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Capítulo 1: El fenómeno

   Darien, el profesor con la mente más brillante de Argus, jamás podría olvidar el alucinante fenómeno que observó cuando tuvo que salvar a Kyogan. Sí, alucinante. ¿O cómo más podría describirlo? Quizás arrasador. Pero ciertamente una clave que, en un futuro, sería esencial para descifrar el secreto más insólito del planeta.

    En una cámara enterrada en las profundidades sombrías de Argus, Darien no luchaba como si estuviera intentando resucitar a un simple estudiante; no, más bien como si se jugara el destino del mundo. Sus manos llenas de sangre y rodeadas de hechizos acuáticos hiperacelerados eran testimonios de su esfuerzo sobrehumano, así solo estuviera esculpiendo vida en algo ya irreparable.

   Lo único que lo acompañaba era un aire espeso y metálico que se podía comparar con el aliento del mismísimo dios oscuro, Erebo, ahogando cada suspiro con su carga de hierro y muerte. No era más que un regalo mortal del bélico terremoto que había sacudido hasta los cimientos del mundo, consecuencia del nacimiento del primer engendro.

    El profesor debería, por supuesto, estar ayudando a miles de personas necesitadas en estos momentos, heridos por el terremoto, pero bajo ninguna circunstancia les daría socorro. Así el escenario se volviese aún más catastrófico, él se quedaría allí, ayudando al joven.

   Las llagas de Kyogan eran grietas sangrientas en carne fresca, viajando entre tela rasgada y empapadas con el hedor de la piel quemada. La herida en su vientre era la más grave de todas, un cráter de carne y ceniza, un revoltijo de dolor donde la pared abdominal parecía haberse fusionado con las membranas del estómago en una cohesión de fuego antinatural. Era una imagen tan chocante que incluso aturdía los ojos de un profesor que ni siquiera estaba acostumbrado a sufrir sentimientos intensos. También era abrumador notar una parte del cráneo que sobresalía, trizada, a través de una larga laceración en la frente del chico. Era como si Kyogan se hubiera revuelto en un tornado de cuchillas apocalípticas.

   Darien seguía sin comprender lo que le había sucedido. En un principio creyó que su estado era una consecuencia del caos que había estallado repentinamente contra el mundo, o un ataque de los raksaras insectoides enloquecidos. Sin embargo, las heridas evidenciaban algo muy distinto. 

    ¿Kyogan había batallado contra un... zein?

   «¡Debí haber cuestionado a Shinryu sobre lo que le pasó! ¡Ese muchachito...!», se reprochó Darien con los dientes apretados y los dedos enterrados en la frente. Sin embargo, no tenía tiempo para lamentarse por nada.

   No hallaba qué hacer.

   No podía salvar a Kyogan él solo.

   Con avidez y rabia, guardó un relicario que le había arrebatado a Kyogan, para luego reacomodar la máscara de oxígeno en su pálido rostro y lanzar las manos sobre su pecho para continuar con la reanimación cardiopulmonar.

   Fue entonces que la puerta del cuarto se abrió con un estruendo, dejando entrever a Dyan con un rostro enrojecido, un mapa de estrés extremo. El líder de Argus había estado entregando cada gramo de fuerza para salvar todas las vidas a su paso, hasta que unos alumnos le informaran que Kyogan estaba muerto.

   —¡¿Darien?! —cuestionó con un grito y la mirada turbada. Ver al profesor resucitando al chico le prensó el estómago hasta convertirlo en una pequeña piedra de plomo—. ¿Kyogan...? ¿Qué pasó con...?

   —¡Las preguntas para después, Dyan! —sentenció Darien con su piel bañada en sudor y una autoridad que no admitía errores—. ¡Necesito que utilices los hechizos que te enseñó Trinity para revitalizar el organismo! ¡Y tienes que introducir en Kyogan un invasor ahora mismo!

   »¡También llamé a Rechel y a Esaú, pero ninguno ha llegado! La necesito a ella para que done su sangre y hagamos un ritual de sincronización celular. ¡Pero ya!

   —¡Pe-pero solo tengo un invasor! —replicó después de retroceder un paso, contagiándose con el estrés de Darien, una cascada caliente­—. Es para casos sumamente urgentes y mi maná no se puede tocar con el de Kyo...

   —¡Kyogan no tiene maná en este momento para repeler a nadie! —le increpó.

