Capítulo 3: Un castillo en medio de la nada
Muy pocas personas en este mundo sabían que Trinity estaba siendo consumida por una obsesión.
Era un anhelo incesante que la llevaba a distanciarse de Argus de manera frecuente, mientras se justificaba en una verdad a medias: la necesidad de sanar a los que requerían de sus habilidades curativas. Sin embargo, una vez finalizaba dichas tareas, se sumergía en una búsqueda a través del mundo de mayor envergadura, dilatando así el tiempo que deberían consumir sus viajes.
Dyan la acompañaba en esta oportunidad, porque en aquel entonces él también era esclavo de la misma obsesión.
El dragón de Trinity siempre participaba, pero en esta ocasión sin ser invocado, y por lo tanto desde el interior de la curandera. Si una persona desarrollaba extrema afinidad con su zein, podía comunicarse con la bestia «desde el corazón», siendo capaz de escuchar su voz su mente. El zein, por su lado, no solo capturaba sus pensamientos, también se empapaba de sus emociones, desenvolviéndose a través de una conexión que se hacía aún más profunda si había una magia etérea de por medio, como iyan, en este caso, la luz.
—Trinity, por favor... —imploró la voz ronca y resonante de Dahara, cargada de preocupación por la enfermiza obsesión de su querida compañera humana.
—Lo siento, Dahara, no puedo detenerme —respondió ella mientras avanzaba por una pradera cuyo verdor invadía el horizonte, sin embargo, motas de hielo circulaban por el aire y grandes mantos de nieve manchaban el césped y algunos pocos árboles de bajo tamaño. Era, a pesar del verdor, un paisaje carente de vida y movimiento, un rincón olvidado del mundo donde no valía la pena regalar un solo paso.
—Tu perseverancia me abruma. He conocido a tantos seres humanos, pero ninguno como tú.
Trinity derramó una lágrima solitaria que relataba siglos de un dolor imposible de sanar, no hasta que...
—Es solo que... percibo la herida en tu corazón, Trinity, un vacío abismal que no puedes llenar con nada, siento la falta de luz en este agujero y la insistencia de tus emociones por rellenarlo, como un huracán chillón que incluso perturba mis oídos. Me preocupas demasiado.
—Solo ayúdame, por favor, ayúdame a encontrarlo —suplicó.
El zein suspiró de manera honda, esto se hizo oír en las cuevas mentales de Trinity.
—Detente, respira profundo y cierra los ojos —solicitó con pacifismo, dispuesto a hacer todo por su invocadora —. Contacta con la luz del alrededor y la naturaleza, las plantas, el agua. Recuerda que en este momento estamos unidos con nuestro lazo interno, pero necesito usar tus sentidos de mejor forma.
—¿Qué te dice Dahara, Trinity? ¿Detecta algo? —preguntó Dyan con unos ojos cristalinos que reflejaban una ausencia total de alegría, una fragilidad desgarradora, como si le hubiesen arrancado el motor de la vida, dejándolo en una lucha constante por la existencia. Ni siquiera el amor por su esposa lograba suavizar la herida interna que provocaba su obsesión.
—No encuentra nada, Dyan —contestó ella, rota por la desesperanza, arrugando el rostro por encima de un chillido que rasgaría el cielo si pudiera liberarlo.
Dyan se deshizo sobre sus rodillas, aprisionando su cabeza entre sus manos, como si así pudiera controlar la locura en la que estaba por sumirse si no apaciguaba la frustración.
—Lo lamento mucho, Trinity. Quizás solo te he hecho perder el tiempo al venir a un lugar como este y al no hallar el alma que necesitas.
—¡No, Dahara, por favor, no te rindas! —pidió, histérica.
—De todas maneras... este lugar guarda algo muy inusual —comentó, intrigado.
—¿A qué te refieres? —preguntó con una esperanza renovada y enfermiza que frenó el aluvión de sus lágrimas tibias.
