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CAPÍTULO 9 DESPERTAR

-Golpear jamás te dará la razón, y yo tampoco la estoy buscando ahora -respondió Ivar, con una mezcla de desafío y cansancio en su voz.

Un solo paso fue suficiente para hacer temblar a Eliot. Antes de que pudiera reaccionar, un golpe seco y brutal en la boca del estómago lo levantó del suelo por un instante. Al caer, sus piernas se negaron a obedecerle. Ivar lo agarró de la camisa con una mano, y con un gesto violento lo lanzó como un muñeco de trapo contra un árbol
cercano.

Eliot apenas podía respirar, el dolor en su pecho lo consumía con cada intento desesperado por tomar aire. Estaba hiperventilando, golpeándose las piernas frenéticamente, rogando que respondieran.

Cuando finalmente alzó la vista, lo que vio lo llenó de terror. Ivar ya no era el elfo que había conocido. Su forma espectral era la encarnación del horror. Los ojos, completamente negros, y las venas oscuras que se extendían desde su cuello, lo hacían parecer una criatura consumida por la magia maldita.

Ivar, a pocos metros, desenvainó su espada. El filo brillaba con un rojo incandescente, como si el acero estuviera al borde de fundirse. Eliot, desesperado y asustado, comenzó a clamar por ayuda, su voz quebrada y llena de pánico.
La espada de Ivar se alzó en el aire.

Destinada a caer sobre las cabeza de Eliot. El joven príncipe, resignado a su destino, cerró los ojos, esperando el golpe.

El golpe. Pero lo que escuchó no fue la muerte, sino el estruendo del acero chocando contra otro acero.

Atop se había interpuesto entre los dos, bloqueando el ataque con su propia espada. ¡Detente, Ivar! -gritó, su voz firme y autoritaria mientras empujaba a Ivar hacia atrás con la mano contra su pecho. La fuerza del impacto resonaba entre ambos.

-Apártate, Atop-la voz de Ivar, cargada de una autoridad peligrosa, era más oscura de lo habitual. Había algo en él que hacía mucho tiempo Atop no veía-. No quiero tener que enfrentarme a ti.

La tensión crecía entre ambos, y parecía que la batalla estaba a punto de estallar. Atop no quería hacerle daño a su amigo, pero tampoco podía dejar que matara a Eliot.

De pronto, ambos se detuvieron. Algo había estallado en otra parte de la casa, una explosión de energía tan intensa que era imposible ignorarla. La misma energía maldita que Ivar había liberado momentos antes.

Una antigua leyenda cruzó por la mente de Atop: “Cuando un elfo de la primera rama libera la energía forjada por el sufrimiento de un evento, otro elfo despertará el mismo poder, siempre y cuando haya experimentado un evento dolor comparable”.

Entiendo lo que buscas, quieres más profundidad en las emociones y en la intensidad de las situaciones. Aquí te dejo una versión más elaborada, enfocándome en enriquecer los sentimientos, el ambiente y las tensiones entre los personajes:

Ambos se quedaron mirando hacia el lugar de donde emanaba la energía, sus mentes intentando procesar lo que acababa de ocurrir. No sabían quién, ni cómo, pero la sensación era inconfundible. Ivar giró levemente, con la intención de seguir su camino, pero aquella perturbación que él mismo había despertado lo mantenía inquieto. No podía simplemente ignorarlo.

Con una mirada fría, desestimó tanto a Atop como a Eliot, y se alejó lentamente, dejando tras de sí una tensión palpable en el aire.

Mientras Ivar se retiraba con paso firme, Atop se dio media vuelta, dirigiendo su atención al joven príncipe, que seguía retorciéndose de dolor en el suelo. El eco del combate reciente aún resonaba en sus oídos, pero el peligro había pasado… al menos por ahora.

Antes de aquel violento enfrentamiento entre Eliot e Ivar, Amelia caminaba hacia su habitación, con el peso de sus pensamientos oprimiéndola. Su vida había dado un giro inesperado en los últimos meses. Tiempo atrás, vivía bajo constante vigilancia, una prisionera sin cadenas, obligada a moverse solo bajo los términos de otros. Ahora, podía caminar libremente, sin la sombra de un guardaespaldas detrás, pero la libertad venía con sus propios dilemas.

Eliot, alguien que había ignorado por completo al principio, se había convertido en una presencia constante en su vida. Su relación, un vínculo prohibido que desafiaba las normas del Rey Mauricio, la mantenía en un estado de incertidumbre. ¿Era correcto lo que sentía? ¿Valía la pena enfrentar el peligro que implicaba estar con él?

