CAPITULO 21 ¿SIGUES LUCHANDO?
Amelia abrió los ojos lentamente, sintiendo una Profunda punzada de dolor en su cabeza La luz Tenue de una lámpara de aceite iluminaba la carpa, proyectando sombras que se movían como si cobraran vida propia, dibujando figuras amenazantes en las paredes de tela gruesa. Su cuerpo estaba entumecido, sus extremidades pesadas y, al intentar moverse, descubrió que sus muñecas y tobillos estaban atados con gruesas cuerdas que cortaban su piel a cada pequeño movimiento.
Sus sentidos volvían lentamente, y el frío de la tierra bajo ella se sentía como un recordatorio de lo que había perdido. La ropa que llevaba estaba desgarrada y cubierta de tierra, y su piel mostraba marcas de heridas y hematomas. Sintió una oleada de angustia y desesperación, pero se obligó a mantener la calma. Tenía que conservar la energía y pensar en una salida.
Fue entonces cuando lo vio. Dimitri estaba sentado en un trono improvisado, hecho de pieles de criaturas que Amelia no pudo reconocer. Él observaba cada movimiento con una sonrisa de satisfacción, sus ojos oscuros brillando con malicia. El mero hecho de verla atrapada parecía ser un placer para él, como si fuera el premio de un juego perverso que él ya había ganado.
-Así que finalmente estás despierta -murmuró, con una voz suave y calculada que contrastaba con la intensidad de su mirada-. Espero que hayas tenido dulces sueños, querida.
Amelia lo miró con desafío, sin pronunciar una palabra. Intentó mover sus manos, pero las ataduras solo se apretaron más, haciendo que el dolor se intensificara. Aun así, sus ojos reflejaban la misma determinación de siempre, una llama de resistencia que ni siquiera Dimitri podía apagar.
-¿Sigues luchando? -dijo Dimitri con un leve suspiro, como si la mera idea de su desafío lo divirtiera-. Me sorprende, aunque supongo que es algo digno de una... elfa. No creí que tuvieras tanta terquedad.
Con un chasquido de dedos, Dimitri hizo que dos sombras se materializaran a sus lados, como guardianes silenciosos y oscuros. Las sombras parecían observarla también, sin rostros, pero con una presencia que podía sentirse tan opresiva como el propio Dimitri. A Amelia le costaba incluso respirar bajo la intensa mirada de esas figuras que parecían absorber toda luz y esperanza del ambiente.
-¿Qué quieres de mí? -preguntó Amelia finalmente, rompiendo el silencio con una voz débil pero llena de desafío-. Si crees que esto te hará más fuerte… estás equivocado.
Él soltó una carcajada suave, inclinándose hacia adelante, sus dedos tamborileando con calma en el brazo de su trono.
-¿Más fuerte? No. Esto no tiene que ver con fuerza. Esto… es algo mucho más profundo. Tú eres especial, un arma que nadie más entiende…—
Amelia sintió un escalofrío recorrer su columna. Dimitri se levantó lentamente y caminó hacia ella, cada paso pesado, cada movimiento calculado. Se inclinó, tomando un mechón de su cabello y examinándolo como si fuera un trofeo.
-Tu resistencia es admirable, pero pronto aprenderás que aquí no hay escapatoria. Nadie vendrá a salvarte -dijo en un susurro que le rozó el oído como una brisa helada-. Eres mía. Y me aseguraré de que cada día lo recuerdes.
Amelia sintió un nudo en la garganta, pero apretó los dientes, obligándose a no demostrar su miedo. Su mente trabajaba, buscando alguna posibilidad, algún detalle que pudiera darle una ventaja.
-Nunca seré tuya. Puedes hacer lo que quieras, pero no lograrás nada -respondió ella, su voz tensa pero firme.
Dimitri la miró por un momento, y luego sonrió.
La sonrisa era un reflejo de su crueldad, una promesa de lo que estaba por venir.
-Ya veremos contestó—, dándose la vuelta mientras las sombras se acercaban lentamente a ella, sus formas alargadas y etéreas rodeándola como un manto oscuro.
Irritado, Dimitri pasó una mano por su cabello, echándolo hacia atrás, y una siniestra idea surgió en su mente. Chasqueó los dedos, una sonrisa torcida en su rostro. Ordenó que trajeran cadenas, y con movimientos precisos y crueles, la ató, levantándola del suelo hasta dejarla suspendida del techo, como si fuera un trozo de carne a punto de ser entregado. Amelia colgaba, inmóvil y vulnerable, un trofeo de su crueldad.
Dimitri se inclinó hacia ella, sus ojos destellando con una mezcla perversa de placer y poder.
– Siempre he tenido… fantasías con las elfas. -su tono era un susurro cargado de malicia, la burla en su voz un cuchillo que intentaba abrir aún más sus heridas-. Me pregunto si podrías seguirme el paso, ¿qué opinas?—
Con una frialdad que solo aumentaba su sadismo, tomó la daga de Amelia, aquella que ella misma solía blandir con orgullo, y deslizó la hoja afilada por la tela de su blusa ensangrentada, rasgándola hasta exponer la piel pálida debajo.
