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10 Lienzos


—¿Cómo te sientes, querido? —preguntó Fátima por tercera ocasión, de pie al lado de la roca cubierta de musgo donde Giulio había sido retirado para tomar asiento.

Tom había sido quien lo había arrastrado fuera de la carpa no bien Giulio había vertido el contenido de su estómago a sus pies y la gente del rededor había comenzado a chillar de asco. Un espectáculo por de más lamentable que otros habían tenido que quedarse a limpiar en su nombre. No quería imaginar lo que estarían pensando de él en ese momento, las nuevas habladurías que se desatarían para volver a atormentarlo. ¿Qué sucedería después? ¿Qué tomarían de él ahora?

Su vida era lo único que conservaba en ese mundo donde incluso el nombre le había sido arrebatado.

Era lo único que le quedaba en ese mundo donde incluso el nombre le había sido arrebatado.

—Estoy mejor, gracias —dijo, dando otro sorbo al refresco transparente que Fátima había mandado a conseguir para él y que en un inicio, debido a la extraña cantidad de espuma y gas que contenía, lo había hecho ahogarse y toser sin control—. No sé qué sucedió —añadió al saber que había más preguntas implícitas detrás de las pausas que intercalaban ella y Tom al hablar—. Debió ser porque no dormí muy bien anoche.

Era en parte verdad. Saber que se acercaba al día en el que su existencia había terminado lo había tenido en vela toda la noche. Ni siquiera el sonido bajo de la televisión y sus destellos alumbrando el amplio de la pequeña habitación le habían permitido conciliar el sueño. Cerraba los ojos y veía imágenes, escuchaba voces, risas, el ladrido de los perros y el sollozo entrecortado, eterno, de su padre suplicando por que viviera. Cuando había llegado la hora de levantarse, lo había hecho con pesadez, pero agradecido de no tener que aguardar más en la quietud sofocante de su cama.

—Debe ser por la presión de tenerlo todo listo antes de la ceremonia —concedió Fátima—. Es mi culpa. No debí permitir que los tuvieran tantas horas aquí arriba y con una paga tan mínima.

—No, no digas eso. Pude haberme negado o dejar de venir cuando yo quisiera —dijo Giulio, mirando de reojo en dirección hacia la tarima, protegida por cuatro hombres que seguían armados a pesar de que se habían desecho de sus rifles. Giulio sabía que en las fundas de sus cintos guardaban más armas. «Pistolas», se llamaban—. En verdad ya me siento mejor.

—¿Estás seguro? Sigues muy pálido.

—Él es así —intercedió Tom a su favor, recargado en una parte sólida de la verja cubierta de enredadera que marcaba el perímetro del cementerio—. Tiene razón en lo que dice, anoche lo escuché moverse de un lado a otro dentro de su cuarto. ¿Qué mierda estabas haciendo?, ¿limpiando a las malditas dos de la madrugada?

—Acerqué mi cama a la ventana para tener un poco más de aire —murmuró Giulio.

—Debiste bajar a pedir algo que te ayudara a descansar —dijo Fátima—. El señor Erastos duerme en la habitación contigua a la enfermería y no se habría molestado en darte un ansiolítico.

—¿Ansiolíticos? —preguntó Tomello con interés.

—Naturales —repuso Fátima enseguida.

Giulio sonrió.

—Lo haré la próxima vez.

La amable mujer lo miró con cara de consecuencias antes de anunciar que debía retirarse porque era requerida en otro lugar. Ambos la miraron caminar de regreso hacia las carpas, donde los invitados estaban ya aglomerándose en busca de sus lugares asignados. Todas las sillas tenían papeles en sus respaldos con números dorados. Se habían vendido alrededor de cinco mil entradas, aunque no todos tendrían un asiento bajo las carpas para protegerse del sol ni formarían parte de las excursiones que después del atardecer se harían hacia la cripta de Giulio.

Era morboso y aún no entendía cómo es que algo así podía despertar la curiosidad de la gente, pero se sentía ya demasiado cansado como para continuar dándole importancia. Negar que el alboroto en torno a su nombre lo halaga e incluso conmovía hubiera sido una mentira. A casi todo artista le gustaba la atención, sobre todo la admiración. El problema yacía en que recibir un homenaje póstumo normalmente implicaba que aquel que era celebrado estaba muerto y no escuchaba ni miraba a la gente hablar de su persona sin tomar en cuenta su presencia.

