Capítulo 9: El clan de Razerat
Darien luchaba por ignorar las sombras que se paseaban por debajo de los árboles en el Valle de los Reflejos, extendidas en una alfombra de figuras misteriosas a lo largo de la oscuridad nocturna. Sus formas eran tan claras como criaturas no reconocidas por el glosario o tan amorfas como volutas de pintura negra arrojadas al azar.
Recordaba cuando Kyogan niño aseguró que el valle tenía contacto con algo de otro mundo y que, en efecto, los ikkius se reflejaban a través de él.
«El primer engendro tiene forma de escarabajo», pensó, oprimiendo su entrecejo con dos dedos, buscando dar orden a la manada bulliciosa de teorías.
Era evidente que el valle había dado algunas señales para anunciar la llegada de la criatura más bélica que la humanidad había conocido, revelando un aumento de ikkius insectoides que los alumnos capturaron en fotos a lo largo del comedor.
Ahora, que faltaban cuatro engendros más por nacer, los reflejos podrían dar alguna pista sobre el segundo o tercer engendro, sobre las apariencias que tendrían.
¿Debía... mirar?
Con la cautela de quien teme encontrarse con un monstruo al otro lado de la puerta, bajó la vista al suelo. Lo que vio lo dejó tan confuso como preso de un frío glacial. No era una figura clara lo que aguardaba bajo sus pies, sino un borrón confuso, pero algo en él le resultaba bastante familiar... ¿Era una cabeza humana con una cabellera de paja? Debajo de ella, apenas distinguibles, parecían emerger... ¿una almohada y una guitarra?
Sacudió la cabeza y susurró:
—Por Arcana.
Un peso inmenso oprimía sus hombros, como si el destino del mundo dependiera de sus decisiones. Con mayor razón no debía dejarse llevar por emociones o cosas tan poco claras.
—¿Darien? —preguntó Trinity, esperándolo junto a los demás miembros de Los guardianes del Albor.
—Voy.
Trinity invocó a Dahara para viajar a Zaragon, la segunda montaña más imponente del mundo después de Artema.
Zaragon albergaba en su seno una ciudad olvidada por el tiempo, petrificada en un laberinto de rocas. Entre las fisuras, cascadas celestes caían con la gracia de cortinas oníricas, entonando melodías relajantes que se unían a los roncos silbidos del viento de las alturas.
La montaña también era conocida por su vínculo con rumen, el mes rojo, que era a la vez una constelación cuyas estrellas teñían con pinceladas naranjas y carmesí cada uno de sus pliegues, creando un espectáculo de luces que ardían con la intensidad de las llamas.
En el cenit de esta maravilla natural, se alzaba un templo que alguna vez fue un coloso entre las nubes, mas ahora un aura de silencio desolador lo envolvía, como si lamentara su abandono. En sus salas parecía resonar la Canción del Tiempo, un eco de tambores solemnes y flautas que acariciaban el misticismo. Un himno que había sido la desgracia de los habitantes de Zaragon, pues por su causa habían desaparecido de la faz de Evan. Dos eran las posibles razones: o bien fueron castigados por Arcana por intentar perturbar el fluir del tiempo, o se perdieron en la distorsión temporal que ellos mismos provocaron con su éxodo.
Después de que Dahara dejara a los miembros del Albor en la montaña, Esaú, cargando a Kyogan inconsciente, interrumpió diciendo:
—Me voy a morir pronto, pero ¿saben qué?, ¡es una forma tan bella de tirar la pata! ¡Hic!
Estaba profundamente borracho por haber bebido demasiado éter, poción que contenía una sustancia con efectos similares al etanol.
—¿Cuánto éter se ha bebido este muchachito? —gruñó Dyan con una mirada que criticaba todo.
—Lleva alrededor de cincuenta botellas —respondió Darien con un suspiro hondo y los ojos centrados en el camino empinado—. Es prácticamente lo único que ha estado bebiendo en todos estos días.
