capítulo 30 tú ser
Pasaron días enteros, tal vez semanas, en las que Amelia permaneció sumida en una oscuridad profunda, un abismo donde el tiempo parecía no existir. Su cuerpo yacía en la cama, inerte, como si el peso de un mundo desconocido la aplastara. Estaba atrapada en el borde entre la vida y la muerte, donde la conciencia solo era un eco distante, una sombra inalcanzable.
La reina Aris, con la solemnidad de quien se enfrenta a una fuerza desconocida, velaba por ella día y noche, cuidándola como si de una reliquia antigua se tratara. Sus revisiones eran constantes y meticulosas, buscando rastros de algún cambio, cualquier indicio de vida o muerte. Amelia estaba irreconocible: su piel, marcada por incontables hematomas, tenía un tono grisáceo, y su cuerpo había adelgazado hasta el extremo de parecer una figura de cristal que podía romperse al menor contacto. Las venas, de un negro profundo y perturbador, se extendían como hilos malditos bajo su piel, atrapando la mirada de la reina en una mezcla de horror y fascinación.
-Solo he visto venas así en mi hijo, pero... dudo que sea lo mismo, ¿verdad, Radiz? -murmuró la reina Aris en un susurro cargado de inquietud, mientras el mago entraba a la habitación.
Radiz, con su habitual aire despreocupado, aunque sus ojos brillaban con la intensidad de quien observa un misterio indescifrable, se aproximó a su discípula con el cariño reservado a un prodigio. A pesar de su tono ligero, su mirada era profunda.
-Ni se acerca a lo que tiene Ivar -respondió, como si deliberadamente buscara tranquilizar a la reina, aunque el desasosiego le cruzaba el rostro-. Esto... esto no lo tenía en la montaña, pero no hay duda: esto es magia oscura, antigua y peligrosa, algo de los viejos textos, algo que pocos hemos visto.
La reina, aún sin apartar los ojos de Amelia, alzó su brazo. Bajo la piel, el flujo de sangre de color negro se movía con un peso tangible, como si cada gota fuera un fragmento de oscuridad misma que amenazaba con consumirla desde adentro. Era una visión grotesca y majestuosa, la de un poder maldito que fluía bajo la apariencia de una joven inconsciente.
-Me recuerda tanto a Nasser... aunque duerma, puedo ver en ella esa hambre, esa sed insaciable de conocimiento... ese aire desafiante, como si supiera que está destinada a ser superior -comentó Aris en un murmullo cargado de juicio.
La voz de la reina se vio interrumpida por la presencia firme de Ivar, que emergió de las sombras para defenderla, como si sus palabras fueran cuchillas que buscaban a su protegida.
-No es así. Apenas comprende lo que posee -replicó Ivar, su voz gélida pero cargada de una intensidad protectora, de alguien que ha jurado cuidar de aquello que nadie más entiende.
La reina soltó un largo suspiro y se volvió hacia su hijo. Sus manos, templadas por siglos de experiencia, acariciaron el rostro de Ivar, como si buscara calmar no solo su preocupación, sino la tormenta que se formaba dentro de su propio corazón.
-Quizá no la conozco tanto como tú, hijo mío, pero mis ojos, curtidos por siglos, ven cosas que a ti aún te son ocultas -dijo Aris, con la sabiduría de los antiguos resonando en sus palabras.
Mientras ellos discutían, Radiz observaba en silencio, cada vez más inquieto. Desde su lugar junto a la cama de Amelia, miraba las venas negras que cubrían su piel y el aura sombría que parecía envolverla como una niebla densa. En su mente, las preguntas se amontonaban:
¿Qué fue lo que hiciste, Amelia? Lo que recorre tu cuerpo no es lo que practicábamos en la montaña... Esto... esto es igual o peor que lo que Phäll llevó consigo.
La preocupación lo sobrepasaba. Amelia, quien una vez había sido su alumna brillante, su luz en medio de las sombras de la magia, ahora parecía haberse fundido con esas mismas tinieblas. Lo que fuera que ahora latía en sus venas iba mucho más allá de lo que él podía comprender.
Sintiéndose incapaz de soportar la tensión que lo rodeaba, Radiz abandonó la habitación y comenzó a vagar por los pasillos del palacio. En su deambular, sus pasos lo llevaron hasta la biblioteca, donde el rey Banglash se encontraba, ensimismado en un antiguo tomo. Radiz, sin perder su toque de ligereza, lo saludó con una broma. El rey, perdido en sus pensamientos, respondió con una sonrisa melancólica.
-Nasser, Kiviks y yo soñábamos con formar un solo reino, un reino que todos admiraran -dijo Banglash, su voz rota y cargada de nostalgia, mientras una lágrima rodaba por su mejilla.
Radiz, al captar el dolor en sus palabras, se acercó más, comprendiendo que lo que estaba escuchando era una confesión del pasado, un eco de un sueño que había quedado truncado.
-¿Eran muy amigos, no es así? -preguntó, y en sus palabras había una profunda empatía.
