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Capitulo 36 - genuina calma -

El almuerzo, cargado de silencios incómodos y miradas punzantes, había llegado a su fin con un aire agridulce que seguía impregnando a Amelia como un perfume amargo. Salió apresurada, casi huyendo, sus pasos rápidos traicionando su fragilidad evidente. Su largo vestido ondeaba como una sombra que se deslizaba por los pasillos de mármol frío, pero no podía escapar de las palabras, ni de las decisiones que se habían tomado a puertas cerradas, sobre ella.

Radiz, fiel a su estilo, la seguía a paso relajado, con las manos detrás de la cabeza y una sonrisa despreocupada que siempre parecía desentonar con la gravedad de cualquier momento.

—Pequeña, si sigues a ese ritmo vas a tropezarte y—

No alcanzó a terminar la frase cuando Amelia, distraída y enfurecida, perdió el equilibrio y cayó con un ruido seco. La rodilla golpeó contra el mármol, y un jadeo de dolor escapó de sus labios, pero fue más el orgullo herido lo que la dejó inmóvil en el suelo. Radiz, sin perder su sonrisa, se arrodilló frente a ella, suspirando como un adulto cansado de advertir lo inevitable.

—Te lo dije. Ven, deja que te ayude—dijo, extendiendo una mano amistosa.

Amelia, con un gesto seco y desafiante, apartó su mano de un manotazo.

—Tú te quedaste callado frente a ellos… ¡Ellos! Decidiendo sobre mi vida como si fuera un objeto—espetó, su voz cargada de reproche y rabia contenida.

Por primera vez, la expresión de Radiz cambió. Su sonrisa juguetona se apagó, dejando paso a una sombra de melancolía. Se recostó sobre sus talones, mirando a Amelia con una seriedad que pocas veces dejaba entrever.

—Amelia, no hay espacio para mi voz en una mesa donde dos señores elfos deciden. Hay cosas que todavía no sabes… cosas que hacen que mis palabras sean tan útiles como el viento en medio de un huracán—dijo con una calma que contrastaba con el fuego en los ojos de Amelia.

Amelia parpadeó, desconcertada, y antes de que pudiera protestar, Radiz volvió a tenderle la mano. Esta vez, la tomó con delicadeza pero firmeza, levantándola del suelo con una facilidad que desmentía su apariencia relajada. Sin más palabras, ambos caminaron hasta la habitación de Amelia, donde Radiz, como si fuera un ritual cotidiano, comenzó a curar las heridas de la joven elfa.

La habitación estaba en penumbra, con solo un rayo de luz atravesando los ventanales y bañando el suelo en tonos dorados. Radiz limpiaba las vendas con cuidado, sus movimientos precisos, mientras Amelia permanecía en silencio, como si el peso de la conversación anterior hubiera robado su voz.

—Entonces—dijo Radiz de repente, con su tono usualmente despreocupado, aunque sus ojos brillaban con malicia contenida—, ¿qué tal fue ver a Ivar? ¿Fue… como antes?

La pregunta cayó como una piedra en el agua, rompiendo el silencio. Amelia bajó la mirada, sus dedos jugando con un borde desgastado de su vestido.

—No es igual. Él sigue siendo… él. Pero yo… ya no siento lo mismo—admitió, su voz apenas un susurro.

Radiz arqueó una ceja y, con una sonrisa traviesa, inclinó la cabeza.

—¿Una simple atracción de poder, tal vez?—preguntó, sus palabras deslizándose como cuchillos afilados—. ¿Crees que lo veías interesante porque era fuerte, porque su energía era tan distinta a la tuya? Y ahora que tú tienes una energía similar, incluso superior, ¿ya no lo encuentras tan… útil?

Amelia dejó escapar una risa seca, sin humor, y caminó hacia la ventana. Sus dedos tocaron el frío cristal mientras observaba el jardín, donde las figuras reales llegaban escoltadas.

—Sería fácil decir que sí a alguna de tus preguntas—dijo, su voz teñida de una tristeza tan clara como los reflejos en el cristal—. Pero no es eso. Nuestras energías… vibran al mismo nivel, sí, pero no en la misma dirección.

La melancolía en su rostro era casi palpable mientras sus ojos seguían a la comitiva que se movía en el jardín. El Rey Banglash avanzaba con paso majestuoso, flanqueado por las Reinas Aris y Kiviks, mientras las princesas reían con Zhaldrïon, quien las hacía reír con una facilidad casi ofensiva en contraste con la tensión de Amelia.

