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Capitulo 33 Luz


Amelia, aún joven y tambaleante entre la sabiduría adquirida y el peso de su linaje, enfrentaba cada jornada con el ímpetu de una aprendiz decidida, aunque las dudas la siguieran como sombras persistentes.

El castillo, imponente y antiguo, albergaba en sus profundidades un santuario secreto: una cámara donde un estanque de aguas luminosas irradiaba una energía casi divina. Las paredes, decoradas con runas ancestrales y rostros tallados en piedra, parecían susurrar secretos olvidados mientras vigilaban cada movimiento.

Allí, en esas aguas, Amelia encontraba un respiro. La energía oscura que albergaba en su interior, despertada por el libro de cuero negro, se disipaba momentáneamente al contacto con aquella luz líquida. Por un breve instante, volvía a sentirse como ella misma, lejos del peso que la magia maldita ejercía sobre su cuerpo y mente. Este ritual era más reconfortante que cualquier conversación con Radiz, quien, aunque era su guía y mentor, tenía una lengua afilada y un humor que nunca desperdiciaba la oportunidad de retarla.

Aquella mañana, el aire del castillo tenía un brillo especial, como si las paredes supieran de la importancia del día. Radiz y Aris trabajaban en sanarla, entre murmullos de hechizos y gestos precisos. La reina, serena como el reflejo de un lago al amanecer, apareció con la gracia que solo los siglos podían otorgar. Tomó la mano de Amelia y, con una sonrisa amable, le susurró:

-Pequeña Su, hoy tendremos invitados especiales. No espero que los recibas, pero sería bueno que estuvieras en la bienvenida.

Amelia, aún insegura, levantó la vista hacia la reina y respondió con un tono tímido, aunque cargado de una chispa de ánimo:

-Podría estar en uno de los palcos, si es posible.

Radiz, que había permanecido en silencio hasta ese momento, soltó una carcajada cargada de ironía.

-Oh, claro, y también podemos conseguirte un bastón ceremonial para que parezcas una sabia anciana contemplando a la multitud. ¡Qué vista más solemne! -agitó un bastón viejo que había traído consigo, burlándose con descaro.

La reina, entre risas, añadió con más confianza:

-Así podrías ver a Ivar también. Lo he mantenido ocupado para que no insista en verte. Necesitas tiempo para ordenar todo lo que pasa en esa cabecita.

El nombre de Ivar resonó en Amelia como un tambor en un valle silencioso. Un leve temblor recorrió su cuerpo, suficiente para hacer vibrar las aguas luminosas a su alrededor.

-Tal vez sería bueno verlo... -murmuró, como si hablara consigo misma.


De regreso en su habitación, Amelia intentaba ordenar sus pensamientos. La idea de ver a Ivar despertaba un torbellino de emociones que no lograba controlar. Radiz, como siempre, estaba cerca, cargando un montón de prendas elegantes que dejó caer frente a ella con exagerada teatralidad.

-¿Segura que quieres verlo? -preguntó con una sonrisa burlona-. La última vez que lo hiciste, eras... bueno, más persona que ahora.

Amelia, irritada por el comentario, revisó las prendas y levantó una ceja con escepticismo.

-¿De verdad? ¿Son todos estos trapos necesarios?

Radiz, fingiendo indignación, respondió con su característico tono burlón

-¡Por supuesto! Estás tan flaca que un poco de viento te llevaría volando. Mira, mira -empezó a temblar de forma exagerada-, ¡así es como luces cada vez que sales de esas aguas! Una ramita húmeda y temblorosa.

Finalmente, Amelia dejó de discutir y se vistió para la ocasión. Se cubrió con una capa oscura, con la capucha ocultando parcialmente su rostro, y caminó junto a Radiz hacia el gran salón.

A medida que avanzaban por los pasillos, una multitud creciente se reunía para presenciar la llegada de los elfos de la luna. El aire estaba cargado de expectación, y Amelia sintió una presencia familiar entre la muchedumbre. Se detuvo, mirando a su alrededor, buscando el origen de esa sensación.

-¿Todo bien? -preguntó Radiz, arqueando una ceja mientras seguía su mirada.

