
6
La noche anterior al juicio había sido un cúmulo de emociones difíciles de describir. A pesar de todo lo que habían vivido hasta el momento, la ansiedad de enfrentarse al tribunal al día siguiente los había mantenido en vilo. Ambos habían intentado descansar, pero el peso de lo que estaba por suceder se hacía cada vez más palpable.
En la casa de Madison el reloj marcaba la medianoche cuando ella, en ropa interior, se levantó por enésima vez de la cama, incapaz de conciliar el sueño. Las luces de la ciudad se colaban por las persianas, y una brisilla entraba por la ventana entreabierta. Anthony, quien también había estado despierto y en silencio, la siguió con la mirada.
—No puedo dormir —dijo ella, encogiéndose de hombros mientras se apoyaba en el marco de la ventana, cruzándose de brazos por encima de los pechos. Él se sentó en el borde de la cama, apartando las cobijas y frotándose los ojos con las palmas de las manos.
—Lo sé, yo tampoco —confesó, con voz ronca—. Pero es normal, supongo. Mañana es un día muy importante.
Ella lo miró, viendo como él se levantaba a su vez y la rodeaba por la cintura desde su espalda, depositándole un beso encima del hombro.
—No sé si estoy lista, Tony —dijo, finalmente, con la voz medio quebrada al borde del llanto, por primera vez en semanas. Él le apoyó la barbilla en el hombro y le miró con ternura, reconociendo en ella el agotamiento físico y emocional que habían acumulado a lo largo de todo este tiempo.
—Maddie, nunca hemos estado listos para nada de lo que ha pasado desde que nos encontramos en Ashgrove —le dijo, en un susurro—. Y aquí estamos, siguiendo adelante. Mañana tampoco vamos a estar listos, pero juntos vamos a poder con lo que venga.
Madison dejó escapar un suspiro largo, girando la cabeza para darle un rápido beso en los labios. Luego volvió a mirar hacia la ventana, pensativa. No era una frase grandilocuente ni una promesa imposible de cumplir, pero era verdad. No estaban preparados, pero tampoco lo habían estado antes, y aun así, habían sobrevivido.
—Nos hemos repetido tantas veces las mismas palabras de ánimo, como unos tontos, que ya empiezan a perder su sentido —comentó.
—De todas formas, no me gusta decir esto —añadió él, sonriendo un poco para aliviar la tensión—, pero incluso una parte de mí se está acostumbrando a toda esta locura. No tenemos tiempo de aburrirnos.
Madison soltó una risa suave, mientras le apartaba la mano de su vientre con un pequeño empujoncito. Él había comenzado a juguetear con su ombligo, algo que ella detestaba que hiciera.
—Qué horror —bromeó—. ¿Te imaginas? Anthony Walker, el amante de los dramas judiciales y sobrenaturales.
—Tal vez debería cambiar de profesión y hacerme detective privado —dijo él, sonriendo de lado—. O algo que suene más rudo, como investigador paranormal o algo así. Siempre hay alguien dispuesto a pagar por estas cosas.
—De verdad, que estás loquísimo.
—Los dementes somos los más cuerdos, querida —dijo, como si tuviera toda la razon del mundo. Entonces le tomó una mano y se apartó de ella—. Ven, volvamos.
Madison se rio otra vez, y su mirada se suavizó. Se recostó en la cama, junto a él, y apoyó su cabeza en su pecho. Anthony la abrazó sin decir nada más, y permanecieron en silencio unos minutos, simplemente sintiendo la cercanía del otro, dejando que la quietud de la noche los envolviera.
A la mañana siguiente, el sol salió tímidamente sobre Charlotte, sus primeros rayos iluminando las casas y las calles que apenas comenzaban a despertar. El día inicial había llegado, y la rutina de la mañana fue silenciosa, casi solemne. El desayuno fue rápido, más por obligación que por apetito, y luego de una ducha, se dispusieron a vestirse para enfrentar el día. Anthony se puso un traje oscuro que Madison le había comprado y ayudado a elegir la semana anterior, al igual que el par de anteojos nuevos. Era sobrio y elegante, sin adornos incensarios. A diferencia de su habitual estilo de siempre, con pantalones de jean y camisas a cuadros o camisetas geeks, el traje parecía algo ajeno, pero Anthony sabía que la imagen lo era todo en una sala de juicio. Necesitaban proyectar seriedad, credibilidad y sobre todo, control.