Radiz, detrás de ella, observaba la escena con ojos entrecerrados.

—Vaya espectáculo—murmuró, ladeando la cabeza—. Y aquí estás tú, pequeña, viendo el desfile desde una ventana como un fantasma. ¿No te cansa ser siempre la observadora?

Amelia no respondió. Su mano se deslizó por el cristal, dejando una huella efímera mientras murmuraba para sí misma:

—A veces, ser un fantasma es más fácil que ser vista.

Amelia permanecía junto a la ventana, perdida en la visión del jardín. El bullicio de las risas de las princesas y la elegante presencia del príncipe Zhaldrïon chocaban con el silencio casi solemne que envolvía su habitación. Radiz, apoyado despreocupadamente contra el marco de la puerta, observaba la escena con una mezcla de interés y diversión, como si estuviera viendo una obra de teatro y no un desfile real.

La voz de Amelia rompió el silencio, cargada de exasperación.

—¿Cómo puede ser así? Tan relajado, tan… tan…—

Las palabras se le atoraron en la garganta, y Radiz, atento, se inclinó ligeramente hacia la ventana para observar al radiante príncipe que había capturado su atención. Su sonrisa habitual volvió, pero esta vez llevaba un matiz picaresco, como si acabara de encontrar un desafío interesante.

—Amelia, ese elfo no es cualquier cosa—dijo con un tono que sugería tanto admiración como cautela—. Es más un espíritu del bosque que un elfo. La última vez que lo vi, era un joven vivaz, lleno de talento para la magia. Pero ahora…—hizo una pausa, sus ojos brillando con un extraño aire de curiosidad— ahora es un adversario formidable.

Amelia giró lentamente hacia Radiz, su mirada reflejando una mezcla de curiosidad y desconfianza. Observó nuevamente al príncipe Zhaldrïon, cuya figura irradiaba juventud y poder, pero ya no confiaba en las apariencias. Después de todo, Radiz, quien parecía apenas mayor que ella, había vivido siglos más de lo que podía imaginar.

—¿Entonces… es un genio?—preguntó, su voz apenas un susurro.

Radiz dejó escapar una carcajada suave, casi burlona, mientras se apartaba de la ventana y cruzaba los brazos.

—Pongamos las cosas así—dijo, dibujando una sonrisa amplia y llena de malicia—: tiene el mismo nivel que ese libro negro que cargas a todas partes.

Amelia frunció el ceño ante la comparación. Miró de nuevo al príncipe en el jardín, que en ese momento soltaba una carcajada sonora mientras una de las princesas intentaba imitar un hechizo que claramente no dominaba.

—¿Estás diciendo que él…?—comenzó a preguntar, pero Radiz la interrumpió, agitando una mano en el aire como si quisiera despejar cualquier duda.

—Lo que digo, pequeña, es que Zhaldrïon no es alguien que puedas ignorar. Pero no te preocupes—añadió, guiñándole un ojo—, yo estaré aquí para asegurarme de que no te metes en problemas… demasiados, al menos.

Amelia no respondió de inmediato. Sus ojos volvieron al jardín, donde Zhaldrïon parecía brillar con una luz propia, casi etérea. Algo en su presencia la inquietaba, como si la energía que emanaba resonara con la suya, pero en un tono diferente, discordante.

Radiz, como siempre, parecía leer sus pensamientos sin esfuerzo.

—Déjalo a él por ahora—dijo, apoyándose de nuevo contra la pared con su sonrisa despreocupada—. Tienes cosas más importantes de qué preocuparte, como esa energía que no dejas de acumular y que eventualmente hará que explotes.

Amelia suspiró, volviendo a su lugar junto al cristal. El mundo afuera seguía girando con su propia gracia y caos, pero dentro de la habitación, todo parecía suspendido en un delicado equilibrio entre lo mundano y lo extraordinario.

La noche había extendido su manto estrellado sobre el valle, y con ella llegó la quietud que envolvía los jardines del palacio. Los sonidos rítmicos de sapos y grillos llenaban el aire, como un susurro armonioso que acompañaba a Amelia en su paseo nocturno.

