16 Lienzos
Los días previos al inicio de su nuevo trabajo los empleó aprendiendo a manejar su nuevo material de dibujo. Las hojas de papel le parecieron estupendas y los colores lo sorprendieron tanto que lo ayudaron a sobrellevar la amargura que su falta de recursos para comprar pigmentos y todo lo necesario para retomar la pintura le ocasionaba.
Todo lo hacía en su pequeñísima habitación, amontonado entre el escritorio que había instalado contra la pared y la cama, y supervisado fijamente por el gato regordete tipo vaca que un día había aparecido en el andamio al otro lado de la ventana y había entrado para desde entonces instalarse en su habitación.
Durante su juventud temprana había sido su padre quien había patrocinado todos y cada uno de sus caprichos, que habían abarcado desde mandar a construir un taller en la parte lateral del primer piso de la casa, que había llenado con todo lo necesario para trabajar, hasta adquirir una casa en Artadis para que Giulio se instalara en ella cuando debía quedarse en la ciudad por semanas o meses.
Los primeros días de su actual regreso a Artadis se había perdido unas cuantas veces de camino a su casa o hacia el trabajo. Si bien la ciudad era muy similar a su época pasada, los sentidos y las formas de muchas calles habían cambiado con el paso del tiempo. Había más callejones de los que Giulio era capaz de recordar, algunos tan pequeños que sólo podía caminarse a través de ellos. Las calles del pasado se habían ampliado y otras se habían vuelto callejuelas sin salida por las que en más de una ocasión había entrado y perdido el tiempo volviendo sobre sus pasos, decepcionado de su pobre sentido de la ubicación.
El material con el que estaban elaborados la mayoría de los edificios de la zona central era el mismo de hacía siglos; ladrillo y piedra para las paredes, y terracota y madera para las decoraciones que uniformaban las viejas construcciones desde el piso hasta sus altos techos cubiertos de tejas de colores parduzcos.
Cientos de idiomas distintos (especialmente el inglés) farfullaban junto al zumbido del tráfico y de la maquinaria que empleaban para reparar algunas calles, y con la que Giulio ya había hecho las paces, dejando de huir cuando veía brazos de metal levantándose por encima de alguna pared para aporrear el suelo y cargar decenas de kilos de tierra sin esfuerzo alguno. Decían que Artadis era la ciudad con más idiomas hablados en Talis. Millones de turistas la visitaban por año y habían hecho del taliseno y del inglés sus dos lenguas oficiales, lo que suponía un dolor de cabeza para Giulio, que en ocasiones trabajosamente entendía el taliseno actual.
Había aprendido, además, que el país se regía por un llamado «Primer Ministro» que se beneficiaba con las ganancias que Artadis obtenía día tras día. Los reyes continuaban vigentes, pero simbólicos. La gente debía respetarlos por ley, mas no era un crimen ni un pecado si no se les adoraba como solía suceder en el pasado. Mucha gente continuaba idolatrándolos. Otra gente odiaba, en cambio, al Primer Ministro. Tomello y Marice en especial no perdían la oportunidad de despotricar contra él cuando Giulio les preguntaba sobre política. Al final había aprendido que para investigar más al respecto lo mejor sería leer informes neutros.
Giulio se sentía eufórico al registrar toda esa información.
Llegar a su nuevo trabajo había sido un experimento de prueba y error muy cansino durante de las primeras veces. Entraba temprano por la mañana y su horario terminaba por la tarde, tan noche que muchos locales ya estaban cerrados y las calles casi vacías cuando Giulio caminaba en solitario de regreso a su casa. Como no sabía hablar inglés y la horrenda mujer que era dueña de la cafetería no había tenido paciencia para instruirlo en sus nuevas labores, los primeros trabajos que había realizado habían sido de limpieza. Básicamente su labor consistía en arrastrarse por el piso levantando todo lo que se caía en la cocina y pasando una y otra vez el trapeador hasta que sus manos resecas se despellejaban de tanto exprimir los trapos llenos de lejía, sustancia que olía terrible.
