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capítulo 32 energía

Los ecos del pastillo resonaban con los pasos firmes de Ivar, su impaciencia era palpable, casi como un trueno contenido entre los muros antiguos. Afuera de la habitación de Amelia, Radiz esperaba, apoyado despreocupadamente en su bastón, como un guardián burlón, pero astuto.

Su mente estaba ocupada en la frágil condición física de Amelia. La muchacha, aunque destilaba poder mental y una energía imponente, no podía ocultar que su cuerpo había sido destrozado meticulosamente, célula por célula, por las maquinaciones crueles de Dimitri.

—Bonito día, viejo, con permiso. —La voz de Ivar resonó, pero su intento de avanzar fue interceptado por el bastón de Radiz, que se alzó como una barrera inquebrantable.

Radiz, con la misma calma con la que un gato observa a un ratón, se enderezó y, sin perturbarse por la expresión hosca de Ivar, replicó.
— príncipe, lamento arruinar tu ímpetu, pero ella no quiere que la veas. No está bien. Por favor.

La mandíbula de Ivar se tensó, y su voz apenas escapó de sus labios con un dejo de desilusión.
—¿Tan mal está como para que te rebajes a hacer de portero?

Radiz, con una sonrisa enigmática, como quien disfruta un chiste que nadie más entiende

—Quizás si la vieras ahora, no la reconocerías. Dale tiempo, príncipe, el cuerpo sana, pero el alma… requiere paciencia.

Ivar apretó los labios en un gesto que revelaba más preocupación que enojo. Pero antes de que pudiera insistir, la voz de la reina Aris irrumpió, como un bálsamo que calma tempestades:
—¡Hijo, ven! Necesito tu ayuda con la bienvenida de las lunas.

El rostro de Ivar se llenó de sorpresa.
—¿Qué harán aquí las lunas?

Aris, con un movimiento de hombros que destilaba serenidad, replicó:
—¿De verdad creías que nadie vendría a verla? Es la hija de quien habría sido reina de todos y amiga íntima de Kiviks. Esto es solo el principio.

Ivar lanzó una última mirada inquieta hacia la puerta cerrada antes de seguir a su madre. Radiz, observando cómo los dos elfos dorados se alejaban, murmuró en voz baja, casi como si hablara con los muros.

—Sé que me escuchas, Amelia, y te lo digo con la mayor sinceridad... tus sentimientos por Ivar son mutuos, pero eso no significa que sean prudentes.

La puerta se abrió con un leve chirrido, y allí estaba Amelia, sentada al costado, sus ojos grises como tormentas insondables, escuchando cada palabra. Radiz la observó con detenimiento; su postura era rígida, su semblante frío, y sin embargo, en ella latía un dolor que no podía ocultar.

—No quise hacerte sentir mal, pero es lo que pienso —dijo mientras la ayudaba a levantarse con una mano firme.

Amelia rechazó su gesto con una elegancia fría, poniéndose de pie por sí misma.
—No te preocupes, Radiz. En parte tienes razón. Ahora veo las cosas con más claridad. Dime, ¿las energías se atraen?

Radiz dejó escapar un resoplido, una mezcla de burla y paciencia, mientras se rascaba la cabeza con su bastón.

—Cada energía tiene su propio magnetismo, niña. Tienden a unirse las que son similares o completamente opuestas, como fuego y aire, o agua y tierra. Pero tú… tú no eres como los demás. Tu naturaleza era luz, pero ahora…

Amelia lo interrumpió mientras caminaba con pasos vacilantes hacia la cama.
—Entonces, ¿eso es un sí?

Radiz, rodando los ojos teatralmente, respondió:
—Vamos, ¿acaso tengo que repetirlo? Eres única, compatible con todo y con nada a la vez. Pero déjame aclararte algo: entender las energías no significa que debas usarlas sin pensar.

Amelia, ahora acostada entre las suaves telas de la cama, giró su rostro hacia la ventana, su voz un susurro cargado de melancolía.
—Solo quería confirmar algo.

Radiz, estudiándola como un erudito ante un enigma, notó cuánto había cambiado. Ella no era la misma joven que había llegado a la montaña; la transformación era evidente.

Mientras Amelia reflexionaba, fragmentos de los Alpes y las enseñanzas de Radiz cruzaban por su mente, conectando piezas del rompecabezas que hasta ahora había ignorado.

“Si lo pienso bien… Lo que ocurrió entonces fue miedo. Mi reacción fue instintiva, pero ahora entiendo que mi energía espiritual respondió a la oscuridad de Ivar. Gracias a él, mi energía elemental despertó. Y este libro… este libro me lo ha revelado todo.”

Amelia giró su mirada hacia Radiz, dispuesta a poner en práctica lo que había aprendido. Pero al intentar descifrar la energía del mago, solo encontró un vacío abismal, sin colores, sin matices.

