucié.
—Ensuciaste —repitió la imperiosa mujer enarcando una fina ceja. Echó un vistazo al fondo, inclinando apenas un poco la cabeza. Giulio sintió la frente perlada de sudor cuando la miró caminar hacia el fondo del taller, donde estaban los lienzos—. ¿Crees que hacer arte es «ensuciar»?
Giulio la siguió.
—Me dejé llevar cuando entré. Me... gusta pintar. No lo había hecho en meses y no pensé en lo que hacía cuando tomé sus materiales y los usé...
Calló paulatinamente, mordiéndose la lengua para no añadir entre su parloteo que el motivo por el que no había pintado en meses no se debía únicamente al hecho de que había «revivido» en un mundo extraño, sino porque debía empezar su vida artística desde cero y el material para ello costaba más caro que simplemente volver a morir. Además, los colores de madera eran una novedad tan absorbente que había logrado calmar un poco el malestar y la tristeza de los últimos días dedicándoles tantas horas como le era posible. La luz eléctrica era una bendición para ello. Nunca habría imaginado que podría mirar tan bien de noche como de día al momento de trabajar.
Se quedó quieto, sumergido en un debate interno sobre si huir como un cobarde o enfrentar con honor las consecuencias de sus actos, cuando la mujer llegó hasta el lienzo que él había estado pintando y permaneció observándolo en silencio. Giulio no había alcanzado a llegar a la parte más importante de la obra pero había hecho lo suficiente para que la idea general pudiera apreciarse entre los trazos que había bosquejado. La noche anterior había mirado un documental sobre brujas y demonios. Le había infundido lo mismo miedo que fascinación y había soñado pesadillas hasta que la molesta alarma de su celular (programada por Marice) había sonado y lo había despertado.
En el lienzo había comenzado a plasmar la idea de un hermoso ángel de alas negras desnudo que le daba la espalda al observador mientras a su alrededor danzaban las ninfas del bosque que había imaginado gracias a otro documental que había visto en otro momento. Tal vez hubiera añadido unos cuantos animales que mirarían la escena con adoración. Ya no importaba. Alcanzó únicamente a terminar parte del bosque y del cuerpo de una ninfa. Lo demás permanecería inconcluso o lo terminaría en su cuaderno, ilustrado por los colores de madera. Lo único que quería era reparar los daños y marcharse.
—¿Cómo te llamas? —preguntó ella sin dejar de inspeccionar el cuadro.
—Giulio.
Como imaginó, la mujer volteó hacia él enseguida, atenazándolo con su penetrante mirada. Ocurría mucho cuando el contexto era el arte y él mencionaba su nombre. Imaginaba que para esas alturas habría miles de personas en el mundo llamadas como él. Eran las coincidencias las que despertaban el interés de la gente, después de todo.
—¿Pensabas terminarlo en una noche, Giulio?
El material regado en la mesa de construcción y el lienzo aún fresco hicieron a Giulio torcer ligeramente la boca. Su taller siempre había sido un desorden del que Susila, su nana, siempre se había sentido repugnada. Eso no quería decir que cuando era invitado a pintar en otros sitios se comportada igual. Normalmente era ordenado y consciente de su entorno. De seguir con vida, el Maestro Loresse le habría dado un par de golpes en la cabeza con el cuaderno que siempre cargaba en la mano.
—Llegué hasta donde me fue posible. El sólo hecho de pintar algo para mí supuso un alivio —respondió con sinceridad—. No medí el tiempo. Perdí la cabeza en... Es...
—Sí, sí. Ya te disculpaste lo suficiente —respondió ella con hastío—. Quiero que lo termines.
—¿Cómo?
La mujer se volvió enteramente hacia él.
—Hablaste sobre compensar por el material que gastaste iniciando esto.
—Sí. Dije que pagaría lo que...
—Bien. Págalo terminándolo —dijo ella con un tono sencillo que contrastaba su dura expresión—. No puedes venir a molestarme a media noche, iniciar algo y dejarlo inconcluso. Quiero que termines el cuadro, de lo contrario consideraré tu invasión a mi propiedad como un acto de vandalismo y tomaré las medidas necesarias.
Giulio tragó en seco.
—¿Debo terminarlo ahora?
Por un momento el rostro de la mujer se suavizó. Pareció incluso que quería echarse a reír. Sólo atinó a mecer suavemente la cabeza, no alterando en lo mínimo su alto peinado.
—Los alumnos se marchan después de las seis de la tarde. Yo me voy a las diez de la noche. Hoy también lo hubiera hecho de no haberse presentado una situación extraordinaria —explicó ella con tono acusatorio. Giulio volvió a sentir el rostro en llamas—. Tienes una ventana diaria de cuatro horas para que lo termines.
