11 Lienzos
Mirar su nombre tallado en la placa de bronce que había sido incrustada en la piedra sobre el marco de la entrada fue el golpe de realidad que hasta ese momento había intentado evitar. Esa era su cripta, el lugar donde se suponía que debía estar sepultado y del que jamás debió haber salido. Los muertos no andaban, no sentían más, no hablaban ni escuchaban.
Pero él lo hacía.
De pie frente a su cripta, era capaz de sentir el frío que emanaba del interior de la puerta cerrada con la misma nitidez con la que era capaz de percibir el aire gélido que escapaba de la nevera de la cocina del refugio cuando la abría, maravillado por lo ingenioso de su hechura. Podía escuchar el susurro del viento, el triste y lejano piar de algunas aves y el graznido burlesco de los cuervos, y podía hablar, aunque sus palabras no dijeran mucho que pudiera ser escuchado esos días.
Era como estar y no estar, ser y no ser, y no saber qué era lo que verdaderamente deseaba de esa realidad que poco a poco asimilaba como su presente y tal vez su futuro.
El candado estaba abierto cuando Giulio alcanzó la puerta en la cima de la escalinata. Era un portón viejo, de madera gruesa y desgastada que había sido recientemente reforzado en algunas zonas. Las anchas bisagras se deslizaron suavemente cuando él empujó con una mano, sin rechinidos ni obstrucciones, quizás por un engrasado también reciente. Giulio volteó por sobre su hombro. La esbelta figura que lo había conducido hasta ahí había reaparecido y lo observaba en silencio, de pie en medio de un par de querubines de piedra que jugaban con un pequeño gato.
El pasillo que le dio la bienvenida al interior de la cripta se distinguía por una única lámpara de cristal que pendía del techo. Alguien había encendido el interruptor y la luz amarilla detallaba las grietas y sanaciones en las paredes, y las figuras sacras que habían sido talladas a lo largo de una franja superior, enmarcada por largas oraciones en latín. Se trataba de un paraje bíblico con respecto a la resurrección divina de los muertos.
Se estremeció y contempló por un momento la semioscuridad al fondo de la escalera en caracol que finalizaba el corredor y conducía al subterráneo. Cuando decidió bajar, lo hizo muy lento, con las piernas y los hombros tensos. El aire olía a encierro y la temperatura se enfrió aún más conforme sus pies descendieron los peldaños. Cuando llegó al fondo, esperando encontrar nada más que un cuarto de piedra mohosa, no pudo evitar maravillarse con el complejo y cuidadosamente elaborado diseño de la antesala que se abrió para él, conformada por altas columnas de piedra en forma de arco que mantenían el techo en su lugar, y las claraboyas que permitían el paso de la luz natural del cielo, que a esa profundidad se sentía tan lejano.
El suelo, dividido en ladrillo, piedra y mármol, tenía un camino central en donde también habían sido trazadas inscripciones en taliseno y latín que él pisó con cuidado. Uno de los laterales de la antesala tenía un mural de mármol donde había sido tallada una poderosa escena de lo que para el escultor era la representación del cielo: ángeles, aves, niños y un sol radiante bajo el que todos retozaban, recostados sobre esponjosas nubes que aun a través de la piedra parecían de algodón.
El otro lateral había sido escarbado en la piedra para levantar un altar sobre el que reposaba un cristo crucificado. Debajo de él, un ejército de veladoras cuyas flamas repiqueteaban, emanando un pesado aroma a cera que, entremezclada con la mirra que flotaba fuera de unas canastillas de metal que pendían del techo, era capaz de revolver el estómago. También había flores. Ramos frondosos, de resplandecientes lirios, crisantemos y rosas, todos de color blanco, abarcaban el ancho de la pared y una gran sección del suelo, donde había sido instalada una placa que explicaba brevemente los logros de Giulio. Flanqueándolo todo había seis enormes cirios también encendidos que a su parecer sobrecargaban el ambiente ya de por sí pesado.
No supo por cuánto tiempo miró las ofrendas dedicadas a su persona, sumergido en el silencio solamente interrumpido por el repiqueteo de las pequeñas flamas de las velas y los cirios.
Quizás así era como se manifestaba la pena en quienes no podían descansar después de la muerte; la impotencia de apreciarlo todo, de saberlo y sentirlo todo, y no poder hacer nada al respecto para hacer saber al mundo que continuaban presentes.