La dueña del lugar, se llamaba Sofía. Era una mujer de una edad similar a la de Fátima, con muchos kilos de sobra que caminaba con porte violento, un rostro bonito para tan atronadora personalidad, y mucha potencia en los pulmones para dar las órdenes a gritos. Giulio no se había tomado personal su animadversión hacia él porque había notado que Sofía era era igual con todos sus empleados, no así con los comensales, a quienes trataba como emperadores.
La cafetería, llamada «El Gato Pintor», era un establecimiento sencillo de paredes de madera pintadas con tonos azules claros, ventanales sin vidrio que se abrían con maderas impulsadas hacia adentro, mesas redondas repartidas sin orden alguno a lo largo del rectángulo destinado a los comensales, cuadros de paisajes colgados en las paredes y una pintura de un hombre joven que molestó a Giulio en cuanto leyó la pequeña placa que afirmaba que se trataba de él. Giulio Brelisa. De nuevo lo pintaban con mejillas rollizas, tez cremosa y cabello rubio. Lamentaba mucho que el autoretrato que había pintado a sus veintitrés años se hubiera perdido y nadie supiera de su existencia. No sabía, sin embargo, a quién le habían pedido que describiera su persona para que los artistas posteriores a su fallecimiento lo pintaran con apariencia de querubín.
Ese día le había tocado trabajar en la cocina, lavando los platos llenos de sobras que jamás paraban de llegar. Sofía había sido muy clara sobre lo poco que valoraba a los empleados que perdían el tiempo esperando a que las cosas sucedieran por sí mismas y siempre tenía un grito preparado para todo aquel que atrapaba distrayéndose con su celular. Giulio, sinceramente intimidado por el ímpetu de semejante contralto de las cocinas, había perdido el valor para reiterar que su contrato había sido como repartidor, no sirviente. Pronto había aprendido que el Gato Pintor se regía por una dictadura y no una democracia, como le había susurrado uno de los cocineros a la pasada, y que todos los empleados fungían de todos los papeles al mismo tiempo si a Sofía le venía en gana.
Al mediodía de su tercer día de deberes su situación empeoró un poco más cuando Sofía cambió súbitamente de opinión y le asignó atender las mesas llenas de comensales que parecían haber sido arrancados de todos los rincones del mundo para ser concentrados en la pequeña área de comedor del Gato Pintor. La gente de piel tan oscura como el ébano era especialmente la que llamaba su atención, puesto que su presencia no había sido jamás un factor común en la Artadis del siglo dieciséis. Giulio los había mirado un par de veces especialmente en los puertos y los muelles, pero nunca paseando libremente por la ciudad, ni mucho menos siendo atendidos con tanta dignidad en una posada dirigida por una talisena tan apática y especial como Sofía.
Cuando la primera familia de gente oscura, dos adultos y dos niños, había entrado durante las horas de servicio de mesas de Giulio, había esperado con tensión que Sofía los echara. Incluso había pensado en adelantarse a pedirles que se retiraran para evitar que la terrible mujer pudiera intentar algo contra los pequeños, como ya había demostrado ser capaz la tarde anterior, cuando en un arranque de ira había abofeteado a una de las meseras por tomar mal una orden. Su sorpresa había sido grande cuando Sofía no sólo no los había echado violentamente en cuanto los había mirado, sino que había sido sumamente amable con ellos al dirigirlos personalmente hacia una de las mesas ubicadas frente a los ventanales, con vista al bonito callejón.
Después de eso, Giulio no había esperado a que Sofía le indicara nada, enseguida se había puesto a la labor de atenderlos, recordando que en ese mundo las cosas eran distintas del anterior; en el siglo veintiuno la esclavitud estaba abolida en la mayor parte del planeta y la gente negra era partícipe de movimientos en los que exigían igualdad y trato digno.
Daba gracias a Dios por la televisión.
