13 Lienzos
Fue raro para Giulio volver a subir a la colina sin ningún deber que demandara su atención.
Habían pasado al menos dos semanas de la celebración por su muerte y la gente había regresado lentamente a enfrascarse en sus vidas. Los turistas, sin embargo, continuaban llegando. Giulio podía verlos aglomerarse en el hostal de la esquina de la calle desde el balcón de la ventana de su habitación. Se movían en multitudes diminutas, a veces a pie, en otras sobre los vehículos largos de de color azul rey que los paseaban por toda la ciudad en una visita guiada. Autobuses. Veían por decenas desde Artadis y recorrían Canos en poco menos de una hora.
La finalidad de la ciudad era lucrar con el nombre de Giulio. Le parecía irónico considerando que habían sido los antepasados de las personas que vivían actualmente en Canos quienes habían propiciado los eventos que habían conducido a su muerte.
Canos había dado dos artistas más además que él, pero de ellos se hablaba mucho menos ya que los motivos de sus muertes no habían sido tan misteriosos como el de Giulio y sus carreras habían tenido un cierre digno al final.
Subir a la colina había perdido su efecto tranquilizador en él. El camino se había convertido en una marejada de emociones difíciles de controlar. Se había encontrado con un sinfín de atracciones turísticas alusivas a su persona conforme las calles se inclinaban en ascenso que no en pocas ocasiones se había detenido a cuestionar sus propios recuerdos mientras leía lo que citaban las placas con.
Aquí bebía y comía Giulio Brelisa, decía un letrero frente a la fachada de casco antiguo de un local.
En esta fuente, conservada desde hace más de seiscientos años, Giulio Brelisa pasaba largas horas dibujando
Sí. Lo hacía cuando estaba aburrido y la inspiración no fluía como él deseaba. Paseaba por el pueblo, se detenía en esa fuente y dibujaba. A veces plasmaba lo que veía a su alrededor. A veces añadía personajes bizarros de su invención que despertaban el temor de quienes los veían, por lo que procuraba mantener sus dibujos lejos de la vista común.
Taberna «El Decoro de la Doncella», donde el Gran Brelisa solía beber y propició una pelea campal.
Pastelería y repostería «Dulce Lisa», donde encontrarás los mejores mazitones del mundo, dulce de frutas favorito del Maestro Giulio Brelisa.
Sastrería de gala «El Gran Eosebi», atendiendo desde hace quinientos cincuenta años. Brelisa vestía y calzaba aquí.
Y había esculturas. Muchas de ellas por todos lados, sobre todo en las plazas y las jardineras de institutos y casonas. La mayoría hacían referencia a los personajes que Giulio había inventado para sus pinturas y dibujos, aunque también había algunas de su persona, hechas con la imaginación como principal referencia porque él distaba mucho de ser pequeño y menudo, o de tener las mejillas rollizas, como señalaba la mayoría.
En una investigación rápida con ayuda de Marice había descubierto que las copias de sus pinturas también abundaban, especialmente la del lobo devorando al ángel y la del carruaje de las ánimas.
En el poco tiempo que había ayudado en la organización de la celebración de la colina, había aprendido el itinerario de los autobuses de turistas. El recorrido terminaba en la Colina del Sol luego de pasar por los restos de la casa, que aún estaba por ser restaurada, y descargaban puñados de personas de todas las etnias posibles que guiaban más tarde hacia la iglesia y después hacia la cripta. En ocasiones se quedaban a escuchar la misa de turno, rodeados de los feligreses locales.
Jamás se había sentido tan ajeno y falto de pertenencia como cada vez que asomaba la cabeza por la ventana de su habitación y veía las interminables colas de turistas esperando a acceder al pequeño museo que presumía de exhibir cosas que alguna vez le habían pertenecido a Giulio Brelisa. Lo único que había reconocido entre la gran cantidad de cachivaches que había visto expuestos había sido un caballo de madera que su padre había mandado a tallar para él. Cuando había intentado tocarlo, impulsado por la melancolía, un guardia le había llamado la atención y le había sugerido marcharse tras reconocer a Giulio como uno de los habitantes del refugio de La Santa Oración.
