Capítulo 39 - Dor Aran -
Dor Aran, 17:00
El crepúsculo se desplegaba sobre Dor Aran como un velo de oro y sangre. Las calles desiertas eran testigos de un silencio inquietante, mientras los últimos rayos del sol se desvanecían en el horizonte.
A pesar de la calma aparente, el aire estaba impregnado con el olor metálico de la sangre y el humo de las cenizas. El riachuelo cercano, contaminado con el rojo profundo de las heridas abiertas, murmuraba una letanía de muerte y destrucción.
A orillas de aquel río enlutado, Dyboøl examinaba el cuerpo inerte de una criatura aberrante: una kimera. Su forma era una fusión grotesca entre humano y animal, como si la naturaleza misma hubiera sido forzada a traicionar sus propios designios.
Su curiosidad era palpable, sus ojos dorados recorrían los detalles de la bestia hasta que una voz, grave y cargada de cansancio, lo sacó de su trance.
—¿Es la primera vez que ves una? —La figura de Ivar emergió de entre las sombras, su pecho desnudo manchado de sangre y su respiración marcada por el esfuerzo.
Dyboøl alzó la vista y, al ver la magnitud de la herida en el torso de su hermano, frunció el ceño.
—Ivar, estás herido —dijo con una mezcla de preocupación y reproche.
Ivar bajó la mirada hacia su pecho. Las garras de la kimera habían abierto un surco profundo en su carne, pero su rostro permanecía impasible, casi despectivo ante su propia fragilidad. Se irguió con un porte que desafiaba la gravedad de su condición.
—Es solo un rasguño —respondió, como si las palabras bastaran para cerrar la herida. Pero su mente no estaba allí; su pensamiento viajaba más allá, hacia un lugar que no comprartía con nadie: Laerthalion Taurvain.
Dyboøl observó el rostro de su hermano con resignación. Sabía que insistir sería inútil. Ivar era un muro, inquebrantable y testarudo, y cualquier intento de discusión solo chocaría contra su orgullo. Optó por desviar la conversación.
—Es la primera vez que veo una kimera de rastreo… Los humanos son criaturas tan perturbadoras como ingeniosas.
—Hace veinte años me topé con estas cosas —replicó Ivar mientras sus ojos fríos escudriñaban el cadáver—. Entonces me parecieron impresionantes, pero son mediocres en combate.
Los dos hermanos permanecieron en silencio mientras los elfos del lugar retiraban el cuerpo de la criatura. Después, caminaron hacia la casa de huéspedes que Sarada” les había proporcionado. Allí, en el jardín interno, cada uno lidiaba con el peso del día de manera diferente. Dyboøl, sentado junto al riachuelo, dejó que el agua fría acariciara sus pies, mientras Ivar se hundía en un banco de piedra, aparentemente ajeno al mundo que lo rodeaba.
La quietud fue rota por el sonido de la puerta principal al abrirse. Una voz clara y melódica resonó como un canto entre las paredes.
—Mis príncipes, lamento haber tardado. Vine tan rápido como pude.
Era Zöe, la hermana de Zhaldrïon. Entró con un andar tan elegante y firme que parecía flotar sobre el suelo. Su sola presencia era magnética, una mezcla desconcertante de dulzura y autoridad. A su lado, Saradan permanecía en silencio, cediéndole el protagonismo.
Dyboøl no pudo evitar dirigirle una mirada de admiración a la elfa. Había algo en Zöe que exigía atención, aunque no lo hiciera de manera explícita. Ivar, sin embargo, se limitó a responder con un tono que intentaba parecer indiferente, pero que traicionaba una leve calidez.
—Lo importante es que estás aquí.
Zöe inclinó ligeramente la cabeza, como si el gesto contuviera tanto gratitud como preocupación. Sus ojos cristalinos se fijaron en Ivar, notando el sudor frío en su frente y la rigidez en sus movimientos.
—¿Estás bien, Ivar? —preguntó, acercándose lo suficiente como para examinarlo más de cerca.
Él se levantó con esfuerzo, adoptando una postura erguida que desafiaba las señales de debilidad que su cuerpo emitía. Una sonrisa forzada cruzó su rostro.
—Fuerte como los árboles más antiguos de la tierra.
Zöe no se dejó engañar, pero no insistió. Había aprendido que intentar penetrar la coraza de Ivar requería paciencia. Con el porte de una líder curtida en batalla, continuó hablando sobre el enfrentamiento reciente.
—Por suerte, logramos mantenerlos a raya, pero dudo que sea el último intento. Están probando nuestras defensas, y volverán. Debemos prepararnos.
Su tono era firme, sus palabras resonaban con la determinación de alguien que conocía los entresijos de la guerra. Dyboøl, fascinado, no ocultó su interés. La pasión en la voz de Zöe lo mantenía cautivo, mientras que Ivar parecía cada vez más ausente, como si el peso de su herida estuviera ganando la batalla que él negaba estar librando.