Entró en su habitación, suspirando profundamente mientras se quitaba la ropa de entrenamiento. Sentía que las emociones se arremolinaban en su interior, a punto de estallar. Se detuvo frente al espejo y algo captó su atención: las venas en su cuello y brazos.

No era solo el cansancio físico lo que las hacía visibles; el color oscuro, casi negro, que se extendía por debajo de su piel le heló la sangre. Sentía el flujo, el peso en su cuerpo, como si algo estuviera tratando de salir a la superficie.

Sacudió la cabeza, intentando apartar la sensación, y se dirigió al baño. El agua caliente caía sobre su rostro, relajando temporalmente sus tensos músculos, pero su mente no encontraba la misma paz. De repente, una energía oscura, pesada, envolvió todo el lugar.

No era solo una presencia; era una fuerza que presionaba su pecho, acelerando su corazón hasta límites insoportables.

Alarmada, se asomó por la pequeña ventana de la ducha, pero fue en ese momento cuando una punzada aguda la atravesó. Un dolor indescriptible en su ojo derecho la hizo doblarse. Su corazón latía descontrolado, su cuerpo temblaba, pero no era miedo lo que la invadía.

Era como si su sangre misma estuviera hirviendo, empujándola al límite de sus capacidades. Quería gritar, pero su garganta estaba cerrada, ahogada por la presión interna que la consumía. Finalmente, no pudo contenerlo más y un grito desgarrador escapó de su boca, recorriendo los pasillos.

El grito llegó a oídos de Elowin, que estaba cerca. La reina se movió con rapidez, llegando a la habitación de Amelia. Al entrar, encontró a la joven arrastrándose por el suelo, intentando huir de algo que no podía ver, pero que la dominaba desde dentro.

—¡Amelia! —exclamó Elowin, arrodillándose rápidamente junto a ella. Sus manos se posaron con delicadeza pero firmeza en los hombros de la joven, intentando calmarla—.

Respira, no luches contra esto. Déjalo fluir… te harás daño si intentas resistirlo. Respira conmigo… —La voz de Elowin, aunque suave, contenía la urgencia de alguien que sabía lo peligrosa que podía ser la situación.

Los ojos de Amelia, ahora totalmente negros como los de Ivar, reflejaban un abismo de poder sin control. Elowin, con sumo cuidado, la alzó en brazos. El cuerpo de Amelia temblaba, entumecido por la energía que la recorría.

Dos elfos más entraron apresuradamente en la habitación, llevando consigo una gran tina de agua caliente y enormes hojas de menta, listas para aplicar una de las pocas curas posibles en tales circunstancias.

Elowin susurró mientras la acostaba en la cama, su voz apenas audible por encima del caos que rugía dentro de Amelia:

—No estás sola en esto, lo sé… pero debes dejarlo salir. No lo contengas, o te destruirá…

Amelia, entre la niebla de dolor y poder, intentó respirar, siguiendo el ritmo de Elowin. Pero en su interior, algo había despertado, y ya no había vuelta atrás.

Ivar se asomó de repente en la habitación y, al instante, percibió el estado de Amelia. Su respiración era irregular, dificultosa, y su piel pálida estaba cubierta por un brillo antinatural. Quiso acercarse a ella, observarla de cerca y ofrecerle apoyo, pero Elowin, con una expresión seria y claramente molesta, se interpuso en su camino.

—Tenemos que hablar —dijo Elowin, su tono impregnado de una autoridad inquebrantable.

Ivar frunció el ceño, su irritación creciendo al escuchar la orden. Su voz se volvió fría, casi despectiva, como si hablara con una humana insignificante.

—¿Me estás ordenando? Espero que no hayas olvidado tu posición.

La tensión en el aire era palpable. Elowin, sin retroceder ni un ápice, le sujetó con fuerza el brazo, lo suficiente para maltratar su piel. Ivar, con un gesto brusco y agresivo, se zafó de su agarre.

—No me vuelvas a tocar —espetó, su mirada feroz clavada en la reina.

El intercambio de energía entre ambos comenzó a afectar a Amelia, cuyas convulsiones se hicieron más intensas. Una de las elfas encargadas de su cuidado, alarmada, levantó la voz.

—Mis señores —dijo, intentando mantener la calma en su tono—, están afectando la recuperación de la señorita Amelia. Les ruego que se retiren.

