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Capítulo 41: Zen

    Con manos temblorosas pero determinadas, rodeó el relicario con sus dedos y comenzó a recitar el hechizo en el idioma de la magia:

    —Ri iorma, kira, ezdra, akio, eriol, izam, fioria, rakio, ethram, ethalia, exodus, iyan u yain.

    Hubo un momento de silencio absoluto antes de que todas las magias brotaran de la espalda de Kyogan en una aurora agresiva de colores. Lo que estaba haciendo el mago era ofrecer todo su maná en un solo instante. Las magias, maldecidas por su hambre insaciable, accedían a drenar hasta la última gota, pero tantas comiendo al mismo tiempo estaban causando un daño enorme en la red espiritual, una especie de árbol con muchas ramas, alojado en el espíritu y encargado de contener el maná. El riesgo estaba en que se podía fracturar, pero eso era lo que Kyogan quería: destruir algo que ninguna persona en este mundo podía reparar.

    El relicario, un emblema poderoso, comenzaba a mostrar signos del fenómeno que estaba ocurriendo dentro de Kyogan. Los tonos magentas que surgían en su superficie eran testigos de lo que se estaba liberando, una conexión profunda con su ser más íntimo.

    El instante en que la primera red se destrozó por completo, hubo un terremoto en el alma de Kyogan, un grito silencioso que resonaba con la despedida de una parte de sí mismo. El zen, un magenta puro, surgió de su segunda red en un río estelar. Con esto, Kyogan comprobaba que la presencia de la primera red siempre fue un estorbo de la segunda.

    El relicario comenzó a actuar como un recipiente del segundo maná, sin embargo, con la primera red rota, un órgano estabilizador, el equilibrio era excesivamente inestable, y muchísimo zen se esparcía en el aire con pulsaciones sin dirección. Esto demostraba que el segundo maná duraría solo un tiempo limitado. Al agotarse, Kyogan se convertiría un ser humano de carne y hueso incapacitado para volver a tener maná. 

   A medida que la energía impregnaba cada célula de su ser, sus ojos adoptaron un fulgor magenta sin proporciones, brillantes en poder puro. Era como si una bestia primordial despertara dentro de él con una mirada que desafiaba los límites de la naturaleza mágica.

    Al ordenar a las magias que lo curaran, experimentó una recuperación milagrosa. Sus huesos se realinearon con un sonido de sincronía perfecta, su piel se reparaba con una eficacia que ningún kyansara normal conseguiría.

    Ya mucho más sano, observó al zein sin el miedo de antes, y sin las magias anunciándole ninguna muerte. No, porque el poder del zen era algo descomunal, lo que transformó a los magos en reyes. Con el espíritu elevado, Kyogan se preparó para una batalla real.

    El zein empezó a rodearlo mientras fijaba sus ojos impactados de él.

    —¿Zen? ¿Bu Chiané u seco mana magienta? ¡¿Chiané?! —«¿Zen? ¡Pero ¿por qué tu segundo maná es magenta? ¡¿Por qué?», necesitó saber.

    «¿Por qué?», se preguntó Kyogan en los interiores de su mente. No lo sabía. El segundo maná de los magos tenía un color generalizado, el de él, sin embargo, era magenta.

    —¡Noviriosa Shizen, noviriosa! —«¡Mago anormal, anormal!», rugió el zein con los ojos agrandados.

    En un deseo de venganza y guiado por la furia, Kyogan desenvainó sus dagas y, con un movimiento brusco de los metales, invocó una ventisca gélida que se abalanzó sobre el zein con la fuerza de un tornado concentrado. El hielo lo atrapó, envolviendo su cuerpo pedazo a pedazo hasta formar una estatua viviente. 

    Pero la reacción de Vicarious fue un estallido de fuego que derritió su prisión con una ira abrasadora. La bestia se lanzó sobre Kyogan, envuelta en un aura de chispas eléctricas que fluían de manera masiva desde su melena.

   Kyogan saltó hacia atrás, pero no para caer, sino para flotar unos segundos en el aire con la gracia de un acróbata, donde aplaudió con un estruendo. La magia ezdra, la tierra, respondió al llamado e imitó su gesto, formando dos gigantescas manos que atraparon a Vicarious en un aplauso monumental.