Radiz, sin inmutarse, dejó escapar una risa sarcástica mientras se acercaba para arroparla.
—Conmigo no, niña. Puedes practicar con quien quieras, pero conmigo no. Y te advierto, usa tu don con respeto. Tendré que enseñarte modales además de magia.

Amelia dejó escapar una risa seca, seguida de un sorbo de agua.
—Hice un pacto con un libro mágico, no con un manual de etiqueta.

Radiz, con una sonrisa torcida, replicó:
—Entonces que el libro te enseñe a no tocar lo que no debes. Ahora descansa, niña. Hay mucho más que aprender, y te prometo que no será fácil.

En el patio central, bajo el cielo de un tono dorado que iluminaba el mapa del bosque tallado en piedra, Ruan e Ivar mantenían una conversación cargada de tensión y emociones reprimidas. La brisa nocturna susurraba entre los árboles mientras ambos observaban los contornos detallados del terreno, cada uno sumido en pensamientos intrincados sobre Amelia y su destino.

—Solo digo que no es normal que alguien siga vivo después de lo que pasó, Ivar —comentó Ruan, su voz mezcla de asombro y admiración—. La viste, ¿no? Era como un trapo destrozado por la tormenta. Los carmesí son… extraordinarios, si es que esa palabra alcanza para describirlos.

Ivar, sin apartar los ojos del mapa, frunció el ceño como si los contornos del bosque pudieran ofrecerle alguna respuesta a sus inquietudes. Su tono era grave, casi acusatorio hacia sí mismo.

—Debí darme cuenta antes. Todo estaba allí. Un elfo blanco viviendo con humanos, protegido por Elowin… Todas las señales estaban frente a mí, y aún así no vi ni una sola.

El peso en sus palabras era palpable, pero antes de que la culpa pudiera dominar el ambiente, Ruan soltó una carcajada burlona, como quien encuentra una joya en medio del caos.

—¿Sabes cómo le llaman a eso, querido hermano? Piebaldismo. Y parece que lo encuentras increíblemente atractivo —respondió, ladeando la cabeza con un brillo juguetón en sus ojos, aunque su postura seguía tan regia como siempre.

Ivar, con una ceja arqueada y un destello de irritación, no perdió la oportunidad de devolver el golpe.

—Claro que sí. Igual que tú cuando bajas corriendo a las torres cada vez que Zhaldrïon pasa por aquí. ¿Cuánto tiempo llevas siendo su amiga, Ruan? Quizá deberías decírselo de una vez.

El comentario cayó como un rayo. Ruan parpadeó, su piel de un blanco marmóreo tornándose de un rojo intenso que la traicionaba por completo.

—¿Qué? ¿Te gusta Drïon? —Ivar cruzó los brazos, observándola con una sonrisa que mezclaba incredulidad y triunfo—. Por los cielos, hermana, con razón pasas tanto tiempo en las torres. ¡Ahora todo tiene sentido!

Antes de que Ruan pudiera recuperar la compostura, un par de figuras imponentes hicieron acto de presencia. El rey y la reina, portando su majestuosidad con una gracia que parecía innata, interrumpieron la escena con pasos deliberados. Ambos eran el epítome de la nobleza, pero en su semblante se leía una preocupación subyacente.

—Hijos —empezó la reina, su voz firme, pero con la calidez que solo una madre puede infundir—, debemos discutir los preparativos para el viaje de Amelia.

—¿El viaje? ¿Qué viaje? —preguntó Ivar, girándose hacia ellos con el rostro endurecido por la confusión.

—Sukie debe emprender un camino que no puede evitarse —respondió el rey, usando el antiguo nombre que Amelia había tenido en su breve estancia con los elfos —. Hay asuntos que solo ella puede resolver, y el bosque ya no es un refugio seguro para alguien como ella.

—¿Sukie? —repitió Ivar, incrédulo. Durante un instante, su mente se llenó de preguntas. ¿Por qué la llamaban así? ¿Qué significaba ese nombre? ¿Qué parte de Amelia desconocía todavía?

Ruan, por su parte, no pudo evitar sonreír con una mezcla de ironía y preocupación mientras sus padres continuaban hablando. A pesar de su chispa habitual, había algo en su mirada que reflejaba un profundo entendimiento de lo que estaba en juego.

—Es una orden, Ivar —interrumpió la reina, fijando su mirada en su hijo mayor con una autoridad que no admitía réplica—. Prepárate. Este viaje será tan importante para ella como para el futuro de nuestro pueblo.

Mientras el rey y la reina se retiraban dejando a sus hijos en silencio, Ruan finalmente habló, aunque su tono había cambiado.

