Servidor
Día de Gritos, Erotmont, año 5777.
Marel - Capital Mercantil.
Cirensta podrá tener muchas caras según algunos, pero lo único que se opone a lo natural es lo "a-natural".
Las cosas claramente jamás pueden ser fáciles. A la semana de que el aprendiz de sacerdote estuvo en la posada, empecé a notar más y más soldados ventinos. Quería creer que eran casualidades, pero dejé de mentirme a mí mismo cuando mi jefe mostró cierto interés en un cartel que le mostraban.
No hacía falta que lo viera yo, ya sabía qué había allí: un viejo retrato de mi cara con mi nombre escrito en ventino. Quizás esa parte no comprendieran, pero la de los números sí. Aparte, un cartel de recompensa es entendible en cualquier idioma.
En cuanto lo escuché sopesar la idea, me deslicé hacia mi habitación, metiendo lo mínimo e indispensable que necesitaría para un viaje rápido. Di un tirón a la cuerda cuando terminé de poner una carta que había escrito hacía un par de días, un cuaderno y una prenda de ropa. Me puse la capa sobre los hombros y salí por la ventana. El cuarto estaba a una buena distancia del suelo y sospechaba que iba a partirme en dos las piernas si saltaba. Sintiendo que los pasos de la escalera iban demasiado rápido para mi gusto, dejé que mi cuerpo cambiara, que las piernas se me unieran y estiraran. El mundo se volvió un montón de fuegos que se movían de un lado a otro.
No sé cómo hice para caer al suelo y estar bien, pero en cuanto pude, volví a separar mis piernas, corriendo como si las sombras estuvieran por sujetarme de los tobillos. Escuché la conmoción que empezaba a formarse a mi alrededor. Sospechaba que si miraba sobre mi hombro vería a los guardias abriéndose paso entre la multitud, listos para atraparme. Salté barriles, rejas, me metí por callejones que apestaban a dejadez.
Ya empezaba a perder la esperanza, el corazón me latía demasiado rápido y la cabeza dejaba de funcionar. Salí a una calle secundaria, donde había un montón de carretas de todos los tamaños. Ni lo pensé, me acomodé la capucha sobre la cabeza y me metí entre ellos.
-Perdona, ¿a dónde van? -Le pregunté a un chico que no debía de superar los diez años. Él me miró con una ceja arqueada de pies a cabeza. No mostré nada, pero estaba sintiendo los nervios a punto de comerme vivo si el chico seguía con aquella expresión escéptica. Abrí la boca para preguntarle por sus padres, pero no hizo falta.
-¿Viajero ambulante? -Un hombre de hombros tan anchos como la panza que tenía, y un bigote que cubría gran parte de su rostro me miró. Vi de reojo cómo ponía una mano sobre el hombro del muchacho.
-Así es, y quería saber si podía ir con ustedes -dije, haciendo todo el esfuerzo que podía para no mirar al costado. El hombre se quedó viéndome un largo tiempo, como si analizara incluso el aire que respiraba-. No seré una carga, lo prometo.
El hombre soltó una risa seca antes de murmurar algo en lo que parecía un beatino bastante cerrado. Ya estaba rezando todas las plegarias directamente a Cirensta, porque no confiaba en que ninguno de sus hijos fueran a tener la amabilidad de intervenir en mi favor.
Pasó un momento que lo sentí eterno antes de que el hombre se encogiera de hombros, dándole una ligera palmada al niño, quien lo siguió no sin antes darme una mirada sospechosa. Intentando parecer uno más del montón, me quité la capucha, pasando mis manos, sintiendo que el pelo se enredaba entre mis dedos. Suspiré.
Deambulé un poco entre los carros, sin atreverme a tocar a ningún animal de carga. Enormes felinos de pelaje lustroso descansaban a la espera de que dieran la señal. La mayoría tenía bozales y arneses, algunos más robustos que otros. Incluso me pareció que algunos felinos amenazaban con morderme los pies al pasar.
-Parece que no te tienen mucho afecto -rio alguien a mi costado. Un muchacho de torso delgado, cabello corto rubio y sonrisa que no auguraba nada bueno, me miraba con la risa apenas contenida en sus rasgos-. Quizás es cierto que las serpientes son los enemigos naturales de los gatos.
Chasqueé la lengua, soltando una ligera risa.
-Las serpientes odiamos a los toros -dije, arqueando una ceja-. Deberían saberlo.
El muchacho se encogió de hombros, siguiéndome en mi improvisado paseo. De reojo, me aseguré de que los guardias pasaran de largo. Era una suerte que me hubiera dejado el cabello largo y mi cuerpo se hubiera vuelto mucho más fino de lo que había sido en el palacio.
