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17 Lienzos


Aprendió a usar el celular y a distinguir sus funciones luego de muchas explicaciones y días de práctica. Las cosas aún se revolvían en su mente y entorpecían sus dedos, pero se había quedado con lo básico. Contestar llamadas era lo más sencillo de todo. La necesidad, el hambre de absorber hasta la más insignificante de las migajas de conocimiento de esa época en pos de matizar el dolor que aquejaba su alma por quienes había dejado atrás era lo empujaba a sacrificar descanso para aprender con mayor velocidad.

La «galería» en Pictugram que Marice había creado para él estaba ya en sus manos, con una cuenta de cinco seguidores a un costado del pequeño retrato de su rostro. Otro concepto extraño para él, que aún batallaba en diferenciar a lo que la gente se refería con «virtual» y «real».

Sabía que el conteo significaba que eran cinco las personas que lo seguían, ¿pero seguían cómo? Pues de manera virtual. No estaban a su lado hojeando sus cuadernos para mirar sus dibujos ni hablarían frontalmente con él porque aunque existían, en teoría no existían cerca de él. Marice había sido muy paciente explicándolo. Tomello había aportado con ejemplos bizarros y soeces. Todo se resumía a que cuando tomaba una fotografía de uno de sus dibujos y la publicaba en su galería, las personas que lo seguían podían mirar y comentar. Lo habían hecho un par de veces ya, cuando por error había tomado fotografías de su rostro y las había publicado. Un par de esas personas hablaban en otro idioma y habían puesto símbolos que Giulio había pedido ayuda para descifrar.

Marice se había reído en su cara cuando había tenido que explicar el significado de los «emojis» y por qué era muy divertido que alguien respondiera con un «corazón» a su fotografía.

Los días posteriores a sus primeros accidentes como trabajador en el Gato Pintor fueron más sencillo. No menos tediosos, pero sí más educativos y tranquilos. Los comensales no daban problemas como sí lo hacía Sofía, la dueña, y su mano estaba casi curada de la quemadura. Conforme se habían acercado las fiestas programadas para finales del año el trabajo se había hecho más caótico. De un momento a otro la cafetería y las calles se habían llenado de tanta gente que había sido imposible caminar sin chocar contra alguien, las luces y figuras navideñas brillaban por todos lados, también la música, de ritmos muy melosos y agudos para el gusto de Giulio. Había visto cientos de árboles adornados dentro de los locales vecinos a la cafetería (y en la cafetería), y alguien había considerado buena idea colocar un enorme pino en la plaza central de Artadis, la Plaza Margarita, que en la noche parecía una pira de colores.

Cuando la navidad finalmente llegó, para Giulio no significó mucho excepto más trabajo, aunque dos de sus compañeros le habían obsequiado chocolates sin explicar el motivo, y Sofía, teniendo un anormal despliegue de humanidad, había extraído un pastel de una de las vitrinas frontales de la cafetería para llevarlo a la cocina y repartirlo entre sus sirvientes cuando el último de los comensales se marchó. En su casa Tomello había cocinado una estupenda cena que los tres tomaron con solemnidad y miraron un par de películas de acción que dejaron maravillado a Giulio.

El inicio de año no fue muy diferente, salvo que una de las empleadas tuvo que ausentarse para pasar la celebración con su familia y al regresar lo hizo únicamente para recoger sus cosas después de que Sofía le espetara en la cara que estaba despedida. Como Giulio, la mujer tampoco tenía papeles que la identificaran como talisena, y no pudo hacer más que llorar, implorar un poco y marcharse, cuando Sofía amenazó con reportarla a inmigración.

Para esas alturas, y en un año nuevo (otra vez), Giulio comprendía mejor las funciones y el ritmo de su trabajo. Además de que un dejo de admiración comenzaba a nacer internamente en él. Hasta ese momento jamás se había detenido a pensar en la complejidad y lo arduo de las labores de cada una de las personas que habían servido en su casa. Akantore no había sido un tirano, pero tampoco había sido un amo sencillo de complacer, y aunque no era de esas personas que resolvieran sus frustraciones repartiendo golpes e impartiendo castigos, tendía a ser muy severo y estricto con sus sirvientes cuando las cosas no salían según su gusto o no cumplían sus difíciles expectativas.

