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CAPITULO 19 una nueva mascota

Habían pasado tres días desde que Dimitri había llegado a los bosques, y su pequeño reinado de terror era apenas un aperitivo. Estaba reservando algo especial, una tormenta latente, guardada para el momento adecuado. Mientras avanzaban por el sendero, la vigilancia invisible que lo acosaba desde el primer instante se volvió insoportable, obligándolo a detenerse.

-Alons, regresa a la pradera y encuentra a Eliot. Ya debería haber vuelto -ordenó Dimitri, con un tono cortante que no admitía dudas-. Acamparemos aquí, señores.

La decisión era firme; Dimitri realmente planeaba descansar en ese lugar. La confianza irradiaba en cada uno de sus gestos, pues no había nada -o al menos, nadie- que se atreviera a desafiarlo. Norman, intrigado por la calma de su capitán, se acercó con cautela.

-Capitán… ¿puedo hacerle una pregunta?

Dimitri apenas lo miró, pero con un gesto casi despectivo le indicó que podía hablar.

-Ese portal… la escritura era élfica. ¿Por qué se abrió para nosotros?
Sin cambiar su expresión, Dimitri extendió su brazo, mostrando un brazalete de plata adornado con piedras de diversos colores. En el centro, una piedra blanca emitía un brillo tan intenso que parecía tener vida propia.

-¿Ves esto? -dijo con tono sombrío-. Es un brazalete de los Hijos de la Luna. Me lo dio un mocoso confiado, demasiado ingenuo para comprender con quién trataba. Su sonrisa fue tan cruel como fascinante-. Esto es una llave. Esos miserables tienen portales por todos lados, y con solo acercarte, alguno se abre ante ti como un atajo maldito.

Norman no pudo ocultar su sorpresa. Un brazalete de los elfos blancos solo podía significar una cosa: su capitán había combatido contra esos seres míticos. Dimitri, un guerrero con un largo historial de batallas desde joven, seguramente poseía más de un artilugio de esa naturaleza, robado de sus enemigos.

Dos de los soldados de Dimitri llegaron apresurados, interrumpiendo la charla. Le informaron que habían encontrado una pequeña aldea de hadas. Al ver la expresión aterrorizada de una de esas criaturas, Dimitri se acercó con absoluta frialdad, sin apuro ni compasión. Tomó al hada por el cabello, y con un movimiento rápido y calculado, rompió su cuello, dejando que el cuerpo inerte cayera al suelo. Después, giró la mirada hacia sus soldados, atento y en calma.

-Están a unos seiscientos metros de aquí, capitán. No son muchas -dijo el primero, con voz nerviosa, mientras el otro añadió la distancia exacta hasta la frontera de Laerthalion Taurvain.

Dimitri evaluó sus opciones, sabiendo que necesitaba a Eliot antes de actuar.

-Actuaremos mañana. Hasta que Eliot llegue, no nos movemos.

Él no solo deseaba eliminar a las criaturas; quería desafiar a la presencia que lo acechaba, esa entidad que lo observaba en silencio desde las sombras distantes. Quería poner a prueba su paciencia, y no iba a detenerse hasta que lograra hacerlo salir. Pero, por ahora, solo quedaba esperar… un poco más.

En la cima de una de las montañas cubiertas de los bosques coloridos, Radiz observaba el horizonte con una intensidad inusual. Aunque conservaba ese toque pícaro en su expresión, había algo inquieto en su mirada, algo que no pasaba desapercibido para Amelia. Ella se acercó, ofreciéndole una manzana con una mezcla de preocupación y curiosidad.

—Llevas días así… ¿qué te sucede? —preguntó, estudiándolo de cerca. Desde hacía tres días, Radiz ni comía ni bebía, una conducta que inquietaba incluso a alguien tan acostumbrado a sus excentricidades.

Radiz sonrió con su usual desenfado, rechazando la manzana con un gesto despreocupado—. ¿Sabes? Mi pareja me ha dejado, y simplemente… no logro superarlo —bromeó, arrancándole una sonrisa a Amelia. Pero ella captó la falta de interés en su tono y se dio cuenta de que aquella sonrisa escondía algo más profundo.