Por su parte, Madison eligió un conjunto formal que le sentaba perfectamente: una blusa de seda color crema y una falda lápiz en color negro. Su pelo, usualmente suelto y que no sobrepasaba la media de sus hombros, estaba bien peinado y planchado. Luego de rociarse su colonia, ambos subieron al coche, conduciendo hacia el centro de Charlotte, donde el Tribunal Superior de Justicia Mecklenburg se alzaba imponente. El edificio, una estructura de ladrillo rojo y cristal, dominaba una de las avenidas principales. Estaba ubicado en una zona comercial bulliciosa, rodeado de cafeterías y oficinas gubernamentales aledañas. El contraste entre el constante ruido de la ciudad y la solemnidad del edificio judicial era palpable.
Cuando llegaron, se metieron directamente al parking numerado y luego de apagar el motor, bajaron del mismo y se dirigieron a la puerta de entrada, custodiada por dos oficiales, y en donde Rebecca Hastings ya los estaba esperando. Llevaba un elegante traje de pantalón gris oscuro y una expresión de total profesionalidad. Después de saludarlos, se dirigió a ellos en un tono serio, pero alentador.
—Bien, el primer día es crucial. Recuerden todo lo que hemos hablado: mantengan la calma, respondan solo lo necesario, y no se dejen provocar. El fiscal va a intentar sacarles de sus casillas, pero ustedes no deben darle esa ventaja.
Anthony asintió, tomando un respiro profundo, y Madison hizo lo mismo a su vez, tomándole de la mano. Sabían lo que estaba en juego, nada más y nada menos que su propia libertad, además de la justicia. Pero no había marcha atrás.
—Lo entendemos —dijo él.
—Vamos —respondió Rebecca, guiándolos hacia el interior del edificio.
Dentro, el tribunal estaba lleno de actividad. El sonido de los pasos resonaba en los pasillos, y los rostros de los abogados, jueces y policías transmitían la seriedad del ambiente. La sala de audiencias asignada para el juicio no era especialmente grande, pero era intimidante. El estrado del juez, elevado, presidía el centro de la sala, y los asientos para el jurado estaban alineados a un lado. Había un murmullo bajo en el aire, y los asientos traseros comenzaban a llenarse con espectadores y algunos periodistas. Al voltearse y ver los gafetes identificadores, Madison pudo reconocer algunas insignias de canales bastante populares en la región, y eso casi la sacó de quicio. Se giró hacia Rebecca y en un susurro, le exclamó por lo bajo:
—¡Hay gente de la prensa allí atrás! ¿Qué hacen aquí?
—Es normal que estos casos repercutan, señorita Lestrange. Usted es una funcionaria gubernamental con cargo médico, Sanders es la cabeza visible de un hospital con más de cien años de historia. Si se lo está preguntando, yo no fui quien filtró esto... estas cosas, sencillamente se saben. Al tío Sam nunca se le escapa nada, cuando se lo propone —respondió.
Anthony intercambió una rápida mirada con Madison, y buscando calmarla, le apoyó una mano en la espalda, mirándola con un asentimiento de cabeza. En el momento en que Rebecca revisaba sus notas con parsimonia, el eco de pasos resonando en el pasillo capturó la atención de Madison y Anthony. La doctora Sanders venía entrando, seguida por su abogado personal, un hombre alto, delgado, con una expresión de calculada frialdad. La presencia de Sanders era sofocante. Vestía un traje caro, y su mirada estaba fija en el frente, pero cuando sus ojos se cruzaron con los de Madison, la tensión entre ambas fue palpable, como una invisible corriente cargada de resentimiento. La misma sensación invadió a Anthony cuando Sanders lo miró a él también. No hubo palabras, pero la carga del intercambio de miradas era suficiente para notar la hostilidad que había entre ambos. Se siguieron con la mirada hasta sentarse en el lugar correspondiente, del lado opuesto en la sala al pequeño escritorio donde estaba Rebecca con sus defendidos, y luego se pusieron a charlar entre sí, en susurros por lo bajo.
