1
Arrullados por el calor de la estufa a leña y con el hambre saciado, Anthony y Madison dedicaron el resto del tiempo a charlar con Bernard, a contarle toda la historia de lo que les había pasado, desde lo ocurrido en la adolescencia de ella hasta la época contemporánea, como habían descubierto el fraude médico de la familia Heynes, el encubrimiento de la jefa de planta de Ashgrove, y su conexión con respecto a su abuela paterna. El ambiente en la casa era misterioso, tan solo entrecortado por el crepitar de la leña quemándose, mientras el hombre los escuchaba junto a su esposa, boquiabiertos ambos.
Finalmente, las luces rojas y azules de los vehículos policiales destellaron fugazmente a través de la ventana de la sala, mientras se acercaban por el estrecho camino que llevaba a la casa, iluminando momentáneamente la tormentosa oscuridad que todavía se cernía sobre Ravenwood, aunque de una manera menos intensa. Madison miró hacia la ventana y susurró:
—Están aquí.
Anthony la miró de reojo, sabía que a pesar de haber superado lo peor, algo en su interior aún se mantenía en alerta, como si el mal que habían enfrentado pudiera regresar en cualquier momento. Apretó su mano suavemente, y por un momento, sus ojos se encontraron en silencio.
—Tranquila, van a ayudarnos.
Bernard se puso de pie, con su semblante preocupado pero decidido, y se dirigió hacia la puerta, para tomar el abrigo colgado del perchero a un lado de la misma.
—No entiendo nada de esto, muchachos —dijo, abotonándose la prenda de ropa para salir a la intemperie—. Pero si es cierto lo que me cuentan, si realmente la doctora Sanders está metida en todo esto, Ravenwood no es un lugar seguro para ustedes. Lo mejor será que los trasladen a un sitio más lejos de aquí.
Anthony asintió, agradecido por su apoyo. Había algo reconfortante en la calma de Bernard, en su disposición a ayudarlos a pesar de lo absurdo y loco de la situación.
—Lo entendemos, señor Hill. No nos queda otra opción —dijo, mientras caminaba hacia la puerta.
Madison lo siguió, con su mente dando vueltas en torno a la incertidumbre de lo que sucedería después. Sabía que aún quedaba una batalla por librar, pero al menos ya estaban un paso más cerca de poder desenmascarar el enorme entramado de injusticias que había asolado al hospital Ashgrove durante más de cincuenta años.
—¿Estás bien? —preguntó Anthony, al verla acercarse a su lado con lentitud.
—Sí —respondió ella, aunque su voz sonó frágil. Estaba cansada, física y emocionalmente.
Los tres salieron al porche, y las luces de las camionetas policiales iluminaron sus figuras mientras avanzaban bajo la lluvia. Los oficiales que descendieron de los vehículos los miraban con una mezcla de desconcierto y precaución. Era evidente que no tenían claro lo que estaba pasando, pero si habían salido a su encuentro, era por algo. Los vehículos estacionaron a un lado, y uno de los oficiales, un hombre robusto con el rostro severo y el cabello prolijamente corto, se bajó de una de las camionetas y se acercó a ellos. Llevaba una chaqueta pesada de cuero por encima del chaleco antibalas y tenía la radio aún encendida en la cintura. A él se sumaron dos más, uniéndose al grupo.
—¿Ustedes son los que pidieron ayuda? —preguntó con voz autoritaria, pero no hostil. Sus ojos se posaron primero en Anthony, luego en Madison, notando su estado. Ambos parecían haber pasado por una verdadera pesadilla.
—Sí, somos nosotros —respondió Anthony, con firmeza—. Necesitamos salir de aquí, no es seguro.
El oficial frunció el ceño, evidentemente confundido.
—Escuché algo sobre una joven secuestrada en un hospital, ¿saben algo al respecto? —preguntó, claramente dudoso. El tono de su voz reflejaba cierta confusión, y miraba de reojo a sus compañeros, que parecían compartir su incredulidad. Madison, con las piernas temblorosas y los nervios a flor de piel, intervino antes de que Anthony pudiera hablar.
