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12 Lienzos


Fue poco antes de la medianoche cuando Giulio alcanzó el sendero del bosque que dirigía hacia su casa, o la que hasta antes del accidente con su padre había sido su casa. Pocas cosas habían cambiado pese a todo el tiempo transcurrido. Habían nacido nuevos árboles, algunas rocas habían emergido y otras más se habían ocultado. La tierra se había movido poco, cambiando algunas formaciones que antes habían servido como una guía para él, y el camino de concreto que habían instalado quizás en algún punto del siglo pasado, se había difuminado a tal grado que las rocas aplanadas apenas podían distinguirse entre la tierra y los arbustos que brotaban de entre las grietas.

Había tomado prestada una lámpara de luz artificial del pequeño almacén de la oficina de Fátima. Sólo se presionaba un botón en la base del cuerpo cilíndrico y una luz blanca iluminaba con tal potencia que Giulio había preferido no encenderla para no delatar su presencia ante quienes pudieran estar escondidos por el bosque. La historia decía que había muerto víctima de un asalto por caminar a altas horas de la noche justo en ese mismo lugar. No quería hacerlo realidad. Además, estaba acostumbrado al fulgor mortecino de las velas y a la ausencia absoluta de luz cuando tomaba esos tramos. La electricidad no era parte de él como sí lo era de cada persona nacida en ese siglo.

En su mente sólo habían transcurrido unas cuantas semanas desde la última vez que había tomado ese sendero y aún le resultaba increíble cuántas cosas habían cambiado en un lapso tan pequeño de tiempo. Si doblaba a la derecha donde la roca gigante sobresalía entraría en tierras de los Daberessa. El letrero que lo indicaba no existía más, tampoco la casona, los faroles de aceite que acentuaban el camino y que los sirvientes de Lucio encendían cada tarde sin falta. Ahora sólo era un fondo oscuro, salpicado de altos y gruesos troncos de árboles que oscurecían el cielo con sus copas frondosas, inmóviles y plagadas de vida.

Al final de ese camino no estaría Lucilla esperándolo.

Nunca más volvería a verla.

Suspiró, mirando el vapor de su respiración flotar frente a su rostro, metió las manos en el bolsillo delantero de su sudadera, sintiendo los dedos helados, y resumió el camino.

El solsticio de invierno estaba por dar inicio y Fátima decía que pronto comenzaría a nevar. A diferencia del buen ojo que tenían las personas en el pasado para detectar esas cosas, en el presente se guiaban por lo que veían en sus celulares y lo que anunciaban en la televisión. Ya nadie volteaba al cielo o aspiraba el aire con profundidad. Ese invierno se pronosticaban lluvias y fuertes nevadas que podrían provocar el cierre de carreteras y caminos que conducían hacia las montañas.

El padre de Giulio hubiera tenido las bodegas de la casa llenas de conservas, granos y carne seca para entonces, y hubiera acondicionado un espacio adicional para las golosinas que también repartía entre los sirvientes a manera de incentivo por su buen trabajo. Los animales tendrían su espacio destinado en los establos y en sus respectivos graneros, y los sirvientes hubieran reparado las averías en sus techos y paredes antes de terminar de juntar la leña y secar las pieles. Akantore pasaba los primeros meses de invierno en casa. Antes de casarse con Laurelle, y cuando ambos coincidían en el invierno, solían salir juntos al balcón a departir en el frío de la mañana, la mayoría de las veces se debatían en entretenidos juegos de ajedrez que no

Giulio había comprendido la decisión de su padre por rehacer su vida en compañía de otra mujer, no así el distanciamiento que había generado hacia él luego de comenzar a hacer caso a los rumores que se diseminaban por el pueblo.