Estas eran las pocas horas en las que podía estar a solas con sus pensamientos, libre de las miradas y expectativas ajenas. Sin embargo, aquella calma no lograba aliviar la maraña de emociones que la acosaba: su incertidumbre sobre Ivar. Sabía que lo que una vez sintió por él era real, intenso y genuino, pero también sentía que algo había cambiado, que la conexión que antes los unía se desmoronaba como arena entre los dedos.

Mientras sus pasos la guiaban por los vastos jardines, sus ojos captaron una figura bajo el cielo estrellado. Zhaldrïon estaba sentado en un banco de mármol, su porte relajado pero majestuoso, con la mirada perdida en las constelaciones. Amelia intentó pasar de largo, ansiosa por no cruzar palabras con nadie, pero entonces escuchó su voz.

Era una voz caballerosa, profunda, y al mismo tiempo seductora, como si cada palabra estuviera cuidadosamente tejida para encantar.

—Sé que puede no interesarte —dijo Zhaldrïon sin apartar los ojos del cielo—, pero nuestros ancestros siempre están ahí para guiarnos, iluminando cualquier camino que decidamos tomar.

Amelia se detuvo a unos pasos, sus ojos levantándose casi por instinto hacia las estrellas. La familiaridad de esa noción la hizo apretar los labios. Un p

—Mis ancestros no están allí —respondió, su tono sobrio y firme—. Y ambos lo sabemos muy bien.

Zhaldrïon giró el rostro hacia ella, su sonrisa apareciendo con naturalidad, esa sonrisa encantadora que parecía capaz de desarmar cualquier barrera.

—Todos somos parte del ciclo, Amelia —replicó, inclinándose un poco hacia adelante como si buscara acercarse sin invadir su espacio—. Aunque nuestra esencia se pierda entre las páginas del conocimiento absoluto, siguen estando allí… o aquí —dijo, señalando su pecho con un ademán ligero—, para guiarnos.

Sus palabras parecían tocar cuerdas profundas en Amelia, como si cada frase resonara en los rincones más ocultos de su mente. Por un instante, olvidó el almuerzo y el recuerdo de Zhaldrïon como un petulante alborotador. Aquella faceta suya, sobria y reflexiva, era más cálida, más… humana, en cierto modo.

—¿Siempre eres así? —preguntó Amelia, con una ligera mezcla de curiosidad e incredulidad—. ¿O solo cuando estás solo?

Zhaldrïon soltó una risa suave, sincera, que iluminó aún más su rostro.

—Con quien puede entender, me muestro sin reservas —dijo, ladeando la cabeza como si analizara sus propias palabras—. En el almuerzo… solo intentaba aliviar la tensión. Aunque, por lo visto, terminé creando más. No quería incomodar a Ivar. Puedo ver cuánto le importas. Solo quería que supiera que, si él no está para protegerte, yo lo haría.

Amelia arqueó una ceja, cruzándose de brazos con un gesto ligeramente desafiante.

—Puedo protegerme sola.

Zhaldrïon levantó las manos con un gesto teatral de rendición, pero su tono seguía siendo tranquilo, casi juguetón.

—Lo sé —respondió, con una mirada que, aunque burlona, llevaba un matiz de respeto—. Puedo sentir cómo fluye la oscuridad en ti. Es poderosa, imponente. Pero él es mi amigo, y si puedo calmarlo un poco, lo haré.

Por primera vez en toda la noche, Amelia sintió que su tensión disminuía, aunque no bajó del todo la guardia. La imagen que tenía de Zhaldrïon comenzaba a cambiar; ya no lo veía como un simple galán arrogante, sino como alguien que comprendía las complejidades de los vínculos y los conflictos internos.

A medida que la conversación avanzaba, la barrera entre ambos se volvía más tenue, aunque seguía siendo firme. Hablaron sobre las energías que viajaban por el mundo, sobre el equilibrio y el caos que definían sus esencias. Zhaldrïon se mostró fascinante, cautivador, pero siempre respetuoso, como si entendiera que la conexión entre ellos era algo delicado, algo que no debía ser forzado ni cruzar límites.

Cuando la noche comenzó a desvanecerse, Amelia se sorprendió al darse cuenta de que, por primera vez en mucho tiempo, no sentía el peso de la soledad. Había algo en Zhaldrïon, una calidez envuelta en misterio, que la hacía bajar la guardia sin darse cuenta.