-Creí que... nada, nada, sigamos.


Al llegar al salón, Amelia levantó la vista y quedó impresionada por la majestuosidad del lugar. Un riachuelo atravesaba la estancia, conectando un puente de mármol con una isla central donde los reyes daban la bienvenida a los invitados. Los niveles superiores estaban abarrotados de nobles y guardias, mientras que los pisos abiertos permitían que el pueblo presenciara el evento. Desde su palco, Amelia observó cómo Ivar entraba al salón acompañado de sus hermanos, sus figuras destacando entre la multitud.

-Esos son todos sus hermanos, ¿no? -preguntó Amelia con curiosidad.

Radiz asintió, girando con teatralidad mientras observaba la escena.

-Claro, ahí están. Todos tan altivos como siempre. Y míralo, ahí está el rey con la reina. Vaya familia tan encantadora, ¿verdad? -comentó con un sarcasmo que Amelia apenas percibió.

Cuando vio a Ruan, la hermana de Ivar, colocarse al lado del rey, una pregunta surgió en su mente.

-Radiz, ¿no debería el heredero estar junto al rey? Ivar es el primogénito, ¿no?

Radiz sonrió, comprendiendo su confusión.

-Ah, pequeña, olvidaste que este no es el mundo humano. Aquí, el poder no se mide por el género ni por el orden de nacimiento. Las elfas son las que heredan el trono. Su conexión con la magia es más pura y poderosa que la de los varones.

Amelia frunció el ceño, intrigada.

-¿Pero la reina no es hija de la antigua reina? Banglash sí lo era. ¿Por qué...?

Radiz, adoptando un tono de falso dramatismo, respondió.

-La reina Dotrïe no tuvo hijas, solo dos hijos varones. Banglash era su primogénito, sí, pero el consejo decidió mantener el linaje mágico eligiendo a la hermana de la reina. Y dejando que el hijo de la fue reina por casi 1000 lunas como rey. La magia no sigue las reglas de los hombres, Amelia, y aquí mucho menos.

Amelia guardó silencio, su mente procesando la información mientras su mirada volvía a posarse en Ivar. Las emociones en su interior eran un río turbulento, pero sabía que tarde o temprano tendría que cruzarlo.

-¿Consejo? ¿De qué hablas? ¿Cómo que consejo? -preguntó Amelia, sin poder contener su desconcierto.

Radiz, con una sonrisa traviesa, desvió la conversación señalando hacia la entrada principal. Sus ojos brillaban con una emoción inusual.

-¡Mira! Llegaron. Esos son los más cercanos a ti y a tu familia, si hablamos de linaje, claro -dijo mientras hacía un ademán amplio, como si presentara un espectáculo.

Amelia giró su mirada y vio una procesión de elfos que avanzaban lentamente por el salón. Una horda de figuras impresionantes, todos con rostros cubiertos por máscaras doradas, vestían túnicas blancas que parecían flotar con cada paso. Sus movimientos eran precisos, casi ceremoniales, irradiando un aura de autoridad que no podía ignorarse.


Tras ellos, apareció una figura aún más llamativa: la reina Kiviks, vestida de blanco por completo. Su máscara plateada, intrincadamente decorada, ocultaba su rostro por completo, pero no podía disimular su presencia imponente. Cada paso suyo parecía una danza perfectamente ensayada, y los murmullos entre la multitud se intensificaron.

Amelia notó cómo los ojos de todos en el salón se llenaron de admiración y reverencia. Incluso Ruan y Tours, que siempre parecían mantener una postura fría y altiva, se miraban de reojo, comunicándose a través de gestos sutiles que solo ellas comprendían. Estaban claramente expectantes, esperando la llegada de alguien más.

El salón quedó en un silencio absoluto cuando finalmente apareció. Desde el fondo, emergió una figura que parecía ser la personificación de la perfección. El joven heredero de los elfos blancos se desplazaba con un caminar que irradiaba exceso de elegancia. Su rostro era impecable, con rasgos tan finos y delicados que parecía esculpido en mármol antes de ser dotado de vida. Sus ojos, tan afilados como dagas, brillaban con una intensidad casi hipnótica, y su ropa, confeccionada con tejidos que parecían emanar luz, lo hacía destacar aún más.