En lo que sí habían acertado era en su debilidad por el mazitone, una masa de dulce compacta que solían vender en la panadería principal del pueblo, y que coronaban siempre con una frutilla de la estación. Cuando había descubierto que aún elaboraban las golosinas no había dudado en comprar dos cajas de media docena cada una que le habían costado cientos de talisas, sólo para llevarse una decepción con el sabor tan extraño que ahora poseían.
Todo sabía diferente en esa época. Las cosas eran más dulces y ácidas al mismo tiempo, o tan condimentadas que solían ocasionar un impacto brutal en el pobre estómago de Giulio, que agradecía con contar con un retrete privado en su habitación.
Se preguntaba lo que la gente pensaría de enterarse que la nueva golosina favorita de Giulio Brelisa era el chocolate, especialmente ese que tenía relleno de cacahuate y que vendían con toda la simpleza del mundo en la tienda que estaba frente al refugio. Seguro que cada barra triplicaría su valor al instante.
Llegó a la cima de la colina embebido en sus pensamientos. Las casas rejuvenecían conforme caminaba la acera repleta de macetas de barro y piedra, adoptaban un estilo tradicional más novedoso que gritaba a leguas «modernidad». Giulio recordaba un pueblo uniforme con miles de habitantes menos que podía recorrer a caballo en minutos. Los carros tenían ruedas de madera y eran tirados por caballos, la gente se comunicaba por cartas y los entretenimientos variaban entre la lectura y el teatro para los aristócratas y las burdas presentaciones de actuación en las plazoletas para los menos afortunados.
Suspiró al pensar que ahora él era uno de ellos, de los ignorados por la fortuna y despreciados incluso por quienes eran como él y lo veían con malos ojos por vivir en un refugio.
Ver la iglesia de frente, de pie en el extremo opuesto de la colina, dándole la espalda al abismo, hizo hormiguear los dedos de sus manos con nerviosismo. A la izquierda estaba el cementerio, con sus puertas entreabiertas y unas cuantas personas merodeando en las afueras. ¿Habían visto ya suficiente? Seguro que se llevarían un susto de muerte si supieran que aquel que pasó caminando junto a ellos era el mismo al que visitaban en su tumba.
Pensar en eso lo hizo estremecer, como siempre ocurría cuando pensaba en lo que había ahora enterrado en el frío ataúd de piedra. Huesos inservibles, viejos y falsos tal vez. Restos de carne que alguna vez había sido devorada por las alimañas. Un cráneo con las cuencas oculares vacías y una sonrisa eterna.
O tal vez no había nada, y cuando la abrieran, buscando algo en él, se llevarían una desagradable sorpresa.
Echó a andar por el camino de grava, haciéndola crujir bajo su peso. Los costados del sendero estaban adornados con flores resistentes al frío, y pasto amarillento. Habían crecido muchos árboles alrededor que Giulio no había mirado con atención cuando había estado auxiliando con las preparaciones para la ceremonia. Eran gruesos y altos, y de copas esponjadas a pesar de que el invierno estaba por cubrir todo de nieve.
El cementerio abarcaba casi toda la colina, dejando un espacio libre del tamaño de tres patios amplios que era el lugar donde habían llevado a cabo la ceremonia. Empezaba con un tramo delgado, salpicado de unas cuantas tumbas descuidadas, que iba engrosándose conforme se extendía hacia el centro y terminaba por convertirse en una ciudad de lápidas, criptas y placas entre las que se elevaban un sinfín de esculturas dedicadas a santos, ángeles y vírgenes, siendo las plañideras las más hermosas y angustiantes de todas. En la entrada había sido colocada una fuente con la escultura de dos doncellas jugando entre ellas en cuyo fondo brillaba una alfombra de monedas, y más al centro, por fuera de la barda y a un costado del camino, había un sapo de piedra del tamaño de un niño sobre el que en ese momento una gata miraba a sus cachorros jugar.