—Ivar, quizás sea hora de que veas más allá de lo que sientes por ella. Amelia, Sukie, o como quieras llamarla, no es solo alguien a quien proteger. Ella es parte de algo más grande.

Ivar la miró, su expresión endurecida mientras las palabras de su hermana se hundían en su interior. Pero en lugar de responder, simplemente volvió su atención al mapa, como si este pudiera contener todas las respuestas que necesitaba.

Mientras los ecos de los pasos de la reina y el rey se desvanecían, Ruan se cruzó de brazos y estudió a su hermano con una mirada crítica. Había algo en su expresión que mezclaba compasión y desafío, como si estuviera debatiendo si debía empujarlo hacia una verdad incómoda o dejarlo en su necedad. Sin embargo, optó por no guardar silencio.

—Ivar, deja de fingir que esta situación es una misión más —dijo con un tono más serio, aunque sin perder del todo su chispa mordaz—. Amelia no es solo una responsabilidad para ti. La forma en que hablas de ella, en cómo la miras, está escrita en tu rostro. Incluso en tu silencio, hermano, se te nota a kilómetros.

Ivar apretó los puños, clavando los ojos en el mapa como si pudiera traspasarlo con la mirada. El comentario de Ruan lo había tocado más de lo que le gustaría admitir, pero se rehusaba a darle la satisfacción de reconocerlo.

—Eso no importa ahora —respondió al fin, con una voz tensa—. Lo único que importa es que ella esté a salvo. Todo lo demás es… irrelevante.

—¿Irrelevante? —Ruan se echó a reír, pero había un filo de tristeza en su burla—. Hermano, si lo que sientes es “irrelevante”, entonces ¿por qué cada decisión que tomas la pone a ella en el centro? ¿Por qué te niegas a pensar en lo que esto significa para ella?

Ivar finalmente levantó la vista del mapa y la miró directamente. Había algo en sus ojos dorados que brillaba con intensidad, una mezcla de preocupación, rabia contenida y algo más profundo, más vulnerable.

—¿Y qué quieres que haga, Ruan? —preguntó, casi gruñendo—. ¿Qué me siente a confesar mis sentimientos mientras ella está luchando por su vida? ¿Qué le diga lo que pienso, lo que siento, cuando ni siquiera sé si va a salir de esta?

Ruan se acercó, colocando una mano en el hombro de su hermano. Su gesto, aunque fraternal, llevaba un peso emocional que no podía ignorarse.

—No te estoy diciendo que te declares en medio de este caos —dijo con suavidad, pero con firmeza—. Pero tampoco puedes ignorar lo que está pasando. Lo que tú sientes por ella es algo más que una simple atracción o admiración, Ivar. Si realmente quieres protegerla, tienes que empezar por entender que ella no es solo “Amelia”. Es Sukie. Es la hija de una leyenda. Es alguien destinada a cosas más grandes que nosotros.

Ivar apartó la mirada, apretando los labios. Sabía que Ruan tenía razón, pero aceptarlo era un peso que no estaba seguro de poder cargar. Amelia no solo era la elfa que lo intrigaba y lo desafiaba en igual medida; también era un enigma, una fuerza que parecía destinada a cambiar el curso de su mundo.

—¿Y qué se supone que haga con eso? —preguntó en voz baja, como si hablara más consigo mismo que con Ruan.

—Aceptarlo —respondió ella sin titubear—. Y estar ahí para ella, no solo como el Ivar protector, sino como alguien que la vea por lo que realmente es.

El silencio entre ambos se rompió cuando una brisa helada atravesó el patio. Ivar volvió a clavar la mirada en el mapa, pero esta vez, no estaba buscando estrategias ni rutas. Estaba intentando ordenar su mente, enfrentarse a lo que había estado negando por tanto tiempo.

—Ruan —dijo al cabo de un momento, su voz más calmada—. ¿Y si todo esto termina destruyéndola?

La hermana lo miró, su sonrisa burlona suavizándose en una expresión de ternura rara vez mostrada.

—Hermano, las grandes almas no se destruyen. Se transforman. Si Amelia es todo lo que creemos, sobrevivirá a esto. Pero necesita que tú seas más que un escudo. Necesita que seas su igual.

Por primera vez en mucho tiempo, Ivar dejó escapar un suspiro largo, como si soltara parte del peso que cargaba en su pecho. Pero incluso mientras procesaba las palabras de Ruan, sabía que el camino por delante no sería fácil. Porque en el centro de todo, estaba Amelia. Sukie. Una elfa que era mucho más de lo que él había imaginado, y cuya fuerza lo desafiaba tanto como lo fascinaba.

—Siempre tienes algo que decir, ¿verdad? —murmuró con una leve sonrisa.

