Capítulo 13: Tres máscaras
Antes de que Shinryu se escapara de Argus, tuvo una experiencia... ¿paranormal?
No, no fue una, sino varias.
De un momento a otro empezó a sentir la mirada de alguien —o de algo—, una sombra en su espalda que se evaporaba por completo cuando acumulaba valentía y miraba hacia atrás, hallando solo una estela desoladora, como si un pedazo de la atmósfera hubiese sido arrancado para que él no la descubriera.
Lo mismo ocurrió en el Valle de los Reflejos, aunque solo una vez. Llenaba canastas con frutas cuando el aire se volvió más filoso y frío, como si un hielo en polvo aullara entre los intersticios del mundo. Y allí se presentó una vez más esa mirada, ahora escondida en la penumbra de los arbustos. Era semejante a los ojos rojos de Rakira, el ave más increíble de Evan, una criatura que apagaba la presencia, pero no así su mirada, que no era simple observación, sino la anatomía del acecho, un bisturí de inteligencia que diseccionaba cada latido y temblor perceptible. A veces, Rakira permitía escapar a sus víctimas sin explicación, pero en otras las arrebataba de la tierra y engullía hasta la última gota de sangre de sus cuerpos.
Pero esta sombra transmitía algo más... agudo e intrincado. Cuando Shinryu regresó al palacio después de esa tarde, percibió la misma calidez que podría encontrarse en Nevadra, mientras emanaba desde lo profundo de este mar helado un pulso calculado imposible de descifrar. Era una presencia que lo examinaba con una neutralidad quirúrgica y otras con una irritación que ardía al igual que un circuito sobrecalentado.
Shinryu sintió, antes de irse a dormir a un campamento, que estaba en peligro, como si esta máquina —o lo que fuese— descompusiera sus pensamientos en líneas de código, recalculando su valor hasta determinar que su existencia era un error que debía ser borrada.
Sin embargo, se dispuso a orar hacia su diosa Loíza, y esta mirada se retiró.
Las conclusiones sobre este fenómeno eran muchas, pero todas brillaban por su confusión, aunque había una que podía sonar lógica: Shinryu aún batallaba contra el estrés postraumático, con las alucinaciones que le hacían ver la cabeza de Inadia sobre los escritorios y el niño siniestro que vio en el cielo, así que sufrir la persecución de una sombra solo se mezclaba con los juegos macabros de su mente exaltada. Además, los medicamentos que le había dado la curandera de Darien, a veces lo dejaban menos capacitado para discernir su alrededor.
La situación continuó una mañana cuando notó en el cuarto de Kyogan la misma presencia, pero esta se apartó en un pestañeo.
Quiso contarle algo a Cyan, pero al verlo doblegado sobre una silla junto a la cama, prefirió no atormentarlo más, mucho menos con situaciones que, como siempre, carecían de explicación. Además, demostraba no estar dispuesto a escuchar nada que no tuviese que ver con la recuperación de su hermano.
En la noche, cuando Shinryu ya estaba decidido a retirarse del palacio, se escabulló a la biblioteca, aprovechando su escasa presencia y lo que había aprendido de Kyogan en aquellos tiempos en los que se escabullían al Valle. Sí, reconocía que tenía su influencia, y pedía unas cuantas disculpas a Loíza por ello.
Comenzó a buscar un mapa específico entre las estanterías laberínticas, cuando volvió a sentir la sombra. No...
Esta vez la vio.
Se trataba de una distorsión con silueta de hombre, conformado por puntos que chocaban unos con otros como si un millar de señales colisionaran en un punto del universo, luchando por encontrar un circuito que se les negaba.
Nunca Shinryu había quedado tan inmóvil y sin respiración, a excepción del día en el que descubrió a Kyogan.
Lo otro asombro, aterrador o intrigante, era que esta figura se hallaba sentada en un escritorio mientras... ¿leía? Había torres de libros sobre la mesa y uno abierto delante de él.