Decidió continuar su camino y dejó atrás la antesala para entrar en la cámara contigua. Era hexagonal al estar sostenida por seis columnas de mármol en cuyas cimas, colindando con el techo, habían tallado pequeños querubines con las alas extendidas y los rostros inclinados hacia lo alto. En medio del círculo perfecto donde se abría la recámara y daba directamente la luz del sol, estaba la tumba, levantada como un enorme ataúd de piedra.
Giulio retuvo la respiración al acercarse. Sobre la base plana de la plancha habían tallado un caballete a escala real. De él emergía el medio cuerpo de un animal... un lobo. La criatura tenía alas en la espalda y apuntaba el hocico hacia la claraboya que atravesaba hasta la superficie y permitía que la luz natural del cielo dibujara un círculo perfecto alrededor de la lápida. El animal se jalonaba de las ataduras que lo sujetaban al interior del lienzo con una fuerza que podía transmitirse en la piedra y los detalles tan perfectos que habían moldeado en ella.
Pasó los dedos sobre el torso del lobo. El contacto del mármol fue suave y frío. Su lustrosa superficie reflejaba la luz como si su pelaje fuera real. Giulio rodeó la tumba con pasos cortos hasta detenerse frente a la placa dorada que se elevaba desde un soporte. Ahí se databa su nombre, su fecha de nacimiento y también la de su muerte. El escudo de la familia Brelisa brillaba debajo; laureles y hojas entrelazadas, y en medio un caballo y una espada. La familia Brelisa había perdido los títulos de nobleza con el paso de las generaciones, pero Akantore y su padre habían logrado devolver a su descendencia la riqueza y prosperidad.
Giulio jamás había carecido de nada en su vida... hasta su despertar en ese nuevo mundo.
Dejó de lado la placa y subió los dos peldaños que mantenían la sepultura a lo alto. El olor a tierra y humedad era más fuerte ahí. Por un momento, la sensación de poder oler su propio cuerpo en putrefacción lo aterró. Imaginar sus restos, alguna vez mortales y tan vivos como la piel y la carne que ahora lo conformaba, alguna vez pudriéndose dentro de esa prisión de piedra le provocó una arcada que lo hizo salivar en exceso y vidrió su visión.
Habían pasado quinientos años desde aquel fatídico día en el que Akantore lo había encarado en la tranquilidad de su taller para hundir el abrecartas en sus entrañas. Quinientos años desde que la planeación de ese recinto de reposo se había puesto en marcha para echar tierra y piedra sobre los sueños y los anhelos de Giulio.
Se asomó para mirar el epitafio, subiendo los dos desniveles de la base de la lápida. Las letras estaban talladas con una caligrafía reluciente pese al paso de los años.
Giulio Deino III Brelisa
28 de Agosto de 1495 – 30 de Noviembre de 1520
Genio, Dibujante, Pintor y Paisajista.
Amado hijo. Amado artista.
Me encontrarás en la belleza de mis obras, como bello
encontré yo lo que me inspiró a crear.
Retrocedió con pasos torpes hasta golpear con el codo la placa de metal que emergía de un pequeño tubo clavado en el suelo, apenas registrando dolor alguno, y apoyó la espalda contra una de las columnas, luchando por llenar sus pulmones de aire.
Fue ahí, en ese lapso de histeria silenciosa, intentando a toda cosa dejar de hiperventilar, cuando la miró por el rabillo del ojo, la placa grisácea que había sido tallada en una de las caras de la cámara hexagonal. Caminó hacia ella con piernas temblorosas que, cuando leyó las letras ahí inscritas, no pudieron sostener su peso por más tiempo y lo llevaron a doblarse al frente, donde fueron sus manos sujetándose de sus rodillas las que evitaron que cayera de bruces al suelo.
Akantore Deino II Brelisa
27 de Julio de 1467 – 16 de Diciembre de 1520
Respetado esposo.
Y no decía más.
Su padre había sido sepultado con tal sencillez que era difícil imaginarlo dentro de esa tumba, ocupando un espacio tan cercano y al mismo tiempo tan distante de todo el esplendor que rodeaba al lecho de reposo que Giulio alguna vez había ocupado. El rencor y el desprecio que había despertado en su esposa Laurelle tanto por sus acciones como por su posterior decisión de quitarse la vida era palpable en cada una de las letras talladas. La traición de haber sido dejada de lado por el hombre que había prometido cuidarla y proveer para ella.