Giulio caminó pegado a la malla de hierba hasta que se detuvo a los pies de la detallada escalinata de la iglesia, sintiendo los ojos del felino clavados en él. Había gente por todos lados. Sus voces se elevaban como murmullos que los ubicaba dentro del cementerio o en los alrededores de la iglesia. Se decía que en la punta opuesta de la colina había una cripta cuya puerta era vigilada por una hermosa dama de piedra que veía hacia el abismo con tan profunda melancolía que hacía llorar a quien se acercaba. Sus ojos entrecerrados, coronados por largas pestañas, custodiaban Taras, la ciudad al otro lado de la colina que se extendía como la hermosa antesala del mar.
Por alguna razón, los turistas le parecían todos igual. Tenían un aire de ingenuidad que se esmeraban en cubrir con arrogancia cuando plantaban los ojos en alguien como Giulio y lo distinguían como un nativo de la zona. Marice y Tomello los acusaban de sentirse superiores a cualquiera porque dejaban mucho dinero en sus visitas, o porque tenían dinero suficiente para viajar en primer lugar. Giulio también lo había hecho en su momento, y en todas y cada una de sus visitas hacia reinos y regiones extranjeras, lo había hecho con suma cortesía y educación.
Las puertas del templo estaban cerradas. Los horarios de visita eran muy estrictos. Giulio había aprendido de Fátima que el obispo y sus asistentes abrían la iglesia en horarios específicos, y que los turistas debían comprar boletos en el museo debajo de la colina para poder acceder. Las cuotas más caras eran para aquellos que deseaban presenciar la misa. Los lugareños no pagaban, pero ellos asistían mayormente a la catedral de la ciudad y sus iglesias aledañas.
A esa hora de la mañana no había misa ni visitas permitidas, por lo que Giulio no subió hasta la puerta frontal y decidió, en cambio, probar suerte dirigiéndose hacia el lateral de la iglesia, donde había visto a organizadores y sacerdotes entrar y salir por los costados de la nave.
Había barras de seguridad que prohibían el paso. Él las cruzó apenas agachándose un poco, subió un par de escalones de piedra frente a los que reposaba la escultura de un demonio siendo aniquilado por un ángel guerrero, y probó suerte con la puerta de aspecto tosco que encontró medio escondida detrás de un marco de mármol con forma de arco.
Estaba abierto.
Entró encogiéndose de hombros cuando el rechinido de las bisagras hizo eco de ida y vuelta por el interior del templo.
Esperó un momento, con los sentidos alerta para huir en caso de que alguien acudiera a inspeccionar.
Había guardias en los alrededores, armados con bastones y pistolas, y ya en una ocasión Giulio los había mirado echar de la colina a un par de turistas ebrios que habían intentado subirse a uno de los ángeles de piedra entre risas y gritos. Ni pensar en lo que le harían a él si lo descubrían dentro del templo.
Cuando no sucedió nada, terminó de entrar, aunque no cerró la puerta detrás de él por miedo a volver a desatar el quejido de las bisagras. Una luz polvorienta y taciturna le dio la bienvenida al pasillo lateral de la nave. Los pilares que se alzaban hacia el techo eran obras de arte por sí mismas, con simples líneas hendidas que finalizaban en relieves de roca en forma de espuma. Giulio pasó la mano por el respaldo de una de las bancas de madera con capacidad para al menos una docena de personas.
