15 Lienzos
La mudanza fue menos complicada de lo que Giulio había esperado, y también más rápida. Quizás fue el hecho de que sus pertenencias se limitaban a la poca ropa que Fátima le había obsequiado, a su mochila y lo que contenía dentro de ella. Aún conservaba el dinero que la venta del baúl le había dado. Le hubiera gustado confiar en los bancos de la época para comenzar a guardar su dinero en ellos como lo había hecho en el pasado, pero ni siquiera tenía documentos que lo identificaran, lo que había descubierto recientemente que podría llegar a convertirse en la mayor traba de su nueva existencia.
Lo único que tenía para demostrar su identidad era su palabra, por lo que mermaba por completo sus opciones de hacerse de créditos y préstamos. Tampoco podía identificarse como un ciudadano de Artadis o de La Arboleda. Taliseno, mejor dicho, considerando que las ciudades y repúblicas independientes del pasado se habían unificado para formar un país.
Pues él no pertenecía legalmente a ningún lado y su acento al hablar hacía que la gente lo confundiera con un foráneo. Tampoco ayudaba que su conocimiento de otros idiomas fuera prácticamente obsoleto en esa nueva era. Amargamente había descubierto que el francés e italiano que siempre había dominado con maestría ya no se usaba, no con la misma estructuración de antes. Como el taliseno, habían cambiado mucho, aunque los principios básicos fueran los mismos.
En resumen, no habrían bancos para él y quizás tampoco trabajos más sobresalientes que aquel que Fátima le había ayudado a conseguir en colaboración con los miembros del refugio, y sólo porque la dueña del lugar no le había dado mucha importancia a la ausencia de documentos.
Marice y Tomello también habían sido apoyados para conseguir un empleo en Artadis. Los tres vivirían juntos a partir de ese momento. El lugar que habían conseguido era un departamento. La ubicación no era la más favorable, pero la renta mensual era accesible si combinaban los esfuerzos de los tres para pagarla, y la distancia con el centro de Artadis, cerca de los callejones de talleres y galerías, que era donde Giulio trabajaría a partir de ese momento, podía ser fácilmente superada a pie.
Repartidor de alimentos, eso sería ahora. Era oficial decir que había caído del pedestal. Había esculturas representando muchas de las obras de sus cuadros repartidas por toda la ciudad; clases y exposiciones en su nombre, visitas guiadas cuyo único objetivo era conocer cada rasgo de la existencia de Giulio Brelisa a la par de otros grandes artistas talisenos y extranjeros, y el verdadero estaba entre ellos, sin dinero, sin casa, con un destino incierto y trabajando como sirviente.
De haberse encontrado solo recorriendo el horrendo departamento que a partir de ese momento sería su hogar se habría echado a reír.
—No está tan mal —dijo Marice, apareciendo bajo el marco de la puerta de la minúscula habitación que habían designado para Giulio. La más grande estaba peor, y sería compartida por sus dos amigos con una litera para ahorrar espacio—. Con un poco de pintura en las paredes podremos fingir que es nueva.
—Qué optimista —murmuró Giulio.
Miró por la ventana. El callejón hacia el que asomaba su habitación cinco pisos abajo era angosto y curvo, y estaba plagado de pequeños vehículos de dos ruedas. Muchas de las ventanas de los pequeños edificios que abarcaban el largo del bloque tenían diminutos balcones que no servían para más que poner macetas sobre sus banquillos. En algunos habían sembrado enredaderas que colgaban plagadas de flores. Todo era de un color opalina, rojo y marrón, como si el sol estuviera siempre a punto de despuntar o de descender en un atardecer inacabable. El frío también era más sutil en esa zona, lo que Giulio consideró una ventaja.
También notó muchos adornos nuevos y desconocidos en las calles que en las noches se volvían coloridos remolinos y tormentas de luces blancas o de colores. Fátima había dicho que se acercaban las fiestas decembrinas, lo que Giulio desconocía por completo y llegaría a aborrecer cuando las calles se saturaran de visitantes y el comedero (cafetería, lo corregirían más tarde) donde trabajaría se atiborrara de comensales demandantes y ruidosos.
—Giovanni, el dueño, accedió a reducir el costo de la renta como pago a un par de favores que me debía —dijo Fátima también entrando a la habitación. Miró alrededor con ojo crítico—. Saben que no los estoy echando de La Santa Oración, muchachos, y que nunca lo haría. ¿Están seguros de esto? Bien podrían esperar a que surja algo mejor en donde podamos acomodarlos o a que ahorren más dinero haciendo trabajos pequeños.
—Estamos seguros —dijo Tom desde la sala, asomando únicamente la cabeza—. Además ya tenemos trabajo.
Repartidor. La palabra retumbó con un eco taladrante en la cabeza de Giulio. Intentaba no pensarlo como una labor indigna, pero lo era. Había invertido cada minuto de su tiempo a lo largo de los últimos veinte años para convertirse en uno de los mejores artistas de su época y no había servido de mucho al final, no para él personalmente. Había hecho historia, sí, pero alguna treta perversa del destino lo había traído de regreso sin otorgarle la posibilidad de disfrutar de los beneficios de sus logros. Giulio Brelisa y él eran dos personas distintas en lo que a todo el mundo respectaba.
—¿Tú estás seguro, cariño? —preguntó Fátima al verle la cara—. No te noto muy convencido.