—Quizás no encuentro la estela de alma que tú quisieras, pero por algo hemos llegado a este sitio: la estela con el que color que buscas se ha deshecho ciertamente, pero creo que en realidad se ha escondido.
—¿Pero cómo una estela de alma puede esconderse? —preguntó, confundida, mirando hacia todos los lados, hallando solo más vacío y una atmósfera incrustada en una eternidad desolada—. Dahara, yo no puedo ver nada.
—Tranquila, mis ojos son más agudos que los tuyos. Recuerda que estamos uniendo nuestras afinidades y sentidos, pero no puedo forzar en ti la relación que tengo con la magia de la luz. Tu alma me es útil para aumentar mi propia capacidad ante lo emocional y por ende almático. Déjame que yo vea.
—¡Busca la estela, por favor, a lo mejor es él! —gritó, sacudiendo las manos.
Trinity notó la impaciencia en su zein, un desacuerdo.
—Trinity, te ruego que controles tus esperanzas y recuerdes que, muchas veces, hay estelas demasiado similares unas entre otras. No creo que esta sea la que busques. Además, olvidas que solo poseo una magia etérea, así que mis visiones jamás serán tan completas como la de un mago ilusionista.
—¡Pero no importa, Dahara! ¡Es una estela afectada por la magia, y no cualquier estela se afecta por ella! ¡Debe ser él, él! ¡Dahara, por favor, hazlo, hazlo, hazlo!
Dyan se puso de pie, junto a su esposa.
—¿Volvió a encontrar la estela? —preguntó con ojos aguados.
—Sí, ¡Dyan! —respondió, inundada de felicidad—. ¡Esta vez sí!
Dahara, aún dentro de Trinity, se tomó un momento para agudizar su percepción y profundizar su búsqueda de los «rastros» de un alma específica que buscaba la pareja, una marcada por la magia; un alma así liberaba un «aroma especial» y un calor impropio, como si fuese la esencia humana que, después de estar en un horno, desprendía sudor, desplegando de forma más intensa los colores principales que la conformaban.
Lamentablemente, algo perturbó la concentración de Dahara. Trinity sintió su agitación, como si el espíritu del dragón con forma serpentina se hubiera enroscado en su pecho, escondiéndose de algo.
—¿Dahara, qué ocurre?
—Es extraño, siento que alguien me ha observado.
—¿Quién? —preguntó mientras buscaba en el lugar, avanzando entre algunos árboles con cautela y, por supuesto, sin hallar nada.
—No, no desde el sitio donde estás, sino desde mi planeta.
—¿Desde Everos? ¿Pero quién? —interrogó, inmóvil.
—No te preocupes, no es nada.
»Sigue avanzando en camino recto, por favor —indicó.
Trinity caminó en compañía de Dyan, hasta que Dahara le preguntó:
—¿Tú no alcanzas a percibir nada? Observa detenidamente tu alrededor y dime si notas algo.
Trinity examinó con los ojos entrecerrados, notando, en esta ocasión, que el ambiente estaba demasiado silencioso para ser natural, como si buscara ser opacado mientras se enterraba en la inexistencia. Le comunicó esto a su dragón.
—Exactamente. Ahora fija tus ojos en tu izquierda.
Después de un momento de fijación intensa hacia dicha dirección, Trinity descubrió algo que la sobresaltó: una sutil distorsión en el manto de la realidad, una discontinuidad antinatural en el paisaje, hojas en los árboles que se desvanecían brevemente antes de volver a su estado normal, como si delante de ella hubiese un dibujo que intentaba borrarse hasta que era restaurado con rapidez.
—¡¿Qué es esto?!
—Hay una barrera etérea delante de ti.
Con un atisbo de miedo, extendió su mano, tocando una barrera invisible que parecía un vidrio que imitaba el paisaje. Su contacto creó una onda de distorsión en la pintura de esta muralla fenomenal. Después hubo algo más impactante: Trinity retrocedió al observar cómo la barrera tomaba la forma de un gigantesco castillo cristalino y trasparente, tan inmenso que acariciaba las nubes grises. Cuando la onda se disipó, todo volvió a su estado anterior, formando un cuadro que volvía a pintar un campo nevado con algunas plantas por aquí y allá, donde no había nada que rescatar.