   —¡Pero aún no sé nada de Trinity! —vociferó mientras sus ojos eran dos esferas conteniendo terror y preocupación masivos—. ¡No sé si está viva! ¡No está utilizando ningún hechizo astral para comunicarse conmigo, para decirme si está bien!

   »¡¿Por qué, Darien, por qué empezó a temblar de la nada?!

   —Por la gracia de Loíza. ¡Trinity es una de las mujeres más hábiles que existen y tiene un dragón legendario a su lado! ¡Si no se ha comunicado es porque debe estar salvando vidas! ¡Solo muévete! ¡Sabes muy bien qué perderemos si no salvamos a Kyogan!

   Dyan, después de reaccionar, corrió de regreso por los pasillos para liberar un vozarrón inhumano que resonó por casi todo el palacio, un llamado de urgencia para que apareciera Rechel; luego corrió hacia otra habitación a través de ese laberíntico y sombrío subterráneo, para regresar con un huevo plateado.

   Un alarmismo mudo llenó la recóndita recámara donde estaba Kyogan cuando Dyan y Darien compartieron una mirada. Ambos se preguntaron qué hacer contra algo llamado Sek-rythan, que quería decir, «viaje hacia la muerte». 

    Lo más preocupante, así sonara inverosímil, no era que el cuerpo de Kyogan estuviese destrozado, sino que su alma estuviera abandonando este mundo en un viaje de prolongación incierta —donde solo las teorías ofrecían explicaciones de su duración—. Una vez finalizado, alcanzaría el espíritu de la muerte, ángel aliado de la ruina y creación de la diosa Arcana, que engulliría su alma. Allí ya no importaría cuánto lo sanaran. Aun en un estado de completa salud, su alma no regresaría nunca.

    ¿Cuánto duraba el viaje a la muerte? A veces quince minutos, en ocasiones hasta una hora, pero nunca más que eso. La incertidumbre enfermaba los nervios de cualquiera.

   El Sek-rythan era uno de los sistemas más temidos en el mundo, un misterio que minaba la confianza ante lo que las magias podían ofrecer por la salud. Dyan recordaba con horror cómo su propia mujer había restaurado cuerpos aniquilados, sin lograr que sus corazones volvieran a palpitar por más que unos segundos, hasta que volvían a apagarse, drenados por una promesa de muerte irrevocable.

   Dyan vacilaba mientras un zumbido ensordecedor llenaba su cabeza. El mega terremoto había sacudido algo más que la tierra; su espíritu, recordándole que los dioses existían y que estaban más que enfurecidos. El Sek-rythan era, de hecho, un castigo impuesto por Arcana.

   —¡¿Por qué no llamaste a Esaú?! —exigió saber Darien mientras seguía maniobrando para reanimar a Kyogan.

   —¡Se largó hace rato porque su amuleto se activó, ese pacto astral que hizo con su mujer! —explicó, ahora concentrado en cerrar las heridas en la cabeza de Kyogan con un par de hilos verdes y sobrenaturales que eran guiados por la magia de la planta—. ¡Dijo que la flecha del corazón que tenía en su cuarto cambió de dirección, así que salió corriendo a buscar a Dadiva!

   —¡Por la esencia de Arcana, ¿por qué ahora?! —protestó Darien sin poder creer que ese maldito hechizo astral que Esaú guardaba en su cuarto se hubiera activado de manera tan inoportuna, anunciándole que Dadiva, su primer amor, estaba clamando por su presencia.

   Acto seguido, Dyan destrozó el huevo plateado, revelando una delicada planta con un manojo de millones de hojas microscópicas que se unían en una burbuja, brillando con una luz verdosa y prometedora. Esta planta, o también llamado invasor, era muy especial, resultado de uno de los hechizos más complejos que Dyan había recitado en su vida, donde depositó una parte de su mente con instrucciones precisas para regenerar un cuerpo en estado crítico.

   Entregó una porción de su maná color café, activándola, y luego aprovechó una incisión que Darien estaba dibujando en el vientre de Kyogan para introducir la planta. El invasor, con todas sus hojas, se deslizó en el interior del joven como un ejército de soldados dispuestos a reconstruir cada órgano dañado.

   Entretanto, Dyan y Darien compartían una calurosa discusión, con el líder exigiendo respuestas.

   —¡No lo sé, Dyan, no sé qué le ocurrió!