Pero las sorpresas de ese día no se habían limitado únicamente a la gente de color, sino a las parejas del mismo género que veía entrar y salir del Gato Pintor sin que nadie expresara la mínima inconformidad por sus desplantes de cariño en público, o a la gente de otras razas que Sofía no dejaba de tratar con la bondad de la que carecía cuando le gritaba a sus trabajadores detrás de las gruesas puertas de la cocina, donde los oídos de los comensales eran incapaces de escuchar.
En los tres días de aprendizaje, Giulio había sido parte de los maltratos en incontables ocasiones. Su falla más recurrente durante su jornada como sirviente de mesas se había dado al momento de introducir las órdenes en la computadora. No sabía cómo hacerlo. Las primeras órdenes las había hecho hablando directamente con los cocineros, luego de trabar la computadora un par de veces y soportar los reproches de sus compañeros, que sin duda alguna temían a Sofía, después había pedido ayuda, lo que había dificultado las labores de la otra mesera. También había quemado una máquina para preparar café que uno de sus compañeros había reparado enseguida, antes de que la jefa lo notara, y casi había incendiado una tostadora (otra vez) al verter la mezcla por el orificio equivocado.
¿De qué siglo saliste?, era la pregunta que le hacían con más frecuencia.
Tal vez si les contestara que procedía del siglo dieciséis le creyeran, especialmente después de ver el desastre que era su relación con la tecnología.
Quizás si le dieran más tiempo de familiarizarse con las máquinas que le pedían utilizar lo hiciera mejor, pero el tiempo corría con premura en El Gato Pintor, y Sofía tenía todo, menos paciencia hacia él.
Ese día lo había finalizado con una venda cubriendo su mano izquierda luego de que tomara un cucharón de metal por la base cóncava. Alguien lo había dejado sobre una parrilla encendida y Giulio lo había descubierto demasiado tarde, lo que había hecho que el dolor lo impulsara a arrojarlo al piso, donde uno de los cocineros había resbalado después de pisarlo, vertiéndose encima un balde entero de salsa de tomate (afortunadamente fría). El atascadero se había extendido hasta la puerta que conectaba con el área de comensales y Giulio y el cocinero habían pasado el resto de la tarde sobre sus rodillas, arrastrándose por toda la cocina mientras frotaban el piso con trapos que después escurrían dentro de un cuenco.
Por suerte, o por desgracia según se viera, Sofía no lo había echado después de descubrir el incidente. La rechoncha y pálida mujer había fijado constantemente sus ojos en la mano vendada de Giulio mientras hablaba sobre la dedicación y el desempeño que se requería para trabajar en un lugar tan concurrido y con excelente calificación como lo era el Gato Pintor, y cómo aun las personas más sobresalientes erraban en ocasiones. Había finalizado el largo sermón en medio de la cocina sugiriendo que Giulio agradeciera porque no lo haría pagar por el balde de salsa perdido; a cambio él tampoco haría escándalo por el pequeño accidente ocurrido con su mano.
Finalmente, luego de doce horas de trabajo continuo, los pies punzando, la mano quemada ardiendo, los músculos en llamas y la cabeza doliendo como el infierno, Giulio había regresado a su casa. Para ese momento el reloj de la pared marcaba las diez de la noche y las calles habían estado casi vacías, colmándolo de ansiedad.
Marice y Tomello habían regresado primero, gozando de turnos más cortos porque, a diferencia de Giulio, ellos sí contaban con papeles de identificación que los ayudaban a regular el límite de horas que trabajaban para sus empleadores.
—Luces como si te hubiera tragado un perro y luego te hubiera vomitado —lo saludó Marice.
Giulio lo miró con desgano.
—Una mujer enorme, eso fue lo que me tragó y me vomitó —contestó tras dirigirse al refrigerador para tomar un cartón de jugo de naranja y servirse un poco, olvidándose de sentir fascinación por el interior frío e iluminado del contenedor—. Estuve toda la tarde arrastrándome para limpiar salsa de tomate que un cocinero derramó, después nadé dentro de un contenedor de basura buscando el arete perdido de esa misma mujer, sólo para que al final lo encontrara botado en el asiento de su vehículo.