Un movimiento en un costado lo hizo enderezarse de golpe y alistarse para correr o luchar.
Entre las columnas que flanqueaban la entrada a la cámara se asomó el rostro venido en años de un hombre bastante familiar. Era el maestro de ceremonia, aquel que pensaba y decía saber mucho sobre la vida de Giulio Brelisa. Llevaba lentes y vestía un traje negro con una corbata gris oscuro que despertó un dejo de envidia en Giulio al constatar una vez más su propia decadencia.
—Oh, disculpa. No quise asustarte. —saludó el hombre, cuyo porte era muy similar al del Maestro Loresse, que si bien su gusto por las túnicas y las calzas cómodas a menudo lo alejaban de las telas y vestimentas elegantes, había sido un hombre sumamente astuto y diplomático a quien nobles y aristócratas profesaban un gran respeto—. Se supone que la entrada no está permitida el día de hoy.
Es permitida para mí. Es mi cripta, pensó Giulio con amargura.
—El candado estaba abierto —fue todo lo que contestó. Miró una última vez el epitafio en la tumba de su padre y se distrajo con las siluetas angelicales grabadas en la pared contigua—. Tenía curiosidad.
—Creo que te recuerdo. Tuviste un pequeño accidente esta mañana, ¿no es así?
El calor abrasó el rostro de Giulio. Por supuesto, no pocas personas habían atestiguado su bochornoso episodio vertiendo el contenido de su estómago en los pies de su amigo.
—Lo lamento, no pretendía incomodarte —se rio el extraño—. Mi nombre es David. David Alamilla, y soy profesor de arte moderno y restaurador.
—Diriges la ceremonia.
El hombre terminó de entrar en la cámara, aunque no se acercó a Giulio. Se quedó de pie al lado de la tumba, como intuyendo que era más sensato y seguro para los dos mantener su distancia.
—Así es. De momento estamos en un breve descanso. ¿Cuál es tu nombre?
—Giulio. Personal del evento —dijo con desgano, señalando el la pequeña placa de plástico que colgaba de uno de los pliegues de su sudadera y que tenía un código, su nombre y su fotografía en ella.
Los ojos del hombre se iluminaron por un segundo, después le dirigió un rápido vistazo a la lápida central.
—Un nombre muy célebre por estos lados.
Giulio se encogió de hombros.
—Estoy pensando en cambiarlo.
No le había traído nada bueno aferrarse a ser alguien que para el resto del mundo no existía más.
—Sería una pena. El nombre es, en parte, el que nos brinda la fuerza de nuestra personalidad. Nos hace ser quienes somos desde que tenemos consciencia de él. Es lo que lo ha hecho de él una leyenda. —David señaló la lápida.
—Para lo que sirvió —masculló Giulio, mirando hacia su tumba con desdén.
El rostro del profesor se solemnizó cuando estiró una mano para acariciar el costado del lobo de mármol.
—El arte de Brelisa es fascinante, ¿no te parece? ¿Sabes su historia?
Giulio resopló, intentando no reírse. Rodeó por detrás de un par de columnas para acercarse a la placa por el costado opuesto al de David, posicionando detrás de él el acceso a la antesala como una medida de precaución.
—Creo que la conozco mejor que nadie.
—Entonces te gusta el arte.
—Sí.
David asintió, manteniendo la vista sobre la escultura.
—Aunque muchos lo debatan, me atrevo a poner a este joven artista en el nivel de los grandes maestros del Renacimiento. Su obra es simplemente exquisita. Morir a una edad tan temprana no hizo más que frenar el potencial que sin duda habría alcanzado de tener más décadas para desarrollar sus talentos.
—¿Lo debaten? —Giulio frunció el ceño, ignorando todo lo demás—. ¿Por qué?
—Muchos motivos en realidad. El principal de ellos es su técnica en la iluminación. En lo personal, creo que es perfecta para los ambientes tan sombríos que pintaba.
—¿Mi... su técnica de iluminación? —murmuró Giulio con incredulidad—. ¿Creen que es mala?
—Oh, no, todo lo contrario. La luz era su fuerte. ¿Has visto su cuadro de la niña que peina a la muñeca? El contraste que creó entre la atmósfera de la sombría habitación llena de juguetes y el vestido gruinda de la niña es magistral. Toda una base de estudio para artistas en formación.