El abogado de Sanders era Christopher Langford, un hombre conocido por su habilidad para salir airoso de casos cuestionables y experto en defender a individuos influyentes en la ciudad. Su porte era calculado, y su sonrisa fina parecía un intento constante de demostrar control. Al sentarse junto a Sanders, ambos parecían formar una muralla de arrogancia y seguridad, como si estuvieran confiados en que las pruebas de Anthony y Madison serían insuficientes.
Anthony sintió el peso de la situación como una gran bola candente en la boca del estómago. El juicio era la culminación de días de incertidumbre, y ahora, con Sanders sentada en la misma sala que ellos, a metros de distancia, el peligro volvía a sentirse real, tangible. Inconscientemente, entrelazó sus dedos con los de Madison por debajo de la mesa, buscando un gesto mínimo de conexión para poder sobrellevar el momento. Madison, por su parte, mantenía la compostura, pero la tensión en su mandíbula delataba su estado de nerviosismo.
Un oficial de la corte anunció la entrada del juez, y todos en la sala se pusieron de pie. El juez Wallace Sterling, un hombre mayor con décadas de experiencia en el tribunal, entró con paso decidido. Tenía un rostro pétreo, curtido por los años de observar todo tipo de casos. Sabían que no sería fácil impresionar a Sterling, ni con emociones ni con evidencia, ya que parecía ser un hombre con inclinación hacia los hechos duros y objetivos.
—Pueden sentarse —dijo con voz firme, tomando asiento frente al estrado. Revisó sus documentos frente a la mesa y leyó—. Siendo las nueve cuarenta y cinco del martes cuatro de abril de dos mil dieciocho, se presentan ante la corte los siguientes letrados —Hizo una pausa breve y continuó—. La abogada Rebecca Hastings, en defensa del señor Anthony Walker y la señorita Madison Lestrange. Por la otra parte, el abogado Christopher Langford, en defensa de la señora Emily Sanders, y como parte fiscal la letrada Deborah Mills, conformando así el caso numero dos cinco ocho cuatro siete, barra nueve tres uno —luego de que la mecanógrafa terminó de escribir todo, el juez miró a Rebecca—. Doctora Hastings, comience cuando guste.
Rebecca se paró de su asiento y avanzó hacia adelante, Madison y Anthony la siguieron con la mirada, sintiendo como la sangre le hormigueaba en las venas.
—Señoras y señores del jurado —comenzó, con voz clara y resonante—, Madison Lestrange, mi clienta, es una consultora médica nacional avalada por el gobierno, la cual ha llevado adelante no una, sino cientos de reformas hospitalarias a lo largo de más de diez años de carrera. Ha tenido una actitud profesionalmente intachable, y justamente, ese profesionalismo al que le ha dedicado su vida, la ha conducido hasta el hospital Ashgrove, ubicado en la localidad de Ravenwood, para supervisar y dirigir una de las reformas más grandes en dicha instalación durante los últimos veinte años. Sin embargo, con lo que se encontró fue algo que nunca en su vida hubiera imaginado.
Hizo una pausa, permitiendo que sus palabras generasen intriga en el jurado, y luego continuó.
—En el núcleo de Ashgrove hay una red de corrupción inenarrable, encabezada por la doctora Emily Sanders y su colaborador directo, el difunto jefe de cirugías Robert Heynes, quienes operaban desde el hospital con la impunidad de quienes creen que nunca serán descubiertos. Este es un caso que narra cómo se perpetraron sistemáticos abusos éticos sobre cientos de pacientes, desde la época en que Ashgrove funcionaba también como hospital psiquiátrico, y dirigidos por el abuelo del doctor Heynes en persona.