De repente, una tos violenta rompió el momento. Ivar, incapaz de contenerla, cayó de rodillas. Su cuerpo traicionó su voluntad, y antes de que pudiera tocar el suelo, Dyboøl se lanzó para sostenerlo.
—¡Ivar! —exclamó Zöe, arrodillándose junto a él.
Los ojos de Ivar, nublados por el dolor, buscaron algo que no podía encontrar. Las voces de Dyboøl y Zöe llegaban a él como un eco distante, pero fue la figura de Zöe la que logró mantenerlo anclado. Su rostro, una mezcla de preocupación sincera y serenidad inquebrantable, parecía iluminar la oscuridad que lo rodeaba.
Por un instante, algo en la mirada de Zöe lo perturbó profundamente, algo que no podía identificar pero que lo obligaba a cuestionar si su dulzura escondía un interés más profundo.
23:00 – Dor Aran, Habitación de Ivar
La noche había caído por completo sobre Dor Aran, y el aire pesado del calor sofocante apenas se movía entre las paredes de piedra de la casa de huéspedes. El silencio era interrumpido solo por el leve crujir de la madera y el susurro del viento que apenas lograba filtrarse por la ventana abierta.
Ivar despertó bruscamente, con jadeos entrecortados y la frente perlada de sudor. Al incorporarse, sintió un tirón punzante en el pecho que lo obligó a detenerse. La opresión de un vendaje apretado le recordó el motivo: la herida. Al levantar la vista, notó una figura en el diván frente a él, iluminada por la tenue luz de una lámpara de aceite.
Zöe estaba sentada con un libro en las manos, sus ojos claros lo observaban con una mezcla de calma y vigilancia. Cerró el libro suavemente, como si no quisiera romper la quietud de la noche.
—Buenas noches, solecito —dijo, con una sonrisa burlona que solo usaba en momentos de confianza.
Ivar bufó al escucharla. Trató de levantarse, pero un dolor agudo lo detuvo de inmediato. Con una mueca de molestia, bajó la vista al vendaje en su pecho.
—¿Qué me hicieron? —preguntó, con voz ronca.
Zöe se levantó con elegancia del diván, su andar era suave pero decidido. Se acercó a él y, con un leve empujón en el hombro, lo obligó a recostarse de nuevo.
—Recuéstate, Ivar. Todavía no estás listo para saltar de la cama como un héroe. —A pesar de la dulzura en su tono, había un matiz de autoridad que no dejaba espacio para discusión.
Él gruñó, pero obedeció...
—Tu herida tenía veneno, nada grave, pero suficiente para derribarte si sigues forzándote. Lo neutralicé, pero necesitas reposo.
—¿Siempre tienes que ser tan mandona? —protestó Ivar, cruzándose de brazos como un niño frustrado.
Zöe soltó una pequeña risa, inclinándose hacia él.
—Solo contigo, Ivar. Me gusta recordarte que incluso los árboles más antiguos necesitan tiempo para sanar —replicó, con un guiño juguetón.
Él dejó escapar una risa seca, inusual en él.
—Hace tiempo que no te veía, Zöe.
Ella suspiró y se dejó caer en la parte inferior de la cama, recostándose con las manos detrás de la cabeza y mirando al techo.
—La vida de una princesa es todo menos tranquila. Mientras tú corres por el mundo peleando con monstruos, alguien tiene que asegurarse de que los reinos no se derrumben.
Ivar la miró de reojo, apreciando por un momento su tranquilidad. Había algo en Zöe que le resultaba desconcertante. Era dulce, pero nunca se dejaba intimidar; firme, pero con una suavidad que desarmaba.
—Por suerte, mi hermana no es como tú —murmuró, antes de romper en una fuerte tos que lo hizo inclinarse hacia adelante.
Zöe se incorporó con calma, sin prisas ni exageraciones, y vertió agua en un vaso de cristal.
—No te esfuerces tanto, testarudo. Aquí, bebe despacio. —Se sentó junto a él, sosteniendo el vaso mientras él bebía.
Ivar tomó el vaso y, con un gesto inusualmente suave, colocó sus manos sobre las de ella. Bebió sin apartar la mirada de su rostro, tratando de descifrar el enigma que representaba.
—Hacer las labores de tu hermano te tiene de mal humor, ¿eh? —dijo, con una sonrisa ladeada.
Zöe se apartó, sonriendo de manera serena.
—No lo culpo. La vida de Zhaldrïon ha cambiado mucho. Ser el punto brillante de toda una nación no es fácil.
El rostro de Ivar se endureció.
—Puede que no sea fácil, pero no es excusa para siempre querer tener la última palabra.
Zöe lo miró con una mezcla de sorpresa y desdén.
—¿Ahora te molesta? Te recuerdo que antes estaban juntos todo el tiempo, y ahora vienes con esto. Por favor, Ivar, no seas hipócrita.