   —¿Y por qué le cortas el vientre?

   —Porque la magia me hace sentir que tiene un sangrado interno.

   Dyan pareció compadecerse por Kyogan en ese momento. Al dedicarle otra mirada, liberó oleadas de angustia que desgarraban sentimientos enterrados.

   Cuando Darien terminó de abrir el vientre de Kyogan, se vio su estómago mal cerrado, rodeado de sangre, un saco roto, un trapo viscoso que vertía sus pocos jugos ácidos sobre los órganos circundantes, quemándolos poco a poco.

   En medio de este infortunio, por suerte, estaba el hombre más poderoso de Argus. Los pequeños soldados cerraban el estómago de Kyogan con una velocidad impresionante, fortalecidos por el maná de Dyan, como hilos uniendo carne y guerreros purificando la sangre y todos los epitelios, mientras derramaban sustancias microscópicas para pasar inadvertidos ante el sistema inmunitario.

   Pero la vida del muchacho aún no regresaba. Y el tiempo seguía avanzando. 

   Darien se llevó las manos a la cabeza, dejando un manchón carmesí en su piel mientras percibía que Kyogan aún estaba en estado de hipoxia —insuficiencia de oxígeno—. A través de akio, magia del agua, tenía visiones que le graficaban cómo todo se extinguía dentro de él, cómo las células perecían en cadena, cómo su cerebro...

   Intentó aplicar otra estrategia, pero justo en ese momento y por si no hubiera suficientes desgracias, Dyan se alejó de la camilla de forma repentina con el rostro contorsionado, presenciando una calamidad que, para él, era peor a todo lo que sucedía.

   —¡¿Qué es esto, Darien, qué es?! ¡¿Maná?! —preguntó, apuntando a Kyogan con dedos escandalosos, como si viera una monstruosidad encarnada sobre la camilla.

   Pequeñas volutas de energía habían comenzado a fluir desde el cuerpo del chico, un maná moribundo que brotaba desde sus poros. Para Darien, lo más alarmante fue descubrir el color magenta de esas partículas brillosas, un tono que no representaba el maná común de Kyogan.

   «No puede ser... —pensó—. ¿El segundo maná? ¡¿Kyogan, acaso activaste tu zen?!»

   Contuvo un grito de horror al darse cuenta de que Dyan estaba perdiendo el juicio ante esto, sufriendo la liberación de un monstruo interno que no era capaz de soportar lo que veía. ¿Estaba ante él el segundo maná de Kyogan? ¡Solo los magos tenían dos...!

   —¡¿Qué es esto, Darien, qué es?! ¿No me digas que Kyogan es un...? —Se alejó, hasta que su espalda tronó contra una pared—. ¡Un mago, mago, mago, mago, mago...!

   Dyan aún odiaba a los que habían nacido con magia con una pasión ardiente. Kyogan no podía ser uno de ellos, ¡no, no, no, no! ¡No podía ser cierto que hubiera estado cuidando a un maldito bajo sus narices todo este tiempo!

   —¡Cálmate, Argus Dyan, cálmate! —rugió Darien en un llamado dictaminador—. ¡Kyogan no es un mago, maldita sea! ¡Recuerda que no lo es!

   —¿Qué...? —balbuceó Dyan, con un trazo de confusión cruzando por sus ojos traumatizados.

   —¿Acaso no recuerdas por qué lo aceptamos? ¡Porque Kyogan no es un mago! Recuerda, ¡recuerda todo lo que pasamos con él y cómo ingresó a esta escuela!

   »¡Argus Dyan no asesina seres humanos! ¡El amor y el perdón siempre están ahí para sacarlo de la cueva! ¡Recuerda tu puente! —pronunció esas palabras como si tuviesen el poder de reiniciar su mente.

   Recuerdos viajaban por Dyan, imágenes y emociones aplacando la monstruosidad que estuvo a punto de resurgir de él.

   Rechel irrumpió justo en ese segundo después de haber descendido por un sinfín de escaleras. A Darien no le importó su extremo cansancio, solo le ordenó conectar su brazo con Kyogan para donar su sangre. Los labios de Rechel no podían articular palabras, solo convulsionar entre respiraciones entrecortadas.