Amelia, aún atrapada por los efectos de la energía maldita, luchaba por contener las violentas oleadas de poder que corrían por sus venas. Sus manos temblaban, y pequeñas ráfagas de energía oscura chisporroteaban entre sus dedos, como si el poder en su interior estuviera a punto de desbordarse.

Elowin, con el rostro endurecido, no apartaba la vista de Ivar. Cada palabra que salía de su boca estaba cargada de reproche y enojo.

—¡La energía maldita no debía ser liberada! —le espetó con una fuerza peligrosa en su voz—. No en presencia de Amelia.

Ivar, imponente como siempre, no se inmutó ante la ira de Elowin. Su mirada dorada permanecía fija en la reina, sin mostrar rastro de miedo ni respeto. Finalmente, cuando Elowin se acercó lo suficiente, Ivar habló, con una calma tan gélida que hacía temblar el ambiente.

—No estás en posición de cuestionarme, Elowin —dijo, afilando cada sílaba como una daga—. Eres la Reina de los Alpes, sí, pero no olvides quién soy yo. Un elfo dorado, alguien que no se doblega ante la falsa autoridad de quien traicionó a su propia gente.

Las palabras de Ivar cayeron como veneno en el aire. Elowin, pese a retroceder un paso por el impacto, no permitió que su expresión se ablandara.

Su mirada, sin embargo, reflejaba la profunda herida que las palabras de Ivar le habían infligido, mientras Amelia, desde la cama, seguía luchando contra la energía maldita que amenazaba con consumirla.

No tienes derecho… —intentó replicar Elowin, pero Ivar la interrumpió sin vacilar.

—¿No tengo derecho? Fuiste tú quien vendió a los elfos carmesí a los humanos, los entregaste para salvar a tu gente y te convertiste en su escudo. Tu palabra no tiene peso en nuestro mundo, no cuando traicionas a los tuyos.

Amelia, aún lidiando con las secuelas de la energía maldita, intentaba hablar, pero su voz apenas era un susurro. Sentía la energía oscura agitándose dentro de ella, pero la tensión entre Ivar y Elowin la paralizaba, incapaz de intervenir.

Elowin, por primera vez en mucho tiempo, parecía tambalearse. Sus ojos brillaban con una mezcla de frustración y culpa, pero se negaba a dejar que esa vulnerabilidad la dominara.

—No fue traición… —murmuró Elowin, su tono casi vulnerable, pero con la fortaleza propia de una reina que lleva el peso de decisiones difíciles—. Fue la única forma de salvar a los míos.

Ivar soltó una risa amarga, cargada de resentimiento.

—Eso es lo que siempre te dices a ti misma, ¿verdad? Pero la sangre de los elfos carmesí está en tus manos, y nunca podrás lavarla.

Elowin apretó los puños con fuerza, pero sabía que no había nada que pudiera decir para cambiar el pasado. Su mente corría, buscando una forma de defender su posición sin mostrar más debilidad, pero el peso de las palabras de Ivar la mantenía en silencio, aunque por dentro luchaba.

Finalmente, después de un tenso momento, Elowin recuperó algo de su compostura, su mirada fija en Ivar. No permitiría que él, o cualquiera, la despojara de su autoridad en ese momento crítico.

—Esto no es sobre el pasado, Ivar —dijo con firmeza, su voz ahora más controlada—. Esto es sobre Amelia y Eliot. Y tú, con tus juegos de poder y tu energía maldita, has puesto en peligro a ambos.

Ivar la miró con un desprecio helado, su tono implacable.

—Si Amelia no puede soportar la energía maldita, entonces hay que prepararla—replicó con desdén, sus palabras cortando como una hoja afilada.

Elowin cerró los ojos por un momento, intentando contener la furia que crecía en su interior. No solo estaba furiosa con Ivar, sino también consigo misma, por los errores del pasado y por la impotencia que sentía en ese instante. Sin embargo, al abrir los ojos, su resolución era clara.

—Amelia es más fuerte de lo que imaginas, Ivar. Y no seré yo quien permita que la destruyas con tu arrogancia—

Las palabras de Elowin resonaron en la habitación mientras las elfas continuaban cuidando de Amelia, cuyos susurros de dolor llenaban el aire.

El conflicto entre la reina de los Alpes y el elfo dorado había alcanzado un punto en el que ambos sabían que una línea había sido cruzada, pero ninguno de los dos estaba dispuesto a retroceder.

Amelia, aún debilitada por los efectos de la energía, sintió una oleada de emoción al escuchar la defensa de Elowin. Sin embargo, la oscuridad dentro de ella seguía luchando por el control, haciendo que las sombras en la habitación parecieran cobrar vida.