—¿Y qué te pasó en la mano? —preguntó Tom desde el sillón. Tenía una de esas computadoras portátiles que se partían por la mitad sobre el regazo.
—Me quemé —dijo Giulio, mirando su mano con fastidio.
—Una suerte que eres diestro. —Marice se levantó para acercarse a la pequeña isla que separaba la cocina de la sala y lo tomó de la mano para echarle un vistazo a las vendas—. ¿Te pusieron algo para curarte?
—Una crema y un sermón de casi una hora. No sé cómo, pero terminé dándole las gracias a esa horrible mujer por dejarme conservar el trabajo.
—Perra —masculló Tom desde el fondo, alzando un vaso para acentuar sus palabras—. De haber sido yo le habría dicho que se quede con su trabajo de mierda, se lo meta por el culo y me habría largado.
Giulio y Marice lo miraron con ojos entrecerrados por un momento.
—Por cierto —dijo Marice de pronto, buscando algo entre los compartimientos superiores de la alacena—. Pensé que sería bueno que tuvieras esto. —Se detuvo para sacar su celular del bolsillo de su pantalón y no bajó la mano hasta que Giulio lo tomó más por impulso que por curiosidad—. Acabo de comprar uno mejor y pensé en vender ese, luego recordé que eres del siglo pasado y no tienes uno. Y ya que estamos viviendo juntos lo mejor será que tú lo tengas y podamos empezar a comunicarnos como la gente decente.
—Soy de hace cinco siglos —dijo Giulio sabiendo que lo tomarían a broma. Levantó el «dispositivo» hasta que la expresión confundida de su rostro se reflejó en la pantalla oscura—. No sé usar estas cosas.
—No tiene ciencia —dijo Tom desde el otro lado de la reducida sala. Las luces cambiantes de la televisión distorsionaban sus rasgos como solamente un artista con el ojo tan entrenado como Giulio podría distinguir—. Es como aprender a usar la computadora.
Ni computadora, ni refrigeradores, ni siquiera luz eléctrica había existido en la época de Giulio. La gente del pasado se había distraído con el trabajo, la lectura, el arte y otros pasatiempos que no incluían el menor atisbo de tecnología. Y si mezclabas todo en un mismo universo, ocurrían los desastres que la cafetería de El Gato Pintor había atestiguado en los últimos días.
—Sabes usar una computadora, ¿cierto? —preguntó Marice tras ver la zozobra en el rostro de Giulio—. ¡Mierda! ¿De verdad saliste de la prehistoria?
—Mi padre se preocupó por cosas más importantes que enseñarme sobre celulares y computadoras —se defendió Giulio, ofuscado por el hostil interrogatorio—. Pero puedo aprender. Sólo indícame lo básico.
—¿Cosas importantes? Cómo invocar demonios rezando en lenguas muertas y dibujar angelitos desnudos en tu libretita pasó de moda hace cien años —Tomelló sacudió una mano con desdén, mirando a Marice—. Deberás enseñarle desde prenderlo hasta cómo no limpiarse el culo con él —se rio.
—Al menos sé leer y escribir, y recibí una educación —contraatacó Giulio.
La mirada furibunda que le disparó Tom indicó que sus palabras habían dado en el blanco.
—Mi condición se llama «dislexia», cerebrito, y es más común de lo que imaginas.
—A ver, a ver, ya —intervino Marice. Señaló la mano de Giulio—. Cúrate esa mano con esto, —le puso un bote pequeño que había sacado de la alacena en la mano—, toma un maldito baño, que en verdad hueles a basurero, y en cuanto estés listo te enseño a usar el teléfono. Y tú —le espetó a Tomello—. Pasan de las malditas diez de la noche y aún no hemos cenado. ¿No dices que tu fuerte es cocinar? La cena te tocaba hoy a ti. Ponte a hacerla, flojo asqueroso.
—Sí, mamá —mugieron los dos aludidos al mismo tiempo.
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