Se respiraba un aroma a incienso y a cera, y hacía frío. Los vitrales reflejaban sutiles destellos tornasolados en el suelo que se hacían más nítidos cuando la carpeta nublosa del cielo le daba un espacio al sol. Giulio alcanzó el pasillo central, intentando ahogar el eco de sus pasos sobre la piedra pese a que la goma de sus botas de tela casi siempre era discreta. Le gustó descubrir un interior rico en detalles de su época que lo hicieron sentir en casa. Su padre siempre había tenido un gusto excepcional y habría mandado a pagar a los mejores arquitectos y escultores de la región para llevar a cabo la edificación.
Pensar que el Maestro Loresse había sido quien había sentado las bases del diseño lo conmovió. Giulio podía verlo en cada rincón en el que posaba los ojos.
El techo era alto, adornado en la cima con vigas entrecruzadas entre las que habían esculpido siluetas de seres sagrados. Donde se ubicaba el presbiterio había una cúpula rodeada de pinturas, esculturas y el brillo entremezclado de los vitrales artísticos que reflejaban su luz en el altar. La cruz que se alzaba en el centro era de oro. Giulio sabía que había sido robada durante alguna de las dos guerras que habían afligido a la humanidad en los últimos cien años, pero el gobierno la había mandado a reemplazar con ayuda de donativos y algunos mecenas admiradores de Giulio.
Sintió pena por Laurelle, la esposa de su padre. Akantore quizás había gastado la mayoría de su fortuna después de ordenar y pagar para que todo eso fuera construido.
Continuó caminando, absorbiendo con ojos voraces las imágenes de las paredes y las pestañas de las columnas. Se detuvo un momento frente a la imagen de un santo cuyo nombre le era desconocido. Muy probablemente había existido después de él.
Palmeó el pie de la escultura, preguntándose si esa era una añadidura posterior a la creación de la iglesia, y continuó su camino. Avistó la fuente bautismal a los pies de la escalinata que subía al presbiterio y se dirigió hacia ella, mirando de reojo los enormes cirios que crepitaban tranquilamente detrás del altar. Fue entonces cuando la distinguió; la solitaria figura que estaba sentada en primera fila, encorvada sobre su peso al tener la cabeza hundida entre los hombros. A primera vista se perdía entre las bancas y el colorido fondo. Giulio juraba que no había estado ahí cuando él había entrado.
Se detuvo en seco.
Su corazón comenzó a latir a prisa cuando analizó la figura con mayor atención.
Reconocía ese porte aunque sólo pudiera ver su cabeza de espaldas.
—¿Padre? —su balbuceo no fue más allá de sus propios oídos—. Padre —llamó con más fuerza, apurándose a llegar al final de la nave. Sus ojos se abrieron un poco más, llegando al límite de sus cuencas, cuando confirmaron que no estaba alucinando—. ¡Padre! —exclamó entonces, echando a correr para acortar la distancia con la figura encorvada.
Pero antes de tocarlo cuando lo alcanzó, se detuvo con la mano en el aire al recordar súbitamente que su padre y cada persona que había conocido en su antigua vida estaban muertos. ¿Sería, entonces, que no había sido el único en regresar, que así como ahora veía a su padre podría ver también a Lucilla?
La emoción lo sacudió. La esperanza renovó su espíritu y lo llevó a arrodillarse lentamente, aunque su mano volvió a titubear, temerosa no sabía de qué. Tal vez de que no hubiera nada para apoyarse cuando intentara tocar el hombro de Akantore, o de que aquello que sintiera no fuera un cuerpo cálido y viviente.
Algo le decía que aplazara el descubrimiento tanto como le fuera posible, que no se acercara, que no lo resistiría.
Akantore vestía la ropa de siempre, aquella con la que Giulio lo había mirado por última vez, cuando habían peleado en el taller, salvo que ahora lucía desgastada y sucia. Una de las mangas de su jubón colgaba en jirones y una de sus botas había sido roída de una de las puntas.