Más tarde…

El gran salón, con sus altos muros decorados con tapices lilas que narraban la historia de los Alpes, se sentía tenso. Ivar permanecía de pie, imponente, mientras observaba a los tres hijos de Elowin: Atop, Talin y Kalu. Ellos estaban alrededor de su madre, cada uno con la misma mirada desafiante que Elowin había mostrado momentos antes.

Elowin no dejaba de reclamar, sus palabras destilaban resentimiento y preocupación.

—Has desatado algo que no comprendemos del todo, Ivar —dijo Elowin, su voz firme, aunque teñida de frustración—. La energía maldita no es un juego, y Amelia está sufriendo por ello. Eliot está herido por tu mano y, a pesar de lo que pienses de él, es uno de los nuestros ahora.

Atop, el mayor, dio un paso al frente, apoyando a su madre con la mirada fija en Ivar.

—No debiste haber expuesto a Amelia a esa energía. No era tu decisión.

Kalu, siempre más impulsivo, añadió:

—Eliot casi muere por tu arrogancia. ¡No tenías derecho a hacer lo que hiciste!

Talin, aunque más calmado, asintió en silencio, respaldando con su presencia las palabras de sus hermanos.

Ivar permaneció en silencio, escuchando los reclamos que venían de todas direcciones, pero su expresión no cambió. Dejó que los hijos de Elowin desahogaran su ira mientras sus ojos dorados pasaban de uno a otro, su postura rígida, impenetrable.

Finalmente, cuando la sala quedó en un tenso silencio, Ivar habló, su voz resonando con un tono gélido y calculado.

—¿Y qué saben ustedes del verdadero peligro? —preguntó, sus ojos dorados centelleando con un brillo peligroso—. Ninguno de ustedes vivió lo que yo viví. Hablan de la energía maldita como si fuera un simple capricho, pero no tienen idea de lo que está en juego.

Los tres hermanos intercambiaron miradas, inquietos, pero Ivar no les dio tiempo de replicar.

—¿Acaso olvidan la guerra carmesí? —continuó, su mirada fija ahora en Atop, el mayor—. No, claro que no la olvidan, porque nunca la vivieron. No estuvieron allí cuando las tierras fueron arrasadas, cuando los seres queridos fueron masacrados por las manos de aquellos a quienes su madre llamó familia.

Elowin frunció el ceño, su rostro endurecido, pero antes de que pudiera hablar, Ivar levantó una mano con una frialdad que heló el aire a su alrededor, impidiéndole intervenir.

—Nosotros, los elfos dorados y blancos, nunca olvidamos. Ustedes, los elfos de los Alpes, pueden vestirse con sus tapices y joyas, pero siempre serán los traidores que entregaron a los suyos. —La voz de Ivar se oscureció, cada palabra cargada con veneno—. ¿O acaso creen que el resto de nosotros los consideramos nuestros iguales?

Kalu, incapaz de contener su furia, dio un paso al frente, sus ojos brillando con una rabia apenas contenida.

—¡Cállate! No tienes derecho a hablar de nuestra madre o de Eliot de esa forma.

Pero antes de que pudiera continuar, Ivar lo interrumpió, avanzando un paso hacia él con una intensidad que lo detuvo en seco.

—¿Derecho? —susurró Ivar, su voz más baja pero mucho más peligrosa—. Ninguno de ustedes tiene derecho a hablarme de guerra, de decisiones difíciles o de sacrificios. No vieron cómo ardían las ciudades, no sintieron el olor a carne quemada mientras sus amigos morían a su lado. Yo estuve allí cuando su madre…

Se detuvo un instante, su mirada ahora se fija en Elowin.

—… cuando tu madre entregó a los elfos carmesí, no para salvar a los suyos, sino para asegurarse de que ella pudiera mantener su trono. Y ahora vienes aquí a reclamarme, a acusarme de exponer a Amelia y a Eliot a la energía maldita, como si eso fuera un crimen mayor que la sangre que aún gotea de tus manos.

Atop apretó los puños, pero su mirada no se desvió de la de Ivar. Talin, más reflexivo, intentó calmar a Kalu, pero incluso él no pudo ocultar la incomodidad de las palabras de Ivar, que se hundían como puñales en su orgullo.

Elowin, manteniendo una fachada firme, apenas logró esconder el temblor en su voz cuando finalmente respondió:

—Esto no es sobre la guerra carmesí, Ivar. Esto es sobre Amelia y Eliot. Tú, con tu arrogancia y tu maldita energía, has puesto en peligro a ambos.