    El mago no le dio un solo segundo de recuperación: invocó al viento para que descendiera en un torrente glacial, punzando a Vicarious con astillas de hielo. El zein rugió de dolor por primera vez, con ataques que ahora abrían heridas.

    Kyogan lanzó un puño al aire: ezdra también imitó el movimiento, creando un puñetazo de tierra debajo de Vicarious, golpeando con un impacto demoledor su vientre. Luego, las rocas se levantaron como guerreros obedientes, siguiendo cada gesto de Kyogan en un guion de destrucción controlada.

    Con un movimiento fluido, apuntó sus manos hacia Vicarious y las raíces del bosque respondieron, brotando como serpientes vivas para enredar a la bestia. 

    Pero entonces, las primeras consecuencias de lo que le había hecho Kyogan contra su red se manifestó, cortando el hechizo de súbito. Kyogan gruñó de dolor al sentir que algo le empezaba a quemar el alma.

    Vicarious aprovechó para disparar ráfagas eléctricas desde sus cuernos resplandecientes. Kyogan se movía con agilidad felina, esquivando los ataques con una serie de saltos y volteretas, mientras la tierra y los árboles a su alrededor se desintegraban bajo el poder eléctrico del zein.

    Magia contra magia, bestia contra bestia. Kyogan y el zein comenzaron a consumirse en una batalla que parecía irresoluta.

    Después de compartir otro arsenal de ataques, el mago percibió la presencia de un raksara que se asomaba. Deus se hizo ver a su espalda, pero aterrado al ver ese zein gigante y el maná descomunal fluyendo de su amado dueño.

    —¡Ve con Cyan, Deus, ve con Cyan! —ordenó, desesperado, con sus ojos aún proyectando una potente e inhumana luz magenta—. ¡Acuérdate de su olor! ¡Ve con él ahora! ¡Ayúdalo a él y al chico que te hice oler, a Shinryu!

    Kyogan corrió al zorro al ver su petrificación.

    —¡Puedes hacerlo, maldita sea!

    El raksara se estremecía como si desconociera a su dueño, por lo que Kyogan chasqueó los dedos, impartiéndole una pizca de su nuevo maná. El zorro endemoniado corrió en dirección a Cyan con un pequeño brillo magenta en sus ojos, aunque se detuvo cuando Vicarious intentó lanzarle una llamarada.

    —¡A él no le harás nada! —Kyogan se interpuso con un grito que resonó con todas las fibras de su rabia y forma protectora de ser, absorbiendo el ataque con su propia energía. La colisión desencadenó una explosión que se extendió por kilómetros, dejándolo con un rastro de sangre en su frente.

    Esta vez, Kyogan gritó y se lanzó contra el zein en una batalla de daga contra dientes, puños contra garras. Cohesionó el hielo con sus cuchillas y atacó infinidad de veces, con sus manos perdiendo nitidez ante una rapidez antinatural.

    Después se presentó un silencio absoluto y denso cuando decidió utilizar su magia más poderosa: la oscuridad, la cual arrebató toda luz del entorno.

    Sumergido en este campo donde nada se veía, saltó sobre el lomo del zein con la pericia del mejor asesino. Los rugidos de Vicarious se mezclaron con los golpes metálicos de las dagas que se clavaban una, otra y otra vez en su espalda. Kyogan no flaqueó ni un segundo, así sus armas se desintegraran en el acto.

    Hasta que finalmente Vicarious liberó un diluvio de rayos que lo alcanzó, desgarrando su defensa y agrietando su piel.

    Alejándose, el mago sintió la electricidad entumeciendo sus músculos, impidiéndole moverse con la agilidad acostumbrada. Cada paso era ahora una lucha contra su propio cuerpo. Luego, por si fuera poco, se desató una segunda consecuencia de su hechizo prohibido:

    Comenzó a perder la mente: sus pensamientos y recuerdos se desvanecían como si fueran devorados por una enorme boca, borrando las huellas de Cyan, Shinryu, Argus y todos los objetivos que había forjado en su vida.