Imaginar el escándalo que se desataría si tan sólo se abría camino hacia la tarima para tomar el micrófono y exclamar quién en verdad era casi lo hizo reír. No le parecía que en esa época la gente se asustara tan fácil como en el pasado, pero no quería ponerlo a prueba. Ya sabía cómo se sentía morir por quince puñaladas, no quería averiguar cómo se sentiría hacerlo por una lluvia de disparos.

Respiró profundamente, agradeciendo cuando Tomello decidió dejarlo solo para regresar a ayudar con los últimos detalles de la decoración, y aseguró nuevamente que se encontraba bien cuando un par de compañeros más se acercaron a preguntar cómo se sentía. Era lo mismo agradable que desconcertante lo atenta que podía ser la gente de ese tiempo. En el pasado se habrían mantenido alejados de él, temerosos de contraer cualquiera que fuera el mal que lo aquejaba.

Miró hacia la tarima y suspiró. Tenía que terminar el lienzo que había dejado inconcluso en su anterior vida, el problema era que recuperarlo era un asunto simplemente imposible. Aceptar, sin embargo, que sus pertenencias, las propiedades de su padre y la fortuna que hubiera podido heredar, además de aquella que él mismo había amasado con su carrera, eran ahora propiedad de otras personas, no había sido tan difícil como día tras día asimilar la ausencia de las personas que amaba, o que una de ellas había sido el causante de todo su sufrimiento y su muerte misma.

Arrojó la lata de refresco a medio terminar al bote de basura que tenía cercano al tiempo que se puso de pie, se aliñó un poco y regresó al trabajo. Esperaba que al menos el espectáculo en su honor fuera bueno.

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No lo fue. No al menos para él, que tenía que trabajar para que otros disfrutaran en su nombre.

El mediodía llegó pronto  y la cima de la colina se transformó en una marea embravecida de gente. Muchos vehículos largos, de esos donde se transportaba a muchos pasajeros al mismo tiempo y que Giulio reconocía como guías de turistas porque pasaban con frecuencia por la calle del refugio, ocupaban la mayor parte del sitio de estacionamiento. La entrada había sido cercada por una larga verja de metal tejido que impedía que los asistentes entraran sin ser antes revisados minuciosamente, y a cualquiera que se le avistara introduciendo alimentos o bebidas se les detenía para requisarlos. La única comida, bebida y embriagantes que podían consumirse debían comprarse adentro.

Giulio se quedó en la entrada la mayor parte del tiempo, entregando pequeños recuerdos a todo el que lograba pasar los filtros y se encaminaba hacia la zona de las carpas y el patio. Sentía la mente entumecida y las manos heladas. Se movía por deber, mas sus pensamientos estaban todos centrados en la lejana silueta de la tarima, medio oculta por los techos de tela blanca de las carpas, y los dos lienzos que ya tenían una enorme audiencia arremolinada debajo de ellos.

¿Qué dirían si supieran que aquel joven con aire cansado que los saludaba mecánicamente en la entrada era el mismo que había pintado esos lienzos y al cual pretendían celebrar?

El maestro de ceremonia no paraba de hablar en el micrófono. Su voz era tranquila pero fastidiosa para Giulio. Le pedía a la gente que pasara a sentarse y hojeara los temarios. El evento terminaría hasta la madrugada del día siguiente, lo que para el grupo de asistencia al que Giulio pertenecía no sería tan malo considerando que recibirían salario triplicado.

Dando apertura a la ceremonia, el maestro al micrófono comenzó con una breve introducción sobre la vida de Giulio Brelisa que hizo al presente e ignorado pintor bufar con sorna.

Mientras escuchaba lo que acontecía en la tarima, le pidieron que fuera al otro lado del patio, hacia las carpas donde servían la confitería en charolas que él y sus compañeros debían repartir sobre las mesas. Eso, después de que al ponerlo a filmar el evento con ayuda de un dron, se hubieran arrepentido enormemente tan pronto Giulio había tomado el extraño mando remoto y había hecho que el trasto se hundiera en una fuente, despachando a la basura decenas de miles de talisas.