—Padre —murmuró, tragando en seco. Finalmente se animó a tocarlo. Para su alivio, su mano encontró resistencia cuando se apoyó en el hombro de Akantore, que reculó al contacto—. ¿Qué sucede?, ¿por qué lloras? —preguntó con la voz contraída al constatar que los temblores y los sonidos que provenían de su padre no eran otra cosa que un llanto desconsolado que la iglesia entera replicaba entre los rostros de cantera y mármol que los rodeaban—. ¿Cómo llegaste...?
—No puedo encontrarlo —balbuceó Akantore sin dejar de llorar—. Lo he buscado tanto y no puedo encontrarlo. Dios no me permite encontrarlo. No he podido... Sólo quiero verlo una vez más.
—¿De qué hablas? ¿A quién buscas? —Giulio volvió a tocarlo. Se sintió mejor de no mirarlo huir del contacto esta vez—. ¿Por qué estás aquí?
—Hice algo terrible.
—Ya no importa —murmuró él, sabiendo exactamente a lo que se refería, y cómo el gran peso del rencor y la incredulidad que había cargado consigo desde que despertara en ese lugar se deslizaba lentamente de sus hombros. Ahora comprendía que no podía cargar más con ellos. No con esa escena frente a sus ojos, no con lo que escuchaban sus oídos. No al ver a Akantore tan derrotado, perdido y solo—. No importa más. Ha pasado mucho tiempo de eso.
—No merezco salvación. No merezco descanso. No merezco su perdón.
—Por supuesto que lo mereces... Padre, mírame. Mírame, por favor.
Solo entonces Akantore descubrió su rostro y levantó la cabeza. Sus azules ojos miraron a Giulio con la misma tristeza de los ángeles que custodiaban las criptas y lápidas del cementerio.
Los dos se quedaron así por un momento, sólo contemplándose, mientras el corazón de Giulio se desmoronaba. Frente a él ya no había rastro del odio ni del rechazo que había llevado a Akantore a lastimarlo. Sus ojos levemente salpicados de arrugas, hundidos en sus cuencas ojerosas, lo veían con una necesidad de clemencia que solamente un despiadado podría negarle. Tenía la piel terriblemente pálida, el cabello despeinado y enterregado, y una barba descuidada enredada de hojas secas. Debajo, el jubón desabrochado y el cuello de la camisa hecho bola.
Giulio se dio a la tarea de arreglarle la ropa, moviéndose lentamente bajo la opaca mirada de su padre. Pausó por un momento, horrorizado, al descubrir el grueso surco morado que abarcaba todo el ancho de la garganta y del cuello de Akantore. Hasta ese momento no había querido preguntar cómo había sucedido, cómo se había quitado la vida aquel hombre antaño tan altivo y orgulloso.
—Hijo... Mi hijo, te he esperado por tanto tiempo.
—¿Aquí? ¿Has estado aquí? —preguntó Giulio, terminando de arreglar sus ropas—. ¿También te trajeron de regreso? No lo sabía... Por Dios, no lo sabía, de lo contrario habría venido a buscarte antes. Hubiera...
—No he podido perdonarme. No tengo derecho a ello —dijo Akantore sin escucharlo. Giulio abrió la boca, pero su padre continuó hablando—. Recé tanto por que vivieras después de lo que hice. Durante dos días, al pie de tu cama, recé tanto por que Dios me permitiera volver a verte a los ojos para pedirte perdón. Después comprendí que mis peticiones sólo retrasaban tu agonía y me odié más por ello. Te aferrabas a la vida como un gran guerrero, pero sufrías tanto mientras lo hacías... Sufriste tanto durante tus últimas horas, hijo mío, que entonces sólo pude rogar por que tu dolor se duplicara para mí en la muerte. ¿Cómo pude haberte hecho...? Tú, la luz de mis ojos, mi vida misma. ¿Cómo pude apagarte de esa forma?
