CAPITULO 23 CURIOSIDAD, TERROR Y SALVACION
-¿Cuánto tiempo más estaremos andando? ¿Hasta dónde ha llegado? ¡Qué cabrón es! Resopló Eliot, agotado por la interminable marcha y la frustración de no encontrar el campamento de Dimitri.
El viaje se le hacía insoportable, no solo por el cansancio físico, sino por las horribles imágenes que su mente conjuraba, cada una más oscura que la anterior. Sabía que lo que imaginaba era apenas una sombra de la pesadilla que estaba por enfrentar.
Cuando por fin divisó el campamento en la distancia, la mañana lucía engañosamente hermosa. El sol derramaba su luz dorada, acariciando las hojas del bosque otoñal que crujian bajo sus pies. Pero aquella visión de paz se rompió de golpe con el chasquido de un látigo y los ecos de risas crueles. Eliot sintió cómo la ira le recorría las venas, y respiró hondo antes de avanzar con determinación hacia donde se encontraba su primo.
-El capitán está ocupado. Saldrá en unos momentos, príncipe -anunciaron los soldados al interponerse en su camino. La paciencia de Eliot se agotó en un instante.
-¡Dimitri! -bramó con una voz cargada de furia, haciendo temblar a los guardias. Al poco tiempo, Dimitri salió de su tienda, ajustando despreocupadamente su ropa con una sonrisa torcida.
-Primo, tanto tardas que casi monto mi propio imperio en tu ausencia -dijo con tono burlón, su expresión satisfecha contrastando con el ambiente tenso.
Eliot empujó a los soldados a un lado y encaró a Dimitri, notando con horror las astas de oro apiladas a un costado, un símbolo inconfundible. Su rostro se ensombreció.
-¿Podrías no meter la pata ni un momento? ¡Mataste a un animal sagrado! -rugió, pasándose las manos por el cabello en un gesto de impotencia. ¿Qué les diremos a los elfos blancos? Estos animales son parte de ellos, Dimitri.
La sonrisa de Dimitri se desvaneció lentamente mientras Eliot hablaba. Sus ojos, que antes chisporroteaban de diversión, se endurecieron.
-¡Cállate! ¡Cállate! ¡Cállate, maldita sea! No me dejas ni pensar -espetó, avanzando hacia Eliot con los puños cerrados-. Dentro de mi tienda tengo algo que ellos querrán. Podemos negociar.
Eliot lo miró, la confusión y el temor luchando por dominar su expresión.
-¿Qué es lo que tienes? -preguntó, su voz entrecortada por el presentimiento. Dimitri giró sobre sus talones y entró en la tienda, obligando a Eliot a seguirlo.
Dentro, el aire era espeso y la penumbra del lugar ocultaba detalles hasta que sus ojos se ajustaron. El horror lo golpeó como un puñetazo cuando vio a la figura en el suelo. Una elfa, completamente desnuda y cubierta de hematomas que tornaban su piel en un mosaico de tonos oscuros y sangrantes. Amelia. Dimitri la levantó bruscamente por el cabello, y su cabeza cayó hacia atrás, dejando ver su rostro marcado.
-¿Ves? Incluso es guapa -dijo Dimitri, con una indiferencia que heló la sangre de Eliot.
La furia brotó como un torrente incontrolable. Antes de que pudiera pensar, Eliot lo empujó con tal fuerza que Dimitri cayó, aunque reaccionó al instante, invocando dos sombras que sujetaron a Eliot con una fuerza sobrenatural.
-¿Qué te pasa? ¡Esto no te conviene, Eliot! -gritó Dimitri, la locura danzando en sus ojos mientras se levantaba con una sonrisa burlona. ¿Quieres usar magia, pequeñín? Bien, ¡dame tu mejor golpe, pero no llores cuando te rompa en dos!
El calor en la tienda subió rápidamente.
Eliot, a un paso de desatar un hechizo mortal, escuchó un gemido ahogado proveniente de Amelia. La realidad lo golpeó: cualquier ataque la dañaría a ella también. Esa distracción fue suficiente para que las sombras lo lanzaran fuera de la tienda. Se estrelló contra el suelo polvoriento mientras Dimitri se acercaba, con los puños en alto.
