Libro De Las Sombras
Era un nuevo día para Kayle, pero no como cualquier otro. No pudo dormir como siempre lo hacía. Siempre dormía al menos 8 horas al día; ese día no logró ni concretar una hora decente de sueño. Algo que se volvería rutinario para él. Estaba serio, sentado en las orillas de la cama, viendo cómo pasaban los minutos en un reloj de pared, un reloj que había estado en su familia durante muchas generaciones, o eso le dijeron sus padres. Era un reloj poco peculiar; lo único que destacaba era un símbolo que se repetía dos veces en las esquinas del marco del reloj. Sin duda, se sorprendió por no haberlo recordado antes. Era un símbolo muy parecido al tatuaje de su exmaestra y al dibujo en el papel que encontró en su casa. Ya había pasado la hora para que Kayle fuera al colegio, pero de todas maneras tomó su mochila y se vistió con prendas que le ayudasen a pasar desapercibido. Se puso un gorro y un cuello, parecía tener miedo de que lo reconocieran, aunque no reconocía el motivo exacto de por qué quería hacer eso. El motivo era evidente, pero parecía que quisiera renegar de aquello, sin pensar en nada relacionado específicamente. Sin embargo, ese día vendrían situaciones que se lo restregarían en el rostro, y él ya no volvería a ser el mismo.
Al salir de su habitación y disponerse a cumplir cada uno de los objetivos que se había trazado en su mente, se vio interrumpido por su hermana, con un rostro de mal humor y en sus manos dos panes.
— Hermano, buenas noches.
— ¿Qué haces despierta, Sary? — dijo Kayle, mientras cambiaba su expresión por lo que acababa de olvidar. — Lo siento, mi Sary, sé que yo debía preparar el desayuno como siempre, pero me he quedado dormido.
— ¿Cómo me has llamado? Te noto cansado, hermano — dijo Sary, con los ojos llorosos.
— No llores, por favor; será la última vez que tengas que cocinar, lo prometo — dijo Kayle mientras tomaba un pan de las manos de su hermana y se lo tragaba de un bocado. — Pero, ¿qué mierda es esto?
— ¿Aún no te das cuenta, verdad? — dijo Sary, secándose las lágrimas. — Desde la muerte de nuestros padres, nunca me llamaste por mi nombre. Me hiciste recordarlo y eso me hizo llorar de felicidad porque ya ni lo recordaba. Si tan solo tuviera amigos para que me llamasen por mi nombre.
La conversación terminó en ese momento abruptamente porque Kayle no supo qué más decir. Sin embargo, Sari correspondió dándole un abrazo y alentando a su hermano a irse pronto, o llegaría más tarde a clases, aunque claramente el joven no se dirigía allí. El joven al ver alejarse a su hermana escupió todo el pan de su boca, Sary había preparado pan con café.
Mientras tomaba su bicicleta y tomaba su rumbo, pensaba en lo que acababa de suceder. Sabía que no había llamado a su hermana por su nombre desde el incidente con sus padres, pero nunca lo había visto de esa forma. Era el único con contacto humano con ella, y por lo visto no estaba teniendo un comportamiento correcto, o eso pensaba en ese momento. Tal vez lo que yacía dentro de él ahora le hacía sentir más empatía hacia su hermana. Quizás siempre guardó algo de rencor hacia ella por las circunstancias que les había tocado vivir a ambos, y eso lo apenó mucho.
Kayle acababa de llegar a la casa de su exmaestra, pero no tenía idea de cómo iba a entrar allí. Sabía que necesitaba a su amigo u otra persona para entrar, pero de todas maneras quiso ir. Se quedó mirando la entrada de la casa desde la calle, ideando posibles ideas. Algo lo llamaba a volver a ese lugar. Tenía demasiadas dudas y no parecía que iba a resolverlas si no buscaba las respuestas.