Entró a los límites de la propiedad Brelisa con cuidado. Jamás habían levantado vallas que dividieran el terreno con las propiedades vecinas, pero todos sabían los límites de sus tierras según las características del bosque, era como un acuerdo tácito entre los propietarios. Por increíble que pareciera, la enorme piedra en forma de puño que bloqueaba el tramo y lo dividía en dos caminos y que Giulio conocía desde que era un niño, continuaba ahí, sólo que reducida de tamaño luego de que la tierra la hubiera cubierto hasta la mitad. De ahí a la derecha estaría el camino hacia la casa de los Daberessa. El fantasma de lo que alguna vez habían sido, recordados únicamente por aquel que había regresado para lamentar una existencia vacía y solitaria.

Palpó la piedra con una mano, plagándose de memorias. Ahí le había jugado un sinfín de bromas a Lucilla cuando eran niños, acompañado siempre de Jean. Sus chillidos y reproches infantiles parecían hacer eco en el silencio y la soledad del bosque, sus pequeños pasos corriendo un intento inútil por alcanzar a Giulio para golpearlo. Había trepado muchos de esos árboles. Había visto la inmensidad del bosque desde las copas más altas y dibujado desde sus ramas más accesibles.

Pero esa roca... Esa roca era especial. El camino se bifurcaba hacia la casa Brelisa y la casa Daberessa. Cuántos besos, cuantas risas, cuántos murmullos y revelaciones había atestiguado esa piedra. Cuánta felicidad que de pronto había terminado y no repetiría jamás.

Se talló los ojos al sentir un repentino ardor que dificultó un poco más su visión, y continuó el camino hacia la izquierda, atento a los sonidos de la noche. Normalmente los lobos no descendían a las faldas de las montañas, pero lo hacían, especialmente en invierno, cuando la mayoría de los animales hibernaban y las presas más accesibles se retraían hacia los asentamientos humanos, donde podían conseguir alimento.

Venció la tentación de encender la lámpara tras tropezar unas cuantas veces hasta casi caer sobre sus rodillas y maldijo entre dientes cuando un crujido entre los arbustos, varios metros detrás de él, lo hizo saltar y casi echar a correr. Tragó saliva, abriendo bien los ojos y agudizando su sentido del oído. La oscuridad era incipiente en esa zona, ni siquiera el lago, que podía verse a su izquierda, con la luna reflejada sobre sus aguas en una inmensa raya de luz plateada, prestaba iluminación suficiente para mirar algo.

No tuvo mejor alternativa que buscar escondite. Lo encontró entre una roca con forma de cuenco y el tronco seco de un árbol que parecía haber sido partido por un rayo.

El crujido se repitió consecutivamente hasta convertirse en el inconfundible soneto de unos pasos aplastando la hierba bajo su peso. Aun así, Giulio esperó. Sabía que «Ella» flotaba aunque caminara, por lo que no emitía sonido alguno, y que no tendía a anunciarse de ninguna forma pese a que sus apariciones no eran precisamente más sutiles ni. De querer reírse a sus expensas asustándolo, lo habría hecho desde el instante mismo en el que Giulio se había internado en el bosque.

Pensó en los ladrones que supuestamente lo habían asesinado y retuvo la respiración. No llevaba nada de valor consigo a excepción de la lámpara. Su vestimenta era de segunda mano y carecía del aspecto prolijo de las telas que solía usar en su época, cuando su clase social exudaba de cada hebra tejida de los jubones, túnicas y calzas fabricados a su medida.

Los pasos se detuvieron en medio de un conjunto de árboles que formaban un amplio hueco salpicado de arbustos y flores cerradas. Eran dos personas. Sus siluetas oscuras se distorsionaban por el brillo de las lámparas que llevaban en las manos y que agitaban de un lado a otro.

—¿A qué mierda vendría para acá? —masculló una voz muy familiar para Giulio.

—No sé, pero estoy seguro de que este fue el camino que tomó. Es medio raro, ¿no te parece? A veces me da la impresión de que en verdad no es de este siglo.

—Ugh... ¡Mierda! —Una de las siluetas tropezó y terminó en el suelo de rodillas. La lámpara que llevaba en la mano voló un par de metros por delante y cayó a los pies de Giulio, que salió de su escondite y se inclinó para levantarla.