Ivar esbozó una sonrisa amarga.

—Si Amelia puede soportar la energía maldita, ni Eliot, ni ninguno de ustedes podrá detenerla, el peligro real no ha hecho más que empezar, y si no pueden resistirlo… —hizo una pausa, su mirada afilada como una hoja—, entonces serán los primeros en caer.

Atop se colocó rápidamente entre Ivar y Kalu, intentando interceder, aunque sus manos temblaban ligeramente.

—No somos niños, Ivar —espetó, su voz temblando por la tensión—. Somos los herederos de esta tierra, y no permitiremos que sigas insultando a nuestra madre.

Los ojos dorados de Ivar lo atravesaron, como si evaluara cada debilidad en su postura, su respiración. Luego, una risa seca escapó de sus labios, cargada de desprecio.

—¿Herederos? —repitió con una mueca burlona—. No heredan más que el miedo y las mentiras que les han sido contadas. ¿Herederos de qué? De una tierra que jamás han defendido. Sus palabras no tienen peso en la Torre Blanca, porque ninguno de ustedes ha enfrentado el verdadero terror.

El silencio cayó como un peso abrumador sobre el salón. Talin, que hasta entonces había permanecido en segundo plano, dio un paso adelante, aunque su voz era más tranquila, casi contenida.

—Tal vez no vivimos la guerra carmesí —dijo, intentando mantener la calma, aunque su mirada ardía de desafío—, pero estamos aquí ahora. Y no vamos a permitir que destruyas lo que queda de este reino con tus propias manos.

Ivar lo observó detenidamente, su expresión se oscureció, la tensión en la habitación se hacía más palpable con cada segundo que pasaba.

—Si creen que pueden detenerme —dijo en un susurro afilado—, entonces es mejor que estén preparados.. Si no están listos para enfrentar ese poder, todo lo que conocen, todo lo que aman, cambiará.

El eco de sus palabras quedó suspendido en el aire, cargado de una amenaza implícita. Los hermanos intercambiaron miradas, sabiendo que el desafío era mucho más grande de lo que jamás habían imaginado.

A altas horas de la noche, Amelia yacía en su cama, ya pasado el peor malestar tras haber absorbido la energía maldita. Sin embargo, un leve rastro de fiebre persistía. Las elfas a su alrededor continuaban cambiando las hojas humedecidas con un cuidado casi ritual, intentando evitar que la fiebre subiera más.

Ivar, con el ceño fruncido y una sombra de preocupación en sus ojos dorados, la observaba desde la penumbra de la habitación. Se acercó lentamente, viendo cómo la piel de Amelia se había vuelto más pálida, casi translúcida, y cómo los huesos de su pecho sobresalían de manera inquietante. Su respiración, irregular y entrecortada, lo hacía sentir impotente.

—No tenia ni idea que alguien aquí pudiera tener un despertar…— murmuró Ivar, inclinándose hacia ella, su voz apenas un susurro. —Mucho menos que reaccionaría así. No tenemos mucho tiempo, Amelia. Debes aprender a controlarlo antes de que empeore.

Amelia, agotada pero decidida, giró lentamente la cabeza para mirarlo de reojo. Su voz sonaba débil, pero aún mantenía esa chispa de determinación en sus ojos.

—Sabes que no puedo irme…— respondió, luchando por hacer que las palabras salieran de su boca—. No mientras Eliot siga aquí. Él no entendería… Y Elowin tampoco lo permitiría.

Ivar frunció el ceño aún más. Sabía que las complicaciones con Eliot y la constante tensión que rodeaba a Amelia solo empeorarían las cosas.

—Voy a protegerte de cualquiera— dijo con un tono firme, aunque cargado de frustración. —Pero no puedes permitir que esta energía te consuma. Hay formas de canalizarla, pero no aquí. Los Alpes nunca han aceptado algo así. Este lugar no es seguro para lo que llevas dentro.

Amelia cerró los ojos unos instantes, dejando escapar un suspiro débil. El agotamiento le pesaba, pero no podía rendirse. No ahora.

—No es como si tuviera muchas opciones, ¿verdad? —murmuró, más para sí misma que para Ivar.

Él, tocándose el cabello con un gesto de frustración, continuó en voz baja, aunque su firmeza no menguaba.

—Sí las tienes. Puedes quedarte aquí y aprender sola, arriesgando a los que amas… o dejar que yo te guíe. No te forzaré a nada, pero ten en cuenta las consecuencias— dijo, sus palabras cargadas de un sentido de urgencia—. La decisión final es tuya, Amelia.

