Capitulo 37 - las respuestas son una carga innecesaria.
En los días de calma que siguieron, Amelia encontró un remanso de fortaleza mental en medio de las incertidumbres. Aunque las noticias sobre Ivar eran escasas, sabía que él estaba bien.
La orden del Rey Banglash de permanecer en el reino no fue cuestionada, pues todos deseaban garantizar la seguridad de Dor Aran. Sin embargo, la ausencia de Ivar dejó un vacío en el castillo; su seriedad era una llama constante que iluminaba cada rincón de Imlad Anor. Con él lejos, la tranquilidad se sentía incompleta, como si el corazón del palacio latiera más despacio.
Amelia, a pesar de su aparente indiferencia, no pudo evitar preocuparse por Ivar. No cualquiera osaba desafiar una ciudad élfica y salía indemne. Sin embargo, su mente estaba ocupada con otros pensamientos: Radiz había anunciado su próxima partida, y aunque le permitían acompañarlo hasta cierto punto, no tenía claro qué le esperaba después.
Una fresca mañana, mientras los cantos de las aves resonaban entre los muros del castillo, Amelia se encontraba sentada en un banco del jardín, contemplando la grandeza de Imlad Anor. La brisa traía consigo el aroma dulce de las flores, y por un instante, el mundo parecía en calma. Fue entonces cuando una voz suave, pero firme, rompió el silencio:
—Deberías ver el Reino de la Luna —dijo la Reina Kiviks, acercándose con la gracia de una antigua soberana. Su tono era maternal, cálido pero revestido de una seriedad que reflejaba años de sabiduría—. No es tan radiante ni cegador como Imlad Anor, pero tiene un encanto único.
Amelia levantó la vista y, con una sonrisa tímida pero sincera, respondió:
—Me encantaría verlo algún día…
Kiviks, que rara vez mostraba tal amabilidad, se sentó con delicadeza en un banco cercano. Sus ojos, ocultos tras una máscara, parecían brillar con una luz tenue al mencionar el nombre de su hogar.
—Ias Lain Eleni —dijo, dejando que las palabras flotaran en el aire como un susurro antiguo.
Amelia, intrigada, repitió el nombre con entusiasmo:
—Ias Lain Eleni… ¿Qué significa?
—"Donde bailan las estrellas" —respondió Kiviks, con una sonrisa melancólica que parecía contener toda la belleza y la tristeza del universo.
La respuesta, sencilla pero poética, resonó en el corazón de Amelia. Agradeció ese momento de conexión, ese breve respiro en el que no se le exigía pensar ni actuar, sino simplemente estar. Su sonrisa, iluminada por la curiosidad y el agradecimiento, hizo que Kiviks recordara a su antigua amiga, la madre de Amelia.
Sin decir una palabra, la reina sacó un pequeño relicario de uno de los pliegues de su túnica. El objeto, desgastado pero lleno de significado, parecía contener siglos de historia en su interior.
—Acércate, Amelia —pidió Kiviks con dulzura.
Amelia obedeció, con los ojos llenos de curiosidad. Al abrir el relicario, encontró una imagen. Antes de que Kiviks pudiera pronunciar palabra, la mente de Amelia ya había llegado a la inevitable conclusión.
—Esa es mi mamá… —susurró con voz temblorosa.
—Sí, ella es tu madre, Amelia. Su nombre era Nasser. —Los ojos de Kiviks se suavizaron mientras miraba la foto—. Te pareces mucho a ella.
Amelia fijaba la mirada en el relicario, analizando cada detalle de la mujer que genuinamente era su madre. La había visto antes en libros antiguos, en imágenes junto a Ivar, pero esta fotografía capturaba algo distinto: una alegría pura, libre de las sombras del pasado. Ambas, reían con una sonrisa desbordante, y el cabello rojo de Nasser brillaba como un incendio en medio del caos. Su madre se veía impresionante, imponente y, al mismo tiempo, terrenal.
—¿Eran muy amigas, verdad? —preguntó Amelia, sin apartar los ojos del relicario.
De la máscara de la reina Kiviks escapó una risa cargada de nostalgia.
—Sí, lo éramos. Aunque teníamos nuestras diferencias, siempre podíamos contar la una con la otra. La noticia de su muerte fue devastadora para todos
Amelia levantó la vista, su expresión se tornó confusa. Había oído fragmentos de historias, pero nada concreto. Su mirada fija en la máscara de Kiviks fue suficiente para que esta entendiera su confusión y, con un suspiro, comenzó a relatar.
—Fue un golpe que sacudió nuestro mundo. Sabíamos que nuestras costumbres no eran iguales, pero nunca imaginamos que los humanos la atacarían… y la matarían. Su muerte fue el catalizador de la guerra. Tu padre, Lorian, solo quería continuar con el sueño de Nasser, pero para proteger sus tierras y a su gente, peleó hasta el último aliento.
La voz de Kiviks se tornó sombría, como si cada palabra trajera consigo las cenizas de un pasado ardiente
—Hicimos todo lo posible por ayudar, pero los humanos tienen criaturas a su favor, bestias que ni siquiera nosotros podíamos enfrentar. Esos días fueron solo llamas y hambre, un caos interminable.