—¿Esto es un hechizo etéreo? ¡¿Una protección con forma de castillo?!
—Al parecer.
—Pero no es simple magia etérea —comentó asombrada después de evaluar, paseando sus manos por encima de la barrera, aunque sin tocarla—. Es magia fundida... aquí hay muchos elementos interactuando para crear algo tan bien construido.
—¿Magia fundida? Solo los más entrenados humanos consiguen algo así, ¿no? Has de tener cuidado, porque para lograr esto se necesitan varias personas conectadas con zeins o derechamente a varios zeins.
—¿Debemos romperla? ¿Podemos entrar? ¡¿La estela está al otro lado?! —preguntó sin preocupaciones, solo importándole seguir con su búsqueda.
Dahara observó la barrera a través de los ojos de Trinity. Se notaba una mirada de dragón azul a través de ella.
—Es curioso, a pesar de que es un hechizo demasiado avanzado, no percibo que sea muy poderoso, como si aquel o aquellos que lo crearon no tuvieran un maná de gran nivel.
»Sí, al otro lado se halla la estela. Sin embargo, debes ser consciente de algo: al romper la barrera es muy probable que pongas en sobre aviso a quien la construyó.
Trinity ahogaba un suspiro, atónita. Las preguntas la invadían al igual que una guerra de flechas ocupando su cabeza de campo. ¿Por qué la codiciada alma que buscaba pudiese estar aguardando al otro lado de esta barrera? ¿Cómo llegó allí?
Compartió sus dudas con Dyan y, tras un breve titubeo, la urgencia de su obsesión rompió cualquier reserva, aunque Dyan se adelantó desintegrando la ilusión con un puñetazo envuelto en llamas. La barrera se desplomó en fragmentos vidriosos, dejando tras de su rotura un cráter humeante.
Al cruzar este umbral de niebla mágica, se encontraron con una nueva realidad que contrastaba absolutamente con el paisaje anterior. Ante ellos emergía una aldea devastada desde las sombras del tiempo.
Chozas ancestrales se alzaban como espectros silenciosos, con sus siluetas difusas y casi aplastadas bajo el cielo plomizo. Las paredes, antaño robustas, ahora se cubrían con un mosaico fosilizado de pieles de raksa, tensas y resecas, que crujían con cada soplo de viento.
Sin embargo, aun entre tanta desolación, algo captó la mirada de Trinity: el cabello de árbol que resistía la muerte y cubría algunas viviendas, una maravilla botánica que ella reconoció al instante. Este vello café serpenteaba entre las estructuras, creando un tapiz que protegía contra el frío extremo. Sus filamentos se entrelazaban en una dura alianza, secretando sustancias que combatían la putrefacción, un último bastión contra el decaimiento.
Pero en general, el paisaje era un triste lienzo de destrucción. Árboles centenarios yacían partidos, con sus troncos astillados apuntando al cielo en un grito mudo de agonía. Entre los escombros, los restos retorcidos de bicicletas y carrozas contaban historias silenciosas de vidas interrumpidas. Los corrales, seguramente llenos de vida en su tiempo, ahora eran jaulas que solo encerraban el eco de balidos fantasmales.
Trinity avanzó un poco más, hasta que se cubrió la boca al ver esqueletos humanos que eran como centinelas resultantes de un apocalipsis olvidado, rodeando varias chozas o tirados entre las calles. Sus huesos blanqueados por un sol que ya no los alcanzaba asomaban entre jirones de ropajes que una vez fueron suntuosos, cueros trabajados con pelo de bestia y telas gruesas que ahora solo eran banderas desgarradas de un reino caído.
Contrastando con el decaimiento, sin embargo, un detalle brillante era imposible de ignorar: flores rodeaban cada esqueleto en arreglos meticulosos que desafiaban la lógica del deterioro natural.