Las dos siluetas se congelaron en sus sitios. El espanto en sus rostros fue memorable cuando Giulio levantó lentamente el haz de la lámpara y apuntó hacia ellos.

—¿Me están siguiendo?

Marice y Tom tardaron unos segundos en espabilarse. El primero se puso de pie con un salto y se sacudió las manos con un gruñido:

—Tom te miró salir del refugio y sugirió que lo hiciéramos —dijo con alivio una vez que constató que se trataba de Giulio. Después chilló, cuando Tom le enterró un puñetazo en el brazo—. ¡Eso hiciste, estúpido!

—¿Qué maldición vienes a hacer aquí? —le preguntó Tom a Giulio. Se adelantó dos pasos para dejar atrás a Marice, que se sobaba afanosamente el brazo—. ¿Eres uno de esos locos satánicos que sacrifican gatos a la media noche en el bosque?

—¿Un qué...? —balbuceó Giulio sin comprender—. No vine a sacrificar a nada ni a nadie. Necesitaba hacer algo, es todo. No veo cómo eso pueda afectarlos a ustedes.

Ambos jóvenes, que de a poco empezaba a ver como sus amigos, acortaron distancia con él. Giulio aprovechó para devolver la lámpara a Tomello y pedirle que la apagara.

—Esa es la casa del pintor —gruñó Tom sin escucharlo, aunque sí apagó la lámpara. Señaló la escabrosa sombra de la mansión que se alzaba al fondo, camuflada entre los árboles y la suave niebla que subía del lago. A su alrededor, la silueta de la maquinaria se distribuía en un radio bastante amplio—. ¿A eso vienes? ¿No es donde te encontraron en pelotas y con la salchicha al aire? ¿Es cierto que está maldita? Dicen que han visto al fantasma del pintor merodeando por aquí.

Giulio llevaba ya el tiempo suficiente en ese lugar para saber a lo que Tomello y otros más se referían en su lenguaje soez. Sólo atinó a torcer la boca, aprovechando que no podían verlo, y suspiró, arrojando otra nube de vapor que se elevó por sobre su rostro. Suponía que lo del fantasma en pena debía ser cierto porque era justamente donde estaba él, de nuevo caminando sobre las tierras de su familia, sintiendo un dejo tan profundo de pertenencia sólo agudizado por la oscuridad de su entorno. Era como una voz ininteligible llamándolo, un grito ahogado en medio de la noche que se había extinguido cuando él había dado su última bocanada, a las tres con veintidós de la madrugada.

Tal vez sí era un alma en pena, sólo que no lo sabía.

—No pretendo entrar a la casa exactamente. Y no está maldita.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó Marice con los ojos muy abiertos—. No creo en esas cosas, pero como dicen por ahí: mejor no buscar lo que no quieres encontrar.

—Ya estuve ahí, y no miré nada —espetó Giulio con amargura—. Deberían regresar al refugio. Fátima se molestará si regresamos los tres juntos más tarde.

—Hay veladores por la obra que está en marcha—murmuró Marice sin escucharlo. Se agachó y se apoyó contra un tronco para mirar mejor—. Si nos descubren merodeando pueden llamar a la policía. Eso afectaría terriblemente nuestra puntuación en el refugio. —Giró la cabeza hacia ellos, perfilada apenas por un rayo de luz que se filtraba de entre el follaje.

Al igual que Giulio, Tom y Marice iban cubiertos por las capuchas de sus sudaderas.

—No nos descubrirán... Mejor dicho: no me descubrirán a mí —rezongó Giulio. Lo hizo a un lado para también agacharse y espiar en su lugar—. Sé el camino perfectamente. No debieron haber venido.

Apenas tuvo tiempo para sostenerse de la base del árbol cuando Tom le sacudió la cabeza con una palmada.

—Lo menos que puedes hacer es agradecernos por asegurarnos de que estarás bien.

—Estaré bien —espetó Giulio, poniéndose de pie—. Necesito investigar algo, es todo.

—¿Con respecto a los Brelisa? —preguntó Marice, muy interesado.