Rebecca comenzó a caminar lentamente por la sala, deteniéndose para mirar a cada uno de los miembros del jurado, mientras hablaba.
—Lo que voy a demostrar aquí —prosiguió—, es que Heynes continuó con su legado familiar de experimentación clínica en personas inocentes, usándolos para sus propios fines, silenciándolos cuando se convertían en una amenaza para su lucrativo sistema de corrupción, mientras que la doctora Sanders, jefa de planta del hospital, siempre lo supo y nunca denunció el hecho, a pesar de que el código de ética legal de cualquier funcionario público, como bien todos saben, determina que la ley obliga a denunciar irregularidades cuando se las detectan. Mis clientes, desafortunadamente para ellos, descubrieron lo que realmente estaba sucediendo en el hospital, y cuando intentaron sacar a la luz la verdad, fueron cazados como animales.
—Muy bien, doctora Hastings —dijo el juez. Miró por encima de sus gafas a Sanders y su abogado, mientras garabateaba unas notas, y agregó—. Puede responder si lo desea, doctor Langford.
El abogado de Sanders se paró de su asiento y también avanzó hacia adelante. Por un momento, parecía como si él y Rebecca fueran a batirse a duelo.
—Mi clienta siempre fue una doctora respetada en el campo de la medicina, con más de treinta años trabajando en impecable servicio. Sin embargo, no solo negamos estas acusaciones, sino que también añadimos algo que la colega no ha mencionado, o ha omitido quizá de forma deliberada, sabiendo la gravedad del asunto. Sus defendidos han asesinado a dos personas, al doctor Heynes y a un enfermero del hospital, un muchacho joven con toda una vida por delante, truncada por dos homicidas, y de lo que también está enterada la fiscalía. Por nuestra parte y si su señoría lo permite, vamos a exigir la condena de al menos veinte años por homicidio especialmente agravado e injurias, falso testimonio y calumnia. Esa será nuestra contrademanda.
Madison sintió que se pondría a llorar allí mismo, en cuanto escuchó lo que esos malnacidos estaban pidiendo en su contra. ¡Veinte años en la cárcel! Era inconcebible. Anthony la miró de reojo, casi pálido, y vio como se le habían anegado los ojos de lágrimas. Entonces le presionó la mano con un poco más de fuerza, y al hacerlo, se dio cuenta que estaba temblando. El juez miró a Rebecca, con parsimonia.
—¿Es esto cierto, doctora Hastings? —preguntó.
—Sí, señoría. El señor Walker, quien fue empleado del hospital, y la señorita Lestrange, no tuvieron más remedio que actuar en defensa propia. Cuando confrontaron a Heynes para exponerlo ante la verdad, fueron atacados. Primero por el doctor Heynes, quien irrumpió en la habitación de la señorita Lestrange buscando silenciarla. Luego por el enfermero antes mencionado, quien atacó al señor Walker cuando intentaba seguir con la búsqueda de documentos incriminatorios. Todo esto acabó con la trágica muerte de estas dos personas.
Los ojos de Rebecca se movieron hacia la doctora Sanders, quien observaba con una expresión impenetrable.
—¿Y por qué? Porque sabían demasiado —prosiguió—. Si Sanders lograba su objetivo, ambos habrían muerto en ese hospital, eliminando cualquier posibilidad de que la verdad saliera a la luz. Lo que tenemos aquí es la prueba tangible de un sistema corrupto —dijo, acercándose a su escritorio para tomar la carpeta con los documentos en que Anthony y Madison habían arriesgado sus vidas para conseguir—. Estas viejas actas clínicas demuestran sin lugar a dudas que la doctora Sanders no solo estaba vinculada a actividades ilegales, sino que también había tejido una red de protección en el hospital para ocultar sus crímenes. El señor Walker y la señorita Lestrange sabían que, si no actuaban, ellos serían las siguientes víctimas.
Rebecca extendió los papeles hacia el juez, y luego al jurado, quienes observaban con atención.