Pues Sofía era similar, salvo que ella sí golpeaba a sus sirvientes, gritaba como energúmeno y aprovechaba cualquier oportunidad para descontar dinero de sus salarios. Hasta ese momento no había puesto una mano sobre Giulio, sólo la había asignado la interminable tarea de lavar los trastes con agua fría hasta que sus dedos habían comenzado a doblarse solos de manera dolorosa. Estaba de más mencionar que regresar por la noche a su casa a intentar dibujar con las manos tan sensibles había sido una proeza, o que en algunas ocasiones no había dibujado en lo absoluto, agotado y deseoso de meterse en la cama como se encontraba.

Y un día en especial, algunas semanas después del inicio de sus labores en la cafetería aunque aún con muchos comensales atiborrando el área de ingesta, no hubo más trastes para lavar. No para él al menos. Sofía entró como una tromba por la puerta, más regordeta que antes y con peor semblante, y señaló a Giulio para indicarle secamente que a partir de esa mañana su deber sería entregar los pedidos a domicilio.

Y así lo hizo él.

Una suerte que el sol de invierno no fuera tan despiadado como tendía a serlo en verano, porque Giulio corrió de una calle a otra durante horas, llevando y trayendo cosas, mayormente entregando pedidos de comida en los locales vecinos y en algunas casas. A veces le daban dinero adicional. Propina, una famosa conocida desde épocas ancestrales y ahora muy amada y bienvenida por él. En otras ocasiones se llevó reclamos, gritos y malos tratos por haberse perdido entre calles y ralentizar la entrega del pedido, o por llamar en casas y edificios equivocados.

La última entrega le tocó poco antes de terminar su turno, con los pies ya muy cansados, las piernas punzando, el estómago reclamando alimento y el insoportable deseo de meterse en la cama a dormir quizás por otros quinientos años. Eran cerca de las ocho de la noche. Sofía le había dado su miserable paga, mirándolo fijamente a los ojos de manera retadora cuando había notado que Giulio hizo una mueca de desdén, y lo envió a llevar el pedido chasqueando los dedos.

Artadis estaba tranquila para entonces, con muy pocos turistas embelesados mirando los adornos de la ciudad resaltar por los faroles que pendían de las paredes y de los balcones atiborrados de enredaderas y flores. Brotaba una música tranquila del interior de algunos callejones particularmente llenos de gente. Los puestos ambulantes estaban ya levantando, con los mercaderes contando las ganancias del día y discutiendo en un taliseno cantadito y arrullador.

Fue cuidadoso con la bolsa que llevaba en las manos al recordar el bochornoso espectáculo del que había tenido que ser parte esa mañana, cuando al entregar uno de los pedidos varias calles abajo de la cafetería, el receptor, un hombre de edad media, lo había abierto frente a él para corroborar que todo estuviera en orden y casi se lo había arrojado a la cara al reclamar que la comida estaba batida. Giulio había soportado los gritos con un estoicismo envidiable, hasta que su paciencia llegó a su límite y lo impulsó a levantar la voz con una orden seca de la que Akantore había estado muy orgulloso y que dejó al hombre perplejo, después se largó sin pedir el pago, sintiendo el rostro hervir de rabia y de vergüenza al saber las miradas de todos fijas en él.

El dinero que más tarde había entrado en la caja registradora había salido de su propio bolsillo, por supuesto. Sofía jamás perdía nada.