—Sí, yo soy la secuestrada. Él me ayudó a escapar —dijo, señalando a Anthony. Luego señaló a Bernard—. El señor Hill fue quien los contactó por radio, él nos dio refugio y un plato de comida caliente.
—Bueno, es obvio que están bastante lastimados. ¿La han secuestrado dentro del hospital Ashgrove? ¿Es eso lo que me está queriendo decir?
—Sí, así es.
—¿Y creé que su captor aún siga ahí? Si la llevamos al hospital, quizá pueda reconocerlo para que lo detengamos.
—¡No, no puedo volver al hospital! —exclamó, asustada. —No tienen ni idea de lo que está pasando en Ashgrove. La doctora Sanders... ella... —Madison titubeó, buscando las palabras adecuadas para describir lo indescriptible. —Ella está involucrada en todo esto. Han estado experimentando con pacientes, y yo la descubrí, por eso no puedo quedarme aquí. Necesitamos un lugar seguro, y tenemos pruebas de todo esto.
El oficial intercambió miradas con sus compañeros, visiblemente incrédulo pero lo suficientemente entrenado para no dejar que esa duda los retrasara. El tono desesperado de Madison y la seriedad en el rostro de Anthony y Bernard le bastaron para saber que no era momento de cuestionar.
—Bien, suban a uno de los vehículos. Los llevaremos al hospital Saint Mildred en New Hanover. Queda a unos cuarenta minutos de aquí —dijo el agente, con un gesto hacia la camioneta—. Allí podrán recibir atención médica y las autoridades más cercanas vendrán para escuchar su testimonio.
—Gracias —respondió Anthony. Luego miró a Bernard, y le ofreció una mano, la cual el hombre se la estrechó—. No hubiéramos podido hacerlo sin usted, señor Hill. Le debemos mucho, y le estoy eternamente agradecido.
—Descuiden, hice lo que cualquier ciudadano de bien hubiera hecho en mi lugar.
Apresurando el paso tanto como podían bajo la lluvia, se dirigieron hacia una de las camionetas con las luces encendidas, iluminando de rojo y azul todo su entorno. Madison subió primera al vehículo, y luego Anthony, dando un resoplido agotado mientras rengueaba. Pocos minutos después, luego de que los agentes le tomaran los datos a Bernard como testigo de todo lo ocurrido, volvieron a las camionetas y emprendieron la marcha, avanzando lentamente por los caminos, esquivando arboles caídos y ramas rotas que el viento había arrancado. Aunque el viaje era un tanto incomodo, tanto Anthony como Madison estaban demasiado exhaustos para preocuparse por ello.
—Lo hicimos —murmuró él, rodeándole con un brazo. Ella se aferró a él, reclinándose, y casi sin poder evitarlo, los ojos se le llenaron de lágrimas.
—No puedo creerlo, te lo juro —respondió, cerrando los ojos con fuerza. Una lágrima se le desbordó, cayendo por su mejilla derecha, mientras pensaba que seguramente aún hubiera seguido sin comprender muchas cosas, o cautiva en el viejo sector psiquiátrico abandonado, si no hubiera sido por el hombre que ahora la acompañaba, y que había arriesgado incluso su propia vida con tal de ayudarla, aún sin conocerla en profundidad—. Te quiero, Anthony.
Él cerró los ojos saboreando aquella frase, al mismo tiempo que apoyaba su cabeza encima de la de Madison, con lentitud.
—Y yo a ti. Ahora descansa, lo necesitamos. Yo muero de sueño, no he dormido en toda la noche.
—¿No?
—¿Cómo podría hacerlo? Anoche no volviste de la oficina de Sanders, y me volví loco buscándote.
Ante aquella declaración de amor, compañerismo y preocupación, Madison solo podía sentir el amor más absoluto que alguna vez podría volver a sentir. Y como si tuviera una certeza total de ello, supo que con ese hombre podría construir todo lo que quisiera, pero que sin él, por el contrario, no querría nada en esta vida. Anthony se alejó un instante de ella, para rodearla por los hombros, y entonces volvió a apoyarse en ella, dando un leve suspiro calmo.