—Esto no es un caso simple —admitió—, pero lo que está en juego aquí es la vida y la libertad de dos personas que se vieron obligadas a tomar decisiones difíciles en situaciones extremas. Y el jurado debe entender que no estamos aquí para juzgar solo las muertes de dos individuos, sino el contexto en el que ocurrieron esas muertes. Gracias.
La sala estaba en silencio mientras Rebecca volvía a su asiento, su postura relajada pero lista para contraatacar si fuera necesario. Fue entonces cuando Christopher Langford se levantó de su asiento.
—Su señoría, objeción. La defensa está tratando de desviar la atención hacia temas de corrupción que, aunque inquietantes, no justifican de ninguna manera los homicidios cometidos. Aquí estamos para juzgar los homicidios del señor Walker y la señorita Lestrange, no para debatir sobre la administración del hospital Ashgrove.
Rebecca se levantó inmediatamente, lista para luchar esa interpretación.
—Señoría, estos temas son esenciales para establecer el contexto del peligro inminente al que se enfrentaban mis clientes. No es desviar la atención, es presentar la verdad completa.
El juez Sterling hizo un gesto con las manos para que ambos se sentaran.
—Entiendo su punto, doctor Langford, pero permitiré que la defensa presente esta información como parte de su argumento —miró a la fiscal, y le asintió con la cabeza—. Es su momento, doctora Mills.
La mujer de largo cabello ondulado y figura regordeta se puso de pie, entrelazó los dedos por encima del cuerpo, a la altura del vientre, y entonces comenzó su discurso.
—Señoras y señores del jurado, como mencionó el señor Langford, estamos aquí para juzgar hechos. Y los hechos, fríos y claros, son que dos personas están muertas, punto final. No hay pruebas claras de que esas muertes fueran el resultado de defensa propia, por ende, no tenemos testigos presenciales más que los acusados. Dos personas muertas y solo su versión de los hechos —dijo.
Rebecca frunció el ceño, manteniendo la compostura. Sabía que el caso sería una batalla cuesta arriba, y por lo que veía, Mills había construido su narrativa de forma calculada, ignorando completamente las circunstancias que habían forzado a Anthony y Madison a actuar.
—Quiero llamar al estrado al señor Walker, si me lo permite —concluyó.
Anthony sintió que su estómago se tensaba al escuchar su apellido en boca de la fiscal. Rebecca le dio un leve asentimiento como un gesto de confianza. Anthony se levantó, se alisó el traje y caminó hacia el estrado, evitando la mirada de la doctora Sanders y su abogado, que seguía observándolo con una mirada despectiva desde su asiento. Anthony se sentó a la derecha del juez, en el sector designado para las declaraciones.
—Señor Walker —comenzó Mills—, me gustaría que nos explique, con sus propias palabras, que ocurrió el día que mató al enfermero Daniel Reenie, en la alcaldía de Ravenwood.
Anthony respiró hondo y empezó a relatar lo sucedido. Habló de cómo había ido a la alcaldía a buscar una forma de entrar al sector abandonado del hospital por otro sitio que no fuese el acceso principal, ya que Madison había sido secuestrada y encerrada allí, corriendo peligro. También habló de como el enfermero lo había interceptado, y de la lucha que siguió. Mantuvo su tono firme, pero la tensión era palpable en cada palabra que pronunciaba.
—Me vi obligado a defenderme, y en mi reciente historial clínico se comprueba que en efecto, tenía heridas de lucha —dijo, finalmente—. Si no lo hubiera hecho, no estaría aquí, y Madison tampoco.
Mills lo miró con una expresión neutral, pero había algo en su postura que indicaba que estaba a punto de atacar.
—¿Y por qué simplemente no huyo? —preguntó ella. —¿Por qué no llamó a la policía? ¿Por qué no intentó evitar la confrontación en lugar de enfrentarse a él?
Rebecca se removió en su asiento, lista para intervenir si era necesario, pero dejó que Anthony respondiera.