Amelia fijó su mirada en el mismo horizonte, notando una luz tenue que parpadeaba en lo profundo del bosque. Intrigada, frunció el ceño y comentó—. ¿Es esa luz lo que te tiene así? Si esos hombres te molestan tanto, ¿por qué no simplemente los echas de aquí?

Radiz soltó una risa casi inaudible, sin apartar la vista de aquella luz misteriosa—. No debo, pequeña. Gaia tiene sus propios caminos, y no hay uno sin dos. Si intervengo, solo despertaré algo mucho más grande y complicado… —sus palabras resonaban con un tono enigmático—. Además, soy demasiado vago para desafiar la voluntad de Gaia —añadió con aire de indiferencia, encogiéndose de hombros.

Amelia suspiró, resignada ante la naturaleza impredecible de su maestro—. Haz lo que te parezca mejor; tú entiendes estas cosas mejor que yo. Además, no han hecho nada malo… todavía.

Se levantó, sacudiéndose el polvo de su ropa, y se despidió de Radiz. Él la observó en silencio, desviando apenas la mirada mientras se alejaba, y murmuró para sí: “¿Qué pasaría si te dijera lo que han hecho? Aunque, gracias a ellos, estás hallando tu verdadero lugar en el mundo… Mejor no digo nada. Vas en pleno desarrollo, aunque cada día estás más delgada”.

Era cierto. Amelia adelgazaba a cada día que pasaba, el uso constante de la magia cobraba su precio en su cuerpo, pero también la acercaba a Gaia de una forma única. Radiz era testigo de cómo el poder de Amelia crecía, como una chispa que, con paciencia, se convertía en llama. Se sentía orgulloso de guiar a una nieta de Kęlte, tan prodigiosa como ella.

Mientras Amelia avanzaba en el sendero hacia la casa de Radiz, sus pasos pausados fueron interrumpidos por la aparición de un gran chacal negro de ojos dorados. La criatura emanaba una presencia solemne y cautivadora. Sin prisa, Amelia retrocedió ligeramente y le sonrió con respeto. El chacal le devolvió la mirada y, en una reverencia sutil, inclinó la cabeza ante ella.

—¿Vienes conmigo? —preguntó, con una risa suave—. Bueno, está bien. Vamos juntos, entonces.

El chacal movió la cola en un gesto afirmativo y caminó a su lado, custodiándola con una dignidad inusual hasta la casa de Radiz. Allí se detuvo, observando cómo ella subía las escaleras, antes de desaparecer en la espesura del bosque. Amelia notó que los animales siempre se acercaban a ella, pero algo en este encuentro la hizo sentir que su conexión con Gaia estaba creciendo, y eso la llenó de un respeto y asombro que jamás había experimentado.

Al amanecer, los senderos de Laerthalion Taurvain estaban envueltos en un manto de neblina, silenciosos y solemnes, como si el propio bosque estuviera conteniendo la respiración. Entre los árboles, Ivar se movía con precisión, revisando cada rincón con un aire de cautela, asegurándose de que todo estuviera en orden. Cada raíz, cada sombra, parecía en perfecto equilibrio.

Sin embargo, la quietud fue interrumpida cuando una vibración profunda se agitó en el fondo de su ser; la energía oscura en Ivar se revolvía, una advertencia que alguien poderoso se aproximaba. Sin dudarlo, trepó con agilidad a un árbol cercano, ocultándose entre el follaje, con la mirada fija en el sendero. La sorpresa se dibujó en su rostro al ver una figura conocida moviéndose por el bosque: Radiz, el enigmático y astuto mago, avanzaba con su característico aire despreocupado y una sonrisa burlona en el rostro.

Sin poder contenerse, Ivar se dejó caer ágilmente desde las ramas, aterrizando justo detrás de Radiz con una sonrisa.

—¡Buen día, mago mañoso! —lo saludó con entusiasmo.

Radiz, sin girarse, dejó escapar una risa suave. La imagen de un joven Ivar, lleno de energía y buen humor, cruzó por su mente. Aunque ese mismo elfo ahora parecía un poco más endurecido por el tiempo y las circunstancias.