—Más o menos. Hay un lugar en la propiedad que debo visitar.

—Hay veladores —insistió Marice.

—No pueden ser peores que los mastines de guardia de mi padre —refunfuñó Giulio. Señaló el camino hacia el lago—. La espesura de los árboles es mayor por esa zona. Si no tienen perros y ustedes en verdad están decididos a venir conmigo, podremos pasar sin problemas por ahí, pero necesito que mantengan sus lámparas apagadas.

—Vamos entonces —rezongó Tom—. Por tu bien, espero que lo que buscamos valga la pena.

—Lo vale para mí.

Cruzaron el bosque hasta el borde del lago, donde un cinto de árboles y matorrales les ofrecía la sombra suficiente para correr con la cabeza agachada para no ser vistos. Había veladores, sí. Dos o tres de ellos resguardados dentro de unas casetas de aspecto muy curioso que Giulio más tarde dibujaría en su cuaderno. Según lo dicho por la gente del pueblo, ahora ciudad, la antigua mansión de los Brelisa no tenía mucho por ofrecer al turismo dada la pobre condición en la que había quedado. El tiempo y la gente, sobre todo los llamados vándalos, la habían maltratado mucho. El cambio constante de dueños la había modificado en muchos aspectos y ahora el ayuntamiento quería dejarla lo más parecido posible a como había sido quinientos años atrás. El problema era que no había planos originales de la casa e intentarían ser lo más fieles posible a las memorias de Simoné y a los pocos dibujos que Giulio había hecho durante su infancia.

Lo primero que saltó a la vista de Giulio eran los alfeizares de las ventanas del segundo y tercer piso. A Akantore jamás le habían gustado y seguro que habría enfurecido si mirara cómo esos simples detalles alteraban por completo el diseño tradicional de la mansión. La fachada frontal, que iniciaba en el segundo piso, tenía dos puertas en el presente, antes sólo había sido un portón con el que Giulio se había machucado un par de veces, para fastidio de Akantore, que adoraba el diseño de la puerta y al mismo tiempo lamentaba la torpeza de su hijo. En uno de esos incidentes había sido incapaz de usar su mano derecha para pintar o dibujar por un par de semanas mientras las fracturas de su pulgar e índice sanaban.

En general, la casa continuaba teniendo el mismo aspecto de siempre. Para Giulio habían transcurrido únicamente semanas, por lo que los cambios resultaban impactantes aunque fueran mínimos. El que más lo desconcertaba era el de la puerta que conducía a su taller. No existía más. En su lugar habían extendido el porche y la maleza se había hecho paso enredándose de las maderas y las vigas de madera. Había más ventanas de las que recordaba, aunque estaban tapiadas, y alguien había colocado una serie de casitas en un costado de la construcción que más tarde conocería como «letrinas».

El material de construcción estaba regado por todos lados, acomodado en forma de montículos cubiertos con enormes mantas de plástico que desde la lejanía parecían túmulos, y las máquinas que en un inicio habían sobresaltado a Giulio yacían en silencio e inmóviles, alzándose por entre las copas de los árboles más bajos.

Fátima había dicho que el ayuntamiento había planeado tener la casa terminada para el día de la celebración. Mel y Rob, a quienes Giulio había conocido en su primer día en ese mundo, se habían reído por la ingenuidad de los solicitantes. La lentitud de los obreros al laborar, los retrasos en la adquisición del material para ese tipo de obra y las trabas con el dinero habían diferido en los planes de los responsables.

Era triste para él aceptarlo, pero esa ya no era su casa. No tenía más un taller, no tenía material, no tenía un lugar propio dónde descansar, no tenía dinero y ya tampoco identidad.

—¿Y bien? —espetó Tomello, mirándolo con impaciencia cuando Giulio se detuvo entre los arbustos a orillas del lago para mirar hacia la casa.

Detrás de él se abría la vastedad del lago, coronado de fondo por las copas pálidas de los árboles del Bosque Blanco.