Akantore miró la mano que Giulio recargó en la madera de la banca a un costado de donde él estaba sentado, y la tomó con cuidado. Su dedo pulgar pasó por encima de la cicatriz que en otro momento había destruido sus tendones e inutilizado su uso para siempre si Giulio hubiera continuado viviendo. La llevó a sus labios para besarla con ese mismo amor que durante los primeros años de vida de Giulio jamás había hecho falta en el pequeño hogar que sólo habían conformado ellos dos.
—Te miré apagarte —continuó murmurando su padre. Apoyó la frente sobre el regazo de la mano de Giulio. Se sentía frío al contacto—. Te miré dejar el mundo y supe entonces que yo tampoco quería permanecer en él. Me preguntaba una y otra vez cómo fui capaz de hacerlo. ¿Cómo pude ser capaz de algo así?, ¿de qué privilegio gozaba yo para continuar viviendo después de quitarte a ti la vida?
—Ya no importa nada de eso —dijo Giulio por encima del nudo que le apretujaba la garganta—. Te perdono, padre. Fue un malentendido y yo también pude haber reaccionado mejor a ello. No debí juzgarte, sólo esperar a que te tranquilizaras. Entonces habríamos hablado y todo hubiera estado bien.
El horror con el que Akantore lo miró lo asustó.
—Tú no tienes la culpa de absolutamente nada, Giulio... Fui yo, enteramente yo. Fueron mis celos, mi envidia, mi furia, que no hacía sino aumentar con el paso de los años con el entendimiento de que Laurelle jamás sería Clara, tu madre; de que tú eras joven y yo me acercaba cada vez más y más al final de mi vida. La debilidad me causaba rabia... y lo desquité todo contra ti de forma tan vil e injusta.
—Aún eras fuerte, padre, ¿qué cosas dices?
—Quise escuchar lo que decían los caballeros de la reunión pese a que yo sabía que eran mentiras. Porque sé que lo eran; habladurías, veneno esparcido a susurros, envidia. Te crié, hijo mío. Sé la clase de hombre en la que te convertiste, en uno del que cualquier padre no podría estar más orgulloso. Estabas destinado a cosas grandes y yo te corté las alas de manera tan injusta por una cobardía. —Más lágrimas cayeron por sus mejillas—. Esto que ves a tu alrededor es una muestra más de mi egoísmo. —Señaló el entorno con un gesto de su mano—. De mi pensar únicamente en mí. Ordené que lo levantaran no para ti, sino para mí, para tener un lugar al cual poder venir diariamente a esperarte, a pedirte perdón. Pero algo sucedió. Algo... no me lo permitió.
Se había quitado la vida y no había podido ver la obra terminada, eso había sucedido. Akantore no había podido resistir más el continuar viviendo y había puesto fin a su existencia antes de que los cimientos de la iglesia fueran asentados.
Giulio sólo podía agradecer a Laurelle por la decisión de sepultar a su padre cerca de él, dentro de su cripta.
—Es una iglesia bonita —dijo con una sonrisa que no alcanzó sus ojos, que estaban nublados—. También la cripta lo es.
—¿Te gusta? —preguntó Akantore con un poco de emoción. Giulio asintió—. Sé cuanto te gusta pintar cosas extrañas. Tan soñador como tu madre. —Giulio bufó una risilla ahogada—. Di órdenes muy precisas... Me habría gustado ver la cripta terminada.
—Ven conmigo y lo harás. Es hermosa, más de lo que hubiera podido imaginar de haberla planeado yo mismo. Sé que mi maestro la diseñó, e hizo un estupendo trabajo.
Pero Akantore no hizo el menor esfuerzo por ponerse de pie. Señaló una de las paredes entre el acceso lateral del altar y una de las columnas.
—Precisé que se colgara uno de tus cuadros en ese sitio, pero nunca lo hicieron.
—No te preocupes. Haré uno especialmente para ponerlo ahí —dijo Giulio con urgencia—. El más hermoso de todos, ya lo verás.
Su padre le apretó la mano, inspeccionando su cicatriz con desmayo.