   Darien decidió así pronunciar un discurso similar al de un líder que infunde valor en sus soldados antes de enviarlos a una batalla, quizás perdida. Sin embargo, en ese instante aconteció aquel fenómeno alucinante que se grabaría por siempre en su memoria. El mundo se enmudeció cuando las volutas del zen se Kyogan se unieron para luego arrastrarse en una sola masa fuera de su cuerpo, deslizándose hacia el suelo, como si tuviera... vida y voluntad propias.

   —¡¿Qué-qué está sucediendo? —El temor de Rechel aumentaba con cada movimiento del zen, el cual seguía un guion escrito por un enigma abrumador.

   Y susurraba... de verdad susurraba, expresando sílabas en una lengua antigua y desconocida: «F», «J», «R», «N», con una voz agónica y aplastada, como si cargara el peso de mil mundos; una voz que parecía de Kyogan, pero sonaba demasiado ronca y masculina para ser de él, despojada de cualquier esencia emocional, solo buscando algo que no era de esta realidad. 

    ¿Cómo era posible que una simple, aunque poderosa energía, pudiese hablar? ¿Desde cuándo algo así tenía cuerdas vocales? Nada en los conocimientos de Darian podía explicar lo que presenciaba, sobre todo porque Kyogan, quien debería estar dirigiendo ese maná, estaba muerto. El maná podía ser representar la esencia de las personas, pero jamás arrastraba la mente de alguien ni tenía las herramientas para pronunciarse de esta forma.

   Luego, Darien, Rechel y Dyan se sintieron repentinamente desnudos, como si fueran examinados por un tribunal de poder y rabia, cuando esa masa se levantó, formando un extremo redondeado en una de sus puntas, como la cabeza de un gran gusano, contenedor de luces inestables y fuerza irracional. Parecía escudriñar hasta los huesos de los presentes, así no tuviera ojo alguno.

   Después de un segundo de tensión extrema, el zen decidió ignorarlos, ahora deslizándose hacia las paredes hasta cubrirlas por completo. Durante un momento, hubo mucha calma, silencio aplastante.

    Hasta que se movió con escandalosa agitación.

   Rechel liberó un grito largo y desgarrado cuando el zen golpeó las paredes, trizándolas, creando un terremoto en el cuarto, un reclamo, expresiones de la agonía que sufría el cuerpo de Kyogan. Darien se aferró a la camilla para proteger el cuerpo del chico que se estremecía ante los movimientos.

   Hasta que el zen se desmoronó, desapareciendo en un suspiro final, dejando una realidad gélida que se apoderó del espacio.

   —Solo sigue —ordenó Darien ante la asistente de Dyan, no importándole su shock—. Rechel..., tú lo sabes perfectamente, recuerda el juramento que hicimos.

   Ella no reaccionaba.

   —¡Sigue! —vociferó Darien en un vendaval de autoridad.

   Pasando por encima de sus emociones, los tres usuarios de magia se sumergieron en un ritual de sincronización celular, instando a las células vivas de Kyogan a multiplicarse y a revivir aquellas que habían sucumbido, alimentadas por los nutrientes proporcionados por la propia Rechel que suministraba su sangre.

   Experimentaron un alivio irreal cuando los latidos regresaron al cuerpo del joven. ¿Pero sería una resurrección verdadera o pronto la muerte haría notar que su alma ya había sido engullida?

   Rechel sonrió antes de caer a un costado de la camilla, al borde del colapso. Aun así, Darien prosiguió extrayendo su sangre.

   —La vas a matar si le sigues sacando más —atajó Dyan, no dispuesto a sacrificar la vida de alguien que estimaba solo por Kyogan.

   Un momento de vacilación transitó por los ojos de Darien. ¿Realmente asesinaría a Rechel?

   —Darien, eres la persona más inteligente que conozco. Si se te ocurre algo para salvar a los dos, dímelo, no importa nada más —determinó Dyan, esforzándose para continuar curando las heridas restantes de Kyogan.

   —¿Crees que los dioses han regresado, Dyan? —preguntó con gotas de sudor recorriendo su rostro, un manto de fatiga extrema—. ¿Piensas que el terremoto haya sido una señal del regreso divino? ¿Tharos, Arcana, Loíza, alguno de los tres ha vuelto?

   —¿Por qué lo preguntas?

   Darien se silenció, hasta que llenó de una determinación repentina.

   —Sal de aquí, invoca a tu zein y ordénale que busque a Esaú —decidió—. Luego encuentra a cualquier alumno con sangre de segunda serie DiA y tráelo aquí, así sea a la fuerza.