Amelia se incorporó levemente en la cama, su pecho aún agitado por el esfuerzo de respirar. Sus ojos, aunque cansados, reflejaban el fuego que aún la mantenía firme. Su voz, aunque entrecortada, intentaba no mostrar debilidad.

—No voy a irme, Ivar— dijo con la mayor firmeza que pudo reunir—. No puedo simplemente huir. No mientras Eliot siga aquí y… —hizo una pausa, su mirada vagando por la habitación, mordiéndose el labio como si ocultara algo más profundo—.

Ivar alzó una ceja, sorprendido por las palabras de Amelia. La vio desviar la mirada, como si luchara por controlar lo que realmente sentía. A pesar de su estado debilitado, las mejillas de Amelia se sonrojaron levemente, una señal que no pudo ocultar.

—Tú siempre eres tan… —Amelia exhaló lentamente, intentando encontrar las palabras adecuadas—. Tan seguro de ti mismo. Pero no es tan fácil para mí. Eliot… Elowin… Todo es más complicado de lo que crees.

Sus ojos, vulnerables pero intensos, se encontraron de nuevo con los de Ivar. Esta vez, había algo más que solo cansancio en esa mirada. Algo que él no había notado hasta ese momento. Era una mezcla de gratitud, sí, pero también de una emoción más profunda, más cercana al deseo, aunque sin ser completamente expresada.

Ivar permaneció en silencio, tratando de comprender lo que veía en ella. Algo dentro de él se removió, una emoción que rara vez permitía salir a la superficie. La sonrisa de Amelia fue pequeña, apenas un gesto, pero en su sutileza había un peso considerable, como si ella también estuviera intentando decir algo que no se atrevía a pronunciar.

—Gracias por preocuparte por mí, Ivar —dijo con suavidad, pero su tono contenía mucho más que simples palabras de agradecimiento—. Pero no voy a irme. No ahora.

Aunque sus palabras parecían ser una negativa firme, Ivar notó que en sus ojos había algo que contradecía su decisión, una especie de conexión que latía bajo la superficie. Podía sentirlo, algo que iba más allá de las palabras.

El brillo en los ojos de Amelia no era solo una muestra de gratitud; había una atracción silenciosa, una tensión palpable entre ambos que ninguno de los dos había querido admitir hasta ese momento.

Por un instante, Ivar lo entendió todo. Lo que Amelia sentía era tan claro para él como el aire frío de las montañas. Sin embargo, sabía que insistir era inútil. Amelia no lo diría abiertamente, y seguiría eligiendo a Eliot, aunque en su interior estuviera luchando contra esos sentimientos.

Con un gesto calculado y lento, Ivar se acercó más a Amelia, su presencia imponente llenando el espacio entre ellos. Su mano cálida se posó suavemente sobre el rostro de Amelia, su piel contrastando con la fiebre que aún la envolvía. Amelia cerró los ojos ante el contacto, su respiración se hizo más pausada, como si intentara detener el tiempo en ese instante.

Estaban tan cerca que Amelia podía sentir la respiración de Ivar rozando su piel. Por un momento, pensó que él la besaría. Pero en lugar de eso, Ivar desvió su atención y, con una suavidad inesperada, dejó un beso en su frente. El gesto fue tan tierno como devastador, cargado de todo lo que no podían decir en voz alta.

—Mis sentimientos son eternos, igual que yo —murmuró, sus palabras flotando en el aire como una promesa imposible—. Si alguna vez necesitas de mí, estaré en dirección al nacimiento del sol.

Con esa despedida, Ivar se apartó lentamente, dejando tras de sí una sensación de vacío, mientras Amelia abría los ojos, sintiendo que algo más profundo había quedado sin resolver entre ellos.


Una fría mañana daba paso a una agria despedida. En la entrada de la ciudad de los Alpes, se distinguían dos figuras, solitarias en el vasto paisaje cubierto por la neblina. Atop despedía a Ivar, mientras desde un balcón Amelia observaba, con los ojos a punto de derramar lágrimas que luchaba por contener.

Su voz, entrecortada por la tristeza, apenas alcanzaba a cruzar el aire frío hacia Ivar.

—No es necesario que te vayas —dijo, esforzándose por mantener la compostura—. Podemos arreglar todo, incluso con mi madre.

Ivar, con una sonrisa irónica pero cargada de un profundo cariño, respondió sin dudar.

—No puedo arreglar nada que tu madre no quiera admitir.