El sudor empezó a rodar por el rostro de Shinryu, su mirada se desorbitó cuando las manos de esa figura empezaron a mover las hojas de dicho libro con la rapidez del viento. Sus ojos —si es que los tenía— absorbían los conocimientos de esos párrafos a una velocidad que ni siquiera se lograría con la intervención de un hechizo etéreo manipulando la mente humana.
Y entonces... esta distorsión volteó a ver a Shinryu.
No había un rostro en él, sino una oscuridad absoluta conformando su cabeza, una caverna que absorbía la luz, el alrededor mismo, el oxígeno, la fuerza, como si fuese una aberración cósmica con hambre interminable.
No tenía ojos y aun así Shinryu sabía que era observado de forma sin igual. Cada segundo lo encogía más y más, tanto que pasaba de ser una hormiga, hasta incluso algo menor, una célula, un punto expuesto ante la mirada de una nebulosa en el universo.
Algo latía en esa criatura antinatural, una gema que palpitaba como si fuese un corazón de cristales naranjas, verdes, turquesas y cafés. Allí, justo en su estómago.
El terror volvió a paralizar a Shinryu cuando ese ser se levantó y dio un paso hacia él; luego ladeó la cabeza, buscando otro ángulo para analizarlo. En ese momento, parecía ser una criatura que no entendía nada mientras se comunicaba con alguien que creía estar soñando.
Después dio otro paso, pero uno muy distinto al anterior, uno que sonó como si aplastara toda la biblioteca con él, haciéndola crujir aunque no se moviera un solo libro de una estantería. Shinryu hiperventiló con locura.
La criatura irguió su cabeza. Y Shinryu solo supo que estaba sorprendida, quizás por su reacción. Clamó en su interior a todos los dioses mientras ese ser seguía estudiándolo, hasta que dio otro paso, y otro, buscando desarmar sus oraciones. Shinryu no lo soportó más y corrió más rápido de lo que jamás había hecho en su vida, tal vez más rápido que cuando había intentado salvar a Kyogan y a Cyan.
Ya muy lejos de la biblioteca, se apretaba la cabeza con las manos, ahogando un grito mental, un aullido de mil voces, una explosión de mil ideas, pero nada salía de sus labios; solo continuaba corriendo mientras ríos de sudor empapaban su ropa.
¿Estaba loco?
Loco.
¡Sí, loco!
¿Qué estaba pagando? ¿Por qué le sucedía esto a él? Lo único que había hecho en la vida era buscar la forma de mantenerse como una buena persona, pero los castigos y las confusiones no tenían la más mínima intención de cesar su acoso.
Cuando cayó de rodillas sobre un jardín a causa de sus pulmones sobreexplotados y después de comprobar que nada lo seguía, empezó a respirar profundo incontables veces. Pensó en abandonar su plan de huida esta noche; pensó en ir donde Trinity y clamar ante ella, ya sin esa coraza de niño bueno que todo lo resistía y desarmarse como un bebé que necesitaba el amparo urgente de un adulto sabio.
Pero al cabo de un tiempo, se levantó con una radiante mezcla entre desespero y decisión.
Concluyó que debía continuar con su plan, es más, este podría ayudarlo para corregir todo lo que estaba viviendo. Entonces se deslizó entre los rincones más ocultos de Argus, puertas, jardines y puentes hasta que sus pies se encontraron con el océano de kymaeles y césped a las afueras del palacio.
Al cabo de media hora, alcanzó Álice, donde tomó el tren con forma de bala blanca para dirigirse a su destino. Aprovechando su habilidad para pasar inadvertido, se escabulló entre los pasajeros sin siquiera pagar un ticket. Ahora, entre cómodos asientos de terciopelo que intentaban abrigar su helado cuerpo, empezó a reafirmar su decisión mientras miraba la ventana, los árboles, prados y cerros quedando atrás.
«Voy por ti, mamá».
La noticia sobre los magos huyendo de las cárceles desmoronadas a causa del terremoto, aún latía dentro de Shinryu, floreciendo en una obsesión que ya no podía resistir, como una maleza salvaje que colonizaba cada pensamiento.