Una mano se posó sobre el hombro del joven. Era un caballero muy formal, vestido con un traje completamente negro y una camisa de color blanco. La mirada de este señor era algo peculiar, como si ya conociera a Kayle, o más bien, no parecía sorprenderle verlo allí. Era una mirada interrogativa, como buscando una respuesta desde lo más profundo del ser del joven, quien quedó congelado por aquella mirada sin poder reaccionar. El señor miró a todos lados, buscando miradas, pero al no encontrarlas volvió a mirar a Kayle. Procedió a levantarse la manga del traje, y una avalancha de pensamientos vino a la mente del joven al ver que en su muñeca el señor tenía puesto el brazalete que detecta posesiones demoníacas. Y no solo eso, la luz de este artefacto era de color verde. Kayle cayó al piso desmayado.
Al despertar, el joven reconoció enseguida su ubicación. Estaba dentro de la casa de su exmaestra, y el caballero estaba a un lado de él, quitándose el traje y también deshaciéndose del bigote y la barba postizos. Ahora era una persona totalmente distinta, que parecía solo un poco mayor que el joven Kayle. Pero esto no provocó mayor sentimiento en él; aún estaba aterrado. Esa persona estaba poseída.
— Veo que ya despertaste, Ali — dijo el sujeto mientras sacaba unas llaves de su bolsillo y buscaba en el librero de la casa una especie de rendija escondida. — A todo esto, soy Peny. Un gusto.
Al no obtener respuesta del joven, Peny prosiguió con su monólogo, sin antes percatarse de que había llamado Ali a Kayle.
— Lo siento, eres Kayle. No debe ser fácil para ti entender todo esto, pero seré lo más directo posible. Necesito al demonio que está dentro de ti; hay algo de él que necesito, por ende, te necesito a ti. Ayer, cuando viniste acá, casi me descubres. Alcancé a esconderme — dijo Peny abriendo la puerta que estaba detrás del librero —, pero pude analizar todo desde dentro. Por alguna razón, el demonio te escogió a ti. Pensé que sería más difícil convencerte para que accedieras por tu cuenta a venir, pero las circunstancias hicieron posible este encuentro. Que fortuito o no, nos ahorró mucho tiempo. Te necesitamos, te necesito, y a ti también, Kayle.
Peny tomó del brazo a Kayle, quien no se resistió a cruzar la puerta recién abierta y a bajar las escaleras, que estaban totalmente a oscuras. Sin embargo, cada paso que daban parecía encender dos luces, una de cada lado por cada escalón, como si estas luces reaccionaran a cada pisada. Peny, sorprendido, solo se enfocaba en mirar las luces que se encendían al lado de Kayle, con un rostro esperanzador que evocaba algún recuerdo. La puerta volvió a cerrarse sola cuando ambos habían bajado por completo la escalera.
Bajo la escalera, había una habitación llena de libros, muchos de ellos muy viejos o en tan mal estado que parecía que se leían constantemente. Dentro de todos los libros, había uno que llamaba más la atención que el resto. Estaba muy bien cuidado, tanto que brillaba entre los demás. Era bastante grande, debía tener miles de páginas, además de ser de un color completamente negro, con un símbolo en grande en la portada que Kayle reconoció de inmediato. Mientras empezaba a volver en sí, comenzando a calmarse y a quitar el miedo de su ser, parecía que Peny podía sentirlo. Sonrió y felicitó al joven, tomando el libro para sí como si quisiera enseñarle algo a Kayle. Sin embargo, justo en el peor momento, sonó el celular de Peny, quien ni se animó a contestar, pero quedó petrificado al ver quién lo llamaba. Con una expresión seria, tomó el libro y lo dejó al lado de Kayle, quien iba a esbozar sus primeras palabras después de estar atónito, pero no le dio tiempo. Recibió instrucciones rápidas de quedarse allí por un tiempo de al menos dos horas y luego salir con el libro y ponerlo a salvo. Con cara aterrada, Peny salió de allí por las las escaleras y, antes de esto, arrojó las llaves que abrían la puerta del librero hacia la dirección de Kayle. Este, más asombrado que antes, se dio cuenta de que el día se encargaba de entregarle más dudas que respuestas. Sin embargo, tenía la esperanza de que en aquel libro podría encontrar al menos alguna pista sobre todos estos hechos que lo perturbaban.
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