—No es hipocresía —respondió, su voz cargada de frustración—. Es que ha visto los horrores del mundo, como yo. ¿Por qué sigue con esa actitud optimista, como si nada estuviera mal?
Zöe lo miró fijamente, sus ojos llenos de una calma calculada. Su voz, aunque dulce, llevaba una carga de determinación.
—Porque, querido Ivar, no todos llevan el peso del mundo como tú. Mi hermano elige ser una luz para quienes lo necesitan, incluso si eso significa sonreír cuando su corazón está roto. Tal vez deberías aprender de él.
Ivar bufó, pero antes de que pudiera replicar, Zöe se inclinó hacia él, tomando su rostro entre sus manos. Su toque era cálido, pero sus palabras eran firmes.
—Sé lo que pasa contigo, Ivar, y también sé lo que significa para ti la chica carmesí.— Lo soltó bruscamente, levantándose con la elegancia de quien siempre está en control. Su voz se tornó más fría mientras añadía. — Lo que llevas en la sangre no es más que un eco de los juramentos de tus ancestros. No lo conviertas en una carga, deja que todo fluya.—
Ivar la observó, desconcertado. Había algo en sus palabras, en su tono, que lo desarmaba. Zöe le daba la espalda, pero el aire entre ambos parecía cargado de tensiones. La sombra de una sonrisa danzó en los labios de ella mientras se alejaba.
—Descansa, Ivar. Mañana necesitarás tus fuerzas. —Su voz se desvaneció mientras salía de la habitación, dejándolo con sus pensamientos, su rabia contenida y una extraña sensación de admiración hacia aquella elfa que siempre parecía estar un paso por delante.
Ivar suspiró, cerrando los ojos, pero la imagen de Zöe no se desvaneció de su mente. Había algo en ella, algo que no lograba descifrar, y eso lo inquietaba profundamente.
Dor Aran – Madrugada
La quietud de la noche no le traía descanso a Ivar. Su mente estaba demasiado ocupada procesando las palabras de Zöe. Sus pensamientos revoloteaban entre su resentimiento hacia Zhaldrïon, las decisiones de su pasado y el creciente enigma que representaba Amelia.
Sin embargo, no podía ignorar la mirada de Zöe. Había algo en su tono y en la manera en que sus manos cálidas habían rozado su rostro que lo inquietaba. No era amor, lo sabía. Zöe no se enamoraba de nadie; ella era como un viento libre, incapaz de ser atrapado. Pero sí había una conexión, un lazo invisible que los unía y que, por alguna razón, lo hacía bajar la guardia.
Cuando finalmente cerró los ojos, su sueño fue breve. Se vio a sí mismo en un lugar oscuro, rodeado de siluetas que no lograba distinguir. Una voz resonó desde las sombras.
—El destino de los reyes no es descansar, sino luchar hasta el final.
Se despertó sobresaltado, sus manos apretadas en los bordes de la cama. Al abrir los ojos, vio a Zöe de nuevo. Estaba sentada frente a la ventana, observando las estrellas.
—¿No puedes dormir, o acaso me estás vigilando? —preguntó, su tono seco, pero no hostil.
Zöe sonrió, sin apartar la vista del cielo.
—¿Y si te dijera que ambas? —respondió, con esa mezcla de dulzura y burla que la caracterizaba.
Ivar se inclinó hacia adelante, apoyándose en sus manos.
—Zöe, no me des sermones esta vez. Dime lo que sabes.
Ella giró lentamente hacia él, sus ojos brillando a la luz de la luna.
—¿De qué quieres que hablemos, Ivar? ¿De Zhaldrïon? ¿De la carmesí? ¿O de la cicatriz que llevas en el alma desde hace años?
Ivar apretó los dientes, pero antes de que pudiera responder, Zöe continuó.
—Sé que no confías en muchos, y por eso estás tan solo. Pero yo no estoy aquí para juzgarte. Estoy aquí porque, aunque no lo admitas, necesitas a alguien que te recuerde quién eres.
El silencio entre ambos fue pesado. La vulnerabilidad en sus palabras lo tomó por sorpresa, pero no podía permitirse bajar la guardia, ni siquiera con ella.
—Entonces dime algo útil, Zöe —dijo al fin, tratando de sonar firme.
Zöe lo miró con una sonrisa triste.
—Muy bien. Si quieres algo útil, escucha esto: la carmesí no está en Laerthalion taurvain por accidente. Su destino está entrelazado con el tuyo. Pero si no puedes controlar tu orgullo, terminarás perdiendo más de lo que crees.
Se levantó del alféizar y caminó hacia la puerta.
—Descansa, Ivar. Mañana hablaremos más. —Hizo una pausa, mirándolo por encima del hombro.
Con esas palabras, Zöe desapareció en el pasillo, dejando a Ivar con sus pensamientos, más revueltos que nunca.
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