—¡Se le va a romper el estómago si sigue así! —exageró Dyan.
Esaú se detuvo con una risotada para luego esculcar en uno de sus bolsillos y retirar otra botellita de éter. Se la bebió con una sonrisa gigante.
—¡¿Lo está disfrutando?! —exclamó el líder con los ojos tan abiertos que lucían abombados.
—Solo ignóralo, Dyan. —Darien continuó avanzando con el anhelo de terminar esto rápido.
—Venga, mi demonio extremadamente amargado, ¡bebe de mi maná! —Con una expresión juguetona, Esaú acarició el rostro inconsciente de Kyogan con la ternura que se le dedicaría a un bebé. Sus ojos se iluminaron al imaginarse algo que para él sería fantástico—. ¿Cómo reaccionará si se entera de que le estuve acariciando la cara? ¿Me golpeará? —Rio a carcajadas—. No lo perdonaré si no intenta cortarme un brazo con una cuchillada o torturarme con unos alicates.
—¡Ay, Esaú, deja de hablar estupideces y más encima con ese toque morboso tan horrible que le pones! —exigió Soraya, la vidente del grupo, cuyos ojos de niña aterrada no paraban de rebuscar figuras que pudiesen amenazarla.
—Tú cállate, suripanta mal hecha —replicó molesto.
—¡Maldito gusano con ojos caídos, no has cambiado ni un poco! —respondió con los brazos en jarra—. ¿Cuántos años necesitas para madurar así sea un maldito gramo? Te recuerdo que te estás acercando a los treinta, pero te sigues comportando como un loco.
—¿A quién le dices así? —preguntó, levantando un dedo con el que pretendió demostrar una actitud tajante, pero su borrachera desequilibraba sus gestos—. ¡Te recuerdo que mis ojos caídos son altamente halagados por todas las chicas y chicos de Argus! En cambio tú, ¡hic!, sigues igual de fea que siempre, sin nada rescatable, y cobarde a más no poder. Estos años en Aeris no te sirvieron ni pa' endurecer las piernas; sigues con los muslos de un flan. ¡Hic!
—¡¿Pero tú qué dices...?! —Un asombro se coló por las facciones indignadas de Soraya.
—Muchachos, no es momento para andar discutiendo, por favor —intervino Kiran, mientras ajustaba un inmenso bolso con artefactos extravagantes y piedras preciosas en su espalda—. Hay que centrarnos en la misión.
Al cabo de un tiempo, llegaron al Templo de los Perdidos, una estructura que ni siquiera conservaba techo y cuyas paredes caídas solo reflejaban una destrucción pretérita. Esto no quitaba que el lugar estuviese impregnado con etherio puro, un elemento invisible que viajaba en el aire pero que, al estar altamente concentrado, se manifestaba como un polvo de estrellas.
Kiran se dirigió al corazón del templo para depositar allí las piedras preciosas y tesoros acumulados por Dyan: armas arrebatadas a zeins en batallas épicas, una espada que brillaba con la belleza del diamante, un bastón que contenía una esfera abismal y arcos con filos demoníacos.
Trinity, con un collar en mano, se aproximó para recitar un antiguo hechizo que representaba el pacto con el Clan de Razerat. La adrenalina electrizó el aire de inmediato.
—¡Ay, Arcana, ay, Arcana! —Soraya temblaba como si estuviera ante un nuevo evento apocalíptico—. ¿De verdad Razerat estará de acuerdo con todo esto? ¡Estaremos a su merced! ¡Se supone que debíamos invocarlo cuando decidiéramos irnos contra el...!
—¡Que se atreva a ponerse loco ese tipo, que se atreva! —rabió Dyan, mirando a Soraya—. ¿Tú piensas que no puedo contra ese bravucón? ¡Si le pone un dedo encima a cualquiera de ustedes le demostraré quién es el fuerte aquí!
—¡Pero cinco zeins lo acompañan, Dyan, cinco!