Llegaron al final del cinto de árboles que bordeaba la orilla del bosque y Giulio indicó que podían caminar libremente hacia una formación rocosa ubicada en los límites traseros de la propiedad, y que colindaba con un acantilado forrado de árboles y maleza. Era una muralla enorme que Giulio no pocas veces había escalado de niño y de la cual por suerte jamás había caído. Su amigo Jean, por otro lado, de entonces ocho años, se había roto un pie luego de resbalar desde una altura considerable. El grito de horror que había proferido Lucilla, que había estado siguiéndolos con un tranchete en sus pequeñas manos para golpearlos, había perturbado a Giulio por semanas.

Se alegraba de ver que el tiempo y el hombre no habían podido destruir lo poco o mucho que él aún conocía.

—Es aquí —susurró. Miró por sobre su hombro. La máquina más cercana se alzaba por detrás de la copa desgreñada de un árbol, a un costado de la enorme sombra que proyectaba la casa a poco más de un kilómetro de distancia—. No creo que alguien pueda vernos. La noche es muy espesa y no parece que estén trabajando en esta zona aún.

—¿Eh? ¿Aquí? ¿Aquí qué? —rezongó Tom. Miraba con desconfianza hacia las ruinas que en mejores tiempos habían sido las caballerizas—. No piensas que vamos a escalar, ¿o sí?

—No. Enciendan sus... artefactos.

—Celulares —lo corrigió Marice luego de soltar una risilla y repetir lo extraño que Giulio le parecía. Él asintió—. ¿Qué buscas exactamente?

—Sé que quinientos años es mucho tiempo transcurrido y que la piedra y la tierra pudieron haber borrado lo que antes aquí había, pero espero que no por completo —murmuró Giulio, tanteando la superficie lisa de la roca que tenía delante—. Aquí había una entrada.

—¿En la piedra?

—Un acceso que sólo mi padre y yo conocíamos.

El acceso hacia una de las dos bóvedas que el padre de Akantore había hecho construir mucho antes de que erigieran la casa, las caballerizas, los graneros y las cabañas de los empleados.

—¿Aquí? —insistió Marice.

Tom, a pesar de sus reproches, también palpaba la roca con una mano mientras con la otra alumbraba con la lámpara.

—Es una bóveda pequeña construida dentro de la roca. Mi padre guardaba cosas que no quería confiar a nadie más, ni siquiera a los bancos más seguros. Queda cerca de la casa y lejos de las viviendas de los sirvientes.

No es la única bóveda, iba a decir por imprudencia, pero se detuvo a tiempo para no confiar un secreto familiar a dos personas que aún no conocía del todo. Ni siquiera Jean había sabido de la existencia de los cuartos en su momento. Lucilla sí, pero nunca le había interesado averiguar su ubicación.

—¿Y eso cuándo fue? ¿En las cruzadas? —resopló Tom con una risilla.

—No, las cruzadas terminaron poco más de doscientos años antes de mi nacimiento —contestó Giulio distraídamente—. Está en la historia.

—Amigo, las cruzadas terminaron más de setecientos años antes de que cualquiera de nosotros naciera. Está en la historia —se rio Marice, remedándolo.

—Sí, eso quise decir —dijo Giulio sin darle mucha importancia.

—Espera, creo que aquí hay algo. Toma —indicó Tom, ofreciéndole el celular a Giulio—. ¿Ves eso? Es una ranura, pero... maldición, está tan llena de tierra que...

—Traeré algo para escarbar. —Marice echó a correr hacia los bultos cubiertos por mantas azules que estaban alineados frente a las ruinas de las caballerizas.

Lo esperaron con impaciencia, mientras Giulio revisaba la piedra y los alrededores, seguro de que aunque había encontrado lo que estaba buscando, la ubicación había cambiado ligeramente. No hacía mucho que había estado ahí y la recordaba posicionada exactamente detrás de las caballerizas, no a cinco o seis metros de distancia, como se veía en ese momento. Quizás las caballerizas habían sido reubicadas, lo que no era posible porque aunque estaban derrumbadas sobre sus bases y sus cimientos, mucho del material que podía verse entre las ruinas le era muy familiar.