Mientras Giulio servía las bebidas y los dulces a personas que podían agradecerle tanto como despreciarlo en un instante, el maestro de ceremonia comenzó a contar una anécdota sobre su infancia, específicamente cuando tenía seis años. Había sucedido en 1501, durante una visita rápida a Florencia, donde el gran Bounarroti había estado trabajando sobre un gigantesco bloque de mármol que más tarde habría de convertirse en una majestuosa obra nunca antes vista y por siempre aclamada.

Giulio no necesitaba escuchar el relato para recordar el evento. Lo tenía fresco en la memoria pese a que habían pasado casi veinte años de eso.

Había ido de la mano con Akantore, que siempre había manifestado una paciencia infinita para contestar a todas sus preguntas, que podían ser interminables cuando una mente tan creativa como la suya se encontraba de pronto en una ciudad que por sí misma, como Artadis, podía pasar por una obra de arte. El bloque de mármol había estado en el centro de un laberinto de andamios, en plena Plaza de la Señoría, de frente al palacio Vecchio. La gente de Bounarroti moviéndose de un lado a otro bajo sus estrictas indicaciones, el día soleado y chispeando como pequeñas perlas de lluvia dorada cuando el maestro golpeaba el cincel con el martillo. La gente hablaba en una sonata interminable de vida y actividad, los vendedores gritaban sus ofertas; perros ladrando, gatos maullando, aves levantando el vuelo.

Embelesado por lo que veía y escuchaba, Giulio se había soltado de la mano de su padre para sacar su cuaderno y un trozo de carbón de su bolso, y corrió hacia el borde de una fuente para sentarse. Sin decir nada, Akantore se había sentado a su lado y lo había dejado dibujar por casi dos horas, repartido entre observar a Giulio trabajando a su lado y al Maestro Bounarroti golpeando con fuerza el mármol.

Cuando Giulio había terminado, había puesto sobre la mano de Akantore un retrato firme del escenario que se desarrollaba frente a ellos. No recordaba los detalles con precisión, sólo sabía que había hecho su mejor esfuerzo por capturar todo lo que veía, y aun a su corta edad sabía que había hecho un trabajo estupendo. Akantore lo había acompañado a entregar el dibujo al ilustre florentino, que había descendido de las alturas para recibirlo maravillado y augurar un futuro brillante para Giulio.

Esa noche habían cenado junto a su grandiosa compañía, y al día siguiente habían emprendido el viaje de regreso a Artadis, donde Giulio había retomado sus clases con el Gran Loresse.

Según anunció el Maestro de ceremonias, sacándolo de sus recuerdos, el dibujo aún existía. Había sido encontrado entre los documentos y los cuadernos que Bounarroti había dejado atrás al morir, y estaba en exhibición en la Galería Uffizi. Tal vez el propio maestro Michelangelo había contado la historia, o alguien más lo había datado para la posteridad. Aunque para Giulio actualmente no significaba ninguna diferencia.

Regresó a su trabajo como servidumbre tan pronto Marice se acercó a pedirle ayuda para trasladar un barril de cerveza de una carpa a otra, intentando dejar de lado la voz del maestro de ceremonia, que hablaba de la vida del ilustre pintor como si contara anécdotas propias.

No pasó mucho tiempo para que la gente comenzara a entumecerse con la cerveza, por lo que los pedidos de golosinas y de comida en general empezaron a escasear y Giulio fue enviado a la parte trasera de la tarima para asistir con el manejo de las luces y de las máquinas que proyectaban imágenes de sus pinturas sobre telas blancas que habían sido repartidas a lo largo del patio y de la zona de carpas. Pero tampoco le dejaron hacer mucho ahí, desconfiados de su nula destreza para manejar la tecnología, y se limitó a observar a Marice y a Tomello manipular un dispositivo en forma de cuaderno que también emitía luz. La diferencia de ese aparato con los celulares, era que su base inferior estaba llena de botones con letras, símbolos y flechas. Computadora portátil, le llamaban. Laptop, había mordido Marice la palabra una y otra vez. Otra cosa con un alto riesgo de ser descompuesta si caía en manos de Giulio.