-Sí, siempre son ustedes los que están peleando en los libros de historia -concedió, caminando de espaldas, sin dejar de mirarme-. Pero los beatinos compartimos el elemento de la tierra con los sembenos.
-No, comparten el fuego.
-Para ser alguien que destila a plebe, sabes bastante del conocimiento teológico -dijo, inclinando la cabeza hacia un costado, sin rastros de la sonrisa por un momento-. ¿Acaso en Ventyr enseñan conocimiento sagrado a los simples?
-Diría que no -respondí, sintiendo que las palabras empezaban a acomodarse con cuidado en mi lengua-. La realeza se ocupa de sus asuntos, el templo de los suyos. Mi caso es ligeramente distinto.
El chico me miró largo y tendido antes de estudiar su mano, ofreciéndomela a la vez que se presentaba como Ani. Hice lo propio.
-No tienes un nombre muy ventino.
-Ya te dije: soy un caso en sí -repliqué con un encogimiento de hombros, ofreciéndole una ligera sonrisa.
Seguimos hablando, más él que yo, y pronto me encontré admirando el horizonte. Los árboles de Oucraella estaban lejos de ser visibles, pero no me era difícil que en unos cuantos metros empezaría a ver aquellas copas que parecían querer alcanzar el cielo mismo. Así como la pradera de Lerán que se extendía al noroeste.
En cuanto arrancó la marcha, Ani se fue hacia un gato que debía ser de mi estatura, con una silla de montar y riendas. Con un chasquido de lengua, el anánimo empezó a caminar con pasos pesados. Al mirar a mi alrededor, me encontré con que otros hacían lo mismo, así como también eran quienes llevaban las ropas con más decoraciones, como pequeñas chapas que reflejaban la luz.
-Ya te conté sobre mi vida, ahora te toca contarme algo -me dijo, apoyando el codo en la parte frontal de la silla.
-No creo que haya mucho.
-Oh, vamos -bufó, rodando los ojos, siempre esbozando esa sonrisa que enseñaba los caninos y afinaba sus ojos hacia los costados-. Todos los mercaderes podemos oler un buen negocio cuando lo tenemos cerca.
Eché una mirada sobre mi hombro, comprobando que había varias miradas fijas en mí, algunas más curiosas que otras. «Supongo que así será la cuestión», suspiré por dentro antes de comentarle un poco sobre Silje, sin entrar en mucho detalle. Mencioné a mi hermana Shinu y a Shiansi. Luego sobre mi esposa.
-¿Era bonita? -interrumpió Ani-. Ya sabes, con un cuerpo flexible y pelo brillante.
Reí sin poder contenerme.
-Supongo que lo era, no la elegí yo.
Me pareció escuchar un suspiro por detrás de mí, pero no me atreví a girar. Sentía que las mejillas ya me ardían bastante, y no podía determinar si era por el sol, el calor de mi propio cuerpo o la sensación de desnudez que me recorría de pies a cabeza.
Si tenía que ser objetivo, Lia probablemente era una mujer que cualquier hombre habría peleado hasta dejar el mundo reducido a cenizas, una que quizás hubiera ganado a cualquiera con sus palabras suaves y sonrisas. Era fácil quererla, tenerle el aprecio que probablemente merecía. Pero yo no era el hombre que ella quería, por más de que lo habíamos intentado durante años, el resultado era nulo. Lo peor fue cuando no podía siquiera besarla sin sentir que estaba intentando estar con mi propia hermana.
Ambos habíamos entendido de que la línea no iba a seguir por mi lado, y no sabría decir cuándo ella empezó a buscar otras compañías. En ese entonces, daba lo que fuera con tal de que ella quedara embarazada, así al menos podría dejar de sentir que se me retorcían las entrañas. Obviamente, todo eso no lo conté. No era algo que quisiera poner a la venta, aparte...
Mis ojos miraban un paisaje distinto al que tenía enfrente. Sabía que tenía un camino en frente, que Ani me estaba haciendo preguntas y yo respondía cada vez más y más vagamente. Pero mi mente estaba en el palacio de Ventyr, en las filas de soldados, en un pasadizo secreto en el que había sentido sus labios por última vez antes de que tuviera que ponerme una capa sobre mi cabeza.
Respiré hondo, tratando de repetirme las palabras de Silje en silencio. La promesa de que encontraría la forma de salir de las filas, que me llevaría a cualquier sitio.
-Encontraré a la pequeña Shiansi, si hace falta.