—Mi horario de trabajo termina a las ocho —murmuró Giulio con pesar—. Y no tengo dinero para pagar por el material que gastaría de continuar pintando.
—Si eso no te preocupó hace un momento no veo por qué pueda empezar a hacerlo ahora que yo estoy no sólo dándote permiso para que continúes tu obra, sino exigiéndote que lo hagas.
—¿Cómo sabe que volveré? Una vez que cruce esa puerta para irme podría no regresar de nuevo y usted jamás me encontraría.
La mujer se hizo a un lado para mirar el cuadro una vez más.
—Alguien que pinta como lo haces tú siempre vuelve. Estoy totalmente convencida de ello.
Regresó a su casa con piernas temblorosas y evitando las calles solitarias. La oscuridad era otro tema con el que no sabía si estaba enemistado al haberse acostumbrado rápidamente a la electricidad y al gran amor que sentía por ella, o cómodo, considerando que toda su vida había transcurrido en las penumbras. Había ocasiones en las que distinguía la silueta inmóvil de una esbelta criatura mirándolo desde el fondo de los callejones y los pelos del cuerpo se le ponían de punta.
«Ella» no había sido hostil con él hasta el momento, pero esa era la cuestión que lo molestaba. Ese «hasta el momento» que podía cambiar de un instante a otro, cuando el tiempo que continuaba pasando sin que Giulio hiciera nada por concluir el trato entre los dos se extendiera tanto que el ente misterioso perdiera la paciencia y decidiera... ¿Qué exactamente?, ¿volver a quitarle la vida?
Quizás atormentarlo por el resto de la existencia en una especie de alusión al infierno del que tanto pregonaban los creyentes cuando infundían temor en sus seguidores.
Sacudió la cabeza para despejar los nervios y apuró el paso, intentando no aludir al hecho de que no era la primera vez que veía a «Ella» merodeando de cerca. También era extraño constatar cómo en algunas ocasiones verla no provocaba nada más en él que intriga y deseos inexplicables de seguirla, como había ocurrido en el cementerio antes de ser guiado hasta su cripta, o cómo en otros momentos, como ese específicamente, lo único que deseaba era desviar la mirada y apresurar el paso, fingiendo que las miles de sombras y rostros que de pronto veía dibujados entre las vidrieras de los locales que rápidamente dejaba atrás no existían.
Quizás infundir temor era el método de «Ella» para recordarle que tenía trabajo pendiente por terminar.
—Lo haré. Pintaré el lienzo —murmuró Giulio sin detenerse—. Sólo dame tiempo para encontrar los medios.
No se molestó en averiguar si «Ella» lo había escuchado o no. Echó a correr, y luego de casi una hora de trayecto en la que dobló entre calles y callejones torcidos repletos de macetas, alcanzó su edificio con la velocidad de una liebre y entró al semioscuro corredor que dirigía hacia las escaleras, jadeando y sudando. Acortó los peldaños de dos en dos hasta llegar al quinto piso, rogando no encontrar más cosas extrañas en el pasillo que dividía su departamento de otro más que estaba al frente y en el que vivían dos ancianos malencarados que detestaban a Tomello por honesto y odiaban a Marice por su piel ligeramente morena. De Giulio no pensaban mejor al creer, como mucha gente, que era extranjero por su acento.
Metió la llave en la chapa y entró como un torbellino, apresurándose a cerrar la puerta con un chasquido no tan discreto para la hora tan tardía que era. Intentado recuperar el aliento, se quedó apoyado en la puerta el tiempo suficiente para que su corazón se tranquilizara y sus manos dejaran de temblar. De pronto ya no le parecía tan atractiva la idea de mandar todo al diablo y dejar que «Ella» lo llevara de regreso a cualquiera que fuera el lugar del que lo había sacado para devolverle la vida.
Estaba seguro de que Lucilla no estaría ahí. Ella jamás habría hecho tratos con seres como «Ella» y su alma, a diferencia de la Giulio, continuaba impoluta.
No le sorprendió al encontrar el departamento en silencio. Tampoco cuando a los pocos segundos de comenzar a sentir que su cuerpo dejaba de temblar, la puerta de la habitación que sus amigos compartían se abrió.
—¿Para qué mierda tienes un maldito teléfono si no contestas los mensajes? —preguntó Tomello con voz adormilada—. ¿Qué? ¿Por qué carajo estás tan pálido? Parece que acabas de ver a un maldito muerto.