—Vas a darle una sorpresa al Rey, ¿eh? —bromeó Ivar, entrecerrando los ojos mientras esbozaba una sonrisa cómplice.

Radiz soltó una carcajada, llena de su característico tono pícaro.

—En realidad, sí. Voy a ver al temible señor del bosque. Parece que hay una plaga nueva de la que tenemos que hablar —replicó, con esa mezcla de humor y misterio que siempre lo acompañaba.

Ivar se despidió con un gesto, dispuesto a regresar a su misión. Pero Radiz, sin apartar la vista del sendero, alzó la voz:

—¡Oye! ¿De verdad dejarás a este pobre anciano vagar solo por este bosque oscuro y lleno de criaturas terroríficas?

—Jajajaja, Radiz, todos sabemos que el único peligro real aquí… eres tú. Lo siento, estoy ocupado. Si no, te acompañaría encantado —respondió Ivar, ya avanzando.

Radiz, adoptando un tono más serio que usualmente reservaba solo para aquellos que realmente valoraba, lo miró de reojo.

—Joven Ivar, tienes en ti la fuerza de tu grandeza. No pongas en riesgo tu vida por pura curiosidad.

Las palabras de Radiz resonaron en la mente de Ivar. Su madre siempre le había advertido que prestara atención cuando Radiz hablara en serio; su sabiduría, aunque camuflada en humor, solía revelar verdades profundas. Así que, tras un momento de reflexión, Ivar dio media vuelta y se colocó junto a Radiz.

—Escuché rumores de que tienes un nuevo aprendiz… Ya sabemos el desastre que ocasionó la última. ¿Intentas restaurar el reino a su estado original o qué? —preguntó Ivar, aludiendo al bullicio en el reino por las hazañas de Amelia, sin saber realmente a quién se refería.

Con una sonrisa traviesa, Radiz decidió alimentar la curiosidad de Ivar. Había algo entretenido en dejarlo imaginar.

—Es una aprendiz increíble —respondió, sin revelar demasiado—. Ambiciosa, astuta, fuerte… y, además, de buen ver. Tal vez te interese conocerla.

Ivar sonrió, divertido pero desdeñoso, sin saber que Radiz hablaba de Amelia.

—No, gracias, Radiz. Ya tengo a alguien en mente. Solo estoy esperando a que recupere fuerzas para decirle lo que deseo para ella —dijo, eludiendo el tema con cierta solemnidad.

Radiz, como siempre, no podía dejar pasar la oportunidad de añadir un toque de misterio. Observándolo con picardía, agregó:

—¿Ni siquiera si te digo que es una usuaria del éter?

El nombre “éter” hizo que Ivar se detuviera en seco, sintiendo una inquietud profunda. El éter era un poder raro y antiguo, la esencia primordial que conectaba toda magia y vida, capaz de alterar la realidad misma. Solo seres de una habilidad y resistencia sin igual podían manipularlo sin caer en la ruina.

—¿No ha habido otro usuario del éter desde… Kelte? —Ivar miró a Radiz, su interés renovado—. ¿Estás seguro, Radiz? ¿Ella realmente domina el éter?

Radiz le dio un suave golpe en la cabeza, bromeando:

—Solo lo mencioné para captar tu atención, muchacho. —Y con una expresión más seria, añadió—. Claro que lo es, Ivar. Yo mismo he visto el poder latente en ella.

Los dos continuaron su caminata entre los árboles, sumidos en una charla en la que los tonos se mezclaban entre lo jovial y lo solemne. Radiz llevaba una sonrisa en el rostro, consciente de que había plantado una semilla de inquietud en el joven elfo, una curiosidad que probablemente crecería hasta el punto de hacerlo actuar.

Mientras se perdían en el verdor profundo del bosque, el eco de sus risas y susurros se desvanecía, dejando al bosque nuevamente en su calma solemne. Y aunque las sombras parecían apaciguadas, el destino ya había comenzado a entrelazarse alrededor de ambos, tejido por el poder enigmático del éter y los secretos que Radiz todavía ocultaba.