—No se quedaba quieta —dijo Giulio sin pensarlo—. La niña —añadió cuando el hombre lo miró con curiosidad—. Se le pidió que posara de perfil, con el rostro hacia mí, pero no podía quedarse quieta. Tenía cinco o seis años. Era hija del Duque Lebenlew. Al final tomó una muñeca, su favorita, y comenzó a hablar con ella mientras la peinaba. Fue un cuadro mejor que una pose seca y distante. Quién diría que conservarían ese lienzo por tanto tiempo.
El silencio que siguió a sus palabras le dio tiempo para navegar entre sus recuerdos. Para él no eran sino memorias que había experimentado pocos meses o años atrás. Había visitado la casa de la niña en Francia, en un viaje largo que había hecho en compañía del Maestro Loresse. Los Duques de Lebenlew habían sido unos anfitriones formidables y Giulio había ofrecido retratar a la niña como agradecimiento de su buena cortesía. En menos de un par de días le habían facilitado todo el material requerido y él había regresado a Talis un par de semanas después, lleno de muy gratos recuerdos que había compartido con Lucilla mientras la veía abrir con premura la inmensa cantidad de obsequios que Giulio había comprado para ella.
—El nombre y la identidad de la niña son desconocidos —dijo David, sacándolo de su ensimismamiento. Su tono fue cuidadoso.
—Vania —dijo Giulio—. Vania Lebenlew.
—La Duquesa Vania Lebenlew —murmuró David. Frunció el ceño—. ¿Cómo lo sabes?
—¿Cómo no saberlo? Pasé tres meses en su casa. Muy agradables, por cierto, y... —Giulio calló lentamente, atenazado por la tensión de pronto respirable en el ambiente—. Lo leí en un li—... en internet —se corrigió, repitiendo lo que había escuchado decir muchas veces a Tomello y a Marice cuando explicaban algo y revelaban que su confiable fuente era el internet—. En ese lugar se pueden encontrar muchas cosas.
—Internet nunca es confiable a menos que la fuente sea una página oficial y certificada —dijo el profesor—. Hasta el momento se desconoce la identidad de la pequeña. No se dejó ningún dato que hablara de ella, y la poca información que pudo existir se perdió con el pasar de los siglos. Por un tiempo incluso se pensó que era uno más de los personajes que el artista solía imaginar y pintar.
—Bueno, tal vez podrían empezar a buscar por lo que digo. Quizás se sorprendan con este nuevo hallazgo —refunfuñó Giulio. Apoyó las manos sobre la tumba, impregnándose del frío de la piedra, sensación que en ese momento le pareció maravillosa. Estaba vivo, y lo que fuera que estuviera enterrado en ese lugar, si es que quedaba resto alguno o no, no era él—. Este lugar —dijo entonces—, ¿en verdad fue diseñado por Akantore? La cripta de la familia Brelisa está en Taras.
—Eso se dice. Se han encontrado cartas y pagarés firmados por él —dijo David, volviendo su mirada hacia él—. Al día siguiente de la muerte de Giulio su padre pasó la mañana con él, a solas en su habitación. Lo limpió, lo vistió, lo arregló y salió sin mencionar palabra alguna con rumbo hacia la ciudad de Artadis, donde buscó a los mejores escultores, arquitectos y obreros para iniciar la construcción de la cripta cuanto antes. Loresse, su Maestro, fue quien dirigió y llevó a cabo el proyecto. Akantore eligió la cima de esta colina porque era uno de los lugares favoritos de su hijo para dibujar y pintar.
—¿Cómo sabes todo eso? —preguntó Giulio con la voz contraída.
—Simoné, la hija que Laurelle llevaba aún en su vientre cuando Akantore se quitó la vida, lo dejó redactado en sus memorias. Su madre le transmitió la información. Y además de ella hubo otros que escribieron sobre el suceso y la serie de eventos que ocurrieron después. —Los ojos de David brillaron de con una emoción no compartida por Giulio—. Cuando el entonces pueblo de La Arboleda se enteró de la noticia se declaró oficialmente una semana de luto. La procesión que siguió al ataúd de Brelisa hacia la catedral del centro, donde se planeó que permaneciera hasta que su cripta en la colina fuera terminada, fue gigantesca. Se cuenta que las calles principales de La Arboleda se iluminaron con miles de velas sostenidas por la gente que flanqueó en silencio su recorrido. —David miró la escultura con embelesamiento—. Vasello Calama, otro pintor muy célebre que por entonces tenía siete años, hizo más tarde una serie de dibujos conmemorando el evento, y escribió en algunos de ellos sus impresiones personales.