Decidió, entonces, no tocar nada y sólo observar cómo los dedos de Tomello volaban sobre el teclado de la laptop como si tocara el clavicémbalo. Escuchó también, con atención dispersa, al maestro de ceremonia puntuar datos y fechas importantes de su vida, incluidos muchos de los vergonzosos accidentes que había sufrido desde niño hasta su adultez y que siempre tenían un testigo distinto que había aportado la historia para la creación de su primera biografía, escrita por Giorgio Vasari, alguien a quien Giulio no había tenido la oportunidad de conocer. Afortunadamente, el maestro de ceremonia decidió que prolongar el escarnio a costa de la memoria de Giulio no era la esencia del evento y no se explayó más allá de unos cuantos relatos sobre cómo Giulio se había liado a golpes por malentendidos o desavenencias con otros artistas y bravucones que se habían cruzado en su camino. 

El problema llegó cuando Giulio escuchó sobre el falso romance que ahora lo acusaban de haber sostenido con Jean, su mejor amigo.

Exclamó una maldición que tomó por sorpresa a Marice y a Tomello.

Aparentemente en ese siglo la amistad entre dos personas implicaba automáticamente que existía un atracción sentimental, lo que no podía estar más lejos de la realidad en su caso. Jean cedric había sido su amigo desde la infancia. Habían crecido y jugado juntos desde que se habían conocido en el salón de reuniones de caballeros donde asistían sus padres, y cuando habían alcanzado la madurez, Jean había contraído matrimonio con una acaudalada mujer un par de años mayor que él mientras Giulio lloraba en silencio el matrimonio de Lucilla con otro hombre, y desfogaba sus penas con toda mujer que al conocer su nombre y su carrera no había dudado en meterse en su cama.

No importaba cuántas veces Giulio había salido de La Arboleda, siempre había tenido en Jean un amigo con quien contar cuando regresaba. Había sido con él con quien, embotado por el vino, había descargado vergonzosos accesos de llanto al ver su amor por Lucilla frustrado, y también con quien había cantado de felicidad cuando la había visto regresar a casa de sus padres dos años después de su matrimonio, viuda y libre de toda atadura. Desde entonces y hasta su muerte, Giulio había pasado gran parte de su vida con los dos, amándolos de distintas maneras. A ella como a la otra mitad de su corazón, a Jean como el hermano que jamás había tenido.

—Amantes... ¿Eran amantes sólo porque eran buenos amigos? —refunfuñó en voz alta, pateando una lata de refresco descartada sobre el pasto.

—Era muy común en esa época, creo —dijo Marice, encogiéndose de hombros—. Hombres pintaban hombres desnudos todo el tiempo. Pintaban más hombres en pelotas que a mujeres y dicen que terminando de pintar tenían tremendas orgías entre todos.

—Maricas —espetó Tomello.

—¡Calumnias! —Giulio alzó los brazos con exaspero—. ¿Es que no saben hacer otra cosa en este maldito pueblo que calumniar al prójimo?

Marice lo miró con aburrimiento.

—En esa época no existía el internet, para dibujar personas debían invitarlas a sus talleres y pedirles que se desnudaran. Curioso que sólo fueran hombres. —Cambió el lienzo que se proyectaba en la manta central que el maestro de ceremonias utilizaba con referente a sus explicaciones.

La mítica Medusa, con su rostro de ángel y la frívola expresión de la tristeza convertida en odio, apareció adornada con flores enredadas entre las serpientes de su cabeza mientras acariciaba el cuerpo inerte de una joven que sostenía entre sus brazos, ambas recostadas sobre una pila de delgados y jóvenes cuerpos convertidos en piedra.

Giulio lo había pintado después de leer la historia junto a Lucilla.

—Era más sencillo que un hombre accediera a ser retratado desnudo a que lo hiciera una mujer. Y la sodomía no era algo común. Por el contrario, era gravemente castigada. Conocí el caso de un Duque que perdió su título después de ser encontrado sosteniendo intimidad con uno de sus sirvientes varones. El sirviente fue castrado, tomado por esclavo para hacer labores pesadas en la plaza central de Artadis, y el Duque fue colgado —puntuó, sintiendo la sangre hervir cuando atisbó las sonrisas burlescas de Tom y de Marice—. ¿Aquí sí es algo común?