Allá afuera podía estar mamá. En su caso, pudo haber escapado de un laboratorio, ubicado en los sótanos más profundos de estas cárceles.
Shinryu sabía que, si le habían quitado todo el maná, le bastarían unos diez minutos para regenerar la pizca suficiente y conjurar hechizos que someterían a un mismísimo sanukai.
Mamá era poderosa.
Shinryu siempre lo supo, y lo comprobó desde que pisó Argus y comprendió el funcionamiento del maná y las magias.
Bastaba con mirar atrás y recordar cómo mamá sometía un bosque entero y todos los raksaras con sus magias etéreas, doblegándolos a voluntad, aunque nunca de forma cruel, para no asustarlo a él.
En ese entonces, Shinryu pensaba que era algo normal, pero al estudiar distintos raksas y sus niveles, supo que mamá sometía a criaturas con nivel sesenta, al mismo tiempo y sin problema alguno.
Mamá también había sido sumamente asusta, había escogido vivir en un bosque resguardado por criaturas poderosas. ¿Por qué? Por razones que podían ser un tanto... obvias.
¿Pero cómo encontrarla? Lo único que tenía claro era que mamá podía percibirlo, era la única capaz de hacerlo. Ella siempre lo encontraba en ese bosque cuando él intentaba jugar a las escondidas o se las daba de explorador.
Ese lugar era su destino actual, o bien la capital, donde residía la cárcel destruida.
Debía guiarse por un instinto espiritual. Y debía confiar en que mamá podía sanarlo de su enfermedad. Lo sentía, alguien le decía que ella tenía las respuestas a esto y mucho más.
En unos veinte minutos, arribó al paradero que lo guiaría al corazón de Midaria, una ciudad con infinitos caminos que se conectaban entre sí en una danza de intercalación, diversificaciones y rotondas flotando en las alturas.
Por un momento, Shinryu desconoció su propio mundo. Se había acostumbrado a la naturaleza de Argus y a su gente apegada a la belleza de la antigüedad. Ver camionetas, camiones y distintos autos estrambóticos que abrigaban cierta forma de raksaras, como si sus luces fuesen ojos de aves tranquilas, causaba un choque con su vida pasada, cuando solía vivir enterrado en una casa y miraba el mundo desde una ventana, sintiéndose vacío ante sus avances.
Caminó por una vereda, acompañado por un recorrido de postes que alumbraba las calles con luces etéreas, llamas encerradas en cápsulas cristalinas que refractaban la luz en forma de estrella.
Pese a la profundidad de la noche, había una cantidad considerable de vehículos circulando; pero era algo normal, ya que Midaria había sido construido para que funcionara como el corazón de todas las ciudades.
A Shinryu le confortó descubrir que no había rastros de destrucción dejados por el terremoto. Una vez más, Sydon demostraba que era inigualable a la hora de organizarse para construir lo que se le antojara. Todo lucía incluso más sólido que antes, con placas flameando colores elegantes en los pilares y bordeas de las carreteras.
Esperaba sentado en el paradero, con su aliento formando nubes ante sus labios, con sus manos inquietas jugando entre sí, cuando de pronto vio que el suelo bajo sus pies comenzó a.. ¿iluminarse con un color naranja?, cual pequeño sol dibujándose.
Era incluso bonito, pero entonces un presentimiento le dijo que algo iba mal, llevándolo a mirar hacia el cielo, donde deslumbró un meteorito cayendo.
«No puede ser», fue lo primero que pensó.
La bola de fuego se hacía más grande a medida que se acercaba, más y mucho más. El horror y la confusión desdibujaron el rostro de Shinryu cuando notó que, dentro de esa esfera de calor, rugía una sinfonía de gritos clamando auxilio.
¡No era un meteorito! ¡Era un bus con decenas de personas dentro!
Todo su ser gritó, cada rincón, cada emoción. Empezó a correr lejos del paradero hasta que el bus colisionó contra la carretera, causando un crujido ensordecedor, agrietándola en una conflagración de fuego, cemento, metales y carne desprendida de sus huesos.