    Irónicamente, en ese estado de desconexión mental, donde todo lo que era suyo se hacía de lado, percibió a las magias con mayor claridad. 

    Fue ahí que las voces silentes le revelaron la existencia y el asomo de un peligro aún mayor que Vicarious. Los raksaras del valle, que al parecer también empezaron a percibirlo, elevaron un coro de gritos y chillidos, un concierto de terror donde parecían encogerse y desvanecerse ante la presencia de un poder que, hasta entonces, había permanecido oculto.

    Deus divisó a Cyan, evaluó la situación y se lanzó con la rapidez de un perdigón hacia la espalda de Ravus, quien sostenía a Cyan del cuello y lo ahorcaba, a punto de asesinarlo. Le incrustó los dientes en la nuca, buscando arrancarle la cabeza y romperle las venas más importantes, tal y como Kyogan le había enseñado hacer tantas veces.

    Sorpresa, alivio y horror sufrió Cyan, pero por sobre todo alivio. Su rostro estaba lleno de moretones y solo podía ver desde un ojo. La habían atravesado una pierna con un disparo y sus manos estaban quemadas por una explosión que había generado Ravus. Al caer, sintió sus heridas, la vida que le quedaba y por la que debía luchar.

    Ravus gritaba, revolviéndose con Deus en su espalda, hasta que su novia acudió en su socorro, disparándole al zorro, causando una herida en su vientre y un chillido estruendoso. Deus cayó, retorciéndose a unos metros de Ravus.

    Aprovechando la distracción, Cyan recuperó su arco y acumuló todo el maná posible en una flecha, la cual disparó al centro de la frente de la mujer, asesinándola en el acto. La mercenaria se quedó inmóvil un segundo, con la mirada casi en blanco, llorando sangre, antes de caer de espalda, en un peso muerto.

    Al ver esto, Ravus lanzó un rugido de angustia que no se detenía, como si hubiesen cortado un pedazo de su propio ser y le hubiesen oscurecido más el mundo en el que vivía. Cuando se detuvo, hizo ver de sus ojos una resolución macabra, entonces puso sus manos alrededor de su nuca y, solidificando su maná y utilizando una poción ácida y ardiente, incineró sus heridas para que dejaran de sangrar. Con un rostro ennegrecido, se acercó a Cyan en un dictamen, mientras el zorro había comenzado a luchar contra el sujeto de dientes amarillos. 

    Sonrió. Cyan le lanzaba flechas, pero Ravus era lo suficientemente fuerte para golpearlas antes de que se incrustaran en él; solo hubo una que pudo entrar a través de su hombro, pero no le importó.

    Saltó encima de Cyan y, riendo al igual que un loco, se posicionó sobre su vientre.

    —¿Acabaste con mi mujer? ¿Qué crees que te espera, niño imbécil...?

    Sacó dos cuchillas y no dudó en enterrarle una en la palma derecha a Cyan, crucificándola en la tierra. Rio a viva voz ante los gritos desgargantes del muchacho, para luego remover la punta de la daga con tal de triturar huesos, músculos y nervios de la mano, expandiéndose a través de varias vías en la carne con el objetivo de generar el mayor dolor posible. Los gritos bestiales de Cyan resonaban por encima de sus propios huesos, estremeciendo el aire. Las lágrimas saltaban a medida que se sacudía con demencia.

    —Si hay una cosa que me encanta en este mundo... es ser cruel con quien tiene que pagármelas. —Ravus expandió su sonrisa, mostrando las encías de sus dientes frontales, agrandando sus ojos desequilibrados.

    Entre carcajadas, levantó una mano que dejó caer con una daga en el hombro de Cyan. Retiró la cuchilla y volvió a apuñalar, una, otra, otra, otra.

    Y otra vez.

    No solo era el dolor extremo lo que reventaba a Cyan, era como si todo atravesara hasta los confines de su alma, explotando en todos los sentidos, desordenándole cada pensamiento, cada sentido. Toda defensa, todo orgullo, toda fortaleza se trituraba. Lloró a cántaros y a más gritos, sintiendo que no le quedaban más que unos segundos de vida. Clamaba por piedad mientras repetía el nombre de Kyogan e intentaba controlar el sangrado con hechizos no mágicos.