-No te acerques más ni a mi ni a ella, ¿entendiste? -dijo Dimitri, y un golpe seco en el estómago de Eliot lo dejó sin aire-. Es mi presa, y no me importa lo que pienses. Aléjate.
Eliot estaba tirado en el suelo, respirando con dificultad, con el estómago ardiendo por el golpe que Dimitri le había propinado. Los soldados, fríos e implacables, lo observaban sin intervenir, como si el sufrimiento de Eliot fuera un espectáculo cotidiano. Los sonidos de la tienda, los pasos, los murmullos apagados, y sobre todo, los débiles gemidos de Amelia, le perforaban los oídos. La impotencia lo asfixiaba, cada intento de levantarse era una batalla perdida contra el peso de su propia desesperación.
Mientras yacía en el suelo, Eliot recordó la última vez que había visto a Amelia reír. La imagen era un destello fugaz en su mente, una llama que se apagaba rápidamente bajo el peso de la realidad.
El sonido del látigo y las risas de Dimitri lo trajeron de vuelta al presente, Ilenándolo de una ira que solo podía ser comparada con el miedo. Intentó levantarse de nuevo, esta vez apoyándose en la daga que llevaba en su bota, pero la voz áspera de uno de los soldados lo detuvo.
-No te muevas, príncipe. No querrás que el capitán te vea intentándolo otra vez.
Eliot, con el cuerpo temblando de dolor, apenas logró murmurar:
-No entiendes, ella es...
Pero Dimitri, con una mueca perversa, lo interrumpió.
-Oh, ya entiendo. Entonces, le daré la misma bienvenida de anoche, pero esta vez en tu honor declaró antes de girarse y entrar en la tienda, dejando a Eliot humillado y roto en el suelo.
De repente, Eliot sintió una brisa gélida en la nuca, y al girar la cabeza vio que una figura delgada y encapuchada lo observaba desde las sombras de los árboles. No podía distinguir su rostro, pero los ojos resplandecían con una luz espectral. Antes de que Eliot pudiera reaccionar, la figura desapareció como si fuera un espejismo.
La noche transcurrió entre dolor y pesadillas. Soñó con las antiguas leyendas de su familia, donde el honor y la traición se entrelazaban como enredaderas venenosas. Soñó con la risa de Dimitri, transformada en el eco de una bestia. Cuando despertó, aún en la penumbra del alba, la tensión en el campamento había cambiado. Un zumbido inquieto flotaba en el aire, como el preludio de una tormenta.
Antes de que el primer rayo de sol cruzara el horizonte, un grito de alarma sacudió el campamento. Eliot se incorporó rápidamente, sintiendo cada músculo protestar. Un soldado pasó corriendo junto a él, y entonces lo vio: legiones de elfos con armaduras de plata y detalles de oro, reflejando la primera luz del día y proyectando un resplandor casi cegador. Era una visión que haría temblar al más valiente.
Eliot se quedó sin aliento al reconocer al Rey Banglash y a su hija Ruan. Su imponente presencia parecía multiplicarse con el eco de cientos de guerreros que pisoteaban la tierra en un compás de guerra. Pero lo que realmente heló su sangre fue la figura que los acompañaba: Ivar, caminando con la mirada fija, oscura como un presagio de muerte. La luz de la aurora parecía evitarlo, rodeándolo con una sombra que lo hacía aún más temible.
El soldado irrumpió en la tienda de Dimitri haciendo que este se despertara de mala forma.
-Señor, debe salir. Estamos rodeados.
Dimitri emergió de su tienda con expresión altanera, solo para quedarse boquiabierto. Tres legiones de elfos, con armaduras que reflejaban la luz del sol, los cercaban. Eliot, saliendo de su tienda, compartía la misma sorpresa. Sin embargo, no dejó que el miedo lo paralizara.
-¿A qué debemos el honor de estar frente a tan honorable raza? -preguntó con voz firme.
Con una voz grave y poderosa, que parecía dictar sentencia y consejo al mismo tiempo, el rey habló:
-Señores de tierras humanas, su hospitalidad nos ha traído hasta aquí, pero no es por cortesía que cruzamos este territorio incierto. -Sus palabras, corteses en la superficie, llevaban una amenaza implícita, como un trueno en la distancia-. Sabemos que una elfa de nuestro linaje yace en cautiverio en este campamento, y hemos venido a buscar justicia y amparo para lo que es nuestro por derecho.
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