Buscó la dirección a tientas, olvidando cómo era que el celular podía decírsela más fácil, y se perdió al dar vuelta en un par de calles equivocadas, aunque en cierta manera familiares para él. Artadis siempre le había parecido enorme y la mayoría de sus visitas en el pasado se habían limitado a los talleres de otros artistas y a las galerías de arte del momento. Las tabernas eran otros de sus centros de esparcimiento favoritos. Ahora se llamaban de otra forma y casi siempre que veía hacia el interior cuando pasaba frente a ellas, el ruido era ensordecedor. Se preguntaba cómo hacía la gente para conversar entre ella.

Reconoció una estatua de Atenea en una de las esquinas de la avenida principal hacia la que desembocaba la serie de callejones entre los que se encontraba la cafetería y caminó deprisa hacia ella. Después se enteraría de que, como casi todo lo demás que había sido esculpido y pintado en el pasado, era una réplica porque la original estaba resguardada bajo techo para protegerla de la ferocidad del clima.

Sonrió, inconsciente de su ligera expresión. Recordaba esas calles. Hasta el momento no había tenido la oportunidad de recorrerlas al haber empleado su escaso tiempo libre en dibujar y averiguar sobre otras cosas. El taller del Maestro Loresse solía estar una calle más arriba, justo enfrente de un gran manzano que en primavera solía dar las manzanas más dulces que Giulio había degustado durante gran parte de su niñez y adolescencia.

Entregó la comida a un hombre anciano que ya lo esperaba afuera de un portón blanco, apenas notando su agradecimiento adusto cuando ya estaba de camino al antiguo callejón de los artistas, como alguna vez le habían llamado a la larga callejuela atiborrada de portones siempre abiertos y placas distintivas en las paredes que anunciaban con letras enormes los nombres de los Maestros que los atendían. Los pisos solían lucir blancos por la cantidad de yeso, cal y piedra que salpicaba del interior de los lugares, y el aire olía siempre a pintura y madera fresca. La actividad no disminuía de manera drástica durante la noche, como en la actualidad, lo hacía a un ritmo casual, en el que los artistas se tomaban breves descansos antes de regresar a sus labores.

Giulio había desdeñado la oportunidad de montar un taller en ese callejón pese a que su carrera había aspirado a convertirlo en un Maestro que sin duda alguna habría tenido muchos alumnos. Le gustaba su pueblo natal, del que podía ir y venir rápidamente a caballo. Le había gustado la cercanía que tenía con su padre y la tranquilidad de su casa para inspirarse y trabajar en su arte. El taller que su padre había mandado a instalar en la casa como regalo había sido en gran parte el ancla que lo había convencido de quedarse.

No sabía si se arrepentía o no por esa decisión. Muchas cosas habían sucedido a causa de no haberse mudado lejos de casa, su muerte sobre todo.

Llegó hasta la gran puerta donde antes había estado ubicado el taller del Gran Blessinio Loresse. En ese entonces había sido una puerta de madera pintada de rojo con un caballo mal dibujado en el cuadro inferior que uno de los aprendices más jóvenes del Maestro había hecho sin permiso durante su primer día de clases. Giulio había estado presente cuando Loresse había enfurecido por semejante acto de vandalismo, también cuando de la nada el hombre se había echado a reír y había comentado que veía cierto encanto en la criatura deforme, así que lo había conservado. Un dibujo mal hecho en la puerta de su taller no suponía ningún peligro para su gran carrera, aunque muchos mecenas habían titubeado al momento de entrar cuando lo veían.

La antigua puerta de aspecto amigable se había convertido en un portón de lámina metálica con dobleces que la hacían ver sólida y segura. Eso y las dos lentes que apuntaban hacia Giulio desde la pestaña salida del techo invitaban a alejarse. Todo lo demás continuaba más o menos igual, a excepción del suelo limpio y las paredes modificadas por el paso del tiempo.

La lámina estaba corrida hacia un lado, entreabierta. Del interior del local fluía una luz blanquecina que proyectaba un rectángulo alargado sobre el piso de piedra que alcanzó a contornear ligeramente la punta del pie de Giulio.