Algo por el estilo, habría contestado Giulio de haber tenido el valor de hablar de ello.
—Se me hizo tarde y... aún no sé cómo contestar mensajes —murmuró. Se metió en la cocina para lavarse la cara en el fregador y servirse un poco de jugo. La luz del refrigerador, y el frío que le sopló en el rostro cuando abrió la puerta, lo hizo sentir un poco mejor—. No escuché que hiciera ningún sonido. Marice dice que si me hablan o me mandan un mensaje emitirá sonidos.
—A ver —rezongó Tom, cerrando la puerta de su habitación detrás de él. Caminó con la mano extendida y no cedió hasta que Giulio extrajo el celular de su pantalón y se lo dio—. ¿Cómo mierda lo vas a escuchar si lo tienes en silencio, idiota?
—¿Yo lo puse en silencio?
—No. Seguramente lo hizo el maldito gato que se mete a tu cuarto —espetó Tom. Movió unas cuantas cosas en el celular de Giulio y luego lo puso sobre la barra—. Son las dos de la madrugada. No me importa si estabas tirándote a la nena más rica de la maldita ciudad, quedamos en que el que llega tarde avisa.
—Perdón —dijo Giulio con desgano—. Y no estaba... «tirándome» a nadie. Es... ¿Eso significa lo que creo que...? —Sacudió la cabeza—. Me colé a un taller a pintar y una mujer mayor me descubrió.
—¿Y te la tiraste a ella? —preguntó Tom de pronto muy interesado.
—¡No! No me tiré a nadie, por Dios. Era una dama y... Oh, no le pregunté su nombre.
—¡Genial! —se rio Tom, dándole un par de palmadas en el brazo hasta que Giulio se lo sacudió de encima con un manotazo cansado—. ¿Y qué tal lo hace? ¿Es cierto que las «pasas» son más intensas cuando te la chupan? Escuché que muchas se quitan la dentadura para hacerlo y se siente divino. La más grande que yo me he tirado tenía cuarenta. Fue a cambio de una cajetilla de cigarros. Aunque la muy hija de perra me engañó y me la dio a la mitad.
Giulio lo miró escandalizado. No sabía qué lo alarmaba más, si la manera de expresarse de Tom porque ya estaba acostumbrado a ella, o las confesiones que no estaba pidiendo porque su padre le había enseñado con mucha gallardía cómo un hombre jamás debía expresarse con semejante desfachatez de sus experiencias íntimas ni de las damas, fueran o no realmente unas damas.
—No tuve... No me acosté con nadie, Tomello —dijo con firmeza—. Y no era tan mayor como para no tener dientes, ¡pero eso no importa porque no me acosté con ella! —recalcó cuando lo miró ampliar su sonrisa—. Me colé a un taller de pintura y una mujer me sorprendió. Fue todo. Me dejó marchar a cambio de que regrese a terminar el cuadro que comencé a pintar y... Dios, me repugnas. ¿Cómo es que acepté ser tu amigo? —murmuró al ver la malévola expresión de su amigo.
—Algo debiste hacer bien para que te pidiera que regreses. Y yo pensé que eras marica —continuó riéndose el demente—. ¿Le tomaste una foto? Bah, no sabes usar el maldito teléfono —se contestó a sí mismo antes de que Giulio pudiera repetir que no había ocurrido nada—. ¿Es casada?
—¿Cómo voy a saberlo? —Giulio lavó el vaso que utilizó y caminó hacia su habitación con Tomello a la siga—. Por última vez y aunque no me creas: no sucedió nada. Pagaré la infracción que hice al colarme a su taller terminando de pintar un cuadro, es todo. —Abrió la puerta y se giró para impedirle el paso. Su amigo mantenía su enorme y lobuna sonrisa—. Si Marice dice algo de esto en la mañana le voy a decir que su pedido de comida de ayer sí arribó y tú te lo comiste.
La sonrisa de Tom se borró. Lo que fuera que iba a contestar se perdió al otro lado de la puerta cuando Giulio la cerró sutilmente en su cara.
No fue hasta que se cambió de ropa, se higienizó un poco, se aseguró de encender una vela nueva para su padre y se metió en la cama, que los escalofríos cedieron. Todo mejoró un poco más cuando Bodegón, como había comenzado a llamar al gato que solía colarse al departamento a través de su ventana, se acurrucó junto a él con un maullido mimoso que le devolvió el sueño. Para cuando los escalofríos dejaron de sacudir su cuerpo el descanso llegó en la forma de recuerdos agradables de una vida que no volvería, pero que jamás olvidaría.
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