Arrullados por el movimiento de la camioneta y el calor acogedor de la calefacción, se durmieron profundamente en un santiamén, aún abrazados uno del otro. El trayecto pareció durar horas en su sueño profundo, pero tal y como habían dicho los oficiales, cuarenta minutos después el convoy se detuvo frente al hospital Saint Mildred. Era un edificio pequeño y modesto, pero sus luces cálidas brillaban como un faro de seguridad en medio de la tarde tormentosa. Los vehículos se detuvieron, y los oficiales que bajaron les abrieron las puertas, despertándolos y ayudándolos a bajar.
Fueron escoltados hasta la recepción, donde un enfermero a cargo los atendió y escuchó el reporte preliminar del agente. Como era de esperarse, ni Madison ni Anthony tenían documentos personales, ya que sus cosas habían quedado dentro de Ashgrove, pero al menos pudieron decirle de memoria su número de identificación civil al enfermero, que comprobó sus identidades y les asignó una sala de internación a ambos, quienes pidieron estar juntos fuese como fuese.
Más pronto que tarde, estaban siendo puestos a disposición de los médicos de turno para ayudarlos a limpiarse antes de su revisión en la sala asignada, una cómoda habitación con sábanas limpias, ropa clínica seca —no más que una bata azul cerrada por detrás—, luz eléctrica y una televisión pequeña empotrada en la pared, frente a las camas. La primera en ser revisada por los doctores fue Madison, la cual tenía contusiones múltiples, la venda de su mano era una bola mugrienta de harapos mojados que habría que cambiar en breve, fatiga extrema, una leve deshidratación y lesiones leves en la muñeca y en el tobillo, lugares donde el espectro de Julianne la había sujetado, quemándole la piel. Con prisa, le pusieron una vía para rehidratación intravenosa por suero, algunos analgésicos leves para sus contusiones y aplicación de pomadas cicatrizantes, además de limpieza con desinfectante dérmico tanto en la mano vendada como en las marcas de sujeción, vendándola nuevamente.
El diagnóstico clínico de Anthony, por su parte, era un poco más complicado. Tenía laceraciones y contusiones por todo el cuerpo y en el rostro, debido a la pelea con el enfermero mientras buscaba los planos de la alcaldía, los cuales fueron atendidos con analgésicos y compresas frías, para reducir la hinchazón del ojo además de los hematomas. También le inyectaron una vía intravenosa con calmantes y antibióticos para la pierna perforada por la rama de árbol caída, y le asignaron un monitoreo constante por si presentaba signos de mareo, confusión o nauseas, debido a una posible conmoción leve por causa de los golpes en la cabeza.
—Van a estar bien —dijo una de las doctoras, mientras terminaba de vendar la pierna de Anthony—. He escuchado algo de lo que comentaban los policías que los trajeron aquí, acerca de lo que pasó en Ashgrove. Las autoridades estarán aquí en breve para hablar con ustedes, pero lo importante es que están a salvo.
Madison asintió, agradecida, pero el agotamiento la vencía rápidamente debido a los analgésicos y los calmantes. Cuando la doctora se alejó, se giró para mirar a Anthony, quien estaba acostado en una camilla junto a la suya, a unos metros de distancia. Él le devolvió una sonrisa cálida, aunque cansada.
—Espero que nos crean —dijo.
—Tienen que hacerlo, no les queda de otra.
La voz de él no mostraba ninguna prisa, y dando un suspiro, volvió a mirar hacia el techo, cerrando los ojos al mismo tiempo que saboreaba la comodidad de la mullida cama. Sabía que, al menos por esa noche, podrían descansar.
*****
Ambos durmieron desde bien temprano al anochecer hasta la mañana del día siguiente, extenuados y cómodos tanto por los cuidados como por la mullida cama en donde reposaban. El hecho de estar durmiendo bajo el calor de las mantas, luego de haber recorrido durante horas el sector abandonado del hospital y luego el clima frío de la intemperie, se les antojaba como una bendición brindada por los mismos dioses. Al día siguiente desayunaron una papilla vitamínica de vainilla, controlaron sus niveles de hidratación y presión sanguínea, y a media mañana dos agentes tocaron suavemente la puerta, ingresando después. La primera era una mujer de mediana edad, con el cabello castaño recogido en un moño apretado por detrás de la nuca, y mirada inquisitiva. Tras ella, un hombre alto, con barba bien recortada y expresión dura, que la seguía. Parecía como si el aire mismo de la autoridad los acompañara. La dupla de oficiales se paró frente a ellos, y se presentó.