Amelia no pudo apartar la mirada. Había algo en él que la atraía y al mismo tiempo la intimidaba. No era solo su belleza física; era la energía que emanaba, una luz tan pura que parecía inundar todo a su alrededor.

Radiz, por el contrario, lo veía sin entusiasmo, como si el brillo de aquel elfo no pudiera atravesar sus ojos cargados de cinismo. Para él, el joven era una imagen en blanco y negro, una proyección sin profundidad. Pero notó la reacción de Amelia y dejó escapar una pequeña carcajada.

-¿Qué, te cegó? -susurró con tono burlón.

Amelia no respondió. Seguía observando, hasta que, inesperadamente, el elfo giró la cabeza en su dirección, como si hubiera sentido su mirada. Fue un instante, pero suficiente para que ella apartara la vista de inmediato, como si el brillo de sus ojos fuera demasiado para soportar.

La reina Kiviks, aún en la entrada, levantó una mano para detener a los elfos dorados que la escoltaban, y todos se detuvieron en perfecta sincronía. Un gesto sencillo, pero cargado de significado.

Radiz se inclinó hacia Amelia y le murmuró al oído:

-Ese es el heredero de los elfos blancos. No solo lleva su linaje, sino también su luz. Algunos dirían que es la viva imagen de la perfección. Pero ten cuidado, aprendiz; la luz más brillante también puede cegar y consumir.

Amelia permaneció en silencio, aún procesando lo que acababa de presenciar. Aunque sus ojos se habían apartado, su mente seguía aferrada a la imagen del heredero. ¿Quién era realmente ese elfo? ¿Y por qué había sentido una conexión tan extraña con él, como si su propia esencia respondiera a la luz que irradiaba?

Mientras Amelia intentaba apartar sus pensamientos de aquel deslumbrante elfo, algo inesperado sucedió. El joven heredero, que hasta ahora había seguido su camino con la elegancia de un rey no coronado, hizo una pausa repentina en mitad del salón. La reina Kiviks, los elfos dorados y toda la procesión detrás de él también se detuvieron, como si el tiempo mismo hubiera contenido el aliento.

Sus ojos, aún más luminosos en la penumbra del salón, se alzaron directamente hacia el palco donde Amelia y Radiz se encontraban. Una chispa de reconocimiento pareció cruzar su mirada, como si hubiera estado buscando algo o a alguien.

Radiz se tensó a su lado, su sonrisa burlona reemplazada por una expresión de alerta.

-No puede ser... -susurró para sí mismo, apenas audible.

El heredero inclinó ligeramente la cabeza, un gesto sutil que llevaba consigo un peso inmenso. Era una señal de respeto, pero también de desafío, como si quisiera decirle a Amelia

"Sé quién eres. Y tú deberías saber quién soy yo."

Amelia sintió un escalofrío recorrerle la espalda. No había manera de que aquel elfo la conociera, pero la intensidad de su mirada le decía lo contrario. La conexión que había sentido antes ahora era innegable, como si algo en su interior respondiera al llamado silencioso de aquella figura brillante.

Radiz, retomando su habitual tono burlón, intentó disipar la tensión:

-Vaya, parece que la luz encontró algo que le llama la atención. Quizás seas tú, o quizás es mi espléndido atuendo. -Intentó reír, pero su broma carecía de fuerza.

La procesión continuó después de un momento que pareció eterno, pero la presencia del heredero dejó una huella en el ambiente, especialmente en Amelia.

Más tarde, cuando Radiz y Amelia se encontraban en una de las cámaras superiores del castillo, Radiz rompió el silencio:

-No te dejes encandilar por la luz. Los elfos blancos son poderosos, sí, pero también peligrosos. Sus secretos están tan bien guardados como los tuyos, y puede que incluso más.

Amelia, aún con la imagen del heredero grabada en su mente, respondió con un tono más desafiante de lo habitual:

-¿Y si esa luz no es un peligro, sino una respuesta?

Radiz la observó con atención, y por primera vez en mucho tiempo, no tuvo una respuesta inmediata.





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