—Aún puedes pintar, ¿cierto? Dime que no te alejé para siempre de lo que más amas en la vida.
No tuvo el corazón para decirle que además de pintar, lo que más había amado en la vida había sido la compañía y el afecto de Lucilla, y cada día y noche de su existencia su alma lloraba con desconsuelo ante la idea de no volver a verla jamás.
—Duele un poco, pero puedo dibujar como siempre lo he hecho —lo tranquilizó él—. Podré pintar con normalidad también cuando tenga la oportunidad, estoy seguro de ello. No quedó daño permanente.
Quizás porque había regresado de la muerte en un cuerpo revitalizado.
Akantore solemnizó su expresión:
—Te he extrañado todo este tiempo. —Se inclinó hacia abajo para plantar un beso en la frente de Giulio—. He extrañado verla a ella en ti. Su amor por el arte, su radiante personalidad, su sonrisa, su serenidad, toda ella estaba en ti... ¿Cómo pude hacerle eso? —se echó a sollozar de nuevo, para desmayo de Giulio—. Fue ella quien en nombre de Dios me condenó al purgatorio después de lo que hice, y no la culpo. Lo he aceptado todo este tiempo. Le juré que esperaría por ti, lejos de la gracia divina, y que me sometería a tu juicio. Me odia tanto como me odio yo mismo. ¿Cómo pude terminar de esa forma con lo que construimos juntos? —Tomó a Giulio por el rostro para mirarlo a los ojos—. Jamás habría cambiado nada de mi vida, quiero que lo sepas. Verte nacer, crecer y triunfar fue mi mayor consuelo ante la ausencia de tu madre en nuestras vida... Y lo arruiné. Me odia. La maté cuando te hice daño. Me odia y no merezco perdón. Dios no me dará perdón y estoy de acuerdo con eso.
Y se echó a llorar de nuevo, para angustia de Giulio.
—No digas, eso, padre. No estás en el purgatorio y yo jamás te juzgaría. Estás aquí, conmigo. Estamos en La Arboleda, en la cima de la Colina del Sol, de nuevo juntos.
—Te gustaba subir mucho a la colina jugar y a pintar.
—Aún es un lugar bonito. La iglesia luce muy hermosa desde el pueblo, que ha crecido tanto que ya es considerado una ciudad. Y puedes ver lo grande que se ha vuelto Taras desde el borde. ¿Sabías... sabías que las personas de esta época inventaron máquinas para volar? Tienen una base en Taras, y puedes verlas aterrizar y despegar desde aquí. Son enormes.
Prefirió omitir que la vista del cementerio le causaba malestar, y que hasta ese momento, antes de encontrarse con Akkantore, había decidido visitar la iglesia con la única intención de conocerla para no volver jamás. La suya había sido la primera tumba en ser cavada, y el nombre de la Colina había sido cambiado a raíz de ello. No era más la Colina del Sol, como en su momento Giulio la había conocido. Ahora era el Farol del Ángel.
—Debes irte, Giulio —dijo Akantore con sutileza, acariciándole el rostro—. Tú ya no perteneces aquí. Puedo ver en ti el resplandor de la vida nuevamente. Aprovéchalo. Haz algo con él. Continúa donde te hice pausar. Haz lo que tanto amas, conoce a alguien, cásate, experimenta la dicha de ser padre. Vive.
Giulio tragó con dificultad, mirando nubloso.
—¿Vendrás conmigo? Es un mundo extraño y no quiero estar solo. —Miró a su alrededor. La iglesia le devolvió un panorama frío—. La gente no es como antes. La vida es más rápida, más superficial. Es brutal.
Akantore soltó una risilla de incredulidad.
—La vida siempre ha sido brutal, hijo. Depende de nosotros no dejarnos doblegar por ella. Tú eres un hombre brillante. Lograste tanto en tan pocos años. Lograrás mucho más en esta segunda oportunidad.
—¿No puedes venir conmigo?