Trinity y Dyan se miraron, intercambiando mil preguntas en una conversación muda. Al avanzar un poco más, notaron otro detalle desconcertante: distorsiones circulares pintaban varios puntos de la aldea, como si una mano invisible hubiera retorcido la materia en un bucle interminable. Varias casas y una calavera habían sido deformadas por esta fuerza, convirtiéndose en una masa amorfa al capricho de un artista perturbado.
Al inclinarse y examinar una calavera femenina, Trinity concluyó que había fallecido hacía unos cuatro años. ¿Qué había ocurrido en este sitio? Al parecer, era el resultado de una batalla pasada, pues había señales evidentes, como cortes limpios en los árboles y en las estructuras. Sin embargo, no había rastros de armas ni de cadáveres con indumentaria imperial o de mercenarios. ¿Por lo tanto...?
—¡¿Por qué Dahara nos trajo a este lugar tan loco y raro?! —exclamó Dyan con molestia y desconfianza—. ¿Qué relación tiene todo esto con mi hijo? ¡Dime algo, Trinity!
No supo cómo responderle.
—Trinity —dijo Dahara en su mente—. La estela que buscan está más adelante, escondiéndose de ustedes. Ya sabe que están aquí.
—Creo que debemos seguir, Dyan —susurró, temblorosa—. No lo sé, solo sigamos. La estela está por aquí, pero avancemos con cuidado.
Después de seguir otro par de instrucciones del zein, alcanzaron una granja tan abandonada como el resto del lugar, aunque en ella había más signos de pelea antigua. Había vehículos yacentes sobre espinas de tierra puntiagudas, como si hubiesen sido lanzados al cielo hasta que cayeron encima de estas protuberancias que sin duda habían sido creadas por magia elemental, ezdra.
—¡La estela ha empezado a huir! ¡Ya se dio cuenta de que lo están buscando! —informó Dahara.
Avanzaron, pero el aire se transformó de pronto, adquiriendo la consistencia de una marea viscosa, con una sensación de desesperación y amargura impregnada. Era como si, de pronto, estuviesen entrando a las oscuras cuevas mentales de una criatura bestial. Sombras pequeñas transitaban a través de la atmósfera, como si fuesen sus pensamientos, sus gruñidos.
Luego, los árboles se distorsionaron de repente, estirándose hacia el cielo como si fueran masas elásticas.
—¡¿Pero qué carajos pasa aquí?! —gritó Dyan, para después agacharse, ya que algo cayó desde el cielo: una campana de tamaño colosal que provino del norte, rozando el suelo, hasta desaparecer en el sur—. ¡Esto sin duda es magia, magia distorsionada!
—Son solo ilusiones, la campana, en realidad, no existe y los árboles no se están estirando —explicó Dahara en la mente de Trinity.
—¿Eso significa que aquí hay un mago ilusionista? —preguntó ella, colocando sus brazos sobre ella—. Y busca espantarnos, ¿no? ¿Pero cómo es que...?
—Al parecer.
—¡¿Mago ilusionista?! —gritó Dyan con las arterias marcadas y el rostro enrojeciendo.
—Avanza, Trinity, ¡avanza! ¡La estela está corriendo! —exclamó el zein—. ¡Después preocúpate por las explicaciones!
—¡Corre, Dyan, solo corre! —dijo ella antes de lanzarse hacia su avance—. ¡Ignora lo que sucede, son solo imágenes!
—¡Pero Trinity...! —replicó él antes de seguirla. Su mujer, respetando las instrucciones del zein, se estaba embarcando hacia un bosque ubicado al fondo de la granja—. ¿Por qué el aire está tan espeso y por qué hay un aroma asqueroso? ¡Las ilusiones no deberían tener olor a menos que ese maldito mago se haya metido en mi cabeza, lo que es imposible, porque mi maná no lo traspasa ningún mugroso!