    Aunque sus pulmones imploraran una pausa, Shinryu continuaba corriendo. Aunque cayera al suelo y tuviese que gatear unos segundos, volvía a lanzarse en su persecución hacia el conejo.

    No le faltaba demasiado para alcanzar la escuela, sin embargo, el ibwa se quedó observando unos matorrales a lo lejos, indicando que allí estaba su verdadero objetivo. Shinryu los miró sin entender nada, hasta que segundos más tarde brotó un joven herido de entre las plantas, cojeando, bañado en sangre y lágrimas, y con la respiración trémula; parecía reír y llorar a la vez, mientras su rostro era un manojo de pánico, trauma y desarreglo emocional.

    El joven chilló, acelerando el paso, al escuchar una oleada de risas detrás de él persiguiéndolo, naciendo de esos matorrales, personas que solo podían ser forjadas en las pesadillas.

    Después de unos momentos de suma atención, Shinryu lo reconoció: era el chico con el que tuvo una conexión en Álice, aquel que sintió conocer bajo los efectos de una magia indescriptible.

    «¡¿Kalan...?!»

    Shinryu avanzó por inercia, pero Kalan, al verlo, gimió de terror e intentó correr en otra dirección.

    Entretanto, el conejo miraba a Shinryu con aflicción y necesidad pura, con lágrimas.

    «¿Qué... está pasando?», se preguntó Shinryu.

    Avanzó unos pasos, pero se detuvo al ver un grupo de personas asomándose detrás de Kalan, cada uno de ellos avanzando con una tranquila siniestra, sabiendo que Kalan estaba incapacitado para correr. 

    Había jóvenes, ancianos, adultos y un vigía.

    Fue como si ataran el corazón de Shinryu en un solo segundo, como si le hundieran todos los órganos y le abrieran los pulmones, como si le taladraran la cabeza, como si le enterraran todos los colmillos de un monstruo, envenenándolo con un pavor que lo dejó paralizado, cuando vio que uno de esos sujetos sostenía la cabeza decapitada de la chica que había acompañado a Kalan en Álice, su novia.

    Shinryu reconoció perfectamente ese rostro que lo había grabado con su dulzura y timidez. Ahora estaba sin color alguno, empapado en sangre fresca, con los ojos vacíos y secos.

    —¿No deberías morir junto a tu novia, muchacho? —preguntó el sujeto que sostenía su cabeza, sacudiéndola desde el cabello—. ¿Quién crees que te dio el derecho de amar, de sentir, de vivir, mugroso mago?

    Todo era atropellado dentro de la mente de Shinryu. Todo. Una tempestad de imágenes en las que parecían revolverse las cuchillas del mundo.

    Un hilo de saliva se deslizó desde su boca que había estado demasiado tiempo abierta. El conejo sollozaba a un costado de él, tan destrozado como Shinryu por lo que estaba sucediendo.

    Kalan intentaba escapar, pero parecía que una de sus piernas había sido torcida y golpeada a más no poder, pues se veía inflamada y morada.

    —¡Vamos, ocupa tus magias, mugrosa rata de Erebo, estiércol del dios malévolo! —exigió un anciano.

    Kalan miró a sus perseguidores desde el hombro, incapaz de encontrarse con los ojos de ninguno. Su mirada solo buscada el rostro de Inadia una y otra vez y se inundaba con un dolor insostenible, apenas veía su cabeza colgando desde la mano de un hombre. Kalan se adentraba en arenas que hervían con fuego, y en un ahogo insuperable, como si le aplastaran cada parte del alma incontables veces hasta dejarla irreconocible. Gritaba, se cubría la boca y seguía llorando con las manos poseídas por un terremoto sin control, atrapando gemidos entrecortados, incapacitado para creer todo lo que había experimentado hacía muy poco.

    No podía comprender cómo su esperanza en este lugar había resultado en la peor calamidad imaginable. Su novia había sido decapitada delante de él, con todos sus sentidos aún despiertos, mientras él era retenido por incontables hombres.