Palpó la piedra con una mano, mirando un gajo de tierra desmoronarse bajo sus dedos, y comenzó a arrancar los arbustos que obstruían el camino mientras Tomello escarbaba el camino de la ranura con los dedos.

Marice regresó con dos barras de acero que resumieron el trabajo de desatascar el óvalo que marcaba la forma de una escotilla. Como era de esperarse, la piedra estaba casi fusionada en su asentamiento, lo que Giulio festejó internamente. Eso sólo quería decir que nadie había accedido a ese lugar en mucho tiempo.

Para reabrir la ranura tuvieron que picar la roca una y otra vez hasta que lograron encajar las barras de acero hasta el fondo y entonces comenzar a presionar a manera de palanca. La madrugada se asentó sobre ellos, enfriando el aire y congelando sus manos mientras intercambiaban posiciones para distribuir el peso y la fuerza que hacían los tres, insultarse un poco entre ellos entre gruñidos y maldiciones, sudar, desesperarse y ampollarse las manos.

Cuando la piedra finalmente aflojó, Tomello se arrojó a tirar con las manos. Los otros dos observaron muy atentos hasta que un hueco comenzó a formarse. Sólo entonces Giulio metió sus propias manos y también comenzó a jalar. No pasó mucho tiempo para que la piedra cediera con un crujido y un retroceso que proyectó bruscamente a los tres jóvenes sobre sus traseros, espantando a los animalillos que habían estado curioseando en los matorrales más cercanos y por entre las ruinas de los establos.

—Increíble, tenías razón —murmuró Marice, secándose el sudor de la cara con la manga de su sudadera.

Giulio se puso de pie y se apuró a echar un vistazo dentro del agujero. Era un túnel de tamaño mediano, de unos cuantos metros de profundidad que se inclinaba hacia abajo para terminar en una pequeña bóveda donde su padre había guardado cosas interesantes, aunque menos valiosas que las que almacenaba en su otra cámara privada.

Al encender la lámpara que había tomado de la oficina de Fátima y aluzar al interior, un vaho a humedad y tierra mojada lo hizo retroceder con un acceso de tos.

—¿Qué? ¿Vas a decir que le tienes miedo a las arañas? —se burló Tom, haciéndose espacio a su lado para también mirar al interior. Frunció el ceño—. Espera, ¿es una tumba?

—No. Es una bóveda —dijo Giulio.

Marice se asomó detrás de ellos.

—Había leído por ahí que se sabía de un lugar así, pero que se desconoce su ubicación y no han podido encontrarlo en todos estos años. Insisto, ¿cómo lo conoces tú?

—Lo imaginé —contestó Giulio a la rápida, animándose a entrar en pos de no contestar más preguntas.

Tuvo que caminar inclinado los primeros pasos, ayudándose con la barra de metal para retirar las telarañas y cualquier otro insecto u obstáculo que pudiera salir a su encuentro. La nostalgia apretujaba su pecho. La última vez que había ido ahí había sido en compañía de su padre. Akantore le había pedido ayuda para determinar el valor y la originalidad de dos pinturas que había adquirido. No hacía mucho de eso. No tanto como la cronología del mundo actual implicaba.

Detrás de él entraron Tom y Marice, maldiciendo cuando las alimañas no alcanzaban a despejar el camino a tiempo y amenazaban con caerles encima.

—Estoy seguro de que es una tumba —murmuró Tomello—. Eres un cabrón demente que nos trajo a una tumba para practicar algún ritual satánico con nosotros.

—Tú ni al diablo le servirías —espetó Marice riéndose.