—Y... —Giulio no pudo continuar tocando la lápida por más tiempo y se alejó como si la frialdad de la roca se hubiera transformado de pronto en un calor abrasador—. ¿No hay nada más? ¿Nada que hable del verdadero motivo de la... muerte de Giulio?
David volteó hacia él. La intriga pronunció las ligeras arrugas de su frente.
—Su muerte es una de las mayores controversias en torno a este artista, como lo expliqué hace un momento durante la ceremonia. La versión oficial es la más cuestionada pero también la que más se difunde: regresaba del pueblo hacia su casa, fue interceptado por ladrones y apuñalado cuando se negó a entregar sus pertenencias. —Palmeó la cripta en un gesto que Giulio casi pudo sentir en el hombro. Después suspiró—. También fue escrito en las memorias de su hermana Simoné y en las del propio Blessinio Loresse, maestro de Giulio.
Por supuesto. Demasiados percances y humillaciones habría sufrido Laurelle para esas alturas como para avivar los rumores del pueblo confesando que había sido Akantore el que había apuñalado quince veces a su propio hijo y por eso se había quitado la vida más tarde. El silencio de Simoné y su versión de los hechos dejaba claro que Laurelle se había llevado muchos secretos a la tumba.
Giulio sonrió sin ánimo alguno.
—Eso no explica cómo el lienzo que no alcanzó a ser terminado quedó lleno de sangre. De haber sido herido en la calle o de camino a su casa jamás habría salpicado el cuadro.
—Todo indica que estaba cerca de su casa cuando sucedió. Caminó los restantes kilómetros herido, llegó a su taller y murió.
—¡Vaya, si lo tienen todo pensado! —exclamó Giulio con amargura. Se rio un poco incluso, no supo si de nervios o para no sucumbir a la desesperación que siempre lo embargaba cuando el pasado venía a recordarle que no podía hacer nada para cambiarlo, o que jamás volvería a ver a quienes amaba—. Muy raro que los perros no hubieran atrapado antes a los bandidos. Nadie pisaba las tierras Brelisa sin ser avistado por ellos. Estaban muy bien entrenados para ahuyentar a cualquiera que no viviera en la casa y rondaban todo el bosque hasta donde abarcaban los límites de la propiedad.
—Hay otras teorías —dijo David tras una pequeña pausa que Giulio utilizó para sentarse en el piso, con la espalda apoyada contra una columna—. Se dice que el propio Akantore tuvo que ver en su muerte. La orden de levantar la cripta y gastar una gran fortuna en ello nació de la culpa y el remordimiento—. Señaló los alrededores con ambas manos—. Y su posterior suicidio podría reforzarlo.
—¿Quién lo dice...? No me digas, rumores —se mofó Giulio.
—Se acallaron de inmediato, pero hay registros de que en algún momento se creyó posible. —David alzó la barbilla en dirección a la tumba de Akantore—. Tras quinientos años de lo acontecido, y con una línea de vida muy corta, la mayoría de la historia referente a los últimos años del artista es incierta. Se han creado líneas cronológicas gracias a las fechas que él mismo anotaba en algunos de sus dibujos, pero no son suficientes para llenar los huecos. Hay muchas hojas arrancadas en sus cuadernos de bocetos, y se cree que también hay pinturas que fueron destruidas o que escondió tan bien que nadie jamás las ha encontrado. Que él mismo deshojara sus cuadernos dificulta un poco más las cosas.
Giulio parpadeó con interés, dejando de jugar con una ramita seca que encontró en el piso.
—¿Cómo saben que las escondió?
—Simoné escribió sobre la bóveda secreta que su padre utilizaba como almacén para los tesoros y los documentos importantes de su familia —explicó David—. Desafortunadamente su padre jamás le mencionó la ubicación exacta a su madre, y ante la crisis económica que Laurelle enfrentó poco después de que Simoné cumpliera cinco años, los acreedores las obligaron a abandonar la propiedad.
Por eso no existía ningún linaje Brelisa actual, ni sus cosas habían sido conservadas dentro de la familia para heredarse al paso de las generaciones. Con Giulio y Akantore muertos, todo había terminado.
Sin embargo, fue la mención del cuarto secreto lo que reavivó la llama de la esperanza en Giulio. Por supuesto que lo conocía, había estado ahí miles de veces desde que tenía memoria. Eran dos bóvedas en realidad, aunque solamente una era utilizada, además, como una oficina secreta por Akantore. Giulio había guardado unas cuantas cosas por ahí; cuadernos y pinturas viejas principalmente.