Me obligué a sacudir la cabeza, a pensar en lo que tenía que enfrentar. «Un paso a la vez», me dije, respirando hondo mientras me enfocaba en los árboles, en las palabras del sacerdote que me había pedido ir al reino de las aves. Con suerte, el frío no sería más insoportable que aquí.
-¿Cómo que un sacerdote y un monje no son lo mismo? -preguntó Ani a la noche, cuando paramos a acampar en los lindes del bosque gigantesco. Comí un poco de la pata de conejo que me habían dado, disfrutando de la atmósfera alegre que parecía estar sobre el campamento improvisado-. A ver, los dos son religiosos y responden a los dioses.
Levanté un dedo, tragando el trozo de carne que tenía en la boca.
-Se parecen en lo que Ventyr y Beäte por tener como elemento el fuego -empecé, dando un trago al vaso de cerveza que tenía-. Un monje puede luchar, los sacerdotes no.
-¿Luchar?
-¿Quién crees que sabe cómo matar a un anánimo? -Ani pareció no comprender y tuve que ahogar la sensación de frustración que empezaba a florecer dentro de mí-. Un monje es más propenso a ver cuáles son los límites del cuerpo -empecé, intentando recordar todo lo que me habían dicho en mis años de exilio. Aproveché el tiempo que necesitaba para masticar para ordenar mis ideas-. Y, como conoce el cuerpo, sabe cómo someterlo.
-¿Lo saben? -preguntó, sacándome del hilo que había comenzado a formar-. Los dioses nos han mostrado que son capaces de darnos la razón, como de quitárnosla -señaló con la cabeza a las fieras que se encontraban a unos cuantos metros de nosotros, comiendo tranquilamente los trozos de carne-. Ellos han cometido pecado, han blasfemado contra Alaset y Jactes, o, lo que es peor, han insultado a la Madre Cirensta.
Tomé un poco más de mi bebida, disfrutando largo y tendido del sabor antes de dejar de nuevo el vaso en el suelo. Frente a mí se desplegaba el corazón del campamento, con una enorme cazuela donde habían restos de la carne que cada tanto iba uno que otro miembro de la comitiva a sacar un trozo. En cuanto terminaran, seguramente empezarían con los ritos de Erotmont. Ya veía a algunos niños que se acercaban a husmear en los sacos donde seguramente tenían algunas semillas aulladoras.
-Blasfemias las cometemos todos, a propósito o sin querer -empecé, contemplando las llamas que danzaban suavemente entre las brazas-. Pero los monjes son los primeros en saber sobre nuestra maldición.
Había escuchado rumores de lo que hacían con los cuerpos, con los niños que recibían. No lo había visto, porque claramente era algo que solo aquellos listos para enfrentarse con la parte más espantosa de nuestro ser, y me partía en dos pensar en mi hermana. El recuerdo de ella, la pequeña que me seguía a casi todos lados, con la que nos escondíamos entre los pasillos... Sería osado e ingenuo de mi parte creer que Shiansi había sobrevivido lo suficiente para poder verla de nuevo.
En el mejor de los casos, estaba realizando tareas de investigación en el Monasterio, era alguien que estaba en las filas de reserva. La parte más pesimista de mí temía que fuera una de las cazadoras de anánimos. Sacudí la cabeza, como si así pudiera quitarme la imagen de mi hermanita siendo destrozada.
-Los sacerdotes son quienes cuidan de nuestro espíritu -continué, fijando mis ojos en las brasas-. Tener a ambos asegura que haya cierto equilibrio entre los dos aspectos de nuestro ser.
-Como digas -soltó Ani-, pero los dioses son más que nosotros, nos trascienden, ellos actúan en base a premios y castigos. Ellos eligen a nuestros gobernantes, castigan para mostrar las consecuencias de no seguir sus enseñanzas -señaló con el mentón a la bestia que había estado montando-. Ahí tienes a los castigados: no son más que bestias de carga. Ni siquiera puedes llamarlos ciudadanos.
Cerré los ojos, respirando hondo antes de terminar la cerveza de un solo trago, asintiendo despacio, pese a que no compartía ni una palabra de lo que decía. Los sacerdotes y los monjes mismos apretaban los labios cuando les preguntaba sobre la consciencia de los que se habían convertido por completo. Teorías no faltaban, pero nadie había conseguido algo que permitiera saber con exactitud si realmente los habíamos perdido.