Trinity solo continuó avanzando, adentrándose entre miles de árboles nevados, hasta que se detuvo por un segundo al ver gotas de sangre en la nieve, frescas.
«¿Está herido? ¿Un mago ilusionista herido?»
—¡Está conjurando un hechizo que desconozco, uno que siento demasiado peligroso! —gritó Dahara, alarmado—. ¡Avanza más rápido para interrumpirlo!
—¡Pero Dahara...! —Sollozó ella sin entender por qué la búsqueda de su hijo estaba resultando en una escena tan caótica.
En un acto de desesperación, canalizó un relámpago de maná que la catapultó a través del espacio, alcanzando una zona de silencio, rodeada de árboles imponentes que parecían vigilarla.
—¡Ahí está, a tu izquierda, la estela de alma!
Miró hacia un árbol, sin encontrar nada en él.
—¡Mira bien!
Entrecerró los ojos hasta que descubrió una mancha en la realidad, un borrón en el aire escondiéndose a los pies de dicho árbol. Este borrón, que apenas alcanzaba un metro de altura, salió corriendo, dejando huellas humanas marcadas con sangre y barro, para dirigirse hacia una cueva cuya puerta estaba cubierta con una cascada de plantas.
Trinity conjuró una pared de luz que se interpuso en su camino, lo que causó que la figura tropezara. Cuando el borrón cayó, la distorsión, o mejor dicho, el camuflaje ilusionista que lo rodeaba, se disipó por completo, revelando a un niño de cabello tan negro como el abenuz y puntas de color burdeos, cargando a otro niño, uno de cabello negro azulado y piel pálida, que parecía estar desmayado entre sus brazos. El niño de cabello bicolor lo dejó en el suelo y se posicionó delante, dispuesto a protegerlo con su vida.
Lo siguiente que ocurrió se grabó en el corazón de Trinity por siempre, incluso rompiéndolo en diversos fragmentos. Cuando su mirada se encontró con los ojos de ese niño, observó un alma fracturada, un ser humano pequeño y aterrado, marcado por la lucha insana por la supervivencia. Sus ojos verdes ardían con la furia de un bosque acosado por una invasión de bestias traumatizantes que lo lastimaban. Su respiración era agitada y su rostro un volcán de ferocidad.
Trinity se extrañó al ver que, en medio de la andrajosa ropa que lo cubría, colgaba un relicario; no, no colgaba, estaba incrustado en su piel y pecho, rodeado por un enrevesado sistema de arterias, como si el objeto se estuviera convirtiendo en uno solo con su carne.
—¡Protégeme y ayúdame, haré lo que quieras! ¡Protégeme y ayúdame, haré lo que quieras! —recitó el niño para sí mismo mientras miraba a Trinity, buscando la forma de deshacerse de ella—. ¡Aléjate o te corto la cabeza! —la amenazó con un cuchillo de cocina—. ¡Aléjate o te corto la cabeza!
»Protégeme y ayúdame, haré lo que quieras —continuó repitiendo una y otra vez, como si hablara con alguien más, quizás un clamor a algún dios divino.
—Esa es la estela que buscas, Trinity, ahí está.
Una confusión arrasadora hizo que Trinity casi cayera de rodillas, distorsionando su semblante. Ella estaba obsesionada con encontrar al hijo que perdió hacía unos años, cuya alma tenía como color principal el verde —toda alma tiene un color primario—. Conocía cada tramo de su bebé, su esencia, y sabía con extrema exactitud que aquel ardana con rostro endemoniado no se relacionaba en nada con él.
Aun al día de hoy, después de tantos años y ya en Argus, continuaba repitiéndose esta pregunta: ¿Por qué la búsqueda de su hijo la llevó hacia Kyogan?
En ese entonces se le hizo imposible querer a Kyogan como si fuera su hijo, un extraño e inoportuno remplazo que le imponían los dioses, pero con el tiempo lo hizo: amó al pequeño a pesar de todos los problemas y maldiciones que venían con él.
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