Sus palabras eran un eco de la realidad que ambos conocían bien. Ivar se inclinó hacia ella, abrazándola con una ternura que decía mucho más que cualquier explicación.

Sentían la gravedad del momento, como si ese abrazo fuera su única forma de comunicar lo que las palabras jamás podrían.

Cuando se separaron, los ojos de Ivar, fríos y calculadores por naturaleza, buscaron la mirada de Amelia entre la densa niebla. Sentía su presencia como si algo invisible los conectara, pero no podía verla con claridad. Aún así, sabía que ella estaba allí, observando.

Amelia, desde el balcón, observaba la figura de cabello dorado de Ivar alejándose, acompañada por un pequeño grupo de elfos dorados. La niebla pronto los tragó, dejando a Amelia sola con sus pensamientos, sus emociones atrapadas en una batalla que no sabía cómo ganar.


Más tarde, cuando la niebla se disipó, Amelia se encontraba entrenando con Atop en un claro cercano a la casa. Sus movimientos eran torpes, limitados por el dolor que la energía maldita aún le causaba. Atop, siempre observador, se dio cuenta rápidamente.

—Tus movimientos están limitados. ¿Quieres parar un rato? —le sugirió con calma, notando cómo le costaba respirar.

Amelia, siempre terca, se levantó, luchando contra el malestar que la recorría. Intentó convencerse a sí misma, y a Atop, de que podía continuar, pero él, más sabio y paciente, decidió empujarla hacia la verdad que tanto evitaba enfrentar. Sabía que algo más que el dolor físico la afectaba.

—¿Qué fue más difícil? —preguntó con una voz suave pero penetrante—. ¿Decirle que no a Ivar o verlo marcharse hoy?

Las palabras de Atop la golpearon con fuerza, dejándola desconcertada. La pregunta parecía cargar un peso que ella no estaba lista para soportar, y de inmediato sintió cómo la energía maldita comenzaba a recorrer su cuerpo de nuevo.

Sus ojos, antes llenos de confusión, se tornaron completamente negros, y la misma energía que tanto la atormentaba volvió a brotar, aunque esta vez de manera lenta pero constante. Era como si la ira, la impotencia, y el dolor hubieran despertado algo dentro de ella que apenas podía controlar.

Amelia sintió un ardor y un picor en su piel, como si su cuerpo entero estuviera siendo empujado por una fuerza que no comprendía, una fuerza que la obligaba a moverse, a luchar. El control que tanto había intentado mantener se desmoronaba, pero esta vez era diferente. Algo dentro de ella quería que esa energía emergiera.

Atop, manteniendo su calma habitual, la miró con seriedad mientras se acercaba, dispuesto a enfrentar lo que fuera necesario. No había miedo en él, solo una comprensión profunda de lo que Amelia estaba atravesando, y en medio de un abrazo.

—¿Desde cuándo te dejas guiar por lo que sientes? —susurró, sabiendo que sus palabras penetrarían en lo más profundo de su ser.

La pregunta resonó en la mente de Amelia, sacudiendo todo lo que había tratado de ignorar. Era cierto, siempre había sido ella quien intentaba controlarlo todo, evitar ser vulnerable, pero con Ivar todo había cambiado. Sus sentimientos la habían hecho dudar, y ahora esa duda la estaba consumiendo.

Atop no la soltó, sosteniéndola firmemente mientras la energía maldita ardía a su alrededor. Amelia intentaba luchar contra el dolor, pero sabía que lo que estaba sintiendo no se trataba solo de la energía; era mucho más que eso.

Mientras su respiración se volvía cada vez más irregular, el picor y el ardor en su cuerpo resultaban casi insoportables, pero algo dentro de Amelia comenzaba a despertar.

Esa parte que había reprimido durante tanto tiempo, en su lucha por equilibrar lo que sentía por Eliot y lo que su entrenamiento con Ivar le exigía, estaba al borde de explotar. Atop, con su precisión certera y su sabiduría, había tocado la fibra más profunda de su ser.

“Me estoy dejando llevar por lo que siento… de nuevo,” pensó Amelia. En su mente, las imágenes de Eliot e Ivar se entrelazaban, creando una confusión que la asfixiaba. Cada vez que había cedido a sus emociones, parecía perder una parte de sí misma. Ahora, estaba fragmentada, sin saber quién era realmente, atrapada entre dos mundos que no comprendía por completo.

Atop aflojó el abrazo lentamente, pero se mantuvo cerca, observando con cautela cada movimiento. “Sabes que esto no puede seguir así,” dijo con firmeza. “La energía que corre por tus venas no es un castigo, es un llamado. Es un recordatorio de que debes encontrar tu propio camino, no el de otros.”