—Buenos días, soy la agente Donna Preston, del departamento de justicia y ética médica de Carolina del Norte —dijo. Luego señaló el hombre a su lado—. Él es el sargento Michael O'Hara, del departamento de policía de Saint Mildred. Nos dijeron que había dos personas denunciando un secuestro y un fraude médico en el hospital Ashgrove, de Ravenwood. Imagino que son ustedes.
—Sí, lo somos —consintió Anthony. El sargento O'Hara tomó una pequeña libreta de notas y un bolígrafo enganchado a la solapa del bolsillo de su chaqueta, para comenzar a tomar apuntes.
—¿Podrían decirme sus nombres?
—Anthony Walker, y Madison Lestrange.
—¿Ocupación? —preguntó, mientras garabateaba en el bloc.
—Yo soy... —se corrigió luego de titubear dos segundos. —Era, el conserje de mantenimiento del hospital Ashgrove. Ella es consultora médica nacional, había ido por la supervisión de una reforma.
—Ah, usted tiene cargo médico, entonces —comentó la agente Preston, interesada en este punto—. ¿Podría decirme el nombre de su superior directo?
—¿Puedo preguntar para qué lo necesita? —dijo Madison, un tanto desconfiada. Aún no había olvidado lo que Anthony le había dicho, la noche en que había encontrado a la doctora Sanders hablando con alguien más de fuera del hospital.
—Solo para corroborar datos, en caso de que se haga una investigación futura.
—Trevor Miller.
El hombre anotó.
—Bueno, dígannos que fue lo que pasó —dijo, luego de dar el punto final a su garabato—. No es común recibir denuncias de secuestro en un hospital, ni mucho menos de fraude médico, por lo que si son tan amables, no omitan detalle alguno. Queremos asegurarnos de que comprendemos bien la situación antes de proceder con cualquier acción.
Anthony intercambió una rápida mirada con Madison, sintiendo la presión de la incredulidad en sus miradas. Sabía que lo que iban a contar sonaba increíble, casi fantástico, pero era la verdad. Con un suspiro, ella comenzó a hablar.
—Fui enviada aquí para supervisar una reforma a gran escala. El hospital Ashgrove está casi en ruinas, a excepción del ala nueva, por lo que ni bien surgió la oportunidad de comandar la tarea comencé a investigar sobre la historia del lugar. Así fue como conocí el hecho de que la parte antigua del hospital sirvió como psiquiátrico, luego de la epidemia de gripe española. Una cosa llevó a la otra, y descubrí que en aquella época había un doctor de apellido Heynes, que supervisaba ciertas prácticas no muy lícitas en pacientes, documentándolo todo. Medicamentos no aprobados, experimentos sin consentimiento... Encontré registros que detallan cada uno de los casos.
—¿Qué hizo después? —preguntó el sargento O'Hara.
—Confronté al jefe de cirugías, el doctor Robert Heynes, y le pedí explicaciones de lo que había encontrado. Primero me dijo que el hombre de esos documentos había sido su abuelo, y que no tenía que pagar por los crímenes de sus parientes ya fallecidos. Luego me dijo que no debía meterme en donde no me llamasen, y por la noche, se metió a mi habitación, buscando silenciarme, supongo —respondió Madison, encogiéndose levemente de hombros—. Tuve que defenderme, una lámpara se rompió y usé uno de los cristales para cortarle el cuello. No sabía lo que podía pasar si no me protegía.
Los dos agentes la miraron incrédulos.
—¿Había algún testigo al momento de su defensa propia? —preguntó ella.
—Yo lo estaba —dijo Anthony.
—Bueno, ¿Qué pasó después? —dijo la agente Preston.
—Yo escuché una charla de la doctora Sanders, jefa de planta de Ashgrove, charlando con alguien, no sabemos con quién —intervino Anthony—. Le decía que habíamos descubierto demasiado, que tenían que hacer algo antes de que sea demasiado tarde, en ese momento comprendí que estaba implicada, por lo que nos pusimos en campaña de demostrar su culpabilidad.