Entre los tesoros que su padre almacenaba, Giulio sabía que también había dinero. Mucho dinero. Y aunque las monedas del siglo dieciséis ya no tenían valor adquisitivo, sí lo tenían histórico. Giulio había mirado un par de programas en la televisión que hablaban sobre eso. Si algo no había cambiado con el paso de los siglos, era el gran valor que la gente le daba a las reliquias y al oro.
—¿Por qué no sepultaron a mi... a Akantore en la cripta familiar de los Brelisa? Él siempre habló de querer compartir lecho con su primera esposa cuando muriera.
—Fue decisión de Laurelle que lo sepultaran junto a su hijo —contestó David.
—¿Lo escribió Simoné?
—Sí. En las cartas que se rescataron de Akantore Brelisa, especificó con una crudeza desgarradora su última voluntad por que arrojaran sus restos al corral de los cerdos.
—¡Por supuesto que no harían algo así! Laurelle no hubiera sido capaz.
—Y no lo fue —dijo David con cautela al verlo tan escandalizado—. Es por eso que está sepultado aquí, junto a su hijo. La viuda lo creyó mejor al final.
Giulio asintió y volvió a apoyar la espalda contra la columna. Había tantas cosas que deseaba preguntar y de las que al mismo tiempo no quería obtener respuesta. Su padre había muerto tan sólo dos semanas después que él, tras dilapidar parte de su fortuna al cubrir por entero la construcción de la iglesia y la cripta, y ordenar que se oficiara una serie de misas para Giulio y por su propia alma.
Sus cuadros y sus dibujos eran lo único que quedaba de él. Imposible no sentirse halagado al ver el gran reconocimiento que tenían después de tantos años transcurridos, pero no era un sentimiento que lo hiciera sentir pleno, sólo confundido.
Apenas entendía el valor del dinero actual y sabía que había hecho cosas a las que en su momento no les había dado mucha importancia y en la actualidad costaban grandes cantidades de dinero.
Y nadie sabía que aquel que las había creado estaba de regreso.
No tenía nada para demostrar quién en verdad era y reclamar un poco de todo lo que mucha gente ajena a su persona se repartía a manos llenas. El único autoretrato que había pintado dos años antes de su muerte debía estar perdido si la gente al verlo a él ni siquiera lo asociaba lejanamente con Giulio Brelisa, ni mucho menos lo hubieran retratado con una aspecto complemente ajeno al verdadero.
Sacó el cuadernillo de ceremonia de la bolsa delantera de su sudadera para mirar con desdén el rostro de mejillas rollizas y rosadas que le regresaba una media sonrisa debajo de unos vivos ojos azules. Su padre los había tenido así. Él no. Akantore solía contarle que el color aceitunado de sus ojos era de Clara, el cabello castaño y rizado era de Masantore Brelisa, su abuelo, y de Akantore había heredado la altura y el porte de caballero.
—¿Te encuentras bien?
De nuevo esa pregunta. Quizás Giulio sólo la aborrecía porque no podía contestar con la verdad.
—Sí. Pensaba, es todo. La historia de los Brelisa es... estremecedora.
—Yo la llamaría más bien interesante —sonrió David—. Supongo que mientras no encontremos ningún testimonio oficial sobre lo ocurrido con Giulio Brelisa sólo especularemos y nos conformaremos con lo que Simoné escribió en sus memorias.
Giulio asintió. Aún era difícil para él asimilar que había sido su propio padre el que le había quitado la vida. Era mejor que lo creyeran un asalto y que el nombre de Akantore permaneciera impoluto.
Pese a todo lo que había conllevado su muerte, una parte de él creía que su padre ya había pagado suficiente por ello. No merecía continuar siendo castigado por algo en lo que Giulio se esforzaba diariamente en perdonarlo.
—Dime una cosa —dijo tras otra pausa en la que David se perdió admirando la lápida y él contempló la claraboya sobre sus cabezas—. ¿Dónde está la mayoría de su arte ahora?
—Repartido en distintos museos del mundo, claro. Algunas de sus más interesantes creaciones están aquí, en Talis, específicamente en Artadis —explicó el profesor—. Puedes ver algunas de sus pinturas en la Galería Bonse de Artadis y en el museo Prama de Palatsis. La más famosa es El Carruaje de las Ánimas.