El rey asintió, limpiándose el rostro antes de continuar, como si al hablar estuviera exorcizando una carga invisible.
-Éramos más que amigos. Eran mis hermanas. Ninguno de nosotros tenía hermanos, así que nos convertimos en la familia que nos faltaba. Incluso ya había acordado que Nasser sería la reina de todos, pero... no pude protegerla...
Radiz, viendo la tristeza en el rostro del rey, lo miró con comprensión.
-No fue tu culpa. Las cosas simplemente... sucedieron.
Después, con una chispa de curiosidad, Radiz preguntó:
-¿Elowin sabía de esto? ¿No le molestaba?
El rey Banglash, con la mirada perdida en el pasado, asintió con lentitud.
-Claro que lo sabía. Aunque no solía reunirse con nosotros, siempre la manteníamos informada. Nunca quiso ser reina... eso fue algo inesperado.
Radiz, asombrado, replicó:
-¿Rechazó el trono?
Banglash asintió, su voz apenas un murmullo.
-Nunca te lo dijo, ¿verdad? Ella lo rechazó porque ansiaba ser libre, dedicarse a la vida. Siempre fue una soñadora... y luego, de repente, volvió y aceptó el trono.
El asombro de Radiz creció al escuchar la historia de Banglash. Elowin jamás le había hablado de su pasado, y ahora, él se daba cuenta de que había muchos secretos escondidos en las sombras de la historia.
Mientras tanto, en el cuarto de recuperación, un silencio sepulcral lo cubría todo. La única interrupción era la respiración débil de Amelia, un sonido apenas perceptible que traía consigo un rastro de fragilidad y, al mismo tiempo, una fuerza inexplicable.
Su piel pálida y sus venas negras parecían las marcas de una guerrera caída en desgracia, una leyenda dormida, atrapada en un sueño febril donde los recuerdos de la tortura y la oscuridad la mantenían prisionera, resistiendo la tentación de rendirse ante las sombras que, día a día, buscaban consumirla desde dentro.
El ambiente huele a hierbas medicinales y a una sutil fragancia de incienso, intentos inútiles de enmascarar el aire sombrío que impregna la habitación. Ivar permanece de pie, mirando a Amelia desde una distancia prudente, con las manos cruzadas a la espalda, la mandíbula apretada. La Reina Aris lo observa en silencio antes de acercarse.
Reina Aris: (Bajando la voz, mientras se sitúa junto a Ivar) "Ivar, no eres de los que suelen quedarse en silencio así. ¿Qué sucede?"
Ivar mantiene su mirada en Amelia, sus ojos reflejan una mezcla de respeto y frustración.
Ivar: (Con tono firme, sin apartar la mirada) "Nada, madre. Sólo... intento entender cómo alguien puede soportar algo así y aún seguir en pie."
La Reina Aris observa a su hijo, percibiendo la tensión en su postura y la leve rigidez en sus palabras.
Reina Aris: "Amelia es fuerte, Ivar. Pero esa fortaleza tiene un límite, y su cuerpo muestra las cicatrices de lo que ha tenido que soportar. Sus heridas son profundas, y los recuerdos... son cadenas pesadas."
Ivar frunce el ceño y cruza los brazos, manteniendo la vista en el rostro inerte de Amelia.
Ivar: (Evadiendo la pregunta) "No tengo tiempo para fantasías, madre. No estoy aquí por sentimentalismo. Sólo quiero asegurarme de que nadie más la ponga en esa situación."
Reina Aris Asiente, observándolo con comprensión -Es natural que quieras protegerla, pero recuerda, Ivar, que no puedes decidir por ella cómo enfrentar sus recuerdos. No puedes simplemente borrar lo que le sucedió.-
Ivar guarda silencio un momento, su rostro tenso mientras intenta encontrar las palabras adecuadas.
Ivar Con tono severo -No intento decidir por ella, sólo... sólo quiero que sepa que puede confiar en mí, si así lo desea.-
Reina Aris Le coloca una mano en el hombro, su tono es suave pero firme. -Eso está bien. Pero escucha, Ivar: Amelia necesita espacio, no presión. No sería justo que sienta que debe corresponderte o que depende de ti... incluso si tus intenciones son buenas.-
Ivar Exhala, mirando hacia el suelo, luchando con una frustración contenida -Lo entiendo, madre. No espero nada de ella. Sólo... no me gusta verla así, desprotegida.-
-Entonces respétala como la guerrera que es. No la veas como una víctima, sino como alguien que ha resistido. Amelia necesita sentir que está en control de su vida otra vez. Y eso sólo pasará si tú le ofreces apoyo sin condiciones.-
Ivar asiente, sus manos se tensan, pero su mirada muestra una resignación silenciosa.
