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Epílogo

    El dios Erebo cobró un tamaño gigantesco ante sus cinco engendros.

    El escenario que lo acompañaba era blanco y carente de fondo, como si la misma textura de la existencia hubiese sido arrancada, dejando una brecha entre lo físico y lo místico, donde el tiempo se congelaba y las leyes del universo se desvanecían. 

    La figura del dios era, como siempre, una oscuridad en constante ebullición, un torbellino de poder y calamidad, mientras que, en el interior de su masa informe, la luz, las estrellas y la vida misma se arrojaban como pelotas hacia las manos de un niño hecho de humo, que luego abría la boca para engullir todo y reírse con inocencia perturbadora. Cada vez que lo hacía, una sonrisa se ampliaba a través de la cabeza redonda y gigante de Erebo, rasgando sus costados y sobresaliendo de forma antinatural.

    Los cinco engendros, cuatro de ellos desarrollándose en fetos tétricos y translúcidos, eran figuras nebulosas arropadas en misterio, flotando como espectros sobre una línea infinita que parecía un puente entre las realidades. Crueldad, a diferencia de ellos, se hacía distinguir como el escarabajo descomunal y retorcido que era, aunque su tamaño no superaba las dimensiones de Erebo en ese plano.

    Xylarox, el real nombre del primer engendro, habló con balbuceos, costándole armar sus palabras, pese a ello, su voz era un eco perverso que se arrastraba por los rincones del espacio, una cadencia letal de desprecio y veneno, un susurro indirecto de promesas de sufrimiento y destrucción inimaginables. Su timbre era un deleite a los oídos de Erebo.

    —Exprésate sin dificultades, Xylarox, acostúmbrate a tu cuerpo ya nacido.

    —Pa... padre.

    —¡Ah, mi preciada criatura! —Se elevó con felicidad—. ¡Sí, así mismo debes llamarme!

    —¿Qué harás ahora, que no he podido descender... sobre Evan?

    Erebo lo evaluó antes de responder:

     —Mi batalla contra Tharos me ha hecho analizar muchas cosas, mi querido Xylarox —explicó con una sonrisa—. Ahora, que he elevado mi razón por encima de mi perversión, me di cuenta de que no me interesa generar una tercera realidad con tu descenso sobre la tierra. Las dimensiones, nuestros tamaños, son distintos en el mundo místico que en el real, por lo tanto, no puedes entrar con este cuerpo a Evan, ya no.

     —¿Qué... significa, entonces? —interrogó, arrugando las tenazas alrededor de su boca, arrastrando la voz por su viscoso cuerpo, donde parecía entrelazarla con el chirrido de aleteos y su exoesqueleto en una sinfonía de rencor y asquerosidades. 

    Erebo escupió dos carcajadas complacidas y triunfales.

    —¡La solución es muy simple, mi espectacular criatura! ¡Te daré un cuerpo en la realidad física, un cuerpo tan magnífico y colosal que podrá contenerte incluso a ti!

    —¿Entonces... volveré a arrastrarme por la tierra como un simple insecto, lejos de mi tamaño actual? —preguntó, contrayéndose en una ola de locura y rabia.

    Erebo proyectó una mirada negra que calaba a través del espacio, paseándose por los interiores más ocultos de su criatura.

    —¿No cumplo yo mis palabras contigo? Jamás te volverás a arrastrar como un ser insignificante. No, vivirás con una comodidad sin precedentes, y nunca estarás atado una segunda vez por la luz de mi hermana. Te desplazarás por el mundo con el antojo de tus deseos y encabezarás a tus cuatro hermanos por encima de la humanidad.

    —¡Sí, Xylorak, calláte, calláte y deja de codiciar, que a ti no te corresponde la codicia! —berreó el cuarto engendro, aun dentro de su feto, con una voz chillona y estridente, como el graznido de un ave enloquecida cuya convicción era ciega y su falta de discernimiento absoluto. En medio de su placenta, bailaban incontables tentáculos de los cuales brotaban labios —. ¡Siempre gruñendo y quejándose por las ataduras de Loíza, cuando deberías escucharme a mí, a mí, a mí, a mí, porque siempre, siempre, siempre tengo la razón!

    Xylarox le lanzó un gruñido que mezcló con más de mil almas torturadas que había devorado, revolviendo esos seres que habían cometido crueldades con el crujir de sus propios huesos aplastados y el siseo de un ácido corrosivo.

    Ante tal onda de horror puro, el cuarto engendro se sacudió dentro de su feto. Erebo, interviniendo entre ambos, colocó una mano, para luego decir con una sonrisa tranquila que transmitía su retorcido amor:

    —Sí, tú siempre tienes toda la razón, Plaxun.