Intercambiaron una serie de golpes y empujones que Giulio ignoró, apurándose a atravesar el pequeño corredor con el corazón latiendo fuertemente. Con un poco de suerte su padre había dejado unas cuantas cosas de importancia que él podría usar para recuperar un poco de estabilidad económica. Encontraría la manera de hacerse de un lugar donde vivir que no dependiera de la caridad ajena, volvería a pintar y a dibujar como único trabajo y no se preocuparía más por lo que la gente pudiera hacer y decir contra él porque de a poco estaba descubriendo que esa sociedad no era tan rígida ni sugestionable como la anterior.

Aterrizó en la bóveda luego de saltar el pequeño espacio que finalizaba el corredor y advertir a sus amigos para que no tropezaran.

Cuánta fue su decepción cuando todo lo que reveló el haz de la lámpara fue una cámara vacía. Sólo había un cofre arrumbado al fondo que alcanzó de un par de zancadas. Al abrirlo, la miseria terminó de estacionarse en su alma. También vacío. Todo estaba vacío.

Akantore había retirado todas sus pertenencias antes de quitarse la vida. Al menos así había sido en esa bóveda. La otra no quería abrirla. Ya no había tiempo, y su energía y ánimo no deseaban llevarse otra decepción.

Se quedó arrodillado frente al baúl con los hombros caídos, mirando fijamente la madera roída, llena de excrementos y bichos muertos. Detrás de él sus amigos cuchicheaban y lo inspeccionaban todo con curiosidad. Marice hizo un par de exclamaciones de asombro al descubrir los enormes dibujos de grafito en las paredes que Giulio había hecho alguna vez bajo petición de su padre, y al encontrar baratijas que no tenían ningún valor según la percepción de Giulio, y se apresuró a recogerlas.

Fue entonces cuando medio oculto debajo de uno de los bordes del cofre, Giulio alcanzó a distinguir el cuero opaco de la tapa de un cuaderno gracias a que la lámpara de uno de sus amigos aluzó brevemente antes de que comenzaran a forcejear amistosamente entre ellos.

Hizo a un lado el cofre con un poco de esfuerzo debido a la mugre que lo había pegado al suelo y se apresuró a levantar el cuaderno. Sonrió al instante, tragando saliva al sentir el nudo que obstruyó su garganta. Era uno de sus viejos cuadernos de bocetos. Recordaba haber llevado unos cuantos a ese lugar para mantenerlos a salvo de todo el caos que solía reinar en su taller cuando Susila no lograba convencerlo de poner orden. Estaba seguro de que habían sido más. Una docena al menos.

No le sorprendería que eran aquellos que estaban vendiéndose por millones de talisas al otro lado del mundo.

—¿Qué encontraste? —preguntó Marice por sobre su hombro. Aluzó con la lámpara—. ¿Un cuaderno? ¿Vinimos hasta aquí por un cuaderno?

—Es de hace tres o cuatro años —dijo Giulio. Intentó arrancar las costras de tierra de la cubierta, lo que dañó un poco más el cuero para su pesar—. Lo terminé y lo traje aquí a resguardar cuando el ama de llaves comenzó a despotricar por el desorden de mi taller. Había más cosas que nunca saqué, pero creo que mi padre las retiró cuando... —sacudió la cabeza—. Las retiró sin que yo lo supiera.

—¡Mierda! —gritó Tomello al fondo, retorciéndose—. ¡Me cayó una maldita araña en la cabeza! No puedo creer que sólo hayamos venido por un maldito cuaderno.

Y cuatro ducados. Aparecieron en el hueco que dejó el contorno del baúl sobre la tierra.

Giulio guardó el cuaderno dentro de su sudadera y escarbó con los dedos hasta arrancar las monedas del suelo.

—¡Son monedas antiguas! —exclamó Marice detrás suyo, apoyándose sobre él para ver mejor—. ¿De hace cuánto son?

—Siglo dieciséis. Quince, mejor dicho. Puede que un poco antes, no estoy seguro —dijo Giulio. Le ofreció una moneda a Marice, que la tomó encantado, y otra más a Tom, que enarcó una ceja mientras aluzaba el objeto en cuestión con su celular—. Son suyas. Como muestra de mi agradecimiento por ayudarme a abrir la cámara.