Zhaldrïon se levantó del banco con un movimiento fluido, su capa ondeando ligeramente al viento. Se giró hacia Amelia, inclinando la cabeza con una sonrisa que parecía un destello de luz entre las sombras del jardín.

—Una noche tranquila, pero con tantas cosas ocurriendo en silencio —comentó, dejando que su mirada vagara hacia el horizonte, donde la luna bañaba los árboles con su resplandor plateado—. El jardín siempre ha sido un buen lugar para despejar la mente.

Amelia, manteniéndose a unos pasos de distancia, cruzó los brazos, como si quisiera protegerse de la ligereza con la que él hablaba.

—¿Es eso lo que haces aquí? ¿Despejar la mente? —preguntó, con un tono que no ocultaba su escepticismo.

Zhaldrïon rió suavemente, una risa baja y melodiosa que parecía encajar perfectamente con el ambiente nocturno.

—A veces —admitió—. Aunque esta noche, parece que no soy el único con pensamientos pesados.

Amelia lo observó por un momento, intentando descifrar si sus palabras escondían algo más. Pero él simplemente mantenía esa sonrisa amable, sin dar señales de querer ir más allá.

—No es fácil encontrar paz últimamente —dijo ella al fin, desviando la mirada hacia las flores cercanas—. Todo parece moverse en direcciones opuestas.

Zhaldrïon asintió lentamente, su expresión suavizándose.

—El equilibrio es complicado. Pero, si sirve de algo, creo que siempre terminamos encontrando nuestro lugar. Incluso cuando parece que todo conspira en nuestra contra.

Amelia frunció el ceño, sin estar segura de si aquello era un consejo o una simple observación. Antes de que pudiera responder, él añadió:

—No pretendo saber por lo que estás pasando, pero puedo decirte esto: la vida siempre encuentra formas de ponernos a prueba. Lo importante es recordar que, al final, esas pruebas no nos definen, sino cómo las enfrentamos.

Ella lo miró con algo de sorpresa, aunque su expresión permaneció controlada. No esperaba una reflexión tan seria de alguien que, horas antes, parecía ser todo sonrisas y comentarios superficiales.

Zhaldrïon hizo una ligera reverencia, manteniendo esa elegancia despreocupada que lo caracterizaba.

—Espero que encuentres lo que buscas, Amelia. Buenas noches.

Sin esperar respuesta, se dio la vuelta y comenzó a alejarse, sus pasos apenas audibles sobre la hierba. Amelia se quedó en silencio, observando cómo desaparecía entre las sombras. Había algo en su manera de hablar, una mezcla de seguridad y humildad, que la dejó pensando más de lo que habría querido.

Amelia se quedó en el mismo lugar, inmóvil, viendo cómo Zhaldrïon desaparecía entre las sombras del jardín. Había algo inquietante en su manera de ser, algo que la desconcertaba profundamente. Parecía demasiado perfecto, demasiado seguro de sí mismo, pero no de una forma arrogante. Su porte era relajado, como si llevara consigo la tranquilidad de alguien que siempre sabe qué decir, qué hacer.

¿Cómo puede alguien ser así? Pensó. No lo conozco, y aun así, parece que tiene las respuestas a preguntas que no sabía que estaba haciendo.

Había algo magnético en él, no solo su forma de hablar, sino esa sensación de que era inquebrantable, como si llevara en sus hombros el peso de siglos sin que eso lo doblegara. Pero lo que más le sorprendió fue su genuina calma, su manera de abordar incluso los temas más pesados con una serenidad casi desconcertante. Era una cualidad que pocas veces había visto, y por un momento, sintió una punzada de curiosidad por saber qué secretos ocultaba tras esa sonrisa amable.

Sin embargo, no podía permitirse bajar la guardia. Había aprendido que, en ese mundo de alianzas y desconfianzas, los rostros más amables podían ocultar intenciones más oscuras. No es tan diferente de Ivar en eso… pero tampoco es igual.

Cuando Zhaldrïon desapareció por completo en la penumbra, Amelia giró lentamente la cabeza hacia el cielo estrellado, dejando escapar un suspiro apenas audible.

Es un enigma concluyó, y ya tengo demasiados de esos en mi vida.

Con ese pensamiento, retomó su caminata por el jardín, aunque esta vez con pasos más lentos, como si su mente ahora estuviera dividida entre los ecos del pasado y las incógnitas que acababan de cruzarse en su camino.




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