Amelia escuchaba con atención, cada palabra un eco de una vida que nunca conoció. Con voz entrecortada, hizo la pregunta que rondaba en su mente.
—¿Y yo? ¿Cómo fue que terminé tan lejos de todos?
Kiviks bajó la mirada un instante antes de continuar, como si revivir esos recuerdos le costara más de lo que estaba dispuesta a admitir.
—Si no recuerdo mal, estábamos defendiendo el territorio del sur cuando nos enteramos de que te habían perdido. Había rumores de que la reina seguía con vida, y tu padre intentaba llevarlos a una ciudad más segura. Fue entonces cuando atacaron. Te buscamos por todas partes, Amelia, pero nunca te encontramos.
La voz de Kiviks se quebró levemente al mencionar a los hermanos de Amelia.
—Tus hermanos… estaban devastados. Los escoltamos hasta los Ünnar para que estuvieran seguros, pero de ti, ni rastro. Fue una decisión difícil. Yo misma quise quedarme y cuidar de tus hermanos, pero era demasiado peligroso. El consejo pidió que protegiéramos nuestro reino, y eso hicimos.
Un profundo suspiro escapó de Amelia, mientras movía la cabeza de un lado a otro, tratando de ordenar sus pensamientos. Durante días había deseado con ansias conocer su pasado, pero ahora, con cada pieza del rompecabezas que le ofrecían, sentía que las respuestas eran una carga innecesaria.
Kiviks continuaba hablando, su voz flotando en el aire como un murmullo lejano. Amelia intentaba escuchar, pero su mente estaba nublada, los recuerdos y las emociones desbordándose en su interior. Hasta que una palabra rompió el hechizo, golpeándola como un trueno.
—¿Esclavos? —preguntó Amelia con incredulidad, su voz cortando el aire como una daga—. ¿Hay elfos esclavos?
Kiviks permaneció en un tenso silencio por unos segundos, como si las palabras fueran un peso que temía soltar. Finalmente, con una voz cargada de gravedad y una mirada que parecía atravesar las almas, continuó.
—Sí, los hay, Amelia. Existen elfos esclavos. Muchas familias adineradas de humanos los poseen; algunos se entregan por voluntad, pero otros… otros son cazados. Por eso siempre estamos ocultos. No todos los humanos son buenos, Amelia.
Amelia frunció el ceño, su espíritu desafiante emergiendo como una chispa en la oscuridad.
—Serví mucho tiempo a los Nikolayev, y yo era la única elfo allí. No vi a ningún otro.
El rostro de Kiviks se ensombreció, y lo que dijo a continuación quedó grabado en el corazón de Amelia como una herida imborrable:
—A la mayoría les cortan las puntas de las orejas para que parezcan humanos. Y… también les cortan la lengua. Tal vez sí había otros elfos, Amelia, pero no podían hablar contigo.
La mente de Amelia regresó al palacio Nikolayev, recorriendo con rapidez cada rostro, cada figura silenciosa de la servidumbre. Nunca, en todo ese tiempo, escuchó un sonido de sus labios. La revelación era como un trueno rompiendo un cielo despejado.
El eco de pasos suaves interrumpió sus pensamientos. Desde el pasillo llegó una figura que parecía brillar con una luz propia, y la voz cálida y seductora de Zhaldrïon llenó el espacio con la gracia de una melodía cuidadosamente afinada.
—Madre, partiré mañana. Necesito visitar ciertos pueblos. Amelia, buenas tardes. Espero no interrumpir vuestra conversación.
Su mirada se posó en Amelia, y un rubor ligero coloreó sus mejillas, como si su sola presencia lo desconcertara. Su educación impecable lo hacía disculparse incluso por lo que no era necesario, lo que sólo añadía encanto a su aura.
Amelia, con la mente aún revuelta por lo que acababa de escuchar, se levantó con decisión y lo miró directamente a los ojos.
—¿Por esos pueblos a los que irás se pasa por Valadiod?
Zhaldrïon respondió con una sonrisa traviesa, como si la pregunta le hubiera encendido una chispa de entusiasmo.
—Valadiod está en el camino. De hecho, es mi destino final. Qué perfecto que lo menciones.
Amelia, sin dudarlo, lanzó la petición.
—¿Puedo ir contigo?
Por un instante, Zhaldrïon pareció olvidarse de su impecable compostura. Dio un pequeño salto, casi infantil, que rápidamente disimuló con su tono animado.
—¡Por supuesto! Sí… claro, me encantaría.
Con un agradecimiento rápido, Amelia salió de la sala, dejando a Kiviks y a su hijo a solas.
La reina observó a su hijo con una expresión serena, su mano jugueteando con el relicario.
—¿Qué le dijiste para que cambiara de opinión? —preguntó con un toque de curiosidad, aunque sabía la respuesta.Zhaldrïon, todavía un poco aturdido por la interacción con Amelia, la miró divertido.
Kiviks, con una sonrisa enigmática, respondió mientras observaba la foto del relicario:
—Absolutamente nada.
La luz de Zhaldrïon podía iluminar hasta los rincones más oscuros del castillo, pero esta vez era evidente que su presencia hacía mucho más que eso: despertaba algo nuevo en Amelia, algo que ni ella misma podía comprender todavía.
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