Amelia cerró los ojos, luchando por contener esa energía oscura que amenazaba con desbordarse. En ese instante, un recuerdo cruzó por su mente: una conversación con Ivar, en la que él le advirtió que su mayor enemigo no sería externo, sino su propia incapacidad para controlar lo que llevaba dentro.

“¿Era esto lo que intentaba enseñarme?” se preguntó, mientras las palabras de Ivar cobraban nuevo significado en su mente.

Atop observaba en silencio, dándole el espacio necesario para reflexionar. Después de unos momentos, Amelia abrió los ojos. Ya no estaban completamente negros, pero aún mostraban rastros de la energía maldita que la consumía. “No quiero ser controlada,” dijo, su voz fuerte pero teñida de cansancio.

Atop asintió, su expresión era de comprensión. “Entonces, aprende a dominarlo. No será fácil. Habrá más momentos en los que sentirás que te pierdes. Pero si sigues dejándote llevar por lo que otros esperan de ti, nunca liberarás tu verdadero poder.”

Amelia sintió un peso en el pecho, no solo por la energía maldita, sino por la verdad aplastante que Atop le revelaba. Tenía que dejar de tratar de complacer a Ivar, a Eliot, y a todos los demás. Debía encontrar su propio equilibrio, uno que no dependiera de sus emociones ni de las expectativas ajenas.

Amelia no estaba lista para ver a Eliot. De hecho, se resistía a la idea, a pesar de la preocupación que la carcomía por dentro. Sabía que si lo veía, recaería, perdería el control que con tanto esfuerzo había logrado.

La soledad, aunque difícil, le brindaba una tregua, un tiempo para sí misma, lejos del caos emocional que representaba Eliot. Disfrutaba de esos momentos, pero más aún se encontraba inmersa en los paseos y charlas con Ivar, donde el conocimiento y el misterio siempre se entrelazaban de manera fascinante.

Durante uno de sus paseos por la ciudad junto a Kalu, se detuvieron frente a una pequeña obra callejera. Era una representación para niños, donde se hablaba de una torre misteriosa escondida en el Bosque Verde del Claro. La curiosidad de Amelia se despertó de inmediato, y Kalu, notando su interés, decidió contarle más al respecto.

—Ningún elfo ha podido verla —empezó Kalu, con un tono que mezclaba admiración y misterio—. Todas las razas hemos intentado localizarla, pero siempre regresamos con las manos vacías. Dicen que es la Torre donde Phäll vivió, llena de conocimientos tan profundos que al entrar podrías ver tu verdadera esencia y potencial… pero ningún elfo ha sido capaz de encontrarla.

Los ojos de Amelia se iluminaron, su mente ávida por aprender más. Su curiosidad era palpable mientras le preguntaba en un tono casi susurrado:

—¿Kalu… quién es Phäll?

Kalu volteó a verla con una expresión de sorpresa, pero pronto recordó que Amelia aún no conocía del todo la historia y las leyendas que envolvían su mundo. Así que, con un aire de orgullo, le respondió.

—Phäll fue el segundo elfo carmesí en pisar Gaia. Un genio, Amelia. Él logró lo impensable: hablar y entablar amistad con los nigromantes, quienes le enseñaron los secretos de la magia prohibida. Mamá dice que verlo caminar era como ver una estrella descender a la tierra.

Amelia lo escuchaba fascinada, pero una sombra cruzó el rostro de Kalu cuando continuó.

—Phäll desapareció cuando descubrió que los nigromantes enseñaban a los humanos la magia. Advirtió que sería la destrucción de nuestra raza… y en parte, tenía razón.

—¿Qué hicieron los humanos? —preguntó Amelia, con una creciente inquietud en la voz.

Kalu bajó el tono, su mirada se volvió seria y oscura.

—Transmutación humana —respondió con una gravedad que hizo eco en el silencio que los rodeaba.

Amelia sintió un escalofrío recorrer su espalda. Aunque no comprendía del todo las implicaciones de lo que Kalu acababa de decir, algo dentro de ella sabía que esa palabra contenía mucho más de lo que podía imaginar. La Torre, Phäll, los humanos y su insaciable búsqueda de poder… todo parecía entrelazarse en un enigma más grande, uno que Amelia apenas comenzaba a vislumbrar.

Y en ese preciso momento, mientras las palabras de Kalu aún resonaban en su mente, Amelia supo que, de alguna manera, ese conocimiento prohibido la llamaba.








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