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Capitulo 10: "El eco entre las runas"

En distintas partes del mundo, se transmitió el mensaje. Las hojas temblaron, los troncos crujieron, y un mismo escalofrío recorrió los cuerpos de aquellos que compartían un vínculo ancestral. Los Arv, dispersos en su misión, sintieron la vibración en la tierra, una conexión profunda que los ató de inmediato a la misma advertencia. Nunca antes habían sentido algo tan poderoso, tan ineludible. El viento, cargado de esa urgencia inaudita, parecía susurrar sus nombres, y ninguno pudo ignorar la llamada.

Al pie del majestuoso roble sagrado de Telemark, Ylva se inclinó para estudiarlo mejor. El tronco vibraba, como si la savia misma tratara de comunicar un antiguo mensaje. Cerró los ojos y susurró un conjuro, esperando que la tierra le hablara más claro. Pero las runas en su piel comenzaron a brillar antes de que pudiera recibir respuesta. "Reissende", murmuró al darse cuenta de quién estaba detrás de la señal.

A cientos de kilómetros de allí, en una costa rocosa azotada por las olas del Atlántico, Eirik sintió el mismo temblor en el suelo que había jurado purificar del mal que alguna vez pasó por allí. Su mirada se alzó al cielo mientras una tormenta se gestaba en el horizonte. "Es hora", dijo en voz baja, apretando los puños con determinación.

En cada rincón donde un Arv se encontraba, la naturaleza reaccionaba. Desde los bosques densos hasta las tundras heladas, los árboles, la tierra, el agua, guardianes silenciosos de sus secretos, transmitieron el mensaje. Una energía antigua despertaba en el mundo, y los descendientes de Solveig entendieron lo que estaba en juego.

La conexión entre ellos se fortalecía con cada susurro del viento, con cada vibración en la tierra. Y pronto, las runas en sus cuerpos comenzaron a brillar con mayor intensidad. Incluso la anciana Fanget, que estaba sentada en su cabaña solitaria en los acantilados, sintió el cambio. Las marcas en sus brazos, que habían permanecido en silencio por años, ardieron como si una llama ancestral las hubiera despertado. La piel, cubierta de cicatrices y arrugas, se iluminó bajo el resplandor de las runas, como si el tiempo mismo retrocediera en un instante.

Su respiración se aceleró mientras una verdad inquebrantable la atravesaba. No estaba sola. Por primera vez en mucho tiempo, las voces de los Arv resonaban en su interior, nítidas y fuertes. Buscó en su mente las innumerables veces que había intentado sin éxito invocar una respuesta de las runas, los rituales fallidos y las noches de soledad donde su esperanza había menguado. Sin embargo, en lugar de amargura, una sonrisa se dibujó en su rostro. Era una sonrisa vieja, olvidada, pero rebosante de orgullo.

"Reissende lo logró...", susurró, sus ojos humedeciéndose mientras la luz de las runas iluminaba la pequeña habitación. El peso de los fracasos del pasado se desvaneció por un momento, y en su lugar, el fuego de una nueva esperanza surgió dentro de ella. Pero la sonrisa se desvaneció rápidamente cuando una sombra se formó en su mente, una sensación oscura y familiar que ella conocía demasiado bien.

"Algo más oscuro lo persigue."

Su tono se tornó grave, el aire en la cabaña pareció volverse más denso, y su mirada se perdió en las llamas del fuego que apenas calentaba el lugar. La anciana se levantó con dificultad, con las runas aún resplandecientes en su piel. Había esperado este momento por décadas, pero ahora que había llegado, sabía que la oscuridad también estaba más cerca que nunca.

Poco a poco, en cada rincón del mundo, los Arv comenzaron a buscarse entre ellos. Algunos usaron conjuros antiguos, otros escucharon los latidos de la tierra que resonaban con el eco del mensaje. Cada uno sintió el peso de la advertencia de Reissende, pero también la urgencia de actuar. La sombra crecía, y el tiempo se agotaba.

Mientras tanto, Reissende continuaba avanzando lentamente por el templo. El eco de sus pasos resonaba como un latido, profundo y constante. Las runas que decoraban las paredes y el suelo parecían vibrar con una vida propia, y por primera vez en mucho tiempo, él no sentía la necesidad de controlar el poder que fluía en su interior. En cambio, lo sentía observándolo, aguardando el momento en que finalmente lo enfrentara.

Las palabras de Bredraguer se repetían en su mente: "No eres tan diferente a mi. No sabes quién eres, ¿como crees que vas a reaccionar cuando te muestre ese lado que no quieres ver?" Reissende sabía que ese momento se acercaba, y mientras su mirada se posaba en las runas antiguas, comprendió que estas no eran simplemente escrituras olvidadas, sino un reflejo de la verdad que él tanto había esquivado.

Se detuvo frente a una inmensa columna tallada con símbolos arcanos que irradiaban una energía serena y a la vez desafiante. Al tocarla, una corriente lo sacudió. Cerró los ojos, dejándose llevar por las voces que surgían desde las profundidades de su propia alma. Las runas, en su silenciosa majestuosidad, no solo le hablaban del poder que podía controlar, sino del ser que aún no había aceptado.

Las visiones lo abrumaron. Lo vio todo: su vida, sus decisiones, las veces que había dudado de su misión, los momentos en que su poder se había salido de control, cuando la rabia y el miedo lo habían convertido en algo que odiaba. Las runas le mostraban que la fuerza a la que tanto temía no era algo ajeno, no era un enemigo a derrotar. Era él mismo. Era la furia contenida, los deseos insatisfechos, el temor a fallar. Ese era su verdadero rostro.