Se asomó con cuidado. Primero un ojo para alcanzar a retroceder en caso de que alguien lo viera. Después todo el rostro cuando el interior lo deslumbró. Continuaba siendo un taller. A pesar de que el tiempo había cambiado muchas cosas, los detalles básicos continuaban siendo los mismos. Decenas de estantes metálicos estaban repartidos a lo largo de un salón amplio y alargado, cargados todos de material, bustos y utensilios desconocidos. Había mesas también, muchas de las cuales estaban llenas de cuadernos, hojas y contenedores con lapices, brochas y demás utensilios de los que Giulio tenía cierta idea de su uso solamente con verlos.

Entró, derrotado por la curiosidad. No había rastro del taller que alguna vez le perteneciera al Gran Loresse, solamente una enorme pintura de él colgado en una de las paredes principales del fondo. A sus lados, en cuadros representativos más pequeños, estaban Giulio y Bonancio, sus dos mas sobresalientes alumnos. Giulio, por supuesto, volvía a ser representado con mejillas rollizas, piel cremosa, rizos dorados y ojos azules.

Se vio atraído rápidamente hacia el rincón donde se armaban los lienzos, pasando por un pequeño corredor lleno de cuadros a medio pintar que a juzgar por la técnica debían ser de los aprendices principiantes. Sólo un par lucían realmente buenos.

Más adelante, a un costado de una mesa de carpintería, se encontró con un par de lienzos en blanco que habían sido recientemente imprimados y colocados junto a la ventana para acelerar el proceso de secado. Giulio tocó una de las telas con la yema de los dedos y sonrió, sintiendo un cosquilleo en las manos.

El lienzo estaba listo.

Miró a su alrededor una vez más. No había nadie. Había escuchado decir que los índices de criminalidad y violencia habían disminuido por el aumento de seguridad que ofrecía la tecnología. Ver las puertas abiertas, y sin vigilancia, de un taller con tantas cosas valiosas en su interior, y que nada sucediera después de que él había entrado lo ponía a dudar sobre la noción.

Dejó los lienzos momentáneamente de lado para continuar merodeando con la precaución de un animalillo explorando terreno desconocido. El área donde se preparaban los pigmentos lo atrajo como la miel a las abejas. Levantó frascos y pequeños recipientes para leer los garabatos en las etiquetas, experimentando una mezcla de emociones al reconocer muy pocos de los ingredientes con los que las personas de la actualidad preparaban sus pinturas. Había una repisa llena de tubos con títulos que ya reconocía como «marcas comerciales». Tom y Marice le habían explicado detalladamente la diferencia entre algo fabricado artesanalmente y algo hecho masivamente en las grandes fábricas que había mirado en los documentales del canal de historia.

La producción a gran escala le parecía práctica. Si bien el proceso de hacer sus propios pigmentos era entretenido, también era engorroso la mayor parte del tiempo. No en pocas ocasiones había decidido comprar el material ya elaborado por manos de artistas de otros talleres para ahorrar tiempo y dedicarse exclusivamente a pintar y dibujar. Si en su momento hubiera existido algo como una marca comercial produciendo todo lo que necesitaban para trabajar a gran escala, estaba seguro de que todo mundo habrías ido feliz.

Tomó un pincel plano para inspeccionarlo de cerca, luego otro más, embelesado.

Sin pensar en lo que hacía se apoderó de un puñado de distintas brochas a las que acompañó con una pequeña bandeja cargada de tubos de colores que encontró en uno de los estantes. Tenía meses sin tocar un lienzo. Había dibujado, sí, pero las necesidades que surgían en su alma no podían ser satisfechas únicamente con un cuaderno y un lápiz.

Se dirigió con paso apresurado hacia uno de los lienzos preparados, tomó una paleta en el camino sobre la que vertió algunos cuantos chorros de colores primarios, más blancos y negros, miró fijamente el lienzo frente a él, empapó el pincel para mezclar varias de las pinturas hasta llegar a la tonalidad que deseaba y dio el primer brochazo, olvidándose al instante del mundo que lo rodeaba.


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