—¿Por qué? ¿Te interesa? —lo molestó Tom.

—¡No! Pero hablan de ello como si fuera algo muy normal.

—Es normal. La gente de hoy en día hace con su culo lo que quiere —dijo Marice, cambiando nuevamente de escena en la proyección.

—¿Culo?

La respuesta que le dieron se perdió bajo el murmullo general de asombro cuando quien hablaba sobre la tarima comenzó a explicar la técnica utilizada por Giulio al momento de dar luz a sus obras. No poca gente tomaba nota sobre los mismos cuadernillos con la falsa imagen en la portada que habían sido repartidos. La mayoría sólo se dedicaba a escuchar y observar, con sus dispositivos de comunicación en alto apuntando hacia la tarima. Después comprendería que estaban grabándolo todo.

Cuando inició la sesión de preguntas sobre la primera sección de la exposición, Giulio se encontraba levantando la basura que se acumulaba rápidamente sobre las jardineras. Le parecía increíble el poco respeto que la gente podía tener por otros. Había botes de basura acomodados cada pocos metros y a pesar de ello la cantidad de latas, platos, envoltorios y cubiertos de plástico con los que tropezaba en su aseo era exorbitante. Nadie creería que al otro lado de la reja cubierta de hierba que adornaba el costado del patio yacía un extenso cementerio.

Giulio contestaba entre dientes cuando el eco de las preguntas rebotaba a lo largo del patio. Si bien no todo lo que el maestro de ceremonia contestaba era desacertado, a Giulio le habría encantado poder hablar por sí mismo. Era lo mismo que un fantasma penando sobre la colina, demasiado visible para cumplir con las labores de un sirviente, pero invisible en su totalidad para levantar la voz y anunciar su identidad.

El peor momento del día llegó con la introducción del lienzo incompleto. Congeló a Giulio en su lugar, a punto de verter una bolsa llena hasta el tope de basura en un contenedor.

Las versiones sobre el motivo de su muerte eran variadas, lo había escuchado y visto en los diversos documentales de la televisión, pero todas apuntaban a que había sido asaltado en medio de la noche; quizás por una pelea que había tenido en el pueblo, dada su fama de ser poco tolerante a las burlas, o camino a su casa, por ladrones que estaban esperándolo, ocultos entre los árboles, al saber que siempre cargaba dinero consigo.

Después de lo ocurrido, herido de muerte y con las horas contadas, había logrado recorrer el tramo entre el pueblo y la casona de su padre con nada más que sus manos evitando que su sangre terminara de vaciarse. Había llegado directo a su taller, dijo el maestro de ceremonias, donde su fuerza había terminado de desfallecer cuando había tropezado con la pintura en la que había estado trabajando hasta ese momento.

Especulaban que había sido una muerte rápida pese al calvario que había sufrido en su marcha, o la romantizaban insinuando que en su lecho de muerte había tenido la fuerza y la consciencia para despedirse de sus seres queridos. ¿Qué dirían, se preguntaba Giulio, si supieran la verdad? Le tendrían lástima o se horrorizarían. Él mismo no definía con precisión lo que sentía con respecto a su propio final. Rabia, odio, dolor, frustración... incredulidad. Akantore le había demostrado un gran amor y apego durante toda su vida. Era simplemente imposible que aquel hombre que había entrado esa noche en su taller con la única idea en mente de lastimarlo fuera el mismo que jamás perdía la oportunidad de abrazarlo y buscar su compañía cuando ambos coincidían en casa al regresar de sus viajes.

Por fortuna, la versión oficial excluía a su padre por completo, aunque algunas sospechas se habían levantado en su contra con el paso del tiempo. Se preguntó cuánto le había costado a Laurelle ocultar la verdad, algo por lo que no la culpaba en lo absoluto. Después de que Akantore se había quitado la vida, la había dejado sola en un infierno de hienas que muy seguramente no habían perdido la oportunidad de lanzarse sobre su cuello en aras de arrebatarle los tesoros de la familia.