—Lo intenté, pero no podía hacerlo. Hablé con él, intenté ser razonable, pero me dijo que estaba haciendo su trabajo y que no me dejaría salir de allí con vida. Ravenwood estaba siendo azotado por una potente tormenta, la policía no tenía forma de entrar al pueblo hasta que pasara el peligro de caída de árboles, y tampoco pude huir. Estaba acorralado, no tenía otra opción.
Mills hizo una pausa, como si estuviera evaluando sus palabras.
—No tengo más preguntas, señoría. Me gustaría llamar al estrado a la señorita Lestrange —dijo.
—De acuerdo —convino el juez—. ¿Alguna de las partes tiene alguna pregunta que quiera hacer al interrogado?
Tanto Rebecca como Langford negaron con la cabeza. En cuanto Anthony bajó del estrado y se dirigió rumbo a su lugar, Madison se levantó de su silla y caminó hacia allí, intercambiando posición. Vio a su alrededor todas las miradas sobre ella, y el miedo pareció intensificarse en su interior. En cuanto se hubo acomodado en la silla, la fiscal Mills se acercó al estrado con una sonrisa profesional, aunque no había amabilidad en sus ojos. Era evidente que, aunque mantuviera una fachada cortes, estaba allí para encontrar la manera de derribar su defensa, como bien le advertía Rebecca.
—Señorita Lestrange —comenzó Mills, acercándose lentamente hacia el estrado—, quiero que nos hable acerca de lo que sucedió la noche en que el señor Heynes fue asesinado. Según los informes, usted fue la persona que acabó con su vida. Me gustaría que, en sus propias palabras, nos cuente que ocurrió exactamente.
Madison tragó saliva antes de responder. Las luces en la sala parecían más brillantes, los sonidos más nítidos, pero su mente estaba enfocada en un solo propósito: salir airosos de allí.
—Había confrontado a Heynes pidiéndole explicaciones acerca de esos documentos. Él me amenazó, me advirtió que no me metiera en cosas que no entendía, y que no iba a pagar culpas por los crímenes que había cometido su abuelo cuando aún trabajaba allí. A la noche siguiente, un día después, irrumpió en mi habitación al ver que no dejábamos de investigar. Me atacó —explicó ella—, pero logré huir y pedirle ayuda a Anthony. Él me siguió, Anthony se trabó en lucha con Heynes para protegerme, y mi reacción instintiva fue usar uno de los cristales rotos de la lámpara de noche, para acabar con él. Tenía que hacer algo.
Rebecca cerró los ojos al escuchar aquello. Madison había cometido un error titánico: había confesado, casi sin querer, que Heynes estaba atacando a Anthony cuando ella lo asesinó, rematándolo. Por ende, no cuenta como defensa propia, porque no la estaba atacando a ella en ese momento. Cuando los volvió a abrir, miró a la fiscal y pudo leer en sus ojos que ella había notado lo mismo. La sonrisa la delataba.
—¡Ah! —exclamó. —¿Entonces quiere decirnos que lo asesinó a sangre fría, cuando Heynes no la estaba atacando a usted precisamente, sino a su compañero?
—¡No sabía lo que iba a pasar, temí por la vida de Anthony, y decidí ayudarlo! —exclamó, casi echándose a llorar.
—O sea que no ha matado al doctor Heynes por salvaguardar su vida, sino que lo ha matado por proteger a su amante.
—Objeción, su señoría —intervino Rebecca. Claramente tenía que hacer algo—. La fiscal está tergiversando los hechos poniendo los sentimientos por delante. Mi cliente actuó en defensa propia, aunque haya sido hacia un ser querido, no tomó la decisión de matar a nadie. Fue Heynes quien intentó matarla primero, irrumpiendo en su dormitorio privado y personal, para luego atentar contra la persona que le brindó socorro inmediato. Sigue siendo defensa a un tercero, en cualquier caso, y eso no es ilegal.
El juez Sterling asintió, ajustando sus anteojos.
—Objeción aceptada. Proceda con mayor cuidado, doctora Mills.