—¿Siglo dieciséis? ¿Cómo mierda sabes eso? —preguntó Marice con incredulidad. Se pasmó por un momento, tiempo que Giulio aprovechó para ponerse de pie, sacudirse las rodillas e inspeccionar el resto de la pequeña bóveda—. Un momento, ¿cómo rayos este lugar puede ser la bóveda de tu familia si aquí no ha vivido nadie en mucho tiempo? ¡Ese cuaderno que tomaste no es tuyo! —lo acusó. Siguió a Giulio por el pequeño espacio del cuarto, gritándole al oído—. Dios... Dios, Dios, Dios... ¿el cuaderno es de quien creo que es? ¡Esta propiedad es inmensa y perteneció al legado de los Brelisa! ¡Esta bodega era de ellos! ¡Tienes un tesoro ahí guardado! Perteneció al pintor, ¿verdad? No es un cuaderno cualquiera sino un códice. —Se presionó las mejillas con las manos—. ¡Un códice! —gritó con un chillido histérico—. Tengo que verlo... ¡Tengo que verlo! ¡Es material inédito!

—Después —murmuró Giulio, haciéndolo a un lado—. Antes debemos continuar buscando. Tal vez encontremos algo más.

Tomello, que se había tomado el hallazgo del cuaderno con indiferencia, estaba concentrado en inspeccionar una inscripción en la pared que Giulio había hecho muchos años atrás (literalmente hablando). No había tenido más de siete u ocho años cuando había tomado un cincel y un martillo que su padre había planeado obsequiar a un aclamado artista artadiseno y había grabado una serie de dibujos y frases sobre el muro como juego. Akantore no se lo había tomado muy bien, aunque lejos de castigar a Giulio, le había obsequiado las herramientas a él, esperando verlo convertirse en un grandioso escultor, lo que no había salido tan bien como su éxito en la pintura y el dibujo.

—Pueden darnos alguna recompensa por haber descubierto este sitio. Debemos avisar cuanto antes que... —comenzó a decir Marice.

—Después —insistió Giulio, volviéndose hacia ellos—. Después lo haremos. Me he enterado de que el gobierno requisa todos los hallazgos con respecto a la familia Brelisa. Si decimos algo ahora mismo nos quitarían las cosas.

Y no pensaba ceder ninguna posesión más. Ya era bastante malo estar en la miseria mientras otros se enriquecían con sus creaciones como para que ahora le quitaran sus últimas pertenencias.

—Oigan, ¿si todo esto tiene tanto tiempo aquí guardado no valdría también mucho dinero aunque solo sea basura? Ese cofre, por ejemplo —señaló Tom el baúl que Giulio había descartado con desdén—. He visto programas en el canal de historia donde pagan miles de dólares por cosas más simples que eso. ¿No deberíamos llevarlo?

—¿Quién va a pagar tanto por un cofre podrido? —pensó Giulio en voz alta.

Aparentemente algún coleccionista demente.

Terminaron llevando el baúl luego de un rápido debate. Lo cargaron entre Marice y Tom a lo largo del bosque, sorteando piedras y árboles mientras conversaban en voz baja sobre todo lo que conseguirían una vez que lograran encontrar un comprador fiable.

Marice había insistido en preguntar por el cuaderno que Giulio había guardado en el interior de su sudadera y no había desistido hasta que Giulio le había prometido que le permitiría hojearlo. Al parecer era un hallazgo muy valioso, el último más grande en toda la historia humana, o eso había dicho su amigo.

Giulio lo creía. Hasta ese momento había visto muchas de sus pertenencias ser subastadas y mostradas al mundo en la televisión, generando un asombro inaudito en quienes tenían la oportunidad de asistir a museos y exhibiciones para apreciarlas de cerca.

Se sentía halagado, por supuesto. Si bien siempre había tenido el cariño y el apoyo de la gente, nunca había creído que llegaría el día en el que vería su nombre recorriendo el ancho del mundo.

Maestro Brelisa, lo llamaban. El pintor de monstruos.

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