El castigo con la transformación no era nuevo. Suponía que sería algo normal, considerando que a veces los médicos y carceleros del palacio forzaban bebidas a los prisioneros que habían cometido crímenes que el monarca consideraba imperdonables. El castigo era incluso peor si era un sacerdote, aunque ellos solían mantenerse al margen, enamorados de sus libros y soledad. Alguna vez recuerdo haber escuchado a mis padres haber mencionado lo que les habían hecho a un grupo de prisioneros, algo sobre cazarlos y convertirlos en pieles. Y eso era considerado amable para la nobleza ventina.. No quería ni pensar en lo que hacían los guardias con los anánimos bajo el mando de mi hermana. Shinu seguramente tenía una mano más dura que la que había tenido mi tío en su momento. Quizás darles muerte era la cosa más piadosa que podían tener, pero algo me decía que incluso la piedad de ella era una tortura.
Tenía pocos recuerdos de la época en la que había estado mi tío en el trono, cuando iba a las clases de política o tenía que arrodillarme junto a Shinu cuando había que presenciar lo que era estar allí. Obviamente, no era igual, y yo no podía siquiera hacerme una idea de cómo era vivir con la presión del trono sobre mis hombros. Pero consideraba que sabía lo suficiente como para darme una idea.
-Siguen siendo magmelianos -me limité a decir. Ani me contempló largo y tendido, estudiando con sus ojos marrones todo lo que tenía a la vista.
-¿Y si no lo son? -Cuando no dije nada, continuó-. Ellos nos matan, nos ven como comida. Si uno no lo subyuga primero, muestran sus garras, sacian su apetito interminable. En Zimbra expulsan a los hombres que no pueden tener un mínimo de civilización, Sembei destruye a los débiles y los sarnosos de Lerán dejan a merced de las sombras a quien ose atacar a la manada. Nosotros les damos techo, les damos comida y los tratamos como las bestias que son. Oucraella les deja la libertad de volar, porque eso es lo que priman. Y ustedes saben bien lo que pueden hacer sus bocas si no tienen un control mínimo, ¿no?
No dije nada, porque directamente no tenía nada que objetar. Por qué manteníamos o no a los anánimos bajo el techo del palacio, escapaba de mi conocimiento. Cómo manejaban el asunto otros reinos era algo que recién ahora empezaba a preocuparme.
Si el preguntarme cuándo uno dejaba de tener consciencia contaba como preocupación.
El resto de la noche consistió en poner las semillas aulladoras al fuego, dejando que las mismas tomaran temperatura antes de soltar un ligero silbido previo a que saltaran ligeramente. Mientras lo hacían, algunos sacaron unas flautas y varios instrumentos de cuerda, entonado una melodía grave. No comprendía del todo la letra, quizás por estar en un beatino tan antiguo que no había manera de comprender las palabras, o por la desfiguración de las palabras.
Cerré los ojos, dejando que las notas me rodeara, recordando las noches en las que había presenciado Erotmont en el palacio. Las danzas que haríamos alrededor de un enorme fuego mientras las semillas saltaban. Silje me había invitado una vez a bailar, en el último Erotmont que pasamos juntos, antes de que tuviera que salir corriendo. Por un momento creí estar de regreso en el pabellón al fondo de los jardínes, rodeado por enormes setos que nos resguardaban de miradas curiosas. Podía recordar la luz de las antorchas que nos imitaban, marcando distintas sombras y luces en nuestros rasgos, afilando nuestros rasgos a medida que seguíamos el lejano ritmo que probablemente sabíamos de memoria.
Empecé a entonar algunas estrofas de las canciones que sabía, sintiendo que el aire pasaba con más fuerza entre mis dientes casi apretados.
Arden los bosques,
gritan las aves
las nubes rojas se ven,
y las sombras vemos crecer.
La madre sus hijos llora,
lágrimas la queman
escupiendo a las sombras
que a sus hijos se llevan.
Abrí despacio los ojos, sin fijarme en nadie mientras continuaba entonando los versos, mi voz apenas audible entre el resto que cantaba con palabras más guturales, suaves que el silbido que salía entre mis dientes.
A la noche vendrán
con sus antorchas,sangre han de derramar,
y a las sombras invocarán.
Entre los pastizales,
entre las lenguas ardientes,
entre gritos y maldiciones
a las sombras hallarán.
No sabía cuánto faltaba, pero de inmediato las notas se detuvieron y volví a enfocarme en los beatinos, quienes alzaban sus cabezas hacia el cielo. Hice lo mismo, encontrándome con un montón de estrellas que para mí no eran muy distintas a las vetas de la madera, donde podía formar líneas y formas según me placiera. Si era pasado medianoche, no tenía forma de saberlo, tampoco tenía idea qué esperar, aparte del silencio interrumpido por una que otra semilla aulladora.
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