Las riquezas y obras de los Brelisa se habían perdido y diseminado con el tiempo, después de que Laurelle lo perdiera todo con el paso de los años y su hijo, medio hermano de Giulio, hubiera tenido la desgracia de nacer mujer en un mundo donde solamente un hijo varón hubiera podido mantener a flote lo que Akantore y su padre habían construido en décadas.

Así había terminado todo para un Linaje que se había proyectado hacia un futuro brillante.

El expositor dijo un par de cosas más a las que él ya no prestó atención, ni siquiera cuando comenzaron a hablar de las obras que no habían sido encontradas aún, perdidas con el paso de los años y de las guerras. Giulio levantó la cabeza ante eso último, recordando un par de lugares donde podía encontrar algunas cosas si el tiempo no había revelado su ubicación para los historiadores y cazadores de tesoros.

El tiempo pasó sin relevancia después de que el expositor se adentrara a explicar las pinturas y los dibujos menos destacados de Giulio y que, sin embargo, eran también fuente constante de inspiración y estudio. A Giulio le habría encantado recuperarlos y esconderlos nuevamente, pero sospechaba que aunque lo hiciera las imágenes permanecerían en el mundo gracias a eso que llamaban «internet».

Cuando llegó el momento del descanso, anunciado por el maestro de ceremonia, Giulio se retiró al fondo del patio, lejos de la gente, de las órdenes de los organizadores para comenzar a servir la comida y de los murmullos apabullantes de la asistencia. Sentía las entrañas apretujadas y un ardor molesto en las cicatrices que le abarcaban desde el pecho hasta el vientre.

Llegó a las puertas frontales del cementerio, donde el número de gente disminuía significativamente y la cantidad de macetas de barro, árboles y hierbajos aumentaba. Era la primera vez que se acercaba tanto, guiado más por una necesidad de alejarse del ruido que de curiosidad hacia lo que pudiera encontrar ahí dentro.

Un largo pasillo flanqueado por tumbas y hermosas construcciones de mármol y piedra con un estilo gótico tardío se perdía en una profundidad que se difuminaba con el color verdoso y gris del musgo y el día. Una hilera de ángeles con expresiones severas y con faroles vacíos en las manos flanqueaba el camino. Otros más, también tallados en piedra y con rostros más piadosos y las alas en diversas posiciones, se hallaban esparcidos entre las tumbas, desgastados por el paso del tiempo, cubiertos de barro y hierba, o, en casos más tristes, mutilados por el impiadoso paso del tiempo.

Música comenzó a sonar en los altavoces. Instrumentos que Giulio aún desconocía pero que en cuanto los había escuchado por vez primera había caído rendido ante su encanto. Música clásica, le llamaban.

La ceremonia tomaría una pausa antes de continuar desmenuzando la vida de Giulio.

El rumor de las voces y las risas lo hizo alejarse un poco más. Por primera vez desde que había pisado la cima de la colina en esa nueva vida, entró en el cementerio. Movió la verja central un poco para deslizarse en su interior, ignorando el letrero recién instalado que prohibía el paso. No le importaba. Podría decirse que ahí dentro había algo que le pertenecía, y que quizás era lo único en todo el mundo que era suyo.

Caminó por el sendero de piedra y ladrillo, empequeñecido bajo el escrutinio de las esculturas que lo veían con ojos suplicantes o rostros severos, y ante la poderosa presencia de los símbolos religiosos que adornaban las bases de las tumbas. Leyó algunos epitafios en el camino. Todas las fechas databan de siglos pasados. Marice había dicho que el cementerio estaba lleno y la gente era ahora enterrada en otro camposanto ubicado en una de las laderas de la colina. Solo aquellos que tenían criptas familiares podía continuar sepultando a sus seres queridos en el Farol del Ángel.

Una corriente de aire sacudió las copas de los árboles y un escalofrío lo recorrió de pies a cabeza. Muchas lápidas parecían a punto del colapso, devoradas por el musgo y la decadencia. Las letras eran apenas visibles y los acabados, aunque visibles tal vez por el mantenimiento, necesitaban restauración. La piedra de muchas lápidas, columnas y criptas estaba agrietada, el mármol se había oscurecido y la madera a la vista había sido derruida por la polilla. Incluso los árboles parecían tristes, doblados en distintos ángulos hasta que las ramas más largas rasguñaban el piso con sus hojas resecas. Había flores silvestres en algunas zonas, brotaban de los arbustos más reacios a marchitarse con la entrada del frío. Sólo el piso de piedra impedía que la humedad de la tierra atascara el suelo.