Por un segundo, Shinryu quedó totalmente sordo y, cuando empezó a oír, pareció hacerlo por debajo del agua, mientras unos escombros le habían rasguñado la frente y yacían arremolinados por el camino.
Acto seguido, empezó a escuchar el caos del tráfico circundante, el patinaje de ruedas que buscaban evadir la escena. Y una risa.
Una risa aguda que se elevaba al cielo con enorme alegría y burla.
Una risa de un hombre que se deslizaba de lado a lado, o más bien se transportaba, y con una cierra verde entre sus manos, un hombre con el cabello en puntas salvajes, bañado en colores chillones. Su rostro estaba completamente tatuado con dibujos de rebeldía demoníaca.
Aparecía delante de vehículos que, al intentar evadirlo, chocaban contra los bordes de las calles. El sujeto empezaba a rebanar ruedas, a partir autos por la mitad, alimentándose del terror de la gente desconcertada.
Como los magos han escapado, se les recomienda a todos sumo cuidado. Si no poseen escoltas o el nivel adecuado para hacerles frente, quédense en sus casas.
Shinryu había leído este anuncio varias veces en algunos carteles de Álice, pero siempre intentó hacerse el ciego ante ellos. ¡¿Qué tipo de arrebato lo había poseído?!
Después de esconderse tras el pedazo de escombro más grande que encontró, que ni siquiera alcanzaba el medio metro de altura, vio que otro vehículo estaba siendo elevado hacia el mismísimo cielo. No podía dejar de ver cómo las personas abrían puertas y ventanas e intentaban saltar, así colisionaran contra el suelo y el maná no fuese suficiente para protegerlos correctamente.
Una sirena había comenzado a sonar, la misma chirriante que anunciaba el ataque de magos, pero calló de un solo golpe cuando un fuego mágico la desintegró en menos de un segundo.
—¡Te has hecho tan magnífico, mi gran señor, mi gran inspiración, mi pirómano maniaco! —El sujeto de la cierra alababa a alguien mientras seguía deslizándose por las calles, buscando más víctimas, más carne que herir.
Entretanto, más hombres aparecían, cientos, quizás miles, formando barricadas en todas las calles para que nadie más pudiera entrar o huir. La mayoría estaba encapuchada de negro, pero había otros utilizando máscaras con tres formas distintas, representando un demonio diferente, uno rojo de cuatro cuernos, otro amarillo de seis y uno violeta de dos.
Eran seguidores de Erebo, pero nos los que hacían trabajos pobres, los que hacían «tonterías» en las calles —tonterías según el imperio—; eran súbditos más cercanos a los líderes oscuros.
Shinryu sintió que sus entrañas fueron quemadas cuando vio a un mago levitando, sí, levitando por encima de una rotonda cercana, alguien cuya apariencia era similar al de aquel que llevaba la cierra: salvaje, un sujeto con el cabello en puntas naranjas, mientras cargaba un semblante juvenil desarreglado, loco.
Todo se volcó dentro de Shinryu al reconocer quién era.
Zevin, uno de los trece magos que puso al mismísimo imperio de cabeza, uno de los trece que ayudó a dirigir la guerra hace nueve años y que, según algunos murmullos relataban, poseía junto a los demás cierta resistencia a la enfermedad de los magos.
Aunque pudiera ser solo una teoría para infundir más miedo, pues el rostro de Zevin no transmitía cordura alguna; sus venas inflamadas y naranjas —por estar cagadas de maná—, dibujaban circuitos de ira, de poder, de rencor en su rostro y cuello. Gritaba a toda voz y alevosía mientras elevaba más vehículos, controlándolos a través de todas sus magias elementales, e iluminándolos como antorchas de fuego despiadado.
Por si fuera poco, elevó cuerpos humanos, torciéndolos en el aire, partiéndolos en dos, mientras reía con regocijo, como si al fin hubiese llegado su momento de venganza, seguramente por el dolor que había experimentado en la cárcel durante tantos años. Ahora, podía desatarse con absoluta libertad.