—Yo me infiltré en su oficina, una noche, buscando documentos incriminatorios —comentó Madison, prosiguiendo con el relato—, pero ella me descubrió. Me retuvo a la fuerza con un enfermero y me inyectó un poderoso sedante. Cuando desperté, estaba encerrada en el ala abandonada de Ashgrove.
El sargento O'Hara no paraba de anotar cosas rápidamente, mientras que la mujer los miraba gravemente, atenta al testimonio. Anthony continuó, aprovechando a intervenir con rapidez.
—Al notar que Madison había desaparecido, asumí que al único lugar donde podría estar era en el sector abandonado de psiquiatría, por lo que intenté buscar en los viejos planos del edificio si no había otra forma de acceder al ala vieja de Ashgrove, para poder sacarla de allí —dijo—. Pero el enfermero que había ayudado a Sanders en el secuestro de Madison me interceptó. Nos trabamos en lucha y no me dio otra opción... tuve que defenderme también, y lo maté.
Al decir aquello, notó el inmediato endurecimiento en el rostro de los agentes, y respiró hondo, sabiendo que aquel momento era el más delicado de la charla.
—¿Usted también mató a un hombre? —preguntó O'Hara, con dureza.
—Le repito, no tuve elección —replicó Anthony, visiblemente perturbado por recordar lo sucedido—. El tipo intento detenerme. No fue algo que quise hacer, pero si no lo detenía, ambos estaríamos muertos.
El sargento O'Hara y la agente Preston intercambiaron miradas. La gravedad de la situación no se les escapaba: Dos personas muertas, experimentos ilegales y un hospital que parecía haber caído en la peor de las corrupciones. Era un panorama muy complicado.
—Esto es mucho más grande de lo que pensábamos —dijo Preston, con la voz llena de cautela—. Pero necesitamos corroborar todo esto antes de proceder. Dos asesinatos y un testimonio sobre secuestro, fraude médico y experimentación con pacientes, no es algo que se deba tomar a la ligera.
El sargento O'Hara, con una expresión más seria, añadió:
—Si no están diciendo la verdad, ambos enfrentaran cargos penales graves. Lo entienden, ¿cierto?
Anthony sintió un nudo en el estómago, pero mantuvo la mirada firme.
—Lo entendemos, pero lo que le estamos diciendo es la verdad.
La agente Preston posó sus ojos en Madison.
—Esos documentos que dice haber encontrado, ¿sabe dónde están?
—Están allí, en la mochila de Anthony —respondió ella, señalando hacia el armario donde se guardaban las pertenencias de los pacientes en la sala.
El sargento O'Hara le cedió la libreta de notas a su colega y caminó hacia allí, sacando la mochila del estante medio del armario. La abrió y empezó a buscar dentro, y su rostro pronto adoptó una expresión de escepticismo cuando sacó el libro de protección y hechizos que Anthony había usado para romper el vínculo de Julianne con Madison.
—¿Qué es esto? —preguntó, agitando el libro en el aire. —Esto no parece un documento médico, señorita Lestrange.
Anthony tragó saliva, sintiendo como la tensión aumentaba en la habitación y Madison había quedado petrificada. Sabía que no podía contar la verdad, al menos no sobre la parte sobrenatural de lo que había ocurrido.
—Es un libro que olvidé devolver a la biblioteca del pueblo, no tiene nada que ver con todo esto —dijo, interviniendo rápido—. Los registros médicos están debajo, siga buscando, por favor.
O'Hara lo miró fijamente, claramente no convencido del todo, pero siguió revisando la mochila hasta encontrar los papeles que Anthony mencionaba. Cuando los sacó, su semblante cambió a medida que comenzó a leer con rapidez. Las pruebas eran claras: detallaban los experimentos ilegales de Heynes, dos generaciones atrás. Su rostro se endureció aún más mientras procesaba la información.
—Esto es serio —dijo, finalmente—. Si estos documentos son reales, podríamos estar ante una red de corrupción médica a gran escala. ¿Qué medidas legales quieren tomar con todo esto?