Venas ennegrecidas por su energía maldita se enredaban por su piel como rastros de un veneno que parecía consumirla desde dentro. Pero Dimitri no mostraba piedad; disfrutaba del espectáculo, deleitándose en cada detalle de su sufrimiento.
Amelia apenas sentía la dureza del suelo de tierra en sus pies, el frío metal de las cadenas apretándole las muñecas.
Pero esos dolores físicos no eran nada comparados con el tormento en su mente. Luchaba por mantenerse fuerte, por no romperse, y dirigió su mirada a un rincón oscuro de la carpa, un refugio imaginario donde pudiera perderse, donde su mente pudiera escapar del horror de su cuerpo prisionero.
Su respiración era irregular, contenida, como si el mínimo movimiento pudiera hacerla derrumbarse. En su interior libraba una batalla desesperada por no ceder, por no permitir que él viera la profundidad de su miedo. Se negaba a darle la satisfacción de saber cuánto la afectaba, cuánto la hería. En sus ojos cerrados, se escondía un abismo de miedo que no podía expresar.
La noche se extendió interminable, una agonía silenciosa que desgarraba su espíritu. Aunque el hechizo del libro había entumecido el dolor físico, no podía protegerla de la tortura mental. Con cada instante que pasaba, sentía su voluntad de desmoronarse un poco más, como si la oscuridad que Dimitri había invocado estuviera también enraizándose en su alma.
En su mente, resonaban ecos de antiguas promesas, fragmentos de mantras y juramentos que alguna vez la habían fortalecido. Buscaba algo, cualquier vestigio de fuerza, cualquier recuerdo de la guerrera que aún habitaba dentro de ella. Y, aunque apenas fuera un susurro, esa chispa comenzaba a crecer.
Por cada palabra hiriente de Dimitri, por cada golpe, Amelia repetía en su mente:
“Aún estoy aquí. No me romperás.”
Esa misma noche, Eliot avanzaba con paso firme por el sendero, acompañado por un grupo de soldados que caminaban en silencio detrás de él. La luna apenas se asomaba entre las ramas de los árboles, lanzando destellos de plata sobre sus armaduras. La tensión en el aire era palpable; cada uno de ellos sabía que lo que aguardaba en el campamento no sería fácil de enfrentar.
—Andrew, ¿qué ha hecho Dimitri hasta ahora? —preguntó Eliot en voz baja, sin detenerse. Necesitaba saber qué había ocurrido en su ausencia y por qué aún no habían alcanzado el bosque.
Andrew, un soldado de confianza que había visto más batallas de las que prefería recordar, lo miró con cautela antes de responder:
—Príncipe Eliot, el capitán… ha actuado como se espera de él —respondió con tono neutral, pero sus palabras llevaban un trasfondo claro.
Eliot suspiró, comprendiendo en un instante el caos que implicaba esa respuesta. Dimitri no se había limitado a seguir órdenes; como de costumbre, había actuado según su propia voluntad, sin medir las consecuencias. “Tal como se espera de él”, pensó Eliot, sintiendo una mezcla de frustración y resignación. Con Dimitri, siempre era un riesgo, y esta vez parecía que las circunstancias solo complicarían aún más sus objetivos.
A medida que continuaban su marcha, la mente de Eliot se llenaba de escenarios posibles, cada uno más inquietante que el anterior. Imaginaba la situación una y otra vez, buscando la manera de desactivar la tempestad que, seguramente, Dimitri ya había desatado. Convencer a los Hijos de la Luna para que no tomaran represalias sería complicado si Dimitri no comprendía la urgencia de mantener la paz. Para Eliot, la misión de esa noche era crucial, y el menor desliz podría arruinar todas las alianzas que había trabajado tanto por construir.
Andrew, que había captado la preocupación en los ojos de su príncipe, intentó suavizar la situación:
—Con todo respeto, príncipe, quizás el capitán haya actuado así para asegurarse de que tengamos ventaja cuando se trate de los Hijos de la Luna. Él ve las cosas… de un modo más directo.
Eliot lo miró de reojo, frunciendo el ceño. Sabía que Dimitri consideraba la diplomacia una pérdida de tiempo y que prefería los métodos de fuerza. Pero esta vez no se trataba solo de fuerza, sino de equilibrio. Los Hijos de la Luna no eran un enemigo común; eran aliados potenciales y, si todo salía mal, serían enemigos implacables.
El silencio envolvió al grupo por un momento mientras seguían avanzando. Eliot finalmente murmuró para sí mismo, más como un recordatorio que como una orden:
—Esta vez, no puedo permitirle destruir todo con un capricho…
A medida que se acercaban al campamento, Eliot sentía el peso de la responsabilidad hundiéndose en sus hombros. Sabía que si Dimitri no cedía, las consecuencias podrían ser devastadoras. Y entre el susurro de las hojas y el silencio de sus hombres, Eliot solo podía pensar en una cosa: esta noche tendría que ser capaz de contener la tempestad que se avecinaba, o enfrentarse a la destrucción de todo por lo que había luchado.
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