    ¿Con qué podía comparar esto? Era mil veces peor que haber vivido en una jaula desde niño. Era peor que haber sido utilizado para que a través de sus magias elementales enriqueciera a un hombre con metales preciosos extraídos de la tierra. Esos tiempos en los que vivía como un perro esclavizado y hacía todo para conseguir algo de comida, eran ridículamente hermosos.

    Era mil veces mejor haber sido engañado con que el mundo no existía. Era mejor haber sido golpeado infinidad de veces por su desobediencia, por su anhelo de escapar y vivir, por su anhelo de huir a la jaula vecina de Inadia con tal de darle un abrazo y consolarla por sus heridas.

    Era mejor ser abrazado por quien se hizo llamar su «protector»: Gasius, después de que lo moliera a golpes.

    ¿Qué era la vida para un mago? Inadia había sido amable con todos y esas mismas personas la habían decapitado. Y lo disfrutaron, disfrutaron haberle desprendido con lentitud la cabeza mientras ella podía sentir cada tramo de los primeros cortes.  Y todo intencionalmente ante los ojos de Kalan para que se llevara esa escena en el alma por la eternidad.

    Kalan recordó el rostro de su mejor amigo, Gazard, su compañero elemental, su última sonrisa y palabras: «Vive por Inadia, Kalan... Ella no sabe lo destrozados que estamos por dentro, no sabe que fingimos una sonrisa para hacerla sonreír a ella. Inadia te escogió a ti, compañero, y estoy soy feliz por ello. Solo prométeme algo a cambio: hazle disfrutar del amor antes de que empiecen a sufrir a la maldición».

    Le había fallado a Gazard de la peor forma posible.

    ¿Por qué, entonces, no se dejaba morir?, se preguntaba mientras miraba hacia al valle, mientras su cuerpo le insistía correr a pesar de que no quedara una pizca de color en el mundo. Lloró, sacando el alma en su llanto, provocando una oleada de risas.

    —¡Las escorias no tienen permiso para llorar, hombre! —le gritó un anciano.

    —¡¿No sabes que llorar es solo un derecho de seres humanos?! —despotricó el vigía con una gran sonrisa—. ¡Y ustedes, magos, no son seres humanos! ¡Entérate de una verdad incuestionable!

    El conejo saltaba sobre las piernas de Shinryu, obligándolo a reaccionar. Al mirarlo, Shinryu pudo entender lo que decían sus ojos a través de una conexión renovada:

   «¡Fallé, fallamos los dos! ¡Los dos somos débiles! ¡Pero no podemos sucumbir al dolor ahora! ¡Ya no pudimos salvar a Inadia, pero podemos hacer algo por Kalan! ¡Shinryu!»

    Un latigazo de furia y horror azotó el corazón de Shinryu cuando una mujer arrebató la cabeza de la maga de las manos del vigía para alzarla como si fuese una bandera que representaba la victoria de la humanidad.

    —¡Esto es poco y nada para lo que se merecen todos los tuyos! ¡Vamos, eres el culpable de esto, no nosotros! ¡Sufrirás lo mismo, escoria maldita y mal nacida!

    —¿Qué hacen...? —preguntó Shinryu, empezando a romperse como la persona que era. Corrió fuera de sí y gritó a toda voz—: ¡¿Qué es lo que hacen?!

    Los pueblerinos se asustaron al verlo, al reconocer que era un alumno de Argus.

    —¡¿Qué hacen?! —volvió a gritar Shinryu, desatando toda la potencia de sus pulmones.

    —¡Identifícate! —ordenó el vigía, apuntándolo con una gran pistola blanca.

    —¡¿Cómo es posible que estén actuando así?! ¡¿Qué hacen con esa cabeza?! 

    —¿No lo captas, mocoso? Hemos sorprendido a dos magos —espetó el vigía—. Y los estamos castigando por lo que son. Este es un castigo apenas plau... —El hombre, ahora atónito, bajó el arma al ver a un ibwa en los pies de Shinryu.

    Todos sus sentidos se entumieron. La gente también se impactó, retrocediendo y cubriéndose las bocas. La mujer que cargaba la cabeza de Inadia la dejó caer.