—Soy una consultora médica nacional, amparada por el gobierno y debidamente titulada —dijo Madison, con voz firme—, y voy a usar toda mi autoridad tanto como me sea posible. Primero, quiero enjuiciar a la doctora Emily Sanders por encubrir delitos de lesa humanidad, por agresión y por secuestro. Como segundo punto, quiero saber quién es su contacto fuera del hospital y quienes son las familias acaudaladas que contribuyeron a este fraude médico, y a experimentar con vidas humanas. Quiero que no quede ni uno sin encerrar en la celda más oscura que se pueda encontrar.
—Bien, vamos a llevarnos estos documentos para corroborar todo esto, e iniciar la investigación correspondiente —respondió el sargento O'Hara, cerrando su libreta de notas. Anthony entonces intervino con rapidez.
—¡Un momento! No se llevarán los documentos, no aún.
—¿Cómo dice? ¿Puedo preguntar por qué?
—No sabemos con quién estaba hablando Sanders, así que no confiamos en que se los lleve. Sáquele una foto si quiere, pero los documentos se quedarán con nosotros —insistió.
—¿Acaso creé que nosotros somos corruptos, señor Walker? —preguntó el sargento, mirándolo con hosquedad. Anthony negó con la cabeza.
—No, pero tampoco tengo motivos para confiar, al igual que ustedes en nuestra palabra. Así que los documentos se van a quedar con nosotros hasta el momento en que el juicio formal inicie.
Preston asintió con la cabeza, y entonces le hizo un gesto con la mano a su compañero, para indicarle que todo estaba bien.
—Tienen mi palabra, iniciaremos con toda la investigación pertinente ni bien puedan ser dados de alta. Pero les informo que no pueden salir del país por ningún motivo sin una autorización fiscal.
—Nos parece bien —convino Madison.
Luego de que los agentes salieron de la habitación, después de despedirse y hacer los formalismos correspondientes, la tensión se disipó, aunque el aire seguía cargado. Anthony se pasó una mano por el cabello, visiblemente agotado por la intensidad del interrogatorio.
—Esto se está complicando más de lo que imaginaba... —dijo, en voz baja, mirando a Madison. —No quiero que ninguno de los dos acabe en la cárcel por matar a esos tipos. No podría soportarlo.
Madison, que también parecía un tanto cansada, suspiró y lo miró con los ojos llenos de incertidumbre.
—No teníamos otra opción —le dijo, tratando de consolarlo—. Lo que hicimos fue para sobrevivir, y la corte va a saber entenderlo.
Anthony asintió, aunque la culpa seguía pesando en él. Miró hacia la ventana, rumbo al exterior, donde la lluvia apenas era una tenue llovizna, como si el clima también sintiera el alivio gradual de haber superado lo peor.
—A veces me pregunto... ¿Qué habría pasado si no nos hubiéramos encontrado en ese hospital? —dijo él, con voz suave y reflexiva. —Tal vez todo esto habría sido diferente.
Madison lo miró, y se encogió de hombros levemente. Luego esbozó una pequeña sonrisa.
—No importa lo que habría pasado, Tony. Lo importante es que estamos aquí, juntos. Y manejaste bastante bien lo del libro, he de admitir.
Anthony se giró para mirarla, sonriéndole también.
—No iba a contarles lo de Julianne, ¿verdad? Sería lo último que necesitamos, que piensen que estamos delirando o algo así. Por ende, una pequeña mentira fue necesaria.
Madison se echó a reír suavemente, luego lo miró llena de ternura.
—Gracias por protegerme —le susurró.
—Sabes, cuando todo esto termine, cuando finalmente podamos volver a la normalidad, deberíamos hacer algo totalmente distinto. No sé...irnos a un lugar tranquilo, sin hospitales, sin fantasmas. Solo nosotros dos.
Ella sonrió, por primera vez en días, de verdad. Una sonrisa luminosa, ancha, llena de gozo.
—Me encantaría —respondió.
Ambos se quedaron en silencio, compartiendo el momento mientras el mundo exterior seguía su curso. Finalmente, después de todo lo que habían pasado, el futuro parecía tener una luz al final del túnel.
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