El silencio respondió a sus palabras, acompañado de la mirada distante de su padre. No había más lágrimas en sus ojos, sólo resignación y tranquilidad. Cuando suspiró, la iglesia entera pareció hacerlo con él, meciendo las ropas y el cabello de Giulio como si otra mano más acariciara su cabeza. De haberla conocido, habría jurado que era la esencia de su madre.
—Esperé por ti tanto tiempo —repitió Akantore con suavidad—. Y ahora que por fin he vuelto a verte, que Dios escuchó mis plegarias, me doy cuenta de cuán cansado estoy. Me gustaría echarme por un momento, quisiera dormir. No tendría fuerza para ir a ningún lado. Quiero descansar un poco.
Giulio asintió. Bajó por un momento la cabeza para secar sus ojos.
—Puedes hacerlo. Te perdono por lo ocurrido. Te perdono por todo y te... te aseguro que no desaprovecharé un solo instante de mi vida. Encontraré la forma de ser quien era, de hacerle saber al mundo que estoy de regreso, y viviré hasta donde el tiempo me lo permita.
—Sólo sé tú mismo —sonrió Akantore—. Y disfrútalo. Ya me contarás después, mucho tiempo después, cuando volvamos a vernos, qué tal te fue.
Giulio también sonrió, sintiendo las lágrimas resbalar por sus mejillas.
—Regresaré para entonces y charlaremos de todo, como solíamos hacerlo cuando volvía del taller del Maestro Loresse. ¿Lo recuerdas?
—Lo recuerdo. Supe que tomé la mejor de las decisiones al enviarte ahí solamente con ver tu enorme sonrisa.
—Te lo agradeceré siempre.
—El mundo ya lo hace, hijo —dijo Akantore—. No hay día en el que alguien no te recuerde tanto como lo he hecho yo. No hay día en el que no se encienda una vela por ti. Fueron tantas durante tanto tiempo que al final su luz logró guiar tu camino de regreso hacia mí. Soy yo el que está verdaderamente agradecido.
—Yo encenderé diariamente una luz para ti. Ya jamás tendrás oscuridad en tu camino, no mientras yo respire.
Juntó su frente con la de su padre, y permanecieron en silencio largamente. La esencia de Akantore se había vuelto tibia, su respiración tranquila. Su ropa estaba nuevamente aliñada y su rostro lucía rejuvenecido, sin rastros de arrugas ni de palidez. También su cabello se había arreglado, formando una cascada desde su frente hasta la coronilla de su cabeza. Era de nuevo el mercader pulcro y exitoso que su hijo tanto había admirado.
Giulio cerró los ojos para orar por él.
Cuando los abrió, una mezcla de amargura y felicidad lo invadió. Akantore no estaba más junto a él. La sensación de pesadez y tristeza que había aplastado sus hombros en cuanto había pisado el interior de la iglesia también se había esfumado. Quedaba en su lugar un suave aroma a esencias y la luz mucho más nítida del día entrando por los vitrales.
Lloró amargamente por largos minutos, arrodillado como se encontraba en el suelo. Al levantarse, sintiéndose más ligero, subió hasta la parte trasera del altar, tomó un palillo de madera que miró por ahí para quemarlo con el fuego de uno de los cirios, y encendió todas las velas que el aire había apagado.
—Descansa en paz, padre —murmuró—. Ve con ella y dale un largo abrazo de mi parte. Estoy seguro de que ya tienes su perdón.
Miró las gordas flamas de las velas ondear durante unos segundos con el suspiro risueño de una despedida, luego descendió hacia el pasillo lateral de la nave y alcanzó la puerta por la que había entrado, justo en el momento en el que el portón frontal de la iglesia se abrió para permitir el acceso de los curiosos turistas, que esperaban en manada para entrar a capturarlo todo con sus artefactos de fotografía.
Volvería pronto, de eso estaba seguro. Ya no huiría más.
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