Ivar con voz seria -Sé que es lo correcto, pero... no es fácil. Estoy acostumbrado a luchar con enemigos visibles, no a manejar este tipo de batallas.-
Reina Aris Sonríe con comprensión -Este es un tipo de combate diferente, Ivar. No puedes forzar los resultados. Si de verdad deseas estar en su vida, entonces hazlo sin esperar que te necesite. Sé su compañero en el camino, no su protector.-
Ivar observa a Amelia en silencio, finalmente comprendiendo el mensaje de su madre. Las palabras de la Reina Aris resuenan en él, recordándole que la verdadera fortaleza, a veces, está en esperar y observar.
Ivar Con voz baja, firme -Lo intentaré. No es fácil, pero haré lo que pueda.-
Reina Aris Acaricia su mejilla con ternura -Eso es todo lo que puedes hacer, hijo. La verdadera fuerza, a veces, está en la paciencia. Dale el tiempo que necesita, y respeta el espacio que reclama. Si algún día ella puede abrirse, será porque encontró el camino hacia ti por sí misma.-
Ivar asiente y se retira un paso, tomando una última mirada hacia Amelia antes de que él y su madre salgan del cuarto. El silencio regresa, pero algo ha cambiado; Ivar, aunque aún preocupado, parece haber encontrado algo de claridad en las palabras de su madre.
Amelia yacía inmóvil en la cama, pero la realidad era otra. Su cuerpo estaba quieto, atrapado en la frágil tela de la existencia física, pero su espíritu, libre como una hoja en el viento, flotaba en un reino etéreo, donde el tiempo y el espacio parecían ser solo ecos distantes. La visión era la de un campo vasto y verde, donde el cielo se extendía infinito y el sol acariciaba su rostro con una calidez que parecía venir de otra era.
Sentía en su piel el susurro de un viento viejo y sabio, uno que había viajado por siglos y recogido los secretos del mundo. Era casi una conversación silenciosa, como si el viento fuera un espíritu de voz desgastada y cansada, respondiéndole desde la misma esencia del universo. Era más un murmullo que una respuesta, un eco tan suave que parecía que el propio tiempo se lo guardaba para no interrumpir.
Amelia, recostada en esa pradera mágica, alzó la vista hacia el cielo de un azul profundo y habló, dejando escapar una pregunta que flotó entre las nubes, casi como una plegaria.
-¿Por qué elegiste solo a los elfos carmesí? -sus palabras eran suaves, un susurro íntimo lanzado al aire, como si buscara comprender los misterios de un pasado perdido.
Y entonces, como un suspiro añejo, la respuesta llegó, arrastrada por el viento. Era una voz tenue, antigua, cargada con la sabiduría de mil vidas y el cansancio de una eternidad. Sonaba como si el eco de un espíritu antiguo se derramara desde el aire mismo.
-La fuerza espiritual... es una herencia... difícil de ignorar... -respondió el susurro, cada palabra cayendo con el peso de eras olvidadas.
Amelia esbozó una sonrisa, sus ojos entrecerrados en paz y en comprensión. Las preguntas se le amontonaban, pero allí, en ese espacio de calma y luz, cada respuesta parecía tener su propio lugar y ritmo. Se quedó un momento en silencio, dejando que las palabras penetraran en su alma, y luego continuó, como si el viento mismo pudiera entender sus dudas más profundas.
-Sé que pregunto demasiado -musitó con suavidad-. Pero... ¿para qué querrías un cuerpo? Nosotros, los efímeros, apenas somos sombras en el tiempo. Mírame a mí... -Amelia alzó una mano, mirándola con tristeza. Su piel era pálida, casi translúcida, tan delgada que parecía la mano de un espectro. Ella rió, una risa pequeña, cargada de resignación-. Mira lo que me has hecho...
El susurro respondió, más profundo y grave esta vez, resonando en su mente como el eco de un enigma sin resolver.
-El peso... del poder... y del saber... pagarás... con ser... -la voz sonaba como un antiguo mantra, una profecía de lo inevitable. Era una advertencia y, al mismo tiempo, una promesa oscura.
A pesar de lo críptico de sus palabras, Amelia sentía que cada frase tenía un significado oculto, uno que quizás nunca comprendería del todo, pero que la llenaba de una tranquilidad indescriptible. Allí, tumbada en el verde pasto de ese mundo espiritual, sus suspiros eran sus respuestas, y esa paz se transformó en una caricia que envolvía todo su ser, atrapándola en un estado de calma absoluta.
En ese instante, un último susurro rompió la serenidad, interrumpiendo la quietud de ese momento eterno.
-Es el momento... de volver... pronto...
Confundida, Amelia abrió los ojos lentamente. Se incorporó apenas, sintiendo el peso de su cuerpo débil, sus huesos como de cristal a punto de quebrarse. Se sentó y miró alrededor, viendo el vasto campo que se desvanecía, volviéndose transparente, como la niebla al amanecer. La visión de praderas infinitas se disipó, y en su lugar apareció el frío resplandor de la realidad: el techo de la habitación de recuperación y la intravenosa que colgaba a su lado.
De golpe, como quien despierta de un sueño profundo, sintió el tirón de la realidad en cada fibra de su cuerpo. La pradera mágica se desvanecía, pero en su alma, aquel susurro persistía, resonando aún, como una canción olvidada.
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