Algunos pocos hombres intentaron resistirse a sus redes, ¿pero qué podían hacer contra un mago que poseía un monstruoso nivel ochenta y dos?
Esto era lo más terrorífico que podía conjurar un mago elemental, controlar tu cuerpo al antojo mientras solo podías observar y retorcerte por dentro.
—¡Vamos, denme más carne que quemar! ¡Vamos, paguen cada palabra que han escupido contra los magos y recuerden quiénes reinaron el mundo!
—Destruirá todo si sigue así —se quejó un seguidor de Erebo que transitaba cerca de Shinryu, con una voz que sonaba metálica detrás de su máscara.
—Y está acabando con más de los necesarios —apoyó otro con mayor seriedad—, mejor dicho, no de la forma correcta.
El sujeto de la cierra reapareció de pronto en el paradero, y carcajeó con una inmensa sonrisa antinatural cuando vio que el chofer del bus estrellado había sobrevivido al cubrirse con un maná de nivel decente. El hombre gateaba lejos del fuego, mientras sangre goteaba de sus llagas abiertas y quemaduras devoraban varias partes de su cuerpo.
El seguidor de Erebo lo volteó con una patada para que se miraran mutuamente y lo pisoteó en el pecho mientras cada rincón de su semblante se llenaba de deleite por el acto, sí, su mayor deleite era ver el sufrimiento ajeno, el estado más puro de desesperación, la máxima vulnerabilidad de un ser humano. El chofer empezó a luchar contra él, gritando, aplicando esfuerzos inhumanos para apartar esa cierra que se acercaba a su rostro. El seguidor de Erebo rio otro poco antes de pausar el forcejeo de golpe, causando que la fuerza de su víctima se dirigiera hacia la nada. Allí, con suma rapidez, aprovechó para mutilarle un brazo.
Los gritos descuartizados que siguieron a continuación revivieron todos los traumas de Shinryu, trayendo a su mente esa noche en la que vio a los insectos comiéndose a los pueblerinos que habían asesinado a Inadia. Eran iguales, rasgados, sobrepasando el volumen humano, un dolor descomunal perforando el aire y el corazón.
El seguidor del dios oscuro mutiló otro brazo, después pierna tras pierna, mientras su víctima, un simple trabajador, se deshacía en ríos de sangre. La cierra alcanzó su boca y la abrió, desprendiendo la mitad de su cabeza hacia arriba, acabando con un hombre que, en su último momento, solo había recordado a su esposa y a niños que esperaban un pan que ya no les llegaría jamás.
—Esto no se trata de matar a diestra y siniestra, Nerson —criticó un seguidor, uno que llevaba una máscara violeta de dos cuernos—. ¿No te enseñamos la forma correcta?
La sonrisa de ese tal Nerson se borró de inmediato, para ser remplazada por la rabia y la impotencia de quien no acepta ser juzgado, menos cuando, según su apreciación, solo estaba actuando de manera brillante.
El enmascarado, lejos de demostrar cualquier pizca de temor, continuó con el tono de quien maneja las cuerdas detrás de todo.
—Los órganos de las personas deben quedar expuestos ante el cielo, su brillo. ¿De qué otra manera alimentarás correctamente al tercer engendro? Tus actos son más bien para alimentar al primero, el cual ya ha nacido.
—¿Y acaso Xylarox no sigue necesitando comida? —escupió.
—Sí, y siempre la necesitará, pero ya no es un requisito fundamental para que nazca, además, ya no hay nada divino que lo ate como para que siga necesitando crecer en demasía.
Un seguidor con una máscara roja de cuatro cuernos se acercó para intervenir con evidente hartazgo:
—Lo más íntimo del ser humano debe ser expuesto en circunstancias prohibidas por la ley. ¡Esta instrucción debería bastarte! ¡Ahora ve, rescata los órganos que queden, límpialos de la sangre y colócalos en medio de la calle!
A pesar de las chispas de odio fluyendo por los ojos de Nerson, contestó:
—Sí, señor.