    —¡Bestias, bestias, bestias! —Atacó Shinryu, sintiendo que su ser se desorbitaba.

    El vigía estaba concentrado en el ibwa, pero empezó a distraerse gracias a su lluvia de acusaciones.

    —¡Bestias! ¡Arrepiéntanse ahora!

    —¡¿Arrepentirnos?! —El vigía ardió en rabia.

    —¡Loíza nunca llamó a este tipo de actos, nunca llamó a este tipo de crueldad! —acusó Shinryu—. ¿Son unos miserables? ¡Lo son, lo son, sí lo son!

    —¡Los magos son producto del dios oscuro! —aseveró el vigía.

    —¡¿Esa es tu miserable excusa?! ¡Esto se lo diré a Trinity, se lo diré a Dyan!

    —¿Alumno de Argus y tan tonto? —Sonrió el vigía—. Dyan apoyará totalmente esto. Él les ha hecho cosas peores a los magos.

    Shinryu enfureció aún más.

    —¡No sabes nada de él! —aseguró con su espada en alto, con su rostro convertido en una cascada de sudor y calor—. ¡Tú no conoces a Dyan!

    —¡¿Y acaso tu sí, mocoso?!

    —¡Sí! —dictaminó, sorprendiéndolo—. ¡En nombre de Loíza, diosa del amparo, de la vida, el amor y la compasión, les ordeno dejar de hacer esto inmediatamente!

    El silencio los inundó a todos. Hasta que una mujer se arrodilló y dijo:

    —El ibwa... oh, dioses, debe de venir para sentenciar juicio sobre los magos.

    —Así debe ser. —Se arrodilló un segundo hombre, luego un tercero y un cuarto.

    Shinryu estaba impactado, por primera vez sintiendo un desprecio absoluto contra la humanidad. 

    —¡Miserables y ciegos, usan el nombre de los dioses divinos para justificar lo que están haciendo! ¡Se esconden detrás de la palabra divina para poder darle rienda suelta a sus malditas costumbres inhumanas!

    La gente yacía sin la capacidad de comprender una sola de sus palabras.

    —¿Defiendes a los magos, entonces? —interrogó el vigía, mirando fijamente a los ojos celestes del joven—. Sabes que está penalizado por la ley defenderlos, ¿no? Claro que debes saberlo, porque eres alumno del palacio.

    »Irás preso —decidió.

    —Defiendo la vida —declaró Shinryu, consciente de que el único hueco contra las leyes de Sydon eran las de Loíza—. Y estoy totalmente seguro de que Trinity me apoyará, ¡porque... opino exactamente igual que ella! ¡Vida es vida!

    Shinryu vio el rostro de Kalan y le dijo, dejándose llevar por truenos en el pecho:

   —¡Ven, Kalan, ven conmigo!

    Los ojos del mago estaban perplejos. Shinryu notaba su miedo de ser engañado, pero también su anhelo de misericordia.

    —¡No me importas que seas mago, Kalan! ¡Te llevaré ante Trinity! ¡Confía en mí!

    Súbita pero tímidamente, Kalan empezó a sentir algo anormal: era como si Shinryu representara la luz que había estado buscando con Inadia. Gimió de dolor, lloró y empezó a avanzar hacia él entre sus cojeras, lo más, más rápido posible.

   Shinryu corrió a él sin pensarlo, considerándose totalmente loco, dispuesto a sacrificar su propia vida con tal de ayudarlo. El conejo también corrió, aun con sus heridas abiertas.

    Pero entonces el vigía se adelantó y desde un arma lanzó una granada de veranita, alcanzando las piernas de Kalan.

    Nada sucedió por un instante.

    Hasta que una llamarada gigante estalló cerca de los pies del mago. Kalan salió desprendido. El conejo, sintiéndose destruido, priorizó salvar a Shinryu, rodeándolo con luz y su propio cuerpo. Shinryu vio todo con una lentitud apabullante, la explosión arrancándole ambas piernas al mago, el fuego trepando por su cuerpo y rostro. Kalan cayó de cabeza contra unas rocas, donde pareció reventarse en una masacre de sangre.