En un lago sereno, un grupo de hadas jugaba con inocente alegría, ignorando el gris ominoso que cubría el cielo. A pesar de la tristeza del día, su risa resonaba en el aire, un canto a la vida en medio de la tormenta. Sin embargo, la paz era efímera; a la distancia, diez hombres se acercaban, su presencia oscura preanunciando un caos inminente. En un rincón sombrío, Dimitri yacía en el suelo, contando los segundos que lo separaban del horror.

El tiempo transcurrió con agonizante lentitud. doce seg”ndos fueron todo lo que le quedó a la tranquilidad antes de que el brutal ataque se desatara sobre las hadas, que ahora se encontraban a merced de estos bárbaros. Cada movimiento de los atacantes sembraba terror, y las pocas hadas que intentaban escapar se hallaban atrapadas en una barrera casi invisible, una trampa morxtal tejida por las manos de Dimitri, quien se aseguraba de que ninguna de ellas sobreviviera.

A escasa distancia de la macabra escena, Amelia caminaba con determinación, recolectando plantas para curar sus propias heridas. Sin embargo, los gritos desesperados de las hadas la atravesaron como un rayo, una llamada a la acción que la golpeó en el corazón. La difícil decisión se cernía sobre ella como un tifón: seguir los consejos de Radiz, que prometían seguridad, o arriesgarlo todo para salvar vidas inocentes.
Con una confianza renovada, desenvainó su pequeña daga y se lanzó a correr hacia el estanque.

Sus pasos eran tan rápidos que los animales a su alrededor solo alcanzaban a mirarla con asombro. Al aproximarse, saltó sobre un tronco caído, pero su atención se desvió hacia la derecha, donde, como si el tiempo se hubiera detenido, vislumbró a uno de los soldados de Dimitri. Con un movimiento brutal, este desenvainó su enorme guadaña, cortando el árbol que le servía de cobertura.

“Una trampa”, pensó Amelia, mientras se incorporaba y se preparaba para enfrentar al hombre. Sin tiempo que perder, esquívó otro ataque, esta vez de flechas que parecían surgir de la nada. Tres soldados más se lanzaron hacia ella, dispuestos a acabar con su vida. Pero Amelia, con una gracia sobrenatural, esquivó cada proyectil y cada golpe, manteniéndose siempre un paso adelante.

Aprovechando su entorno, se agachó y tocó el suelo, sintiendo una raíz que se extendía hacia uno de los hombres. Con un gesto decidido, arrancó la raíz, haciendo que él tropezara y cayera en su campo de acción. En un abrir y cerrar de ojos, se levantó, pero solo para encontrarse con el frío acero de la daga que Amelia había lanzado.
Al verlo caer, se apresuró a recuperar su arma, pero otro soldado la emboscó, propinándole un brutal golpe en las costillas con un mazo. El dolor la atravesó, pero no se rindió. Sacó el cuchillo del cuerpo del agonizante soldado y, con un movimiento rápido, le cortó las piernas por detrás de las rodillas, dejándolo caer.

De repente, un frío glacial la envolvió, como si una sombra espectral la hubiera atrapado por los tobillos. Luchando contra la oscuridad, pudo escuchar una voz profunda que resonó en su mente:

-Absorción vital—

Dimitri había activado su trampa. Horas antes, había dibujado un pentagrama que drenaría la energía vital de su objetivo hasta el desmayo. Una señal que bastó para que tres flechas atravesaran sus hombros y parte de su espalda, mientras Dimitri, manipulando la sombra, formaba dos clavos que se hundieron con fuerza inhumana en sus muslos.

Esbozó una sonrisa torcida, una que parecía brotar de las sombras mismas, sus ojos reflejando una chispa de crueldad apenas contenida. “Tengo… mascotas nuevas,” murmuró, con una voz tan suave como el filo de un cuchillo, sus palabras goteando un veneno sádico y letal.

El grito de Amelia se alzó, un lamento terrorífico que resonó en todo el sendero de los hijos del sol. Desde la distancia, Ivar sintió la familiaridad del grito y giró la cabeza, mientras el rostro de Radiz se tornaba grave, una preocupación palpable surgiendo en su pecho.

-Vamos rápido con tu padre— ordenó, sabiendo que el tiempo se había agotado.

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