   —¡Pero si invoco a Légolas no podré usar más sus magias! ¿Y a quién le pido eso? ¡Darien, afuera hay un caos incontrolable, el banco de sangre se vació y tú mismo me dijiste que la sangre de Kyogan era muy delicada! ¡Me dijiste que era un milagro que Rechel y Esaú fueran compatibles con él!

   —Hazlo si quieres tener una posibilidad de salvar a ambos.

   Dyan salió corriendo del lugar.

   Darien, ahora colocando las manos sobre la frente de Kyogan, comenzó a recitar algo más que un simple hechizo:

   —Según las leyes de vuestra propia creación, hoy rezo. Muerte, compañera de la ruina, no engullas su alma sin antes fijar tus intenciones en la mía. En nombre de mi diosa Arcana, a quien pertenezco, te exijo respetar las leyes de la creación que te gobiernan: un alma por otra alma...

   Continuó, hasta que el corazón de Kyogan se detuvo, confirmándole que su cuerpo aún estaba muy destrozado, o que su alma sí se había perdido.

   Esto llevó al profesor a tomar la última decisión.

   Darien también poseía la magia de la luz, pero aún le costaba manejarla por su escasa afinidad con ella y por haberse asociado hacía relativamente poco con el zein que se la prestaba, sin embargo, podía usar lo suficiente de ella. Con los ojos cerrados, creó una burbuja de agua que localizó sobre su propio vientre para luego traspasarla a su boca, donde la inundó con un aliento iluminado. Al pronunciar unas palabras más, una diminuta estela de luz empezó a brotar de esta burbuja, creando un puente que conectó con el pecho de Kyogan.

   Darien empezó a envejecer al igual que una fotografía viajando a lo largo de los años: su rostro se adelgazaba y nuevas arrugas proclamaban sus facciones en cosa de segundos.

   Kyogan volvió a la vida después de haber absorbido quince años de él.

    Tiempo después, Dyan apareció con tres niños que parecían haber sido arrastrados. A pesar de las lágrimas en sus ojos, Darien los durmió con un hechizo y extrajo sangre y nutrientes hasta dejarlos incapacitados.

   Al poco, ingresó Esaú en un estado de decadencia, incapaz de procesar todo lo que estaba sucediendo. Darien le ordenó dirigirse al Valle de los Reflejos para que ayudara a Dyan a buscar cualquier pista que explicara lo que había sucedido con Kyogan.

   La desgracia volvió a la recámara cuando el corazón de Kyogan se detuvo por tercera vez, pero ahora la razón era otra. Kyogan había estado liberando porciones de su primer maná al aire libre —el verde oscuro—. Esto señalaba algo grave: su red espiritual estaba rota, algo que no se podía sanar.

   Kyogan había empezado a regenerar maná dentro de un proceso natural, pero al no haber una red donde depositarlo, la energía se había estado perdiendo en silencio, obligando al sistema a generar más, llevándolo a consumir todo el etherio alojado dentro de su cuerpo. El sistema no se detenía, seguía chupando por los nutrientes necesarios, hasta los propios órganos del chico. Los seres humanos tampoco podían vivir sin etherio, era esencial para crear fases previas del maná que ayudaban a soportar la gravedad de esta gran tierra y su presión atmosférica.

   Darien debía recurrir a la «transfusión de maná», pero solo una persona afín al elemento de Kyogan —oscuridad— y con un poder similar al suyo podía proporcionárselo. Esa persona sería Esaú. Este tuvo que unir su mano a la del ardana para compartir su energía en un proceso que no conocería término, no hasta que la red fuese sanada de alguna forma.

   Horas más tarde, ya con Kyogan en un estado peligrosamente estable, Esaú trajo a Shinryu ante Darien. El profesor y el asesino de Dyan compartieron una mirada cómplice donde cruzaron secretos y tensiones, hasta que el profesor le exigió al joven sin maná entrar a un salón apenas iluminado por lámparas que parecían haber sido dañadas por el terremoto, pues titilaban.

   Shinryu había vivido el peor día de su existencia; una secuela de imágenes aún torturaba lo más profundo de su ser desde que se le ocurrió entrar al valle e invocar a un zein. Ahora le tocaba soportar el cuestionario del profesor más temido de la escuela, quien evidentemente tenía sospechas graves sobre él.

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