Giulio sonrió. Le había tomado meses terminar ese lienzo. Era otra de las obras que en su momento había estado a punto de abandonar debido a que un pigmento específico y muy difícil de mezclar se había terminado y el tiempo que le hubiera tomado esperar por un nuevo cargamento hubiera sido demasiado. Su padre había sido quien lo había salvado, luego de regresar de uno de sus largos viajes con una caja de madera que uno de los sirvientes habían dejado en el taller de Giulio. En su interior había encontrado dos pomos llenos de una mezcla de pigmentos tan hermosos que le habían durado poco tiempo.
—¿Aún se venden?
—¿Los cuadros? —preguntó David a su vez. Giulio asintió—. Por supuesto. Muchos no se encuentran actualmente en venta, pero aquellos que de pronto entran en el mercado pueden ser comprados por sumas exorbitantes de dinero.
Vaya. Giulio sintió la boca seca.
—¿Cómo cuánto?
—Bueno, pues... veamos. —David se recargó en la lápida para meditar por un momento—. El Ángel que se Arranca las Alas fue comprada por doscientos sesenta millones de dólares el año pasado.
Millones, había dicho.
No hacía falta saber qué era un dólar para comprender que se trataba de muchísimo dinero.
—¿Cuánto es en... la moneda local, en talisas? —preguntó Giulio con los ojos muy abiertos.
—Ah, permíteme un momento —dijo David, extrayendo su celular del interior del bolsillo trasero de su pantalón. Para esas alturas Giulio estaba acostumbrado a ver que la mayoría de la gente recurría a esos artefactos para resolver prácticamente cada minúsculo aspecto de sus vidas—. Santo cielo, más de cuatro mil cuatrocientos millones de talisas.
Giulio se rio. Imposible no hacerlo.
—Y yo aquí, ganando doscientas monedas por día. —Se puso de pie y se sacudió el pantalón antes de quedarse quieto—. ¿Qué sucedería si... no sé, alguien de pronto apareciera con una o varias obras de Brelisa? ¿Podría ganar dinero por ellas?
—¿Obras originales? Es complicado —suspiró David—. Se debe explicar antes el origen de dichas obras. Me refiero a que en Talis las obras de Brelisa que no están adecuadamente registradas bajo propiedad de un dueño que las haya comprado o heredado, son consideradas propiedad del gobierno. De ser adquiridas de manera dudosa podrían ser requisadas y el poseedor sometido a investigación. Se dio el caso una vez en el que un conde de la región de Latza adquirió un Brelisa por una suma exorbitante y lo dañó intencionalmente durante una transmisión en vivo, su sentencia fue de cinco años de prisión con una fianza de cientos de miles de talisas.
—¿Propiedad del gobierno? ¿Cómo así? Giulio no trabajó tan arduamente en su carrera para que el gobierno se apoderara de sus obras en el futuro. Ni siquiera la iglesia pudo lograr que pintara exclusivamente para ellos.
—Oh, esa es una parte muy interesante de su historia...
—En realidad no —refunfuñó Giulio. Caminó alrededor de la lápida, intentando poner en orden sus ideas—. El arzobispo Vichesto hacía visitas a la Arboleda cada pocos meses con la intención de convencerm—... al pintor de mudarse a Artadis de manera permanente. Le ofreció una casa, servicio y un taller propios con la posibilidad de aceptar alumnos a futuro. El problema era que Vichesto supervisaría personalmente todo lo que ahí se produciría, además de que tenía inclinaciones bastante... cuestionables hacia otros varones —masculló, deteniéndose frente a la tumba de su padre—. Una vez quemó uno de mis cuadros. Lo compró por treinta ducados, lo llevó a la plaza central de la villa, ordenó que lo rociaran con aceite y le prendió fuego frente a una congregación.
La nueva pausa que siguió a sus palabras lo habría hecho callar en otro momento, no tanto por lo que pudieran pensar de él, sino por la revelación tan seria que acababa de hacer sobre un miembro de la iglesia. Difamar a un sacerdote, así fuera real lo que se dijera de él, podía convertirse en una sentencia de muerte inmediata. Vichesto había sido alguien influyente, pero no vivía más. Además, Giulio había escuchado de fuentes fidedignas que los rumores que los implicaban a él y a Laurelle teniendo una relación adultera habían comenzado de boca de ese maldito depravado.