    —¡Padre! —Plaxun sonó conmocionado dentro de sus tinieblas. 

    —¿Y qué decidirás respecto a los magos? —preguntó el tercer engendro, el terror, extendiendo el chirrido de un gigantesco metal oxidado rasguñando almas atrapadas y consumidas por el miedo, enviando sobre ellas una sed interminable de oscuridad y venganza. En las neblinas de su feto, se veía el acomodo constante de vértebras, músculos y sangre.

    —¡Ah, Terranor, tan atento a mis movimientos como siempre! ¡Benditos sean tus ojos que pueden calar hasta mí! —respondió Erebo, alegre—. Alcanzaste a escuchar mis charlas con Tharos, ¿no es así?

    »Sí, tengo planes para todos los magos —anunció, estremeciendo la mismísima brecha que lo contenía—. El sufrimiento que los ha azotado durante tanto tiempo me es demasiado apetecible. ¡Quiero todo ese dolor, toda esa locura, todo ese desorden, todo ese poder!

    Rio un momento, hasta que abrió sus brazos, enervando un pecho lleno de orgullo.

    —¡Pero no se ansíen, mis criaturas, porque todo esto está recién comenzando!

    Sus dedos bailaron en diversos gestos, propios de un titiritero maniobrando ideas maestras.

    —¡Mis cincos engendros, tengo más planes de los que pueden discernir! El parto de Xylarox alcanzó a destruir una de las tres barreras que mis hermanos impusieron para mermar mis influencias sobre la tierra, ¡la de Loíza! ¡El rompimiento me es suficiente! ¡Ahora, después de seis milenios, los humanos conocerán lo que significa el mundo místico y lamentarán no haber creído en él ni entenderlo! ¡Desde las sombras más inesperadas, los mandaré a Evan con cuerpos tan majestuosos y aterradores, que desgarrarán la mente de toda la humanidad, provocando un reinado sin igual! ¡Caminarán por encima de la tierra como dioses de un nuevo tiempo, obligando a la humanidad a alimentarme por millones de años!

    Después de reír con suprema alevosía, Erebo miró hacia atrás por encima de su colosal hombro, ladeando otra sonrisa, ahora de satisfacción y macabro júbilo.

    —Y tú contemplarás todo junto a mí, no es así... ¿Tharos? 

    En las espaldas del dios oscuro se alzaba una estructura de metal y sombras enredadas, con barrotes afilados que se entrelazaban, formando patrones impenetrables, sellados con una energía maligna que envolvía a Tharos, manteniendo a raya su energía solar. Las sombras se movían y susurraban a su alrededor, vivas, recordándole constantemente su prisión.

    La silueta dorada y masculina de Tharos se mantenía tan inmóvil que podía compararse con la estatua de un dios crucificado, sentado y con sus manos atadas por encima de sus rodillas, aunque su rostro de frustración silente era notable.

    —Ni siquiera con tu recuperación en el laberinto que nos dio la vida pudiste contra toda la asquerosidad humana que me alimentó —dijo Erebo, retorciéndose en su risa—. Mas no te preocupes, hermano mayor, ya sé que no puedo eliminarte, además, no me interesa que desaparezca el sol, no aún, pero eso no quiere decir que no tenga... utilidades para ti.

    Erebo ascendió en una gloriosa oscuridad, dejando una estela de dibujos demoniacos recién creados por su niño interior, dibujos desfigurados que aplaudían y apuntaban a Tharos, burlándose de él.

    —¡Atraeré a nuestras hermanas de algún modo! —le dijo a Tharos mientras su lengua, una extensión de carne que emanaba fuego carmesí, rozaba su jaula—. ¡Quiero saber qué ha sucedido con ellas, pero, por sobre todo, quiero que observen todo lo que ha de venir y cómo controlaré al mismísimo Ragnarök!  

    Se desató en su risa espeluznante, un eco ensortijado de caos y satisfacción desmedida, deslizándose por los alrededores, hasta que deshizo la brecha que había creado y se dirigió a la realidad física.

    En ella, comenzó a pulir sus planes, mientras observaba Evan desde las tres lunas que le rodeaban, observando a los imperios y el dolor que experimentaban por el mega terremoto.  

    Si tal era la magnitud de su padecimiento, causado por un simple parto. ¿Qué les esperaba cuando Xylarox caminara sobre la tierra? Erebo ya sabía cómo sería su cuerpo y el de sus hermanos. 

    Con Tharos atado, junto a la ausencia de Loíza y Arcana, no había nada que pudiese detener la nueva era de oscuridad, la gloria venidera de los cinco engendros.

     ¿O sí?

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