La fiscal mantuvo su expresión tranquila, aunque claramente había perdido un poco de terreno. Respiró hondo, dio un paso hacia atrás y reconsideró su enfoque.
—O sea que, a ver si entiendo esto... —Mills hizo una pausa y entonces se giró hacia Madison. —Usted y el señor Walker, que convenientemente es su pareja, afirman haber asesinado a dos personas casi de la misma manera, siempre en defensa propia, usted a él y él a sí mismo. No había testigos en ambos momentos, ni nadie allí para corroborar su versión, y por ende, lo que tenemos es su palabra contra la ausencia de otras pruebas.
Rebecca intervino otra vez.
—Objeción, señoría. La fiscal está tratando de desacreditar el testimonio de mi cliente sin presentar evidencias contrarias. Está especulando sobre las circunstancias sin base alguna, cuando yo ya he presentado los historiales médicos de su recuperación, los cuales indican haber sufrido daños por agresión física.
—Sostenida —dijo el juez Sterling—. Proceda, doctora Mills, pero limítese a los hechos.
La fiscal asintió, aunque su rostro mostraba una ligera molestia.
—Voy a plantear los hechos nuevamente, su señoría. El señor Walker admite haber matado a un hombre, bajo la afirmación de defensa propia, al igual que la señorita Lestrange. Pero no hay testigos, ni grabaciones. Y lo único que tenemos son los documentos presentados por la defensa, que implican una red de corrupción, pero no explican por qué era necesario acabar con esas vidas.
En ese momento, Christopher Langford, el abogado de Sanders, intervino con una sonrisa sardónica.
—Precisamente, su señoría. ¿Cuándo es que la defensa va a explicar por qué la muerte de estos individuos era inevitable? Hasta ahora, lo único que hemos escuchado son especulaciones y un intento de construir una narrativa para justificar acciones injustificables.
—Eso es completamente falso —interrumpió Rebecca, con un tono más agudo que de costumbre—. Tenemos pruebas claras de que mis clientes estaban siendo perseguidos y que su vida corría peligro inminente. Estos documentos no solo muestran la corrupción, sino la implicación directa de la doctora Sanders y sus asociados, tal como lo era el doctor Heynes. Las vidas de Anthony y Madison estaban en la cuerda floja, y no había otra opción.
Langford se levantó bruscamente, interrumpiendo a Rebecca.
—¡Objeción! La abogada de la defensa está intentando cambiar el foco del caso, desviando la atención hacia temas de corrupción que no son el punto central de este juicio. Aquí estamos hablando de dos asesinatos, no de corrupción en Ashgrove.
El juez Sterling golpeó su mazo con fuerza.
—¡Orden en la sala! —su voz retumbó. —Doctor Langford, siéntese y espere su turno para hablar. No voy a tolerar interrupciones en mi corte.
Langford levantó las manos como si hubiese sido víctima de una injusticia, y se sentó, pero no sin antes intercambiar una mirada de desafío con Rebecca.
—Doctora Mills, ¿quiere formular alguna pregunta más?
—No de momento, señoría.
—Bien —respondió el juez. Luego miró a Rebecca—. Doctora Hastings, ¿tiene algo más que quiera agregar?
—Sí, señor juez —dijo, poniéndose de pie para finalizar su defensa preliminar—. Mis clientes no buscaban violencia, ni tampoco enfrentamientos. Fueron llevados a una situación donde su vida pendía de un hilo luego de haber descubierto un fraude médico, quizá el fraude médico más importante del último siglo, y los documentos que hemos presentado son la clave para entender el entorno peligroso y corrupto en el que se encontraban. Eso es lo que el jurado debe considerar —y entonces los miró directamente—. ¿Qué habrían hecho ustedes en su lugar?
La sala quedó en silencio por un momento, y en ese silencio, Rebecca Hastings pudo sentir que muchas cosas estaban pesando en la mente de cada miembro del jurado. Aún había una esperanza de tocarles la fibra emocional, de apelar a la empatía humana, y si lograba conseguir eso, entonces ya tenía medio caso ganado.
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