—¡¿Dónde está tu confianza en mí?! —preguntó, sintiéndose juzgado—. ¿Piensas que me pueden vencer fácilmente o qué?
»¡Yo más bien aprovecharé para poner a Razerat en su lugar y recordarle unas cuantas cosas! ¡Porque yo lo que yo tengo es rabia! ¿En serio tengo que entregar todo esto para sanar al mocoso? ¡Pobre de él que...!
—Usa la sensatez, Dyan, y cállate un rato —sentenció Darien con fastidio—. No es momento de más quejas, sino de actuar como un líder.
Dyan hinchó los ojos.
—Esaú, coloca a Kyogan en la plataforma —ordenó Darien.
—¡Shí señor! ¡Hic! —Esaú avanzó hacia una plataforma que parecía un centro de sacrificios.
—¿Me mandas a callar? —preguntó Dyan al profesor—. ¿Tú crees que es fácil para mí sacrificar todo lo que he conseguido por Kyogan? ¡Estas cosas vale más que un millón de geones!
Darien lo ignoró.
—¡Oe! —insistió Dyan.
—¡Después veremos cómo recuperar tus objetos! Ahora basta, tenemos que hacer esto rápido.
El líder de Argus continuó rabeando, hasta que pegó un sobresalto cuando Esaú cayó con Kyogan sobre la plataforma, rodando con él y ensuciándose con el polvo del templo.
—Nadie vio eso —aseguró el asesino.
—Ven, Soraya —demandó Darien, tomándole la mano a Soraya—. Solo repite conmigo.
Soraya obedeció, desplegándose en un conjuro, aferrada a la mano del profesor. Cada palabra formaba un coro alrededor de Trinity, quien dirigía el hechizo de invocación.
Entretanto, Kiran también recitaba su propio hechizo junto a las armas.
Todos los Guardianes del Albor, a excepción de Dyan, entregaban sus manás al cielo en un torrente de ofrendas vivas, cada maná para un zein en específico.
Al romperse el collar de Trinity, símbolo de un pacto que supuestamente se acababa de cumplir, cometas de luz brotaron desde las alturas, entrelazándose en un ballet que arrastraban estelas de colores que narraban epopeyas. Cada destello de luz formaba la silueta de un guerrero.
Razerat emergió como un monarca de un reino muy antiguo y masculino. Su armadura brillaba con el dorado de un arma recién forjada en la lava, un fulgor estelar que relataba en cada coraza, cicatriz y greba la crónica de mil batallas.
El zein descendió con una risa arrogante y desenfrenada a pocos metros de Kyogan, haciendo retumbar el suelo. Hachas colgaban de sus manos mientras cuernos brotaban de sus orejas de lobo. A su lado, descendieron cinco guerreros más, cada uno con un dominio elemental distinto: un glacial con aura celeste y verde, un caballero refinado con cuerpo de piedras preciosas y oscuridades, un maestro de las armas metálicas y la luz, una mujer que irradiaba chispas eléctricas desde su piel lila y un ser hecho de tierra.
—¡¿A quién debo matar?! —rugió Razerat, girando sus hachas con ferocidad. Su brutal voz resonó en el espacio, encogiendo el corazón de todos los presentes, a excepción de Dyan.
La colosal figura rozaba los cuatro metros de altura, y su maná, un fuego cósmico, era suficiente para doblegar a los que rodeaban al líder de Argus.
—¡No te llamamos para la guerra planeada! —Dyan elevó la voz—, sino para algo muy distinto.
—¡¿Cómo que no me llamaron para guerrear?! —bramó Razerat—. ¡¿Te recuerdo cuál fue nuestro pacto? —Escupió fuego por la boca mientras sacudía la cabeza—. ¡Me prometieron que me llamarían para enfrentar a vuestra emperatriz! ¡Yo quiero pelear, pelear, pelear!