Lo que acompañó los oídos de Shinryu a continuación fue el crujir de la carne abierta y los líquidos humanos cayendo el suelo en borbotones. El chico se cubría la boca con cada fibra de sus fuerzas, ahogándose, por poco enterrándose la boca en el cráneo, obligándose a no pensar, a no sentir, aunque todo su ser estuviera en un estado de terremoto.
Luego vino algo peor.
Sí, peor... porque volvió a percibir el mismo niño que había visto en el cielo antes de que se liberara el terremoto.
Eran unos ojos rojos e infantiles que rasgaban las alturas, dos abismos de negrura primordial que atravesaban los límites de la física, dos pupilas que destilaban una oscuridad más antigua que la humanidad misma. Llevaban grabados los males que las culturas no lograban aún siquiera concebir, el peso de todos los pecados y el poder de una deidad en ascenso.
De él emanaba un ácido espiritual tan denso que parecía licuar la materia, una gravedad metálica que aplastaba los espíritus, regalando una sonrisa gigantesca que comenzaba a dibujarse en los pliegues más íntimos de la consciencia.
Shinryu entró en un estado de convulsión mientras esos ojos se regocijaban por lo que estaba sucediendo, mientras emanaba un retorcido amor por los que estaban causando este mal. Se cubría la cabeza, se abrazaba en una posición fetal, no entendiendo por qué lograba percibir todo esto.
El seguidor enmascarado que había regañado a Nerson, sin sentir nada de esto, volvió a llamarle la atención al sujeto:
—¡¿Te olvidas, acaso, que también necesitamos el terror?! ¡Asecha antes de acabar!
Conjurando mil maldiciones en su mente, Nerson torció los labios antes de acercarse a un vehículo volcado. Una mujer estaba atrapada en él, con su cabeza fuera de la ventana, gritándole a su esposo para que reaccionara, el cual yacía postrado a un lado.
Nerson sonrió mientras se acercaba con lentitud, para que cada paso fuese un terrorífico aviso sobre ella, alimentando una tensión insoportable que retorcía todos los sentidos humanos.
La mujer gritó incontables veces «¡¡aléjate!!», antes de que la cierra pasara por su cuello con una pausa vil.
—¡Ya estamos por liberarte, papito! —gritó una seguidora de Erebo con malcriado, una adolescente que no llevaba la máscara de los seguidores, pero sí las telas negras y siete cuernos que brotaban de su cabeza.
Miraba al cielo como si fuese la única que podía percibir, así fuese una parte, del niño que los observaba.
Entonces algo bajó desde las alturas en respuesta a sus palabras, una recompensa que viajó entre todos los seguidores, una dulzura romántica y tóxica por parte de Erebo. Cada seguidor se sintió como un hijo amado que avanzaba en la otra cara del bien, mancillando la desagradable luz que reprimió al dios de la oscuridad por tantos milenios, haciendo justicia contra las divinidades que lo mantuvieron desolado.
—¡Debemos seguir adelante! —dijo un seguidor, ahora más decidido que nunca—. ¡Cada grupo tiene aún una tarea por delante! ¡Deben avanzar a los nidos de los Ikkius y torcerlos aún más!
Continuaron abriendo personas y quemándolas vivas.
A estas alturas, Shinryu ya había superado el umbral de aguante. Su piel era un líquido pálido, cada vez más fría y carente de vida. Sus ojos eran túneles rotos hacia un alma perforada que había dejado de funcionar correctamente.
Solo un mero instinto despertó en él cuando los seguidores empezaron a buscar entre los escombros para ver si había sobrevivientes. Movió apenas unos centímetros su cabeza hacia la dirección por donde se desplazaban.
Sus entrañas le decían que había llegado su fin.
Aun así, esa voz que apelaba a la vida no reaccionaba; mas apenas latía desde lo profundo de un océano mental. Su espíritu solo decaía al saber lo que le harían, como si ya no tuviera fuerzas para luchar contra un destino irrenunciable, por muy macabro que fuese.
Tampoco podía huir de un dios que seguramente estaba por incrustar sus ojos en él.
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