Y entonces lo vio: una versión distorsionada de sí mismo, consumida por la sombra y la ambición, un Reissende que no conocía límites. Esa imagen le recordó lo que Bredraguer había insinuado, y lo que la Xenotima estaba por revelarle: su poder, sin control, podría destruir todo lo que amaba. Este era el rostro que él había rechazado, el que no quería ver, el que temía admitir que existía. Una parte de él que podría consumirlo si no aprendía a integrarla, a aceptarla.

El templo lo envolvía, su energía crecía alrededor de él, pero en lugar de resistir, Reissende se rindió. No luchó más contra lo que las runas le mostraban, sino que lo aceptó. Respiró hondo y, por primera vez, se enfrentó a su propia oscuridad. Esa parte de sí que siempre había intentado ocultar, la misma que lo había hecho dudar y alejarse de aquellos que le importaban. Esa era su verdadera naturaleza, tanto la luz como la oscuridad.

Al abrir los ojos, una nueva claridad lo invadió. Ya no sentía la magia como algo ajeno a él, como una fuerza que tenía que controlar con esfuerzo. Ahora fluía por él, como si siempre hubiera sido parte de su ser, esperando ser comprendida. Las runas le susurraban la verdad: el poder de la naturaleza no era una herramienta que él debía usar; era un ciclo del cual él era parte. Él era tierra, aire, agua y fuego. Y al igual que la naturaleza, debía aceptarse en su totalidad, con todo lo que eso implicaba.

En ese momento, mientras las runas bajo sus manos brillaban débilmente, Reissende se permitió un respiro. Sentía el peso del nuevo poder en sus venas, la energía que lo recorría con la misma intensidad que lo estaba transformando. Ya no era el mismo. El joven que había iniciado este camino con la única misión de limpiar el nombre de un inocente se desvanecía, borrado por las verdades que había descubierto y las situaciones que había enfrentado. Antes, lo movía la convicción de que lo correcto era encontrar la verdad detrás de un error, pero ahora... la verdad lo había encontrado a él.

Aquel Reissende ingenuo, que alguna vez pensó que el mundo se dividía entre lo justo y lo injusto, había quedado atrás. Ahora comprendía que el universo era mucho más vasto, más implacable, y que las enseñanzas que le habían sido dadas apenas rasgaban la superficie de lo que había por aprender. Sabía que sus antiguos miedos, aquellos que alguna vez lo atormentaron en las noches oscuras, no eran nada comparados con el peligro real que acechaba en cada rincón de este nuevo mundo. No se trataba de la mente ni de miedos irracionales; el peligro era tangible, mortal, y se movía entre la penumbra con una precisión cruel.

Reissende se despojo de su pasado lentamente, como quien se quita una piel vieja y gastada. Cada paso que daba lo alejaba de quien solía ser, y aunque el temor a lo desconocido seguía presente, ya no lo paralizaba. Lo moldeaba, lo endurecía, y lo preparaba para lo que estaba por venir. Su misión había cambiado. Ya no buscaba solo respuestas para un nombre olvidado, sino que ahora veía la inmensidad del peligro ante él, una amenaza que podía destruirlo todo si no actuaba con rapidez y determinación.

No había vuelta atrás. La magia que recorría sus venas, el conocimiento adquirido y las cicatrices que había acumulado, eran ahora parte de su ser. Y con cada paso, Reissende se aproximaba más a la verdad, pero también al peligro, sabiendo que esa búsqueda lo llevaría a enfrentarse con lo peor de sí mismo y de este mundo.

Pensando todo esto, y atrapado en sus pensamientos, fue sacudido por una sensación extraña al percibir un leve movimiento en la esquina del salón. Giró la cabeza lentamente y allí estaba un antiguo cuadro que colgaba solitario en la pared, cubierto por una fina capa de polvo. Al principio no le llamó la atención más que por su antigüedad, pero algo en la pintura lo intrigó.

En la imagen, un grupo de elfos con largas cabelleras blancas y coronas de flores se reunían en torno a una mesa repleta de frutas frescas. El sol iluminaba suavemente la escena, acentuando sus rasgos delicados y pacíficos. Sus sonrisas reflejaban un tiempo de prosperidad y luz, una visión casi idílica del pasado que se extendía más allá de la memoria de los humanos. Pero lo que realmente atrapó la atención de Reissende no fue la serenidad del cuadro ni la belleza de los elfos, sino un detalle que no encajaba. Algo en la pintura... se movía.

Dubitativo, entre si era producto de su imaginación o algún hechizo oculto, Reissende se acercó, con el corazón latiéndole con fuerza en el pecho. Los colores del cuadro parecían vibrar bajo su mirada, y lo que al principio había sido una escena estática, ahora mostraba un movimiento apenas perceptible: las hojas de los árboles susurraban suavemente, como acariciadas por una brisa invisible, y las coronas en las cabezas de los elfos brillaban con una luz extraña, casi irreal.

Entonces lo vio con claridad. Entre las coronas de flores que adornaban a los elfos, una en particular capturó su atención. No era una corona común, sino que en su centro descansaba una joya, un circonio que emitía un resplandor tenue pero inconfundible. La piedra parecía latir con vida propia, como si fuera consciente de su presencia. Reissende entrecerró los ojos, y el eco de un recuerdo surgió en su mente. Esa piedra, el circonio, era otra de las rocas perdidas... como la Xenotima. Las leyendas hablaban de su poder, de su conexión con Yggdrasil, ¿que hacía en el templo de los elfos algo así?

La pintura no solo mostraba una escena del pasado; estaba revelando algo más. Aún con la mente nublada por sus reflexiones, Reissende dio un paso atrás, asimilando lo que acababa de ver. ¿Estaba el circonio en alguna parte, oculto en la realidad como en la pintura?

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