Pronto llegó a una pequeña glorieta donde se alzaba la escultura de un santo que veía hacia el cielo con los brazos abiertos y los ojos en llanto. Giulio jamás había escuchado de él, aunque la escultura le encantó por su gran cantidad de acabados y detalles. Estaba apostado sobre una pequeña tarima de piedra rodeada por un cancel que había sido recientemente restaurado, con flores de colores vibrantes plantadas en decenas de maceteros, y un séquito de animales aglomerados en torno a su túnica, cada uno tan real en sus formas que podría cobrar vida en cualquier momento.

A partir de esa intersección el camino se dividía en ocho direcciones. La música y las voces de los asistentes a la ceremonia era ya un rumor lejano, incapaz de perturbar la sombría tranquilidad que flotaba entre las tumbas, como si cada uno de sus ocupantes hubiera salido a recibir a quien no distinguían como uno de los suyos, pero tampoco uno de los otros, los vivos.

La respiración de Giulio se tornó pesada. Sabía lo que estaba buscando aunque intentaba no darle forma a sus pensamientos.

La silueta oscurecida de la iglesia al fondo, sobresaliendo de entre las copas de los árboles y los techos altos de las criptas, le dijo hacia dónde debía ir.

Pero no fue la hermosa casa de Dios la que lo incitó a moverse después de que su cuerpo se congelara en medio del camino y sus ojos muy abiertos miraran con impresión a la lejanía. Fue el cabello de seda y el cuerpo pálido como el papel deslizándose entre los árboles y las lápidas inclinadas que apareció como una visión. Descalza, cada paso incapaz de rozar el suelo, medio rostro inclinado hacia Giulio, sin facciones distinguibles, con dos grandes ojos negros que lo invitaron a seguirla antes de perderse detrás de un bloque de mármol con la figura de un niño que jugaba tallada en su superficie.

Y Giulio lo hizo. Fue detrás de «Ella», ignorando a partir de ese momento las centenares de esculturas y lápidas que lo rodeaban. Caminó de prisa, con el corazón dando tumbos dentro de su pecho y los sentidos concentrados en la dirección en la que el hermoso y escalofriante hálito había desaparecido. Construcciones largas y profundas comenzaron a aparecer en la periferia de su mirada, todas con portones de madera o de metal sellados por cadenas y candados, con enormes siluetas angelicales o animales de caza custodiando las entradas. La iglesia lucía cada vez más grande, más detallada, erigiéndose más allá de los límites del cementerio. La campana de oro brillaba, reflejando los rayos del sol con una espada de luz que borroneaba la visión.

Caminó por tanto tiempo que creyó que le daría la vuelta entera a la colina, hasta que el manto traslúcido que se deshacía y reconstruía como una suave telaraña en torno al desnudo cuerpo de «Ella» apareció de nuevo ante él, dándole la espalda, al final de un corto corredor en forma de Y en cuyo centro se erigía la escalinata de una cripta. El manto danzaba con suaves ondas que también empujaban su largo pelo. Ante los ojos atónitos de Giulio, los dos portentosos ángeles que reposaban a los costados de los peldaños de mármol levantaron sus rostros llorosos en una súplica silenciosa que «Ella» ignoró cuando una de sus pálidas manos se meció en el aire, ordenándoles volver a su miseria. El de la izquierda bajó la cabeza; una espada a sus pies anunciaba su derrota. El otro se cubrió los ojos con una mano mientras con la otra resumió sus caricias sobre la cabeza de un lobo.

La dama giró el rostro hacia atrás, lo suficiente para que la seda negra de su cabello, que absorbía la luz para transformarla en oscuridad, le diera espacio a un brillante ojo negro que traspasó directamente hacia el alma de Giulio. Después se desvaneció, empujada por un suspiro que elevó una ráfaga de aire lo suficientemente fuerte para barrer con las hojas secas del suelo y elevar el susurro de mil voces plañendo en torno a la cruz que coronaba el techo alto de la cripta.

¿Con qué clase de criatura había pactado?

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