    Shinryu cayó de rodillas tras sentir cómo un estruendo le terminaba de despedazar el corazón, no solo por el dolor que representaba ver el fin de Kalan, sino porque la conexión con él e Inadia había sido real y acababa de romperse por completo. Lo sintió. Lo sufrió. Fue como si un camino del destino hubiesen sido eliminada de la rueda de la existencia. La vida que había sentido con esos magos, el posible futuro, todo se borraba. Ahora los caminos se llenaban de oscuridad.

    Escuchó el chillido del conejo a un costado de él. El ibwa cayó, con su boca dando a tierra.

    «He fallado... ¿Cómo no pude haber actuado a tiempo? Fallé... tardé demasiado. Así hubiera tenido que romper mi pacto y morir, debí haber sacrificado mi vida para defenderlos», sufrió.

    »Todo ha sido roto, madre. Los magos no pudieron... encontrarse con Kyogan.

    »El equilibrio no se forjará. Shinryu no podrá por sí solo... El brazo derecho de Kyogan... el izquierdo... acaban de desaparecer. Los únicos que podían... darle equilibrio al mago de las doce magias.

    »Madre, por primera vez tengo... miedo. Siento... ¡lo siento, se acerca la mayor de las consecuencias...!»

    Shinryu empezó a ver cómo el conejo se estaba evaporando, retorciéndose en una lucha por vivir.

    —¡No, no, por favor, no te vayas, no me dejes solo! ¡Yo aún necesito... necesito de ti, por favor! —imploró con el rostro empapado en ríos de lágrimas que goteaban sobre la criatura.

    Tomó al pequeño conejo entre sus brazos con la mayor delicadeza posible, lo acurrucó, sin creer que sostuviese a una criatura mística. Pero se iba, se iba. El conejo lo observó a los ojos con anhelo y remordimiento, como si le rogara perdón y le ordenara que se escondiese en alguna parte. Las manos de Shinryu chocaron contra su propio pecho cuando el conejo hubo desaparecido por completo.

    ­Entonces la tierra comenzó a temblar como si se quejara ante lo sucedido.

   Una gran parte de Shinryu había enloquecido. Sin saber distinguir entre la realidad o la pesadilla, giró bruscamente hacia un lado del valle, creyendo escuchar un grito repentino y continuo de Kyogan, una intolerancia ante una presión descomunal, como si su voz viajara por los bosques en un lamento interminable.

    Shinryu comenzó a sentir una opresión en el aire, como si el cielo empezara a transformarse en una masa de tinieblas que descendía sobre el valle. 

    No, sobre el mundo.

    Luego, una voz se cernió desde los cielos en un tono profundo y cavernoso, emergiendo de las entrañas de la maldad, dirigiéndose a la escena.

    ¡¿Pero qué ha sucedido? ¿Alguien tan importante ha muerto?, alguien que era una pieza fundamental para el destino.

     Ja... ja... JA. ¡Loíza, por lo que veo, tus caminos han sido rotos y la maldad del hombre venció!  

    Ah... ¡qué pizca de crueldad tan preciosa!, ¡justo la que necesitaba mi criatura para nacer ya! 

    ¡Mi gran sorpresa está a punto de servirse después de todos estos milenios!

    Una oscuridad infinita empezó a extenderse por el abismo celeste, manchando el día que estuvo a punto de iniciar.

    Shinryu se puso de pie, exaltado, con el corazón fuera de todo ritmo. Miró a alguien en el cielo que lo estaba desgarrando, partiéndolo como si no fuese más que un papel o una ilusión.

    Entonces se asomó el rostro de un niño que sonreía de oreja a oreja, irradiando una oscuridad sobrecogedora que se desbordaba de sus ojos rojos y hambrientos; su sonrisa se estiraba en una sed de poder y dominación; su mirada brillosa reflejaba una inteligencia ancestral que penetraba contra las defensas de Evan para descender sobre él. 

    Era una abominación encarnada, disfrazada en la contrariedad de una imagen infantil, llevando consigo la raíz de todos los males.

    Erebo, dios de la oscuridad.

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