—¡¿Dónde está la carne?! —La única zein de aspecto femenino rechinó sus dientes triangulares, con su mirada sádica buscando presas. Se deleitó al ver a una humana de cabello negro temblando con la debilidad de una hoja recién caída—. ¡Tú te ves deliciosa!
Se abalanzó sobre Soraya, pero entonces una oscuridad se interpuso para protegerla: una nube que vibraba con el sonido de un millar de murciélagos. De ella emergió un joven de piel gris, con la arrogancia y el desdén de un adolescente aliado a la oscuridad, con su rostro maquillado con líneas siniestras que reflejaban su rebeldía.
—Eh, ¡tú eres el famoso zein chupasangre! —exclamó la guerrera—. Adaros, ¿no?
»Entonces tú debes ser Soraya, su invocadora —concluyó al mirar a la chica temblorosa—. Ay, Adaros, ¿no te aburre estar enlazado con una humana particularmente cobarde?
—Es la inmundicia que me tocó —espetó Adaros, sacudiendo su armadura, que parecía una chaqueta negra con pliegues elegantes.
La guerrera zein rió; luego evaluó su alrededor con una mirada más seria.
—Y no eres el único zein rondando por los alrededores, hasta acá percibo el odioso aroma de Dahara. ¿Por qué invocaste a tu zein, Trinity? ¿Por un acto de prevención? ¿O es una amenaza contra nosotros?
—¡¿Dónde está mi guerra, Dyan?! —insistió Razerat.
—Algún día puede que te la dé, Razerat —determinó el hombre con una sonrisa desafiante.
—¿Qué insinúas? —preguntó, acercando su gigantesco rostro a él, sorprendido por Dyan—. ¿Acaso quieres pelear conmigo?
Ambos guerreros comenzaron a liberar su maná, un poder tan formidable que espesó el ambiente y empezó a provocar un rugido ensordecedor, como volcanes a punto de estallar. Razerat sonrió.
—Tan valiente como siempre, Argus Dyan.
Dyan sonrió con una nota amistosa.
—Pero de nada te servirá. —Los labios de Razerat se torcieron—. Sabes perfectamente que aceptaré pelear contigo si en este mismo momento no me explicas por qué me has invocado a mí y a mi clan fuera de nuestro convenio.
Darien se acercó para explicar la situación de Kyogan y la necesidad de sanar su red, algo que no le gustó a Razerat.
—¡¿Me llaman para sanar a un humano?! —Un fuego iracundo brotó alrededor de él—. ¡¿Y cuántas veces tengo que decir que no me llamen Razerat?! ¡Yo me llamo Vikingo, Vikingo he dicho!
Los acompañantes de Dyan retrocedieron unos pasos, todavía sin entender por qué el zein insistía con ser llamado «Vikingo». Nadie en el mundo conocía esa palabra, ni siquiera él mismo, pero aseguraba haberla oído de «algún lado».
—¡Cálmate, tonto rabioso! —Dyan exigió.
—¡Ustedes, insolentes, están irrespetando mi fuerza!
—¡Qué bah!, lo que pasa es que tú no escuchas a nadie; estás peor que yo.
—¿Peor que tú? —preguntó con una chispa de curiosidad.
—¡Sí, pues! La gente me dice que no escucho, que soy un bruto. ¡Pero tú me superas!
—¡¿Y qué quieres que escuche?!
—Ese muchacho que ves ahí posee la totalidad mágica. —Darien apuntó a Kyogan.
Los ojos de Razerat, es decir, de Vikingo, saltaron de sus cuencas.
—¿QUÉ?
Darien procedió a explicarle la historia de Kyogan, cómo se le conoció, cómo creció y cómo batalló contra un zein llamado Vicarious. La rotura de su red, resultado de dicha batalla, era una prueba de que poseía la totalidad mágica, ya que solo alguien con las doce magias podía dañar su red.