—Siempre. Es uno de mis talentos. Ahora, hazle caso a tu brillante  futura reina y deja de ser un idiota emocional. Tenemos una misión, hermano, y no podemos fallar.

Con esas palabras, ambos se giraron nuevamente hacia el mapa, el aire entre ellos más ligero, pero con una resolución renovada. Ivar sabía que tenía que prepararse, no solo para el viaje físico que estaba por venir, sino para el emocional. Porque proteger a Amelia significaba mucho más que blandir una espada.

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El cuarto de rehabilitación era amplio, pero austero, iluminado por lámparas mágicas que emitían un tenue resplandor. Amelia   sentada en la cama, con vendajes envolviendo sus brazos y piernas, mientras Radiz se apoyaba en el marco de la ventana, su bastón descansando a un lado.

Radiz rompió el silencio con una teatralidad casi ensayada, girando un pequeño vial en su mano como si fuera un objeto de gran poder.
—El poder de las energías espirituales, mi pequeña moribunda, es tan sublime como peligroso. Lo curioso es que todos lo poseen, pero pocos saben usarlo sin quemarse los dedos. ¿Qué opinas de esa paradoja?

Amelia lo miró desde su cama con frialdad, sus ojos oscuros contrastaban con su rostro pálido. Su voz era calma, casi distante, pero cada palabra cargaba un peso medido.
—No es una paradoja, Radiz. Es equilibrio. El poder siempre exige un precio, y las energías espirituales no son la excepción. Manipulación, potencia, emisión, transformación… son herramientas que reflejan lo que somos. Y como cualquier herramienta, pueden construir o destruir, según la intención.

Radiz dejó escapar un silbido bajo, moviendo el vial de un lado a otro como si estuviera ponderando su respuesta.
—Bien dicho, mi pupila. Pero dime, ¿has notado cómo las energías se entremezclan? La energía manipuladora crea líderes, carismáticos y peligrosos. La de potencia, héroes altruistas. Pero, oh, qué delicia cuando estas energías chocan en alguien que no entiende su propia naturaleza. Es como una sinfonía desentonada, preciosa y caótica.

Amelia asintió lentamente, aunque no dejó de observarlo como si desmenuzara sus palabras.
—La mayoría de las personas ni siquiera sabe cuál es su energía predominante. Viven pensando que tienen el control, pero son controlados por lo que emanan. Tú, por ejemplo… —lo miró directamente, una leve sonrisa apenas visible en sus labios—, dices ser un manipulador, pero también tienes algo de emisión. Tu presencia cambia a quienes te rodean.

Radiz rio entre dientes y se inclinó hacia ella, apoyando los codos en sus rodillas.
—¡Tocada, pero no hundida! Admito que mis palabras pueden ser contagiosas. ¿Y tú? ¿Qué crees que eres, Amelia?

Ella se recostó contra las almohadas, su mirada fija en el techo. Su voz era un susurro afilado.
—Emisión. Lo sé desde hace tiempo. Mis palabras, mis acciones… incluso mi silencio afecta a quienes están cerca. Pero no lo busco. Simplemente sucede, y no siempre para bien.

Radiz asintió, jugueteando con el vial.
—Emisión, sí. Pero también veo algo más en ti. Algo… transformador. Tal vez sea el éter que corre por tus venas, o ese libro negro al que tanto cariño le has tomado. Pero tienes la chispa de alguien que no solo afecta, sino que cambia.

Amelia lo miró de reojo, su semblante todavía frío, pero con una chispa de interés.
—¿Crees que puedo transformar?

Radiz sonrió y se puso de pie, señalándola con el vial antes de guardarlo en su túnica.
—No es lo que creo, pequeña moribunda. Es lo que veo. La transformación es peligrosa porque exige sacrificio, y tú ya has comenzado a pagar ese precio. Pero cuidado, cambiar el mundo también cambia a quien lo hace.

Amelia no respondió de inmediato. Sus pensamientos vagaron hacia los meses pasados, hacia las decisiones que la habían llevado allí. Finalmente, habló con un tono que era más para ella misma que para él.
—El precio ya está pagado. Ahora debo decidir qué hacer con lo que queda.

Radiz, satisfecho con su respuesta, tomó su bastón y dio un pequeño golpe en el suelo.
—Bien dicho. Cuando estés lista, te enseñaré cómo hilar esas energías en algo aún más poderoso. Pero por ahora... —se giró hacia la puerta con una sonrisa burlona—, ¿qué tal si practicas no mirarme con esa cara de estatua? Me haces sentir viejo.

Amelia dejó escapar una risa seca, casi inaudible, y cerró los ojos, dejando que el peso de la conversación se asentara en su mente. Radiz salió del cuarto, sus pasos resonando en los pasillos, mientras la noche continuaba su curso.

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