—Jean fue quien me avisó. Yo estaba en mi casa, descansando. Ese día saldría a cabalgar con mi padre, y en su lugar subí a toda prisa hacia la plaza. —Delineó con las yemas de los dedos las tajantes palabras inscritas en la lápida de Akantore—. Llegué justo en el momento en el que Vichesto arrojó la antorcha. Recuerdo cómo me miró. Había tal maldad en sus ojos que más que enfurecer por lo que estaba mirando, me aterroricé. Tener por enemiga a la iglesia es condenarte a muerte. Pueden destruirte sin darte un solo latigazo ni ponerte una mano encima.
—Las cosas ya no son así.
—Creo que la culpa es suya —continuó Giulio sin escucharlo—. Los rumores que nos implicaban a Laurelle y a mí comenzaron poco tiempo después de la visita de Vichesto a mi casa y de la discusión que sostuvimos en la plaza central del pueblo, luego de que rechacé su oferta de acompañarlo a la ciudad a vivir cerca de él, o con él, que para el caso hubiera sido lo mismo. —Bajó la mano y suspiró profundamente—. No lo esperábamos ese día. Revisó mi taller de arriba abajo, sin darme tiempo de ocultar nada, y compró la pintura que llevaba meses oculta en un rincón.
—¿Cuál era esa obra? —preguntó una voz muy quieta al fondo.
—Era sólo un cisne nadando en un lago al atardecer. El efecto del cielo tornó de rojo las aguas —respondió Giulio apenas dándole importancia—. La dejé de lado porque no supe qué más añadirle. Tenía muchas ideas para terminarla, pero ninguna me convencía. Pasó el tiempo y fui perdiendo interés en ella hasta que la dejé por ahí. Luego él la encontró, la compró y la quemó. Dijo que en Talis, ni en el mundo de los hombres guiado por la mano de Dios, había espacio para la herejía —resopló, sonriendo—. Supongo que el diablo se manifestó en ese cisne, de lo contrario no me explico dónde es que pudo verlo, o por qué escogió ese lienzo en particular cuando pudo elegir otros más... cuestionables que había por ahí.
Fue la nueva pausa lo que le hizo caer en cuenta que había hablado con imprudencia. Se volvió hacia David para constatar lo que imaginaba que encontraría en su rostro; perturbación, confusión y un breve asomo del mismo miedo que Giulio habría sentido si en el pasado alguien se hubiera presentado en la cripta de un muerto y hubiera comenzado a hablar como si fuera él. A diferencia de las burlas y acusaciones que Marice o Tom solían lanzar en su contra cuando lo escuchaban hablar de esa forma, David se mantuvo en un pesado silencio que puso a Giulio a jugar distraídamente con sus manos.
—Debo irme.
—No, no, espera. —David dio un paso hacia él y se detuvo cuando Giulio retrocedió. Ahí, frente a frente, lo repasó de pies a cabeza, como si intentara encontrar algo que en un inicio hubiera escapado a su escrutinio—. ¿Cómo es que...? ¿Quién eres?
—Nadie. Nada —borbotó Giulio—. Sólo alguien a quien le gusta mucho la historia.
—Lo de Vichesto visitando La Arboleda meses antes de la muerte de Giulio Brelisa es brevemente mencionado en otros registros de la historia ajenos al pintor, pero no han sido familiarizados oficialmente pese a que ha llegado a contemplarse. Y los rumores de los que hablas...
—Son mentira —espetó Giulio bajo el marco de la entrada—. Es mejor que sigan creyendo todo lo que han descubierto hasta ahora. Hay verdades que son tan amargas y oscuras que es mejor mantenerlas ocultas.
—No, no te vayas.
David intentó alcanzarlo cuando lo miró encaminarse rápidamente hacia la salida. Giulio cruzó la antesala con zancadas rápidas y largas y subió la escalera de a dos peldaños a la vez, escuchando de soslayo el eco de la voz del hombre repitiendo su nombre. No fue hasta que llegó arriba y abrió la puerta que el soplo de aire que le revolvió la ropa y el cabello lo ayudó a controlar el pánico que le impedía respirar.
—Eres un estúpido. Tienes que ser más cuidadoso —se recriminó entre dientes, cerrando detrás de sí la puerta cuando echó a andar con paso apresurado hacia la pequeña escalinata que elevaba la entrada de la cripta.
Afortunadamente nadie lo siguió, y cuando regresó a la fiesta sólo unos pocos habían notado su ausencia.
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