—Lo estoy. Ya era hora de salir del pueblo. Debí haberlo hecho hace mucho tiempo —dijo Giulio con una determinación que interiormente no sentía—. Marice tiene razón, podemos mejorar el aspecto de la casa con un poco de mantenimiento. Pintura, sobre todo. Pintaré esta habitación de blanco.
Marice asintió con energía.
—Además, siempre podemos volver en caso de que nos vaya mal, ¿no? —dijo su amigo con un tono pícaro.
—Por supuesto que sí —respondió Fátima enseguida. Giulio no pudo evitar sonreír ante la calidez de la mujer. De no haber sido por ella y sus infinitas atenciones y ayuda no tenía idea de lo que hubiera sido de él. Probablemente habría vuelto a morir, esta vez mendigando en un mundo que le habría parecido el mismo infierno—. Pero no se mentalicen al fracaso antes de empezar a luchar por sus sueños. Piensen positivo y manténganse siendo buenos muchachos como hasta ahora. Recuerden que si incurren en alguna fechoría sé dónde viven —añadió con un tono amenazante que acompañó con los ojos entrecerrados.
Los tres aludidos se rieron.
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Las reparaciones del departamento, como lo llamaban Marice y Tom, no tomaron mucho tiempo. En tres días dejaron todo en orden y establecieron reglas de higiene y limpieza que los tres estaban obligados a cumplir y respetar. Todo continuaba siendo nuevo y espectacular para Giulio, especialmente el refrigerador. Le era imposible dejar de maravillarse ante las bebidas frías, la duración extendida de los alimentos que en otro tiempo se habrían arruinado a las pocas horas o días de preparados, y los cubitos de hielo que hacían en moldes dentro de la nevera y que él no podía parar de comer aunque el clima no fuera el más propicio.
En las escasas semanas de adaptación que había vivido en ese mundo, Giulio se había hecho adepto de la música. Siempre le había gustado y había buscado la forma de escucharla en cada presentación que se anunciaba para Artadis, pero la de esa nueva era, plagada de todo tipo de instrumentos, acordes, ritmos y voces, le era simplemente irresistible. La consumía a toda hora y en todo momento como uno de los mejores vicios de su existencia, reproduciéndola en la televisión.
El piano y el violín se habían convertido en su nueva debilidad. La clásica, como le llamaban a la música que para ellos era antigua, y que sin embargo para él era una novedad más en el repertorio que el siglo veintiuno tenía por ofrecerle, era tan magistral que sus huesos temblaban de satisfacción cuando los primeros acordes entraban en sus oídos, inspirándolo a dibujar. También lo hubiera inspirado a pintar si tan sólo hubiera contado con los materiales para ello.
Los géneros musicales eran variados, por no decir infinitos, y todos tenían su originalidad. Quizás la única que descartaría era la música llena de gritos y voces monstruosas que Tom a veces escuchaba. La sensación de que miles de bestias y figuras demoníacas emergerían de las paredes para danzar en torno a su cama era escalofriante, sobre todo por la cantidad de recuerdos que despertaba en su subconsciente.
Cuando los violentos acordes y los gritos de la música «metal» comenzaban no podía evitar pensar en la hermosa dama semidesnuda que había mirado en su lecho de muerte y con la que había vuelto a encontrarse un par de veces más desde su despertar en ese mundo. Aunque el espectro no había infundido el menor temor en él, sino todo lo contrario, prefería mantenerse alejado de ella. No sabía de dónde provenía o quién era, y si su relación con «Ella» implicaba que en realidad estaba relacionándose con fuerzas más oscuras que podrían traer repercusiones mayores.
Pensar en «Ella» lo hacía pensar en su muerte, en lo que sucedería una vez que terminara la pintura que le había prometido, en lo que sería de él, o en lo que sería de quienes amaba.
Lucilla.
Tal vez podría cambiar el trato que había hecho con «Ella» y a cambio de la pintura le pediría volver a estar con Lucilla. Dios sabía que aunque ese mundo le parecía fascinante, estar con su amada era lo único que deseaba.
De momento, debía habituarse a descifrar los misterios de esa era, vivirlos e intentar disfrutarlos ya que había verificado que no todo el tiempo se inclinaban a ser hostiles con él.
No todo era terrible en ese mundo. La gente era escéptica y muy irónica, pero era amigable en cierta forma. Personas como Fátima, e incluso como Tomello y Marice, que ya habían roto la barrera de la desconfianza de Giulio, estaban demostrándole que aunque caído en desgracia, aún poseía cierta fortuna que lo acompañaba en sus momentos más funestos.
A pocas cuadras de donde ahora vivía había encontrado una tienda de arte donde casi todo estaba a precios exorbitantes que en otra vida habría pagado sin problema alguno. Suponía, no sin cierto resquemor, que las cosas más accesibles no eran de la mejor calidad, pero eran lo único que estaba a su alcance y podía disponer de todo su dinero descuidadamente, así se había hecho de lapiceros mecánicos que en las primeras horas había presionado sin parar para mirar las puntillas emerger una y otra vez, un cuaderno de hojas especiales para bocetos, y de una caja de pequeños palos de madera con barras de colores en su interior que había usado con una fascinación infantil durante las noches posteriores, cuando regresaba del trabajo.
Lápices de colores, una maravilla encerrada en un pequeño trozo de naturaleza que en su época hubiera revolucionado su vida y la de miles de artistas más.
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