Hubo un silencio aplastante e intrigas olímpicas. Cada zein empezó a preguntarse qué era Kyogan, pero no llegaron a nada por mucho que hablaron, por eso Vikingo sugirió usar las magias del clan para presentarles la duda. Entre todos conformaban la totalidad mágica. Creían tener suficiente afinidad entre ellos como para unir sus poderes y comunicarse con ellas de una manera efectiva.
Vikingo, al tener la magia exodus, debería ser capaz de indagar por encima de cualquier otro.
Sin previo aviso, liberó un hechizo astral contra Kyogan, una nebulosa iracunda que lo rodeó y alertó a Trinity, obligándole a correr en su socorro, mas fue detenida por Darien.
—¡Magia maestra, dueña del cosmos, reina de todos los dominios, creadora de todo lo conocido, te pido hoy, como una de tus creaciones y portadores, que me reveles desde el río del saber por qué este humano tiene todas las magias!
Un huracán de magia y poder se extendió, rodeando a todos los presentes, creando una fuerza centrífuga de colores y estruendos cósmicos. Razerat revolvía sus hachas en el aire como si conjurara sus profundidades. Cada chispa parecía lanzar un escrutinio sobre Kyogan.
En sí, el hechizo representaba lo que Los guardianes del albor habían anhelado observar desde que conocieron a Kyogan, lo que esperaban que él mismo conjurara en un futuro para comprender su condición. Sus corazones se arrodillaron ante la expectativa.
Hasta que de pronto todo empezó a calmarse y a desaparecer sin que hubiera una sola respuesta.
Pero luego... se escuchó un grito, uno femenino que rugió desde algún recóndito clamando auxilio por milenios, como si un inferus se centrara sobre ella, como si el mundo se cayera en sus pies y los latigazos de la destrucción la abrieran una y otra vez.
El alarido se detuvo de un solo golpe cuando las magias apagaron el huracán para luego desvanecerse con cierto despliegue de molestia.
Los rostros pálidos reflejaban un concierto de incertidumbre y una sorpresa tal, que llegaba a desdoblar sus espíritus, ni siquiera los alientos podían ser oídos.
—¡¿Y qué carajos fue eso?! —cuestionó Dyan al despertar del asombro.
Miró a Trinity, a Rechel, a Kiran, pero ninguno demostraba saber nada, hasta que Darien postuló que había sido «un grito de las magias», resultado de una distorsión como la que podía encontrarse en una radio con mala señal, un indicativo de que se les estaba exigiendo a las magias responder algo sin presentarse ante ella con los ingredientes necesarios y la unión correspondiente. Es decir, el Clan de Razerat, a pesar de que contaba con todas las magias, las tenían fragmentadas, divididas entre sus miembros y no cohesionadas como en Kyogan. Era como si hubiesen intentado fabricar un... Kyogan artificial.
Su teoría sonó muy lógica, pero no disolvió dos dudas: ¿Por qué el chillido sonó femenino y por qué expresó el más agónico de los sufrimientos? Trinity aún estaba alterada por un escalofrío.
—Pues... —empezó Darien—, también puede ser que las magias hayan encontrado algo dentro de Kyogan y de ahí provino el grito.
Trinity dirigió unos ojos consternados a Darien.
—¿Pero qué tiene que ver un grito femenino con él?
—No lo sé, Trinity. —Suspiró con pesar, recordándole con la mirada que aún había muchas cosas que no sabían de Kyogan.
—¡No entiendo nada! —rabeó Vikingo con sus hachas alzadas al cielo.
—¡Ahora sabes lo que sentimos! —bufó Dyan.
—¿A qué te refieres?
—¡JA! Es que tú no sabes nada. ¡Este muchachito lo único que nos ha traído desde que lo conocemos son dolores de cabeza! Y ahora acaba de darnos uno más.
—¿Sí? —El gran zein arqueó una peluda ceja, notando que para Dyan era un suplicio proteger a Kyogan—. Los magos suelen ser muy compl...
—¡Que no es un mago! —gritó—. ¿No entiendes? ¡No existe un mago con las doce magias, por eso Kyogan no es uno de esos malditos!
—¡Ya veo! —Vikingo, a pesar su ferocidad, era muy crédulo como la mayoría de su especie.
Dyan continuó quejándose de Kyogan mientras Vikingo le escuchaba, interesado ante el comportamiento humano.
Finalmente, después de que Trinity intercediera, los zeins aceptaron ayudar para sanar al ardana.
Las magias etéreas de Soraya y Trinity abrieron una vía al espíritu de chico, identificando un circuito de redes fracturado en su interior. Todos los zein estrujaron la red del ardana con sus magias, hasta que lograron reparar las fugas. Esaú cayó desplomado, durmiéndose de golpe.
—Vikingo, por favor, haz con nosotros un pacto de silencio —suplicó Trinity mientras acomodaba a Esaú y lo abrigaba con una manta—. La condición de Kyogan aún no puede ser conocida, ni siquiera por vuestra especie.
—Comprendo —respondió, contemplativo y serio—. Les temes a los zeins demoniacos por la boca suelta que tienen, ¿no?
—A ellos más que a nadie —confesó, estremecida—. Y me preocupa demasiado Erebo. Se sabe que algunos zeins zaga de la especie demonio han podido comunicarse con él. No quiero siquiera suponer cuál sería la reacción del dios oscuro. Debemos aprovechar que aún no es omnisciente.
»Ten en cuenta que la condición de Kyogan puede ser una respuesta de Arcana para la enfermedad de la locura. Para mí se está repitiendo una historia, cuando Arcana respondió con la creación de los magos para librarnos de vuestra invasión.
»Pero, aunque me duela reconocerlo, los diseños divinos pueden verse interrumpidos por la mano de Erebo, así que, por favor...
—Tu solicitud ha sido aceptada, Trinity, compañera de Dyan.
»Y a mí también me preocupa Erebo, más allá de lo que imaginas.
—Estamos adentrándonos a una guerra oculta —declaró Trinity—. Los engendros de Erebo son reales. Yo percibí al escarabajo descendiendo de los cielos.
—Entonces es cierto... En Everos también se murmura que los engendros de Erebo son reales. Y ahora hacen falta cuatro más.
Vikingo aceptó las disculpas por haber sido invocado en otras circunstancias; tomó las ofrendas y luego pactó, no solo para luchar contra la emperatriz en un futuro cercano, sino para hacerle frente al mismísimo dios de la oscuridad.
Finalmente, entregó otro collar a Trinity y partió junto a los suyos de regreso a Everos.
Ahora, con la red de Kyogan sana, Trinity esperaba que su niño despertara pronto del coma. No solo anhelaba escuchar su voz y envolverlo en sus brazos; necesitaba su don para detectar cualquier información de los engendros.
Pero el tiempo se retorció con saña. Dos meses después, el silencio de Kyogan persistía. Cyan se consumía junto a su cama, abandonando el alimento, el mundo, Argus, todo. Sus ojos marchitos solo rogaban el despertar de su familia, mientras el tiempo desollaba su corazón pedazo por pedazo.
¿Por qué Kyogan se negaba a volver?
En medio de esta pregunta, nadie detectaba una presencia que merodeaba por los pasillos. Una silueta que se deslizaba por el cuarto como una sombra inversa, contemplando con indiferencia la angustia de Cyan y los inútiles esfuerzos de Trinity.
«Alguien» que se paseaba por el cuarto, alguien que observaba día a día el deterioro de Cyan y los vanos intentos de Trinity por ayudar a Kyogan.
Alguien que no podía ser visto, ni olido siquiera.
Alguien que tenía la apariencia de Kyogan, pero distorsionado, como si hubiera sido dibujado de memoria en la oscuridad.
¿Qué era? Pero lo más importante, si esa cosa tenía el